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La maldición de Caín por InfernalxAikyo

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Notas del capitulo:

Holaaa! Lamento haber tardado tanto en actualizar D:

La verdad es que he estado entretenida en otro fic, pero ya era tiempo de ponerme al día con este. 

Actualizaré más regularmente ahora...¿Qué tal todos los lunes? 

Espero que les guste :) 

  Capítulo 3: “El castigo de Caín”


Desperté por culpa de los rayos del sol que quemaban sobre mi piel. Con un poco de terror noté lo tarde que era y cómo había faltado a las dos primeras clases de la mañana. No había logrado conciliar el sueño hasta altas horas de la madrugada y ya había faltado nuevamente ¡A este paso iban a expulsarme! Miré el reloj y note que ya eran las una y media. La hora de almuerzo también había pasado…ya le daría las explicaciones a Alex. Con desgano y aún bajo el efecto somnoliento de haber trasnochado me vestí con rapidez y me dirigí hacia los pasillos del viejo convento y me dispuse a entrar al salón con la mejor de mis caras.

Mientras iba camino a la clase pensé en que excusa inventar para que el sacerdote no se enfadara. Como en cualquier otro convento las reglas aquí eran duras. La puntualidad y la verdad eran un valor que cada estudiante debía tener y no podía faltar a ellas, así que si me sorprendían mintiendo mi castigo sería el doble. Había escuchado de algunos compañeros que algunos sacerdotes eran excesivamente estrictos, por lo que acostumbraba a corregir a los estudiantes rebeldes con las más duras sanciones, incluso llegando a los castigos físicos.

Antes de abrir la puerta guardé un par de minutos de silencio frente a ella e hice una pausa para repasar todo mi plan, teniendo una excusa ordenada en mi cabeza respiré hondo e intenté mantenerme lo más calmado posible, para no hacer notar mi nerviosismo. Toqué la puerta.

No ocurrió nada.

Volví a tocarla otra vez, y otra, y otra. Pero nadie respondía. Decidí abrirla silenciosamente.

Al parecer llegué en el peor momento. El sacerdote a cargo estaba completamente ensimismado explicado algo sobre el antiguo testamento. Por primera vez todos mis compañeros le prestaban toda la atención que le podían dar a un maestro y esa atención pareció desaparecer con el cerrar de la puerta que se escuchó más fuerte de lo que habría querido. Todos los estudiantes comenzaron a secretearse entre ellos ante mi llegada, perdiendo toda la concentración. Los cuchicheos no tardaron en transformarse en un murmullo molesto. Miré al maestro, estaba muy molesto.

- ¿Por qué llegas a estas horas?- preguntó, alzando significativamente la voz por sobre todos los murmullos.

- Y-Yo…- titubeé, cualquier excusa se me había olvidado –M-Me quedé dormido, maestro – terminé y esperé que el sacerdote me perdonara esta vez, al menos por ser sincero.

- Te quedaste dormido…- el hombre fue a su escritorio y revisó un libro que estaba sobre él - ¿Se quedó dormido ayer también, señor Abel?-

- Y….yo…-
el hombre comenzó a avanzar hacia mí.

- Llega tarde a clases en su primer día y luego falta al resto, le miente a la bibliotecaria diciéndole que tiene un trabajo que no he dado para mí asignatura y lo hace para leer un libro de brujería…- siguió acercándose mientras su mirada y voz ronca me hacían temblar de miedo. Todos los estudiantes callaron y yo me quedé congelado en mí lugar, sin saber qué hacer ¿¡Cómo iba saber que la bibliotecaria hablaría con el maestro!? Mi rostro empezó a palidecer – Y además, en su segundo día falta a las dos primeras clases y llega tarde a la tercera… ¿Crees que esa conducta es perdonable?-

- N-No…profesor-
ahora él estaba frente a mí, mirándome con sus ojos llenos de ira. Las manos comenzaron a temblarme con fuerza sin que pudiera controlarlas y él lo noto, dejó escapar una pequeña pero malvada sonrisa de sus labios.

- ¿Qué pensarán tus padres de ti y de mí si te dejo sin castigo, Abel Hight? – pronunció mi apellido con cierta molestia en la voz.

- C-Creo que…-
balbuceé – Se molestarían…-

- ¡Exacto!-
el hombre me tomó por los hombros y me giró hacia la pared con brusquedad. Con una fuerza brutal logró romper mi camisa, dejándome a torso desnudo. No pude poner resistencia alguna, el miedo no me dejaba moverme. Me aterré cuando vi el horror dibujado en las caras de los demás estudiantes. Supuse que vendría algo terrible. El látigo.

