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Al borde por Toko-chan

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Notas del capitulo:

Llevo un tiempo sin actualizar el fic en esta página porque veía que no tenía seguimiento, mientras que en otras webs sí, pero decidí seguir subiéndolo aquí también. Va ya algo avanzado así que publicaré uno cada día hasta poner el fanfic al día. Luego será 1 cada dos semanas :)

¡Espero que os guste como continua! ^^

Me haces amar, odiar, llorar, tomar cada parte de ti.

 

Me haces gritar, arder, tocar, aprender todo de ti.

 

Zella Day

 

 

 

4

 

Sueños, hamburguesas y un "buenas noches"

 

 

 

 

 

Con la destreza de quien tiene años de experiencia, cogió las lonchas de bacon con los extremos de las pinzas y les dio la vuelta para que acabaran de hacerse en la sartén. No obstante, debió emplear más fuerza de la necesaria porque una de las lonchas cayó sobre el aceite con brusquedad y le salpicó en el brazo. Barry pegó un brinco y soltó un gemido provocando que la segunda loncha se le escapase de las tenazas para aterrizar sobre la encimera de la cocina, cerca de donde Joe se encontraba preparando los cafés.

 

—Hey, chico, ¿que hay con ese carácter? ¿te han hecho algo las lonchas de bacon? —preguntó el policía, agrandando los ojos con sorpresa.

 

Barry chasqueó la lengua y profirió por lo bajo algo no apto para menores antes de tomar la lonja desperdiciada y apartarla a un lado. Después de haberse caído de la cama nada más despertarse, solo le hacía falta tener una dura contienda con su desayuno para saber que se había levantado con el pie izquierdo. Simplemente fabuloso.

 

Cuando consiguió obtener un resultado más o menos decente, repartir el bacon en dos platos sin causar ninguna catástrofe y tomar asiento en la mesa sin derramar el café que el otro hombre le sirvió, se sintió mucho más en paz. Al menos así fue hasta que Joe decidió empezar una conversación.

 

—¿Un mal despertar?

 

Barry gruñó y le dio un sorbo a su taza. Vio con un lejano ramalazo de culpa las cejas arqueadas de su padre adoptivo, pero aquel sentimiento era muy lejano, y es que realmente no se sentía con ánimos de tratar con la humanidad. Puso un trozo de bacon entre dos tostadas y le pegó un bocado. Sentía la mirada de Joe encima de él.

 

—Siempre es agradable comprobar que hay cosas que nunca cambian —dijo este, captando la atención de Barry—. La última vez que te levantastes con esos malos humos tenías doce años y te cabreaste conmigo por no dejar que te peleases con aquel Neandertal que te hubiese hecho papilla.

 

Barry frunció el ceño a la vez que le señalaba con un dedo acusador.

 

—Creí que habíamos quedado en que nunca más volveríamos a mencionar eso.

 

El otro hombre dejó escapar una risa entre dientes mientras le daba un trago a su propio café; café solo a diferencia de Barry que lo tomaba con leche.

 

—¿Las cosas van bien con Iris? r13;El ceño se acentuó en el más joven, lo que hizo a Joe rectificar—. Es verdad, olvidaba que hay una nueva chica. Me cuesta recordarlo, hace tanto tiempo que te he visto mirar a Iris embelesado.

 

—No hay ninguna otra chica —cortó, más huraño de lo que pretendió.

 

Al parecer esto prendió algún tipo de alarma en el instinto del policía, porque su estado divertido y mofoso varió un ápice y dio paso a uno más serio.

 

—¿Ha pasado algo, Barry? Aquel metahumano de hace unos días…

 

Un bufido tomó forma en los labios del velocista, que se levantó dando un último mordisco a la tostada de bacon, sorbió los restos del café en su taza, depositó la vajilla utilizada en el lavavajillas y se dirigió al perchero del salón bajo la atenta mirada de Joe.

 

—No chica. No traumas post-metahumano-ataque. No tienes que preocuparte por nada —dijo el chico, mientras se enfundaba el abrigo.

 

—Ahora mismo me estoy preocupando porque me acabes escupiendo veneno.

 

La voz del hombre destiló un ligero matiz de reproche que no dejó de ser blando como para ser una regaño real, pero que calmó los ánimos de Barry lo suficiente como para suspirar y bajar el tono.

 

—Lo siento. Tengo… cosas en mente —dijo—. Pero está todo bien.

 

—Podemos hablar de cualquier cosa, ya lo sabes.

 

Lo sabía… Por supuesto que lo sabía. Cualquier cosa excepto aquello, no había forma de que hablase de aquello con nadie. No se percató de que sus dedos estaban jugueteando nerviosamente con los botones superiores de su abrigo.

 

—Tengo que irme, quiero pasarme por una tienda —mintió—;. En serio, no pasa nada. Nos vemos en la estación policial.

