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HAAKON por Karenlauren

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Veamos, ¿por dónde empezar? Me llamo Naruto, soy un niño de diez años que vive en una pequeña isla montañosa al suroeste de la región de Konoha. Antes vivía cerca de la capital de Leopold en el centro de la Gran Isla con mi familia: mis padres eran los cabezas de la rama principal de mi familia antes que de naciera yo, después de nacer empezaron los problemas; algunas ramas secundarias empezaron a ser atacadas por cazadores y humanos.

Algunos pensaron que mi llegada fue un mal augurio, ese rumor se extendió entre la rama principal y la ciudad. Eso provocó las traiciones dentro de nuestro grupo hasta que por fin decidieron dar el golpe final: toda mi familia fue exterminada, para entonces yo tenía cinco años.

Después de eso huí lejos muy asustado con una humana de la aldea que había sido testigo de la matanza: ella me encontró entre los escombros, adoptó para huir conmigo.

Me llevó a una isla remota, Leatis, cerca de Konoha: es un lugar muy tranquilo y pacífico, sus aldeanos viven de la pesca, los cultivos de la montaña, la caza… Sus casas están cerca del bosque de la montaña, dónde vivíamos mi abuela y yo.

Al principio cuando venimos los aldeanos fueron muy amables con nosotros, nos ayudaron a construir nuestra casa en la montaña, nos dieron comida y enseñaron a sobrevivir en esa isla durante los primeros meses.

Pero hubo un invierno cuando los cultivos no crecían y los aldeanos corrían riesgo de no pasar de ese invierno.

Ellos habían hecho mucho por nosotros así  que yo les quería ayudar también, devolverles el favor. Sin consultarlo con mi abuela fui la mañana siguiente a los campos de cultivo, cuando llegué los cultivadores me saludaron amablemente, recuerdo devolverles alegre y enérgicamente el saludo.

Me acerqué para hablar con ellos y me contaron que por mucho que hubieran trabajado la tierra, puesto los mejores fertilizantes los cultivos no crecían y temían por sus familias. Entonces yo les dije que les podía echar una mano, ellos se miraron y riéndose me dijeron que lo intentara.

Acercándome al brote más cercano me quité el pañuelo que, hasta entonces había cubierto mis peculiares orejas mientras los aldeanos estaban discutiendo entre ellos sobre qué hacer si los cultivos no daban sus frutos.

Coloqué delicadamente mis pequeñas manos sobre el brote y enseguida una energía muy familiar recorrió la punta de mis dedos. El brote me transmitió con imágenes lo que le ocurría: alguien había estropeado el sistema de riegue, los cultivos se regaban día y noche sin parar. Se estaban ahogando. Retiré delicadamente mis manos del brote, me coloqué el pañuelo, fui corriendo a hablar con los aldeanos y les dije que el brote me había dicho que el sistema de riegue estaba roto.

Ellos al principio no me creyeron, se rieron de mí pero al ver mi insistencia, extrañados, fueron a comprobar el sistema y descubrieron que uno de ellos había roto la compuerta por accidente, el agua había estado fluyendo día y noche.

Después de eso ellos me miraron con cara rara, me agradecieron la ayuda pero también dijeron que no volviera por los cultivos. Volví a casa muy animado por haber podido devolverles el favor a los aldeanos, le conté a mi abuela Tsunade lo que había hecho.

Ella primero me miró asustada, después me dio una bofetada y empezó a gritar. Nunca la había visto así de enfadada… no...asustada… ¿de qué tenía miedo?

Esa misma noche los aldeanos visitaron a mi abuela y dijeron que me entregara.

Me escondí asustado detrás de su falda, entonces ella me indicó que entrara en casa, me escondiera y no saliera esa noche. Los aldeanos se llevaron a mi abuela. Jamás volví a saber más de ella. A la mañana siguiente todos los adultos me evitaban, algunos me miraban con odio, otros con rencor, no me dejaban comprar en el mercado y nadie quería la fruta que habíamos recogido en la montaña. Volviendo a casa me encontré con mis amigos quienes me empezaron a llamar monstruo mientras me tiraban piedras.

Asustado y sangrando ya que una piedra me había dado en la ceja, abriéndola provocando que sangre brotara sin control manchando mi rostro de rojo. Volví a casa dónde grité en busca de mi abuela quién no apareció por mucho que la llamase.