Observé como lo sacaba de su bolsillo, era de cuero y con tiras largas que parecían afiladas cuchillas.

- ¡Manos sobre la mesa!- ordenó y yo accedí mecánicamente. En estos momentos contradecirle sería una pésima opción.

En ese instante sentí el primer azote; frio pero que hizo arder mi piel como si estuviera quemándome vivo, el segundo; la piel se agrietó rápidamente, creando pequeñas heridas imperceptibles, yo era un chico débil. El tercero; me mantuve callado, intentando mantener el poco orgullo que me quedaba, cuarto; sentí un fino hilo brotar desde mi espalda, la sangre caliente comenzaba a escapar desesperada por pequeños riachuelos que empezaban a correr por mi dorso.

- ¿¡Acaso no te duele!?- gritó colérico mientras con más fuerza dejaba caer el látigo sobre mi espalda.

No pude evitarlo, el dolor llegó hasta mis huesos. Dejé escapar un grito, jamás había sido sometido a tal castigo y no sabía cuánto más podría soportar. Las gotas de sangre bajaron hasta mis caderas y se escurrieron entre mis ropas hasta el piso. Los demás azotes fueron cada uno más brusco que el anterior. Los estudiantes estaban paralizados, en completo silencio. Los entendía, cualquiera que quisiese interponerse sería castigado tres veces peor, era casi una regla que alguna vez oí de la boca de mi tío. Los demás estaban horrorizados.

El maestro parecía disfrutar con mi sufrimiento y aumentó la velocidad y potencia de los azotes aún más, mientras iba soltando desagradables carcajadas. Cuando llegamos al veinteavo latigazo, cuando por mi frente resbalaba el sudor y mi espalda estaba teñida ya de rojo, cuando las lágrimas comenzaban a brotar sin control, le oí detenerse.

- ¿¡Qué haces!?- exclamó enfurecido. Respiré profundamente, aliviado.

- ¡Ah!- un grito de dolor escapó de la boca del sacerdote - ¡Suéltame, niñato! ¿¡Acaso no sabes que serás castigado de peor forma!? -

Entonces, dificultosamente giré la cabeza para observar a mi salvador. Era él, Daemon Enoc sujetaba con suma fuerza la muñeca del que me había estado castigando. Parecía que sus ojos carmesí brillaban con ira y furia, mirando directamente al sacerdote, quién al parecer se sentía completamente amenazado ante este estudiante. Daemon estaba en perfecto silencio, erguido orgullosamente y sin mayor rastro de intranquilidad en el rostro, salvo en sus ojos.

- ¡He dicho que me sueltes!- el maestro intentaba zafarse de esa mano opresora, parecía sufrir con cada movimiento que hacía para escapar - ¡Guardias!- gritó desesperadamente, desafinando un poco su ronca voz.

¿Guardias? Claro que había guardias. Los temidos hombres que de noche salían a rondar por los pasillos, vigilando las habitaciones, encargados del orden y de que nadie tratase de escapar del establecimiento, ahora entendía por qué alguien pensaría en hacerlo. De extrañas vestimentas que los diferenciaban de sacerdotes y estudiantes, más que hombres parecían monstruos, grandes y fuertes bestias inhumanas que hacían temblar a quien osara desafiarlos.

- ¡Guardias!- repitió más fuerte. Entonces desde la puerta, una tropa de al menos cinco hombres apareció en el salón. Los demás estudiantes entraron en pánico y al ver la puerta libre escaparon del aula y se perdieron entre los pasillos. Observé a Daemon mirar amenazante a los gigantes, sin dejar de apretar la mano del profesor, como desafiándolos. Esto fue lo último que vi antes de desmayarme.

- ¡Treinta y nueve!-

Cuando abrí los ojos, tres de los cinco hombres sujetaban a Daemon en la misma posición en la que yo había estado anteriormente. Su pálido dorso parecía invadido por suaves y delicados pétalos rojos que escurrían por toda su espalda, pero en su rostro no había mueca de dolor alguna, parecía abstraído o muy concentrado en no sufrir. Los otros dos hombres, más el sacerdote lo azotaban con furia mientras el último enumeraba.