 

 

 

0.o.o.0.O.0.o.o.0

 

 

 

Por regla general solía haber bastante trajín de papeleo a esas horas de la mañana en la estación policial, sin embargo aquel día tal parecía que el ambiente rebosaba de una calma reconfortante. Iris hizo su camino desde el ascensor hasta la zona de la oficina donde se sentaba Eddie saludando a algunos de los compañeros de su padre que conocía desde pequeña; abundaban las sonrisas y las bromas últimamente y la chica no pudo más que pensar que las fechas navideñas sí tenían algo de mágico, después de todo. Con una sacudida de melena femenina y coqueta, se sentó en la silla colocada junto a la de su pareja, que le sonrió, complacido.

 

—¿A qué debo esta grata sorpresa de buena mañana? —preguntó el hombre, dejando a un lado el teclado.

 

Iris sonrió con picardía.

 

—Tal vez el hecho de que me haya despertado sola y fría en la cama te dé una pista sobre eso.

 

El policía rubio hizo una mueca apenada.

 

—Lo siento, nena, tenía que venir pronto. Últimamente Joe se lo está pasando en grande derivando tarea en mí —expresó, un tanto frustrado—. No sé por qué creo que aún sigue resentido por tenerte lejos de casa.

 

—No seas paranoico. Al menos ahora ha vuelto Barry con él.

 

Iris pudo decir por la cara de su novio que no se veía convencido, en realidad ella tampoco lo estaba, pero tampoco le iba a dar más importancia de la necesaria a otra de las pataletas de su padre. Mientras solo fuese eso, una pataleta. Echó un raudo vistazo escrutando la sala.

 

—Eddie, cariño, ¿has visto a Barry?

 

El hombre se inclinó hacia atrás en el asiento, cabeceando a su vez hacia la entrada.

 

—Por ahí va —señaló.

 

—Menos mal, tengo que hablar unos temas con él. —Al ver a su amigo ascender la escalinata, se inclinó con celeridad hacia su novio, depositó un casto beso en sus labios y se despidió—. Nos vemos en casa, que vaya bien el día.

 

—¡Igualmente!

 

Con pasos apresurados subió al piso superior sin perder un segundo más, los tacones blancos que le había regalado Eddie al mudarse con él resonaban en el suelo de mármol en un traqueteo. Giró en la curva del rellano de la primera planta. Entre las oficinas contiguas, las personas con placas que iban y venían, las altas macetas que decoraban el lugar y las columnas, buscó con la mirada la figura de aquel que necesitaba. Lo encontró saliendo de una de las salas donde se almacenaban los registros forenses de cada caso, por un momento apreció que su amigo lucía un permanente ceño fruncido no común en él y caminaba en una postura tensa, evadiendo a los que le dirigían la palabra.

 

—¡Barry!

 

—¡...Hey! —El chico paró en seco, casi chocando contra ella al ir con la cabeza gacha. Parpadeó, sorprendido—. Iris —saludó—. ¿Qué pasa?

 

—¿Cómo que qué pasa? ¿Ahora no puedo venir a decirte “hola”? —protestó ella, divertida cuando Barry abrió la boca sin saber qué decir. Él siempre era tan inocente. Adoptando su vivaz sonrisa, Iris le golpeó amistosamente en el hombro—. Solo estoy bromeando, Barry. Te estaba buscando, necesito tu ayuda urgentemente.

 

Hizo un puchero coqueto, de esos que tan intrínsecos iban con ella y que no significaban nada en especial, más que ser una muestra de su despampanante personalidad.

 

—Oh.

 

Para su sorpresa, Barry volvió a parpadear. Parecía bastante espeso aquel día, de hecho, juraría que el día anterior, en la cena oficial de cada martes en casa de su padre, también había estado un tanto disperso.

 

Iris arrugó el entrecejo.

 

—¿Barry?

 

—¡Sí! Si, ahora mismo estoy ocupado pero podemos quedar mañana, o el viernes —dijo el chico, enfocando su atención en su amiga de toda la vida—. ¿Algún reportaje o…?

 

—Sí… Aunque me voy ganando un hueco, sigue sin ser fácil. —suspiró, un sentimiento que mediaba entre la frustración y la resignación abriéndose paso a través de ellar13;. He de demostrarles que mi talento va más allá de unos cuantos contactos con Flash.

 

Barry cabeceó en un mudo asentimiento. Un policía barrigón entrado en años pasó cerca de ellos, estornudando dos o tres veces seguidas antes de saludarles con una voz de ultratumba.

 

—Iris, Barry.

 

—Inspector Walter —dijeron ambos jóvenes al unísono.

 

El hombre les dedicó una sonrisa bonachona que daba la sensación de ser hosca debido a las duras facciones del Inspector Walter, pero que, cuando lo conocías —y ellos lo conocían desde hacía años—, te dabas cuenta de la imposibilidad de que aquel buen hombre te dedicara una mala mirada sin motivo alguno.

 

Permanecieron unos segundos quietos viendo al hombre marchar, cada uno sumido en los entretejes de sus propios pensamientos.

 

—Entonces, ¿viernes? O mejor el sábado que hay más tiempo —expresó Iris, volviendo su vista hacia Barry y apartándose un mechón de pelo de la frenter13;. Me gustaría que nos pasaramos por la zona céntrica para comprar los regalos navideños. Tengo que pensar que cogerle a Eddie y a papá.