Entonces me quedé solo. Durante tres años he estado viviendo solo en la montaña alimentándome a base de frutos secos, frutas y hierbas que con tiempo, experiencia y mis poderes, identifiqué entre comestibles y venenosas.

 

~

 

Un día, paseando por la montaña me encontré a un joven: parecía tener quince años, tenía el pelo negro azabache, facciones suaves y parecía alto. Había un caballo blanco muerto a su lado, él parecía tener fiebre muy alta y estaba inconsciente.

Inspeccioné un poco más, encontré al lado de los restos de una hoguera “Conium maculatum” o cicuta, una planta muy venenosa que se puede confundir con especias. Por suerte la gran mayoría estaba al lado de la hoguera, supuse que había comido muy poca pero su caballo no había tenido tanta suerte como para seguir vivo.

A duras penas conseguí arrastrarlo hasta mi casa, lo primero que hice cuando lo dejé en el comedor fue quitarle la ropa sucia para asegurarme de que no había restos de veneno. La dejé a un lado para lavarla luego.

Le lavé el cuerpo con una esponja y le puse unos pantalones de mi abuela junto con una camisa de cuando mi abuela era joven.

Después lo llevé a mi habitación, saqué el futón de invierno y le tapé hasta el cuello con la manta. Fui corriendo a la cocina dónde puse agua fría en una palangana con una camiseta vieja que remojé dentro, volví a la habitación y se la puse en la frente.

Cansado me quedé observándolo.

 “Aún no puedo descansar”, pensé preocupado por él.    

Volví a mi sucia cocina rectangular y busqué en el armario del fondo el suero que mi abuela había preparado una vez que yo también me comí esa hierba de pequeña.

Cuando lo encontré quedaba media botella: “espero que sea suficiente”, pensé. Si no tendría que fabricar más.

Preparé sopa de hierbas e hice puré de frutas, mezclé el suero con agua y azúcar, recuerdo que sabía fatal.

Volví con el chico, dejé la comida al lado del futón. Cogí el vaso con el suero, poco a poco le fui dando para que no se ahogara.

Cuando se lo terminó tenía mejor cara así que volví al bosque dónde le había encontrado.

El caballo seguía allí, no creo que ningún animal con mínimo de olfato se acercara a él.

Cogí la mochila del chico y el arma que, seguramente, había traído consigo.

La mochila pesaba mucho pero sería capaz de llevarla hasta casa. Una vez llegué dejé las cosas en el comedor y fui a verle, le tomé la temperatura: le había bajado la fiebre.

Aliviado fui a lavarle la ropa pero antes en el comedor, le vacié los bolsillos encontrando todo tipo de cosas extrañas: desde navajas y pequeñas gemas que brillaban hasta papeles sin sentido.

Lo dejé todo al lado de sus otras cosas con cuidado y salí con la ropa por la gran puerta que daba al jardín delantero dónde hacía la colada y tendía la ropa.

Su ropa estaba sorprendentemente más limpia que la mía.

Justo cuando terminé de colgar la colada oí un gran estruendo dentro de la casa y alarmado fui a ver qué había ocurrido: miré por toda la planta baja pero no había nada fuera de sitio. Entonces lo comprendí, ¡él había despertado!

Emocionado subí corriendo por las escaleras y entré de sopetón en mi habitación: le encontré de pie desorientado, así que decidí hablar con él pero no hizo falta ya que él me gritó:

- ¿¡Quién eres?!

- Me llamo Menma, tengo diez años. ¿Y tú?- le dije con curiosidad, él parecía un chico sereno mientras dormía pero ahora estaba muy nervioso.

- Yo soy Sasuke, ¿estás solo?

- Si.- Al momento que se lo dije él se relajó y adoptó una posición menos tensa.

- ¿Cómo he llegado hasta aquí?- preguntó sentándose con las piernas cruzadas.

- Esta mañana te he encontrado en el bosque inconsciente y con fiebre alta así que te he traído aquí.- Él me miró sorprendido.

-¿Qué me ha pasado?

- Parece que has comido cicuta, una planta venenosa.- Expliqué.

Él me miró agradecido e iba a decir algo cuando de pronto oímos un sonido extraño:

-Grrrrrrrrrrrouuuuuuuulllll!

Él se cogió el estómago con las manos y me miró avergonzado. Entonces entendí que estaba hambriento.

Nos miramos y empezamos a reír cómo hacía mucho que no lo hacía: a pierna suelta. 


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