- ¡Cuarenta y  uno!-

- ¡Cuarenta y dos!-

- ¡Cuarenta y tres!-

- ¡Cuarenta y cuatro!-
 
Sacudí la cabeza e intenté levantarme, pero no pude hacerlo. No lograba comprender cómo había soportado tanto ¡Se supone que su castigo sería tres veces peor que el mío! ¿¡Acaso querían matarlo!? Intenté mover mis labios pero no lo logré. Lo observé y contuve las ganas de quebrar en llanto, por mi culpa él estaba en mi lugar y estaba recibiendo peor tortura que la mía. No era correcto. Como si él se hubiese percatado de mi mirada, su rostro volteó hacia mí y me miró de nuevo con esa enternecida sonrisa que me agradaba tanto y por unos instantes, me sentí inmensamente alegre de verla.

- ¡Cuarenta y siete!- cada azote sobre su cuerpo parecía hundirse en lo más profundo de mi ser, como si lo absorbiera. Por un momento, me pareció sentir el mismo dolor que él.

- ¡Cuarenta y ocho!-

- ¡Cuarenta y nueve!- entonces no pudo soportarlo más, dejó escapar un pequeño gemido de entre sus labios. En realidad le estaba doliendo, pero no pretendía demostrarlo.

-¡Cincuenta y seis! ¡Cincuenta y siete!- el rostro de Daemon parecía cansado.

- ¡Cincuenta y ocho!- su respiración comenzaba a cortarse, se hacía cada vez más inestable.

- ¡Cincuenta y nueve!- no podía verlo así.

-¡Deténgase!- exclamé con todas mis fuerzas, interrumpiendo. Inmediatamente, los cuatro hombres se detuvieron, observándome con extraña malicia. No sentí miedo y les desafíe con la mirada.

- Por favor, deténgase- rogué más calmado. Daemon se dejó caer de rodillas sobre el piso, la sangre parecía recorrer cada milímetro de su cuerpo, incluyendo su rostro que había sido salpicado.

- ¿Acaso quieres otro castigo?- preguntó el hombre acercándose a mí y tomándome por el brazo. Estaba dispuesto a hacer azotado nuevamente. Si mi compañero había aguantado casi sesenta latigazos, yo también podía hacerlo.

-  ¡Lo tomaré yo!- gritó Daemon desde su posición, de sus labios esparcía un poco de sangre. Hubo un segundo silencio, la campana sonó. La clase había terminado.

- ¡Eres valiente, chico!- dijo el profesor acercándose estrechamente al rostro de mi compañero y dándole una palmada en la espalda, a lo que respondió con un gimoteo ahogado.

- Ustedes dos…se han salvado- el hombre me miró con una sonrisa antes de salir. Supe que jamás volvería a esta clase.

- Limpia esto- le dijo a una de las muchachas encargadas de la limpieza. Ella aceptó con la cabeza agacha y el sacerdote y los cinco hombres se retiraron, como si nada. Entonces el cansancio me venció otra vez y volví a desmayarme.

Abrí los ojos lentamente. Me costó reconocer dónde estaba porque nunca antes había visto aquel lugar, estaba sobre una cama de suaves sábanas rojas, mi rostro estaba apoyado contra una almohada. Respiré hondamente y sentí algo frio caer sobre mi espalda, causándome dolor y placer a la vez.

- ¡Duele! – me quejé dando un pequeño salto fuera de la cama, pero fui retenido por unos brazos suaves y firmes.

- Cálmate…- susurró el – Y no grites…- dijo mientras llevaba su dedo índice a sus labios, haciendo el gesto de que guardara silencio.

- Es de noche y sabes que deberíamos estar durmiendo…si nos descubren nos terminarán de matar a los dos- terminó, clavando fijamente sus ojos sangre en los míos.

Volteé torpemente hacia él. Aún podía sonreír con la misma dulce curva entre sus labios.

Sobre la espalda llevaba una toalla que antes debió ser blanca pero que ahora estaba teñida en sangre. En su mano sujetaba una tela mojada, estaba arrodillado en el suelo, parecía haber estado curándome hace bastante tiempo. Yo estaba asombrado ¿Cómo sobrevivió a eso?

- ¿Estás bien?- preguntó un poco preocupado. No estaba bien, mi espalda dolía de forma infernal y me autoestima se arrastraba por los suelos. Fingí.

