El silencioso salón vacío lo envolvía en un agradable manto de mutismo. Era lo que necesitaba en ese momento, sólo un pequeño rato para estar a solas y llorar a gusto. Sentía una impotencia horrible, además de cargar con un extraño sentimiento de culpa que golpeteaba su pecho incansablemente. No podía comprenderlo. Y eso le irritaba.
Un nuevo hipido hizo saltar sus hombros, a la par que unas gotas cristalinas caían sobre sus puños, que estaban fuertemente cerrados y descansando sobre sus rodillas. Si bien cargaba con la sensación de haber defraudado a su equipo, puesto que como capitán era su deber llevarlos a la victoria, había algo más que no lo dejaba descansar y que, sin embargo, le acosaba y carcomía sin compasión. Lo peor de todo era que, a pesar de intentarlo sin cansancio, no lograba llegar al porqué de aquel incómodo silencio.
Levantó la vista al oír la puerta abriéndose, topándose con unos ojos castaños que le veían con preocupación. Sin esperar autorización o algo por el estilo, el recién llegado se acercó al pelirrojo y le envolvió con sus brazos en un cálido abrazo. Algo taciturno el emperador correspondió aquel gesto, recargando su cabeza en el hombro de su acompañante.
-Sei… está bien, no te preocupes. Puedes llorar todo lo que quieras, aquí estoy.
“Puedes llorar todo lo que quieras, aquí estoy” ¿Pero de dónde se le hacía conocida aquella frase? Intentó recordar con todas sus fuerzas, pero a su mente sólo llegaban borrosas imágenes de su infancia. Frunció el ceño, algo contrariado, ante este hecho. Él no era de tener mala memoria, de hecho, lograba recordar sucesos ocurridos hace tiempo con bastante facilidad; por lo cual era extraño que recordar eso se le dificultara tanto.
Decidió dejar aquellos pensamientos de lado, dejándose mimar por el chico que acariciaba sus rojizos cabellos con suavidad y cariño. El paso de las lágrimas habían disminuido, sí, aunque ya se le hacía extraño no poder calmar su llanto; él no era de llorar tanto por algo tan minúsculo como una derrota. Suspiró de forma trémula y secó las perlas translúcidas que se hallaban en la comisura de sus ojos y se decidió por mirar a Furihata de frente, notando el gesto de calidez que portaban sus facciones.
Su mente actúo como una máquina. De forma torrencial los recuerdos le atacaron, con más claridad que antes, con más sentido que antes. En todos ellos había una imagen igual: Su madre. De allí venía aquel sentimiento de culpa; puesto que ella fue quien le enseñó el básquetbol. De allí venía aquella sensación; puesto que sentía que la había decepcionado. De allí venía aquella frase que atacó su mente como un déjà vu; era la misma frase que su madre siempre le decía cuando le encontraba llorando. Por eso no era capaz de calmar su llanto…
De forma inconsciente su lloriqueo se reanudó con más intensidad, mientras se aferraba a la camisa del castaño y lloraba desgarradoramente en el pecho de éste, extrañándole. Sin importarle mucho las razones el pequeño chihuahua le envolvió en sus brazos, dejándole descargarse a su gusto.
-Kouki… no te vayas…
-No me iré, Sei.
Su madre y Kouki eran tan iguales. ¿Será aquella la razón por la que se enamoró de él? Después de todo, a pesar de siempre portar un semblante impenetrable, Akashi necesitaba a alguien que cuidara de él. Él era humano después de todo, él tenía sentimientos después de todo… él amaba después de todo.