 

Tras meditarlo un par de segundos, el chico asintió aunque Iris todavía podía decir que había un aire ausente en sus ojos verdes. Sin embargo, conociendo como conocía a Barry, sabía de antemano que no valía la pena tratar de sonsacarle algo en ese momento, cuando su mente se hallaba más dispersa que un globo en medio del universo. Suspirando interiormente, posó una mano sobre su hombro y sus labios se curvaron en una cálida sonrisa.

 

—Lo hablamos para acordar la hora, podemos aprovechar y comer por ahí —Alzó una ceja de forma sugestiva—. Y así me cuentas que te tiene así.

 

Su declaración fue como hielo polar arrojado a la boca de un volcán, y ese volcán era Barry, quien se vio repentinamente exaltado.

 

—¿Q-Qué? —balbuceó—. ¿Pero qué demonios le pasa a todo el mundo hoy? Que no me pasa nada, ¿en qué idioma tengo que decirlo?

 

Los ojos de la chica de piel morena se abrieron como dos enormes naranjas, asombrada por el inusual arrebato y la rápida escabullida de su amigo, que instantes después ya había desaparecido escaleras abajo.

 

—Vale —murmuró al aire, perpleja, con ambas manos alzadas—. No te pasa nada.

 

 

 

0.o.o.0.O.0.o.o.0

 

 

 

Barry quería golpear algo. Muy fuerte. Golpear algo duro y sólido como una gran muralla de la antigua China, chocarse contra las piedras fomentadas sobre kilos y kilos de masilla. Hacerlas añicos con su súper velocidad y, de paso, fracturar en pedazos pequeños e irrecomponibles los vívidos recuerdos de las últimas noches. Recuerdos, sí, porque los sueños que le habían acosado entre las sábanas, bajo la atenta y refocilante mirada blanca de la luna, habían sido tan reales, tan perceptibles para sus sentidos que podrían haberse tratado de unos recuerdos más de su vida. Detuvo su carrera en seco, sus pies sobresaliendo un par de centímetros por el borde de aquel edificio acristalado, y tomó una gran bocanada de aire que le supo a gloria. Le temblaban los brazos, las piernas, el pecho. Era como si cada célula de su cuerpo vibrara con la electricidad que desprendía al emplear sus superpoderes, como si todo su ser estuviera en movimiento, como si se encontrara en medio de una marea de lava que le hiciera ser consciente de que estaba vivo y ardiendo de vida.

 

Tras un momento de acompasar su respiración, se permitió entreabrir los párpados y dejó vagar su mirada sobre los centenares de edificios que se alzaban como atalayas a sus pies, agujereando un cielo surcado de nubes blancas y esponjosas. Las personas y vehículos no eran más que puntos difusos que titilaban como luciérnagas a lo lejos. Los sueños de los últimos tres días… desde aquella noche, aquella maldita noche en la que se le ocurrió la brillante idea de pedir a Harrison Wells que se quedara haciéndole compañía. ¿Por qué lo hizo? No podía recordarlo, había sido un impulso movido por los hilos anónimos de algún rincón remoto de su ser. ¿Pero por qué? ¿Por qué tenía esos impulsos? El beso también lo fue, un impulso.

 

Se acuclilló, atormentado, y hundió la cara entre sus manos.

 

—¿Qué me está pasando?

 

La garganta se le hizo un nudo haciendo que el susurro sonara más como un lamento en la quietud de la azotea de S.A Enterprise Central News TV.

 

Había huído como un corderillo acechado de casa de Joe porque estaba aterrorizado de que su cara, su expresión o sus gestos pudiesen delatar siquiera una pista de lo que le estaba sucediendo. Se había zafado aprisa de Iris aunque le supiera mal, por el mismo motivo. Ellos le conocían, oh, sí. Le conocían tan bien y eran tan avispados, que Barry se había sentido mortificado por el temor de que sus pensamientos fuesen expuestos de alguna forma, como las mentiras de un asesino o como las noticias candentes que relucen llamativas cuanto más tratas de mantenerlas ocultas. Ahora estaba ahí, tras largos minutos de recorrer las numerosas calles de la ciudad sin descanso, sin pausa, sin meditación, encogido sobre sí mismo, sintiéndose pequeño y confuso.

 

La luz del sol de invierno caía sobre él sin calidez alguna, mientras las preguntas suspicaces de sus seres queridos le atravesaban como rayos, dejándole un regusto amargo recorriéndole la tráquea. ¿Que qué le pasaba? Lo único que le ocurría era que se había convertido en costumbre en las últimas tres noches, que sus sueños, en lugar de estar ornamentados con rostros de suaves facciones, cuerpos sinuosos de marcadas curvas y olor a pintalabios, se encontraban plagados por un excitante juego de hebras morenas, labios carnosos y brazos férreos que lo levantaban con facilidad hasta que se veía sumergido en la profundidad de dos lunas zafiro. Y luego venía aquel susurro, aquella voz ronca y áspera que le siseaba junto al oído “Barry, Barry, Sr. Allen…”, y entonces él ya no podía resistirlo más. Las imágenes de dos figuras sudorosas enredándose juntas, restregándose, haciendo cosas impensables mientras sus bocas eran una sola, abrasaban tras sus párpados cerrados hasta que le hacían eyacular vergonzosamente en su ropa interior. El despertarse entre jadeos y el llegar a la realización de lo que acababa de ocurrir, era lo peor.

