Avaricia.
Mycroft Holmes siempre había estado lleno de avaricia. Desde que era sólo un niño pequeño descubrió que deseaba más de lo que los demás tenían. Necesitaba resaltar, necesitaba ser el mejor.
Tal vez todo empezó desde aquél momento que acaparó todos y cada uno de los dulces que tanto le gustaban, sin compartir ninguno con Sherlock. Había veces que Mycroft se preguntaba si él era el causante de la delgadez extrema de su hermano.
Desde que era sólo un niño, Mycroft había sido corrompido por la sed de la avaricia. Siempre que deseaba algo lo conseguía y superaba sus expectativas; después de todo él era todo un Holmes. Primeros lugares académicos, negocios importantes, e incluso era conocido como el mismísimo Gobierno Británico. Controlaba todo a su alrededor y lograba hacerlo suyo por completo atesorándolo y regodeándose por eso.
Toda su vida transcurría de esa manera; no existía nada que él no pudiera conseguir. Pero cuando crees que ya posees todo en el mundo, después el mundo te demuestra todo lo contrario y tu vida pierde un poco de sentido.
Y eso fue lo que sucedió cuando Mycroft conoció al detective Lestrade. Había quedado completamente deslumbrado por él, por su voz, por su cabello cubierto de canas; pero sobre todo por su carácter. Ese que hacía que todos lo observaran con gran respeto, incluyendo a Sherlock.
Lestrade despertaba instintos en Mycroft que él creyó extintos. Deseaba tenerlo solo para él, poseerlo y hacerlo suyo por completo. Quería apreciar y atesorar todas las cualidades que poseía el detective. Lo deseaba para toda la vida.
Y para que eso sucediera necesitaba de un buen plan. Tal vez debería empezar con una simple invitación a cenar. Después de todo tenían que conversar sobre el cuidado de Sherlock…y sólo tal vez el detective aceptaría.
Envidia
Todo transcurría con normalidad en el laboratorio de St. Bart’s. El ambiente estaba en completa calma; pero en determinados momentos era interrumpido por los insistentes sonidos de las máquinas trabajando, el suave burbujeo de las sustancias que bullían en los tubos de ensayo y los constantes y molestos suspiros de Molly Hopper.
Molly estaba embelesada con la presencia de Sherlock que, después de azotar a unos cuantos cadáveres solo para el bien de la ciencia, había decidido que tenía que investigar algunas partículas sospechosas de su actual caso.
El porqué de los suspiros sólo tenía una razón, no importaba lo mucho que Molly intentara llamar la atención de Sherlock, ella era olímpicamente ignorada. Y justo en esos momentos donde Sherlock parecía estar en completa concentración, observando con interés el microscopio. El celular de éste sonó y capto toda su atención al mirar el mensaje recibido, sólo sonrió y contesto rápidamente. Era allí cuando Molly sentía la envidia recorrer cada partícula de su cuerpo; porque estaba completamente segura de quién era ese mensaje. Porque sólo existía un ser en este mundo capaz de cautivar toda la atención de Sherlock Holmes. Y al menos para ella era el causante de su envidia. Veinte minutos después John Watson entraba al laboratorio, agitado y preocupado.
—John. Llegas tarde.
— ¡Maldición Sherlock! Dijiste que era una emergencia.
—Y lo es John, resolví el caso. — Dijo Sherlock mientras se colocaba nuevamente su abrigo.
—Deberías de hablar con Lestrade en vez de hacerme venir desde la clínica.
—John, tengo hambre. — John le dedicó una sonrisa a Sherlock.
—Angelo’s— sugirió.
—Me parece buena idea.
Sherlock volteó hacia Molly y le dio las gracias. Después de todo a Sherlock le hacía bien estar con John, y juntos salieron del laboratorio.