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Carta a Santa Bastardo por Elizabeth Elmeth

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Pov Romano

Cuando era niño, el bastardo me inculcó la rara costumbre de que cada año le escribiera una carta a Santa Claus para pedirle las cosas que quería me trajera en tan esperado día de diciembre.

Desde luego, todo estaba condicionado a la conducta que yo mantuviera durante todo el año, y el bastardo, siempre pendiente de todo, observándome en todo momento y de vez en cuando recordándome antes de dormir las pequeñas travesuras hechas en el día o semana. Yo simplemente me cubría la cara con las sabanas, totalmente rojo de vergüenza, gritando cualquier excusa que viniera a mi mente, siendo seguido por la insoportable risa del español. ¡No tenía porque reírse de mí! Pero no se salvaba, terminaba en el suelo adolorido por mis fuertes cabezazos a su estómago. ¡Lo tenía bien merecido!

Sin embargo, eso no me detenía a escribir la carta como todos los años y entregársela al bastardo para que se la diera al gordo rojo. No importaba cuan travieso fuera ni cuan malcriado me comportara con Antonio, la mayoría de las cosas que pedía siempre aparecían por arte de magia bajo el arbolito. El cual adoraba decorar, aunque Antonio no lo creyera así. ¡No podía dejar que lo supiera! Aunque nunca pude conocer a Santa Claus porque, según el español, me quedaba dormido cuando él llegaba y le daba pena despertarme. ¡Y bien que no lo hacia, tremendo cabezazo le hubiera dado y entonces no me daría más regalos!

Pero vaya la sorpresa que me lleve al descubrir la noche antes de navidad, al bastardo dejando los regalos bajo el enorme árbol, y comiendo las galletas que cocine para el gordo barbudo. Fue tan grande mi desilusión que no le hable por semanas, siendo las peores semanas para el hispano. No tenía porque mentirme. Desde ese entonces no hago más cartas a Santa Claus, pero puede que esta sea la excepción.

-¡Bastardo! - grite entrando a su casa, cerrando la puerta de un portazo y tirando la chaqueta que me había regalado la navidad pasada al sillón más cercano, dejándome puesta la bufanda. El frío de afuera me calaba los huesos.

-¿Lovi? ¿Qué haces aquí? No te esperaba. - escuche que decía desde la cocina, bastante emocionado diría yo. No es que no frecuente venir, sino que por lo general él lo pedía. - ¿Me extrañas tanto que no puedes esperar un día más a verme? - pregunto al verme entrar a la cocina, deteniendo sus laboreas. Estaba preparando algunas de las cosas que comeríamos mañana junto con mi estúpido fratello y el macho patata, y de seguro sus salidos amigos.

-¡Claro que no! ¿Quién desearía verte? ¡Si lo único que sabes hacer es molestar, maldición! - grite totalmente rojo ya que sus palabras tenían algo de verdad, cosa que no admitiría frente a él ni nadie.

-No seas tan cruel con el Jefe, Lovi. - dijo fingiendo un tono triste, ¿o era real? Con este idiota no se sabe nunca.

-Solo vengo a entregarte una carta. - mencione tartamudeando mientras la sacaba del bolsillo del pantalón, extendiéndosela. ¡Perfecto Lovino, tenías que tartamudear!

Tomó la carta enseguida, rozando los dedos con los míos, produciendo una corriente placentera por todo mi cuerpo, logrando también que me sonrojara. Miro el sobre curioso, poniendo cara de confusión al leer el nombre a quién iba dirigido, a él.

Para: Santa Bastardo

De: Lovino Romano Vargas

-¿Y esto Lovi? Creí que luego de que me descubrieras dejando los regalos esa noche no harías más cartas para Santa. - la sonrisa se le borro, regresando al instante. De seguro recordó lo mal que la paso todo ese tiempo que no le hable tras el engaño.

Cierto que no lo haría de nuevo, pero tengo mis razones, razones que no le diría aunque me embriagara. No importaba lo vergonzoso que fuera el contenido de la carta ni lo rojo que me pondré al verlo mañana en la noche y ver esa sonrisa lasciva que de seguro me dedicara al verme.

-Léela cuando me valla. - me dispuse a decir algo rojo, escondiendo el rostro tras el flequillo, evitando así que me viera del todo. - ¡Y no me llames ni busques cuando la leas que no te responderé bastardo! - grite apuntándole con el dedo acusador.

-Esto es raro, pero vale, no te llamare ni veré hasta la noche de mañana. - sonriendo como el idiota que es, guardo la carta en el bolsillo trasero del pantalón.

Salí de la cocina sin despedirme, caminando directo a la salida. Si me mantenía un segundo más en esa casa le arrebataría la carta del bolsillo y saldría corriendo. La rompería al llegar al departamento, haciendo como si nunca la hubiera escrito para luego quemarla y que no hubiera pruebas de que alguna vez la escribí. ¡Ninguna prueba!

Cogí la chaqueta del sillón y antes que me dispusiera abrir la puerta principal para seguir con la huida, el bastardo me toma del brazo acercándome a su cuerpo y plantando un corto beso en mis labios, pero lo suficientemente largo para que pudiera estremecerme entre sus brazos y suspirar en sus labios.

-El muérdago. - dijo apuntando arriba luego de separarnos, soltándome enseguida. Mire lo que apuntaba con las mejillas encendidas de color carmesí, no me atrevía a mirarle a la cara. Un diminuto muérdago decoraba la entrada de la casa. Si lo hubiera visto antes me habría despedido del bastardo en la cocina.

Me puse la chaqueta rápidamente, saliendo a toda madre de la casa, dejando la puerta abierta con el español aún parado ahí, mirando como corría, podía sentir su mirada en mí hasta que desaparecí cruzando la esquina de la calle. No pude evitar tocarme los labios al llegar al departamento. Aún permanecía el calor de los labios de Antonio sobre los míos, tan solo recordarlo me producía un ligero temblor en todo el cuerpo.

Antonio me había besado.


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