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El Retratista por CrawlingFiction

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Notas del capitulo:

Gracias a quién leyó<3. Pueden encontrarme por los lares de Cloudsomnia heaven. Espero hayan disfrutado de esta pequeña historia sosa y fresona.

El Retratista

Capítulo II: Amarillo.

 

Primavera nació, y con ellas las flores, los follajes amarillentos y las rosas blancas de los jardines de su compañía. Invierno aún testiguaba su frío impetuoso y los tejados de las casas con nieve a medio derretir.

Era poco más de mediodía y JongWoon como siempre sentado en el banco que ya recordaba con precisión militar. Sosteniendo su libreta cuando crucifijo anhelando verle nuevamente. Se distrajo de sus pensamientos edulcorados de ansiedad escuchando música desde sus audífonos. Cerró los ojos y se abstrajo de los gritos lejanos de los niños al jugar, las pláticas amenas de las amas de casas y los ancianos y los ladridos de los perros. Sólo quería soñar, anhelar y desear un frugal reencuentro. Su motivo artístico unos meses y su pasión oculta otros más. Nunca se daría por rendido por recordar mediante sus retinas esa boca de cereza y esos cabellos que inventó en su mente al mezclar tantas veces el amarillo ceniza con el plata de su paleta de oleos.

Cuánto deseaba volver a verle…

Una sola vez más…

Y Kim JongWoon enderezó la espalda en el banco y abrió los ojos. Y…quiso llorar.

En el banco contiguo a su derecha estaba su musa de audífonos y café. Ahora vistiendo una gorra de esas que suponía él estaban de moda pues a varios jóvenes les había visto usar, una camisa a botones escondido sobre un grueso suéter tejido. Sonrió maravillado. Esa combinación se le hizo tan peculiar, tan preciosa. Disimulado le volvió a espiar. Hablaba distraído por su teléfono celular, con su sempiterna libreta abierta sobre sus piernas. Le escucho parlotear con su voz fina y con una leve nota de masculinidad. Era muy peculiar para un hombre repleto de voces y gritos ásperos de oficinistas roncos de tanto fumar. Su voz era…amarilla. Y es que con ese color le gustó retratarlo, pastos amarillentos, follajes otoñales, cabellos rubios y centellantes, mejillas durazno. Su musa brillaba. Ese debía ser su color, y lo corroboró. De reojo detalló sus mejillas y orejitas enrojecidas por el frío. ¿Seguro se arrepentía de no llevar puesto uno de sus gruesos gorros? ¿Necesitaría unos guantes? Él vestía guantes y sombrero… ¿Podría ser capaz? ¿Podría por fin en años arriesgarse a algo que anhelaba? Pero, exactamente… ¿Qué necesitaba de él? ¿Dibujarle? Ya se sabía de memoria sus rasgos. JongWoon era un gran observador. Pero, entonces, ¿Qué necesitaba? Y de repente, de improvisto, le escuchó reír. Reprimiendo su carcajada tan sonora y contenta sobre la palma de su delgada y nudosa mano. Detalló con el rabillo del ojo esas manos, sublimes como agua fluyendo y un tanto maltratadas ¿A qué se dedicaría? ¿Sería un guitarrista novato? ¿Un pianista experto? Tantas dudas que jamás el miedo le podría responder. Grabó sobre su mente sus expresiones perfiladas, tan vivaz, tan radiante, tan de color amarillo.

JongWoon no podía evitarlo más y lentamente, como ansiando arrepentirse se quitó los guantes negros, quería ofrecérselos al jovencito que empezaba a tiritar pero seguía sonriendo aún de haber colgado la llamada. ¿Esa sería su novia? ¿Un amigo? ¿Un familiar cercano? Su pequeña musa era tan intrigante. Tomó un hálito de osadía y se dio la vuelta, quedando así cara a cara con el joven y aunque anteriormente lo hubiese anhelado ahora sólo quería reprenderse por haber posado su mirada sobre la suya. Sus ojos risueños le miraron, enmudecido cómo sus orbes sombrías también callaron. Y pudo finalmente verle cara a cara, a no más de un par de metros de distancia. Sus labios entreabiertos, tentando cándidos a ser acariciados, su nariz única que ni en la mejor de sus obras logró ni deseó replicar, sus ojos brillantes y esas mejillas hinchadas contradictorias a su delgadez. Era peculiar, precioso como ninguna otra musa de sus libros de historia del arte o de las que observó aburrido en los museos. Esta era suya, su musa con camuflaje de ese niño común y corriente de mejillas y orejas encendidas de adorable carmesí. Y JongWoon, saliendo de esa perdición de los mares avellana de sus ojos estiró la mano, obsequiándole sus guantes. El joven turnó su mirada a los suyos y su ofrenda a la obra más hermosa. JongWoon temió haberle asustado, no era dado a la espontaneidad pero no salían palabras de su garganta. Absolutamente embelesado en esos rasgos dulces, en esa voz estridente y armoniosa, en esos gestos cómicos, en ese todo que recreaba el dueño de su inspiración, de sus obras y consecuentemente, de su vida.