- Si- mentí - ¿Y tú cómo estás?-

- Estoy bien, Abel- comenzó, frunciendo el ceño – Pero no me mientas, sé que te duele mucho ¿No es así?- dijo mientras intentaba acercar su mano a mi rostro, la aparté con cuidado, conteniendo un arrebato de furia.

- ¿¡Que no mienta!?- mis manos temblaron y mi voz también, mis ojos se humedecieron hasta que por mis mejillas rodaron lágrimas - ¿¡Cómo quieres que no te mienta!?- comencé a llorar sin razón. Las manos de Daemon dudaron unos segundos frente a mí, luego me abrazaron y me estrecharon contra su pecho, donde aún continuaba sangrando. Mi mejilla se manchó con la sangre que escapaba de una de las heridas que tenía abiertas.

- Tranquilo…- susurró sobre mi oído – Ya pasó...- sus palabras eran como dulces canciones de cuna cantadas por mi madre en los primeros años de mi infancia. Sentí como si su voz pudiese calmar cualquier tempestad.

 

 

- Lo siento – Logré murmurar entre lágrimas e intenté apartarme.  

- No te preocupes – Me abrazó con más fuerza que antes. Sus manos parecían temblar, al parecer él aún no había sido curado y su cuerpo estaba siendo víctima de esto.

- Déjame curarte, Daemon- Rogué-

- No te preocupes, estoy bie…-

- ¡Solo así me sentiré mejor!- Interrumpí. Y era verdad, solo así me sentiría mejor, estaba eternamente agradecido de Daemon y no encontraba mejor manera de compensarlo. Había sido tan ingrato con él.

- Está bien- dijo y me hizo un gesto para que me volteara, yo obedecí. Oí el sonido de la toalla deslizándose por su cuerpo y luego le sentí meterse dentro la cama, sus muslos y caderas quedaron cubiertos por las sábanas – Comienza-

La imagen fue desgarradora. Su espalda estaba completamente demacrada, la cantidad de heridas era inhumana, parecía tener muchas anteriores que fueron reabiertas, la sangre que corría de ellas era exuberante. Intenté no preguntar nada sobre esto y emprendí a curar a mi nuevo amigo. Solo debía limpiar con agua, ya que desinfectar las heridas solo le causaría más daño.

Daemon no se quejó en ningún momento durante la curación.

- ¿Qué eres?- mis palabras escaparon solas cuando terminé mi cometido.

- ¿Perdón?-

- Es…es que…no puedo creer que…-
Se puso de pie sin responder nada, apenas estaba en ropa interior. Se dirigió a hurgar entre unos cajones, yo le miraba perplejo, hasta que de pronto, encontró lo que buscaba.

- Ponte esto- dijo, lanzándome un pantalón color negro – Será tu pijama esta noche-

- ¿¡De qué estás hablando!?-
pregunté con el nerviosismo aflorando de mi voz.

- Son las tres de la mañana y sabes que hay toque de queda, si te ven saliendo de mi habitación te mataran- hizo una pausa y me miró fijamente - ¿Quieres eso? Supongo que no. Lo único que puedes hacer es pasar la noche aquí-

- ¿Y dónde dormiré?-
interrogué sonrojado, buscando desesperadamente otra cama o un sofá, pero solamente había una.

- Solo hay una cama-

- ¿Dormiremos juntos?- Mi pregunta era demasiado obvia.  Se encogió de hombros.

- Mientras no ronques no habrá problemas... ¿roncas?- negué con la cabeza energéticamente – Entonces ve al baño a cambiarte, te espero- dijo y una leve y destellante sonrisa se dibujó en su rostro herido.

Cuando salí del baño él estaba apagando las velas de los candelabros que se encontraban en la habitación. Vestía unos pantalones semejantes a los míos y estaba a torso desnudo. Me quedé unos segundos congelado observando la fisonomía de Daemon. Sus hombros eran anchos y fuertes y su cuello alargado le daba un toque elegante, era delgado y los huesos firmes de sus caderas escapaban sobre sus pantalones. Pero lo que más me impresionó fue la cantidad de cicatrices que le cubrían todo el cuerpo, muchas de ellas ya estaban completamente asimiladas por su piel. Me miró un poco confuso, luego soltó una leve carcajada.

- ¿De qué te ríes?- pregunté molesto, sabía que se burlaba de mí.