 

Se engulló el grito que pugnaba por rebosar de sus entrañas; en su lugar suspiró, haciendo acopio de una serenidad que se había permitido perder en su maratón por Central City, y se puso de pie. El aire era frío y, aunque en otro momento le hubiera importado, en ese momento no lo hacía. Le estaba costando horrores en esos días actuar como si nada en presencia del Dr. Wells, con él sentía como su mal humor se ablandaba y daba paso a un batiburrillo de timidez, atontamiento y algo más. Resultaba exasperante, especialmente por el hecho de que cada vez se volvía más duro para Barry ignorar el agradable cosquilleo que calentaba su interior cuando pensaba, veía o escuchaba al otro hombre. Lo cual no lo hacía menos perturbante.

 

—No me puedo volver gay así de repente, ¿o si? —miró hacia el infinito, hacia el horizonte perdiéndose más allá de la línea del océano de Central City. Pero no obtuvo respuesta—. ¿Así por las buenas? Venga, no me jodas.

 

Más tarde, cuando finalmente fue capaz de apaciguar un poco la irritación que cargaba ese día, Barry tuvo que volver a su estudio particular en casa de Joe para terminar los informes forenses que tenía atrasados desde hacía ya dos días. Había decidido hacer todo lo que estuviera en su mano para no volver a pasarse por la estación esa jornada —un no muy discreto intento de evitar a Joe—, pero eso no significaba que pudiera permitirse el lujo de retrasarse más con los condenados documentos; dos registraban la información pertinente a los homicidios de dos hermanas, y el otro restante, de una anciana con una fortuna curiosamente abundante.

 

Aferrándose a su resolución de no pensar en nada que tuviera que ver con Harrison Wells, había dedicado el resto de aquella tortuosa mañana a la tarea laboral pendiente y, una vez la hubo acabado y enviado al Capitán Singh, a revisar la información que había reunido en los últimos años acerca del asesinato de su madre. Ojeó diversas carpetas, comparó fotografías, fechas, pistas que guardaba como reliquias desde el trágico suceso. Pero, de nuevo, no encontró ningún cabo suelto del que tirar, lo que, por otro lado, no era nada de lo que extrañarse. Al fin y al cabo, aquella no era ni de cerca la primera ni la última vez que se ponía a ahondar en la investigación minuciosamente en los pasados años. Lo había hecho decenas, centenas, incontables veces y siempre con el mismo resultado. Ninguno. Nunca había hallado nada que le sirviera de ayuda para liberar a su padre de prisión, lo cual, por muchos deseos de venganza que albergase en su corazón, era su motor principal.

 

Nunca había encontrado nada hasta que se convirtió en Flash.

 

El día que el Acelerador de Partículas explotó y Barry fue alcanzado por un rayo, ese día toda su vida pegó un giro de 180º. No solo estaba el hecho de que de la noche a la mañana r13;al menos según su percepciónr13; hubiese pasado de ser un forense común a transformarse en un justiciero con superpoderes, sino que también aquel había sido el día en el que la esperanza volvió a cobrar fuerza. La esperanza de hallar lo imposible, lo imposible que mató a su madre delante de sus propios ojos pero demasiado rápido como para que pudiese hacer nada por detenerlo.

 

El hombre de amarillo.

 

No se percató de que su agarre sobre el bolígrafo se había vuelto más fuerte hasta que se clavó éste en la palma. Aflojó la mano y se frotó la frente antes de deslizar la silla por la estancia hasta uno de los estantes verticales. Era un mueble de madera vieja y barata, probablemente de pino o algo así, y todas sus secciones estaban repletas de libros de diferentes tamaños y grosores; algunos se veían nuevos mientras que en otros se apreciaba el transcurso de los años.

 

Sin levantarse de la silla, Barry cogió una fotografía que asomaba de entre las páginas de un pequeño cuaderno de bolsillo, y la sostuvo entre sus manos con cuidado, como si esta fuera de cristal y se fuera a romper al menor descuido. En ella se distinguía la imagen de una mujer de mediana edad que sonreía con alegría hacia la cámara mientras, en sus brazos, acunaba a un pequeño de no más de tres años.

 

—Mamá…

 

Rozó con la yema de su dedo corazón la superfície de la imagen. Como cada vez que pensaba en su madre, una angustia mezclada con cólera se desató en su interior dejándole repentinamente más cansado e impotente, alimentando poco a poco, con el paso del tiempo, el agujero negro que crecía en él tal cual parásito, haciéndose cada día más grande y aumentando así el vacío que le invadía.

 

Y la única pista que tenía era un sujeto como él pero mucho más veloz y peligroso, al que no podía atrapar, al que no pudieron atrapar ni cuando le tendieron la trampa a raíz de la cual el Dr. Wells acabó muy mal herido. Y atraparlo era la única forma de eximir a su padre de todos sus cargos, de demostrar su inocencia y, después…

 

«Después le haré pagar por su crimen hasta el día que muera» pensó, lúgubre. Ese sujeto no volvería a ver la luz del sol.