El joven de gorra negra estiró la mano cogiendo el par de guantes rozando accidental sus fríos dedos sobre el dorso de la mano del pelinegro. Qué maravilla al tacto. Sus yemas eran ásperas, lo apostaba, su musa era músico o escultor. Otro dato, otros retratos más frente a un piano o un chelo. Asertivo le sonrió al de ojos avellana y cabellos rubios miel, y él tímido y posiblemente extrañado le correspondió. Le miró unos momentos. Esa sonrisa necesitaba conservarla por mucho tiempo más que los segundos que duró y su musa no pareció molestarse, cabizbajo observaba los guantes y a la vigilancia del otro se los colocó, frotó sus manos ahora protegidas y susurró un gracias. Liberando a ambos del curioso sopor su teléfono timbró. El chico atendió asustado y JongWoon no evito sonreír al ver su expresión tan encantadora. Se puso de pie y con una leve reverencia se fue.

¿Acaso él le recordaría al ver esos guantes cómo él lo haría a través de sus pinturas? Kim JongWoon, lo rogó.

Él era, simplemente sublime.

 

••••••

 

Ya Febrero saludaba con días de ligero sol a la espalda y templados fríos al rostro. Hoy, Kim JongWoon vestido de su odiado traje de etiqueta andaba por los vagones del tren de Incheon con destino a Seúl, donde una importante reunión de negocios en representación de su enfermo padre hacia la compañía central se suscitaría. Dentro de su maletín viejo lleno de libretas, archivos y chequeras estaban unos cuantos retratos de su musa; unos nuevos, otros más antiguos y arrugados a los bordes, igualmente los necesitaba encima. Durante el viaje contemplarlos segundos antes de abordar a la capital bulliciosa le vendría bien a su apabullado ánimo.

El vagón atestado de gente de todas las clases y características posibles le agobiaban, sentado cerca de una de las puertas contaba la media hora restante para salir, volver a chocar con más gente, decir gracias o disculpas, brindar reverencias estúpidas y encontrarse con los socios de sus padres, dignas arpías y víboras de mitología griega. Un día de mierda, a resumidas cuentas. No había vuelto a ver a su Euterpe hacia inexplicables semanas. Sus visitas al parque se evaporaron como el resto de sus aficiones al su padre caer enfermo en el Hospital. Debía visitarlo, atenderle y naturalmente trabajar esas condenadas horas extras. Cuánto deseaba algo de paz. Algo de egoísmo para pintar y dibujar, para rememorar a través de sus improvisadas fotografías esos rasgos y esa sonrisa que delicado soporte, cuan brazos maternales al auxilio, le sostuvieron estos últimos meses. Sobreviviendo sobre la tempestad de su soledad, de sus ocupaciones huecas, de la rutina absurda, todo gracias a esos recuerdos materializados. Tan amarillo y él tan gris.

Veinte minutos faltaban.

Se puso de pie ofreciendo su asiento a una joven deportista y a empellones de aproximó a la puerta. Con varias molestas respiraciones chocando contra su nuca y ese olor a sudor, perfume y champús ajenos aguardó a que el metro dejara de andar casi despegado de sus rieles. Lentamente, sufrido, empezó a disminuir su paso hasta quedar totalmente inmóvil. Un sonido que ni a su edad sabría describir resonó apenas y seguido de un pitido las puertas abrieron de par, suscitando otra batalla diaria entre salir y entrar; codazos, con permisos y pequeños golpes a los hombros, pero siempre existe alguien malintencionado hasta en las sociedades más “civilizadas” y ese no aguantó el deseo de hacerle tropezar, chocó de lleno sobre alguien y cayeron diversos objetos al suelo. Se escucharon maldiciones y risitas maleducadas. Y las puertas cerraron sin misericordias mecánicas.

Aguzó la vista y se vio a si mismo aturdido al ser golpeado en la cabeza por otro usuario, vio su maletín con sus informes y retratos desperdigados al suelo y frente aquellos dos pies enfundados en zapatos deportivos. Subió la vista deseando no llegar nunca al final, recordó ese jean azul, esas pulseras de cuero y cuerdas gruesas adornando delgadas muñecas y culminante, letal, sus ojos posaron sobre los ajenos y volvió a verle, a rememorarle, a dibujarle con la mirada. Su hermosa musa balbuceaba disculpas agachándose a recoger lo que habría supuesto eran los documentos de un importantísimo empresario. Y entre esas hojas aburridas y grises encontró un estallido de color. Un estallido de viveza. Su reflejo amarillo. JongWoon temeroso se acuclilló y arrebató sus intimas obras de las manos enfundadas del más joven. Y él sólo le miró…tan incomprensible. ¿Sorprendido? ¿Avergonzado? ¿Asustado?

“¿Soy yo?” Escuchó susurrar entre el sórdido bullicio de los andenes y la gente que casi pretendía pisarlos. No supo que decir…pero se sentía gratamente pleno. Sintió como si todo aquello callado por años fuese liberado. No más gris. No más sinsentidos. Y JongWoon detalló a sus manos enguantadas…

“Somos los dos” percibió de su garganta bullir. El joven bajó la vista hacia sus manos vestidas de lana y cuero negro, si, sus guantes. JongWoon temeroso buscó su mirada y él sólo le sonrió.

Otro vagón abrió sus puertas y Kim RyeoWook, de veintiocho años, pianista solista del conjunto teatral de Seúl, cuyo color favorito era curiosamente el violeta, ingresó, apretando sus manos que no tenían frío pero vestían esos suaves guantes oscuros. Sonrió. Despidiéndose de Kim JongWoon, gerente administrativo de una compañía familiar, de treinta años, aficionado a la pintura y retratarle. Esos detalles supieron uno del otro en esos segundos libres de conmoción. Las puertas cerraron y en rapidez su imagen tan recordada desapareció.

Nuevamente. Le embargó la soledad. Con esperanza de otra vez, volverle a ver.


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