- Te ves...pareces un niño – Dijo mientras seguía riendo. Entonces me di cuenta. Sus  pantalones me quedaban en exceso grandes y daba la sensación de que mis piernas y mi cuerpo eran las de un niño pequeño en las ropas de su padre. Un tenue sonrojo apareció de entre mis mejillas y una leve sonrisa de mis labios, llegué junto a él y observé nuevamente ese angelical y maligno rostro que tenía frente a mí.

- Gracias…- susurré. Luego me metí entre las sábanas, él me siguió.

- No hay de qué- dijo mientras se inclinaba para apagar la última vela. Se recostó junto a mí e inmediatamente el calor que desprendía de su cuerpo chocó contra mi piel, podría decir que lo sentí sin tocarle. Era como una presencia, una agradable presencia.

Me sentí tan extraño y a la vez… tan en casa.

- No soy más que Daemon Enoc- dijo de pronto y supe que estaba hablando sobre lo que yo había preguntado antes – Nací en un orfanato y por eso estoy acostumbrado a los latigazos. Escapé y me refugié en una capilla a las afueras de la ciudad, el sacerdote de allí se hizo cargo de mí y gracias a él ingresé a este convento- yo solo me quedé en silencio mientras le escuchaba, de alguna forma, sentí que contarme esto era importante para él - ¿Quién eres tú, Abel?-

Se giró hacia mí y yo hice lo mismo. Su respiración se mezcló con la mía.

- Abel Hight- comencé – Mi familia siempre ha sido estrictamente católica y muchos de ellos le han dedicado la vida al sacerdocio, incluso tenemos trato con el Vaticano…- hice una pausa y dejé escapar un suspiro - Siempre creí que sería maravilloso entrar a un lugar como este…-

- ¿Estás arrepentido?-

- No del todo-


Hubo un silencio que no fue del todo incómodo. Fuera, logré escuchar a los primeros pájaros cantar. Era tarde, debíamos dormir, pero antes…

- ¿Por qué lo hiciste, Daemon?- pregunté - ¿Por qué interviniste en mi castigo?-

Incluso en la oscuridad logré ver la sonrisa que se formó en su rostro.

- ¿Por qué? Porque era mi deber…- dijo mientras sus ojos parecían brillar intensamente iluminados por la luna.

- ¿Tu…deber?-

- Te debía una…-
comenzó – Por lo de la otra vez…-

- Cuando me aventaste contra la muralla…-
terminé.

- Si…yo…- balbuceó. Debía aprovechar la situación para preguntar.

- ¿Qué te ocurrió esa vez?- su sonrisa desapareció cuando emití esa pregunta.

Saltó sobre mí y apresó mis manos contra el colchón.

- ¡Oye! ¿Qué estás...?-

- ¿Qué pensaría si te dijera que hay algo dentro de mí que me pide a gritos dañarte?- masculló y ningún músculo se movió en su pálido rostro.

¿Qué?

¿Qué tonterías está diciendo?

Comencé a reír, sus manos dejaron de apresarme.

- ¿¡Algo dentro de ti!?- una risa nerviosa me hizo un nudo en el estómago -  ¡Te diría que ya es hora de que te duermas, el sueño y los azotes te han dejado algo atontado!- me burlé y él también comenzó a reír.

- Tienes razón…- volvió a su posición anterior y los ojos color sangre quedaron fijos en los míos, se acercó un poco – Solo sentí que era mi deber protegerte, Abel- susurró. Le vi otra vez sonreír y vi como lentamente cerraba sus cansados ojos, hasta caer en un profundo sueño.

¿Cómo has acabado aquí, Abel?  ¿En un dormitorio ajeno, durmiendo en la misma cama con un chico que apenas conoces y que te acaba de salvar el pellejo?

Cuando tomé la decisión de ingresar a este convento, jamás creí que algo así pasaría.

Pero me sentía cómodo. Volví a mirar el rostro de mi compañero, parecía más sosegado ahora, como si ninguno de los viejos fantasmas que parecían atormentarle estuviese cerca de él. Me aproximé un poco, para oler su cabello, olía a cerezas, por un momento me pregunté si sus labios sabrían igual.

Alejé esos pensamientos de mí rápidamente, yo también debía estar algo cansado y atontado. Le seguí observando atentamente, acariciando su respiración profunda y tranquila. No sé cuánto tiempo estuve admirando su rostro, pero esta fue la última imagen que recuerdo, antes de caer en los brazos de Morfeo. 

Notas finales:

¿Críticas? ¿Comentarios? Pueden dejarlo todo en un lindo - o no tan lindo - review :) 

Abrazos! 


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