 

Tras unos segundos de vibraciones negativas, sacudió la cabeza para despejarse justo cuando su teléfono móvil empezaba a zumbar desde la otra punta de la habitación. Encima del escritorio.

 

Guardando la fotografía en su lugar, se levantó para coger la llamada pero al ver que era de Joe cambió de opinión. Probablemente le localizaba para ir a comer juntos después de su comportamiento a primera hora, pero Barry de verdad que no estaba de humor para ello, no quería aguantar miradas ni preguntas indiscretas. Así que, resignado a que la escena sería inevitable mas resoluto a postergarla, cogió su abrigo y salió a la calle.

 

Eran pasadas las tres de la tarde. A lo largo de la mañana las nubes se habían hecho con el control del cielo y, para cuando Barry se deslizaba por una amplia travesía peatonal con las manos en los bolsillos y paso relajado, el brillo del sol se había visto atenuado hasta ser sólo una tenue bruma luminosa que caía sobre los transeúntes. Buscaba evitar a toda costa las manzanas adyacentes a la de la comisaría así como la de la cafetería CC Jitters, que al ser una zona que frecuentaba demasiado no era la opción más segura. Había ido a parar a un barrio costero atestado de tiendas que rebosaban dinamismo navideño. Gente de todas las edades iban y venían a su alrededor, riendo, otros enfurruñados, mientras adquirían regalos para sus seres queridos.

 

—¡Ups, perdone Señor! —exclamó una niña rubia de menos de un metro que acababa de chocar contra él.

 

—Maika, ten cuidado, no corras —Una mujer se acercó a toda prisa, llevaba ambas manos cargadas con bolsas y miró a Barry con una sonrisa de disculpa—. Lo siento, joven.

 

—No se preocupe —dijo.

 

Anduvo un rato más, entretenido. Se iba parando de vez en cuando en algunos escaparates de ropa masculina, meditando qué podría comprarle a Joe ese año. También, supuso, debería pillarle algo a Eddie. Estaba a punto de entrar a una tienda de antigüedades que había llamado su atención cuando, por fin, a unos metros de donde se encontraba, en una bifurcación sin salida, divisó lo que le pareció un local para comer abierto en medio de aquel maremágnum mercantil, y únicamente entonces fue consciente de lo hambriento que estaba.

 

El bar-restaurante se hacía llamar “The fat cow”, curioso como mínimo. Al entrar, no obstante, Barry enseguida supo por qué. Se trataba de un local no muy grande, de techo bajo y poca luminosidad, especializado en hamburguesas de calidad y en cócteles. Estaba decorado de forma exquisita con una personalidad que recordaba vagamente a los antiguos ranchos del oeste pero más artística, con mesas y sillas de madera oscura, cuadros con fotografías estampados contra paredes forradas también de madera y finas pilastras que conectaban el suelo alfombrado con el artesonado geométrico. A la derecha, nada más entrar, se extendía una barra de forma ovalada, tras la cual dos hombres vestidos de negro mezclaban con asombrosa habilidad distintos licores en cocteleras; al fondo del local se podía distinguir una hoguera de leña que crepitaba junto a una puerta que Barry supuso que serían las cocinas. Todo el lugar en sí desprendía un aura extrañamente acogedora e intimista al mismo tiempo.

 

—¿Señor? ¿Para comer?

 

La pregunta le retrajo de su escrutinio para encontrarse con una chica menuda de gesto serio; vestía de negro y dos largas trenzas le caían por cada lado de la cara.

 

—Ah… sí, sí, para comer. ¿Es muy tarde o…?

 

—Abrimos de tres de la tarde a dos de la mañana, no se preocupe —informó ella.

 

—Oh. —Era un horario fuera de lo habitual—. Vale.

 

—Sígame, por favor.

 

Barry caminó tras ella mientras continuaba observando todo a su alrededor. Nunca había estado en un sitio como aquel, en el que a plena luz del día daba la sensación de que te transportabas a una aldea remota en la hora del crepúsculo. Como curiosidad, advirtió que los clientes no causaban excesivo alboroto a pesar de estar todas las mesas ocupadas.

 

La camarera le guió por un estrecho pasillo en el que el velocista antes no había reparado y que conectaba con otra pequeña sala contigua. En esta si quedaban mesas libres.

 

—Puede sentarse donde le venga de gusto —ofreció la muchacha.

 

—¿Sr. Allen?

 

Estupefacto porque aquella voz… no podía ser aquella voz, Barry volteó sobre sus pies. Por un momento se quedó congelado, sin saber qué hacer y con la infantil necesidad de salir corriendo de allí con el rabo entre las piernas. Inspiró hondo manteniendo el contacto visual con el hombre frente a él, sentado en una de las mesas de la esquina, que le devolvía la mirada con idéntica expresión de desconcierto.

 

La camarera que continuaba de pie junto a Barry, al ver que ambos se conocían, preguntó:

 

—¿Quieren que le disponga para que puedan sentarse juntos?

 

—Sí, por favor, hazlo así, Annie —aseveró el Dr. Wells.

 

—Bien, ahora le traeré los cubiertos.

 

Barry asintió mientras tomaba asiento frente al otro hombre, sintiéndose algo confuso y contrariado por el encuentro fortuito. Definitivamente todo le estaba saliendo del revés ese día.

 

—No te imaginé viniendo por esta zona de Central City —rompió el silencio Wells tras un instante.

 

—En realidad, no lo hago. Es la primera vez que estoy por esta calle, al menos de paseo. —Se quitó el abrigo y lo dejó colgado en el respaldo de su asiento bajo el atento escrutinio de color añil—;. Da la sensación de que usted es un cliente habitual del establecimiento —dijo, recordando que había llamado a la camarera por su nombre. ¿Annie?

 

El otro hombre rió con ligereza y asintió.

 

—Hacen buenas hamburguesas aquí.

 

—Bueno, eso no lo sabré hasta que las pruebe.

 

Divertido antes la contestación de Barry, Wells alzó la mano en un ademán condescendiente y «Por supuesto» pronunció. Poco después la camarera regresó con la cubertería y vajilla para Barry, además de las cartas que colocó enfrente de cada uno antes de marcharse de nuevo.

 

El repertorio de comidas de “The fat cow” se componía prácticamente de hamburguesas y algunas ensaladas sin contar los postres. Barry estuvo asombrado, sin embargo, ante la increíble y exótica variedad de hamburguesas que se leían en la carta. Desde las más simples y ordinarias hasta otras que gozaban de un meticuloso abanico de ingredientes que él nunca hubiera imaginado encontrar en un trozo de carne con pan.

 

—¿Esta? ¿Con nachos? Puede estar buena —murmuró, indeciso al tener tantas para elegir y todas tan extrañas. Especialmente una—. Dr. Wells, ¿en que mundo es legal ponerle fresas a una hamburguesa?

 

El hombre enarcó una ceja mientras repasaba el contenido de su propia carta.

 

—En este, aparentemente.

 

Barry suspiró mientras se acodaba en la mesa y apoyaba su barbilla en la palma de su mano.

 

—No se cuál elegir.

 

Por fin, el científico levantó la cabeza para observar el entrecejo arrugado y los labios fruncidos de Barry mientras contemplaba la carta, desalentado. No pudo evitar sentirse un tanto afectado por esto, afectado en el sentido de que le inspiró una curiosa ternura que nunca se hubiera imaginado sentir por gente que llevaba décadas muerta y que, contra todo pronóstico, sentía a veces ante la convivencia con Cisco, Caitlin y… con Barry. Cuando Annie, la camarera, regresó a por el pedido unos minutos después, al velocista aún le costó unos cuantos más tomar una decisión. Finalmente terminaron pidiendo una “Devil Bacon”para Barry, «Linda me pegó lo del picante» dijo, y una “Sweet Madness” para el Dr. Wells.

 

—Y traenos un buen vino —añadió el hombre de ojos azules.

 

—¿Un tinto de la casa?

 

—Eso estará bien, gracias —asintió tras buscar la aprobación de Barry con una escueta mirada.

 

Luego, la joven se hubo ido por el estrecho pasillo, balanceando sus caderas con un suave contoneo que capturó la atención de Barry por unos largos segundos. Para desgracia del chico su inesperado acompañante era demasiado observador.

 

—Una joven atractiva, Annie. Debe tener más o menos tu edad.

 

Su boca se había curvado en esa sonrisa que siempre mostraba a la gente, como si la tuviese pintada con acuarelas. Era amable y agradable, sí, pero a Barry no le cuadraba que le estuviese diciendo eso con una sonrisa agradable, no cuando él se estaba comiendo el tarro hasta la locura por lo que pasaba entre ellos.

 

—N-no, es… supongo que lo es. T-tampoco es como si la estuviera mirando —cogió su tenedor para tener algo que hacer con la manos, pero golpeó el plato sin querer causando un tintineo que le puso aún más nervioso—. Quiero decir, puede que la haya mirado pero no porque me gustara. Ya sabes. A mi…

 

—Te gusta la Srta.West —interrumpió Wells, echándose hacia atrás en la silla.

 

Barry vaciló por un momento.

 

—Sí —dijo, finalmente, y puso el tenedor en su lugar—. Por supuesto. Iris, usted sabe, desde siempre. —«Aunque ahora me pase esto con usted», pensó, contrariado. Ojalá continuase sintiendo lo mismo por su amiga de la infancia. Wells le estaba mirando con aquellas lunas zafiro fijamente, penetrándole de tal forma que le hacían sentir desnudo y expuesto; sabía que se había puesto como un tomate mientras le venían a la mente imágenes de sus últimos sueños con el científico—. Am, n-no puedo creer que se vaya a comer la de fresas.

 

Después de unos segundos de cargado silencio, el hombre cesó su examen visual y contestó:

 

—No deberías juzgar las cosas por su envoltorio. Está realmente buena. —Hizo una mueca y agregó—: Pero la que tú te has pedido tampoco está mal.

 

Una tirante sonrisa y un encogimiento de hombros fueron lo único a lo que Barry alcanzó a dedicar. No podía evitar pensar en lo retorcidos que eran los designios del destino, si es que el hecho de que estuviera ahora compartiendo una bizarra comida con el Dr. Wells tenía algo que decir al respecto. La situación era incómoda, pero Barry se encontró atónito al experimentar de nuevo esa sensación extraña que había estado teniendo los pasados días al estar cerca del científico, desde la noche de Harry Potter y las palomitas, en la que él se había quedado dormido sin darse cuenta y había despertado a la mañana siguiente solo en Laboratorios S.T.A.R. A pesar de estar en contra del mundo entero por los sueños que le acosaban, cuando el otro hombre se encontraba alrededor notaba como su ansiedad se calmaba, cambiaba su forma y tomaba una más compleja, menos plana. Algo a lo que podía llamar confort y apocamiento con un toque de turbación. Quería alejarse de él al mismo tiempo que se sentía extrañamente a gusto.

 

—Entonces, ¿qué te parece el lugar?

 

La repentina pregunta le despertó de su ensoñación.

 

—Bien. Es decir, es bonito y peculiar. —Aquella sala más pequeña solo disponía de seis mesas contando la de ellos—. Aquí se está más tranquilo que en la principal —dijo, pasando la mirada por la otra única mesa ocupada por una pareja de ancianos. Luego reparó en algo que provocó una leve carcajada—. Aunque si le soy sincero, siento como si tuviera Time-lag.

 

Una sombra perpleja cruzó el semblante del Dr. Wells.

 

—¿Por qué? —preguntó.

 

—¿A usted no le pasa? Solo mire todo el ambiente y la decoración, no hay ventanas por lo que no se ver el exterior, huele a incienso y las lámparas que hay en la entrada han sido cambiadas por estas —con cuidado, pasó un dedo por encima de la cálida llama— velas. Es mediodía pero tengo la sensación de que estamos cenando.

 

—Ya veo. Puede que tengas razón, es un buen sitio para traer a una cita.

 

Y de nuevo ese cosquillleo. Barry odiaba sentir ese maldito cosquilleo cuando el condenado hombre decía cosas como aquellas… ¿las decía a propósito? Probablemente, después de su ataque de sinceridad la otra noche era difícil que Wells no supiera lo que provocaba en él.

 

—Es… Yo… —balbuceó. No obstante, se percató de que Wells no le estaba mirando, ni parecía interesado en su respuesta. Sino que tenía la mirada perdida en algún punto inconcreto del techo, perdida y vacía durante lo que parecieron largos segundos.

 

—Aunque yo suelo venir solo —dijo, por fin—. No he tenido citas desde hace mucho tiempo.

 

Hubo algo en la forma en la que lo dijo que hizo a Barry sentir como si unas tenazas de hierro retorcieran su corazón.

 

—¿Por qué?

 

La mirada del Dr. Wells se enfocó en él de nuevo y se lo quedó contemplando durante unos segundos. Barry no se permitió sobrecogerse bajo la intensidad de esos ojos, no esa vez, no cuando el otro hombre parecía creer que no tenía derecho o peor, que no tenía oportunidad de volver a tener una cita.

 

Wells fue a hablar pero entonces apareció Annie con el vino, que sirvió habilidosa y rápidamente antes de volver a marcharse. Con una mano bronceada el mayor tomó la copa por la parte inferior y se llevó el borde a los labios; sin apartar en ningún momento la mirada de Barry, bebió un pequeño sorbo que alteró los nervios del velocista al ver, a través del cristal de la copa, como el líquido se deslizaba por los labios tiñéndolos de escarlata.

 

—Delicioso —dijo, dejando la copa sobre la mesa—. Pruébalo.

 

Barry así lo hizo. Un sonido de apreciación escapó de su boca al hacerlo, pero igualmente insistió con su pregunta.

 

—¿Por qué?

 

Las comisuras de los labios de su acompañante se curvaron hacia arriba.

 

—Verás, Barry, cuando alguien ha vivido lo que yo viví perdiendo algo que tanto… aprecié y luego queda discapacitado —Se señaló las piernas vagamente—, la primera preocupación que tiene no es salir de ligues o tener citas, y estas no es que vengan a mi tampoco. Ya os lo dije a Cisco y a ti el otro día, también está el hecho de que...

 

Barry negó con la cabeza, obstinado, y cortó su diatriba.

 

—Entiendo que no sea su primera preocupación —dijo—. Pero no es verdad que no pueda tenerlas, estoy seguro de que hay más gente de la que cree que no le toma como el malo por la explosión del Acelerador de Partículas. Fue un accidente. Y solo es necesario conocerlo para darse cuenta de que… bueno —vaciló. Wells le miraba ahora con curiosidad y cierta diversión—. Quiero decir, no es como si alguien no pudiera sentirse atraída, o atraído, hombre o mujer está bien, como usted quiera, cualquiera podría llegar a caer por usted —cuando acabó de hablar una ola de calor viajó por todo su cuerpo hasta instalarse por su cuello, cara y en las puntas de sus orejas. Esto pareció causar gracia al otro hombre, que soltó una carcajada.

 

—Bueno, ¿qué puedo decir? Es de admirar tu forma de pensar, tus ideales tan honestos y llenos de esperanzas donde otra gente no la tendría.

 

El aire se había vuelto más grave alrededor de ellos; la vela en el centro de la mesa temblaba como una pequeña niña aterida por el frío en medio de un bosque tenebroso. Esperanza… La esperanza era lo que Barry nunca podría perder, era lo que le mantenía vivo.

 

—Supongo que en mi vida he necesitado de esa esperanza para seguir en pie —contestó.

 

En ese momento la camarera regresó con un plato en cada mano, que depositó respectivamente frente a los dos antes de marcharse. Un rugido reverberó por su estómago, quien no parecía contento de haber sido sometido a tantas horas en ayunas. Por un momento pareció que la conversación moría ahí, una nube gris que ninguno se aventuraba a volver a tocar, pero que había dejado al joven de ojos verdes con una bochornosa duda: ¿podía el Dr. Wells tener relaciones sexuales con su lesión parcial de columna? Se mordió el labio, pensativo, tratando de que no le vinieran imágenes ficticias en las que el hombre de hecho sí podía tener sexo, y lo tenía de forma muy frenética y apasionada con él.

 

—Barry.

 

Levantó la cabeza al escuchar su nombre. Tragó saliva. Mierda, ¿es que se había dado cuenta de lo que estaba cruzando por su cabeza?

 

—Puedes seguir teniendo esperanza. Te prometo que atraparemos al hombre de amarillo y que tu padre estará fuera de la cárcel muy pronto.

 

Sus palabras y la seguridad que destilaban le sacudieron con la fuerza de un meteorito. Sus miradas se enzarzaron, azul y verde, como una enredadera en la que ninguno quería romper el contacto visual ni siquiera para parpadear. Al final fue él mismo quien lo hizo.

 

—Está buena… la hamburguesa. —Sonrió un poco—. Gracias, Dr. Wells.

 

Este le sonrió de vuelta.

 

—¿Estás seguro de que no quieres probar la de fresas?

 

—Ah… creo que paso.

 

—Como quieras, no sabes lo que te pierdes.

 

Ambos rieron y de alguna forma el ambiente volvió a recuperar su ligereza, al menos parte de ella. Barry seguía sintiendo aquel mejunje de órdenes confusas de su cuerpo. Cerca, lejos, más lejos. Más cerca. Suspiró interiormente al ver como el otro hombre devoraba su hamburguesa, realmente le pirriaban éstas. Es decir, ¿que clase de persona tiene semejante obsesión por esta comida?

 

El resto de la comida fue tranquila, se dedicaron sobre todo a comentar la película de Harry Potter —Harrison Wells se burló de él por quedarse dormido— y a charlar acerca de cosas sin importancia, sin entrar en temas peliagudos que pudiesen volver a robar la apacibilidad de la compañía.

 

—¿Ganaste un premio en secundaria? —elevó una ceja Wells, aunque no parecía realmente sorprendido.

 

—Sí —bufó Barry, abochornado—. Pero no es nada de lo que enorgullecerse, mis contrincantes no eran realmente frikis de la ciencia y yo llevaba estudiando y leyendo cosas suyas desde hacía años, así que…

 

—No eran rivales —tomó un sorbo de su copa de vino.

 

—No, no lo eran. —Justo se comió el último bocado de su hamburguesa cuando su móvil comenzó a sonar, así como un pitido en el móvil del hombre de ojos azules—. Esto me huele mal —descolgó la llamada—. ¿Cisco?

 

—Barry, atraco a un banco por el este de la calle Rousas.

 

Suspiró.

 

—Voy para allá —y colgó. Cuando miró hacia Harrison Wells se topó con una mirada comprensiva—. Parece que me toca trabajar.

 

Ladeando ligeramente la cabeza, Wells se inclinó hacia delante en la silla de ruedas, apoyando los brazos sobre la mesa y enlazando sus manos. Murmuró:

 

—Corre, te necesitan. Ha sido una comida agradable. —Al ver el ceño fruncido del joven, añadió— Yo invito.

 

El corazón de Barry pegó un brinco infantil, como el de un niño pequeño que recibe una chuche al salir de clase. Asintió torpemente y salió corriendo de allí.

 

 

 

0.o.o.0.O.0.o.o.0

 

 

 

Aquella noche, cuando el cielo vestido con su abrigo oscuro se derramaba languidamente sobre la iluminada ciudad de Central City y la luna menguante sólo era un lejano destello marfil, Barry se deslizó fuera de su habitación y bajó a la cocina. Estaba sediento.

 

Se detuvo en el quicio de la puerta. Ahí estaba Joe. Aún despierto. Sentado en una silla dando sorbos a una taza de café mientras leía el periódico. Barry pudo ver más de una cápsula de café utilizadas y un diminuto aguijón de culpa le punzó por la espalda después de haberlo estado evadiendo todo el día.

 

—No podrás dormir si te metes toda esa cafeína a estas horas —dijo, entrando en la cocina.

 

El hombre de piel oscura alzó la vista en su dirección.

 

—¿Otro que no puede dormir?

 

—No, solo bajo a por agua.

 

Abrió uno de los armarios superiores y cogió un vaso bajo la atenta mirada del que era un padre para él.

—¿Ya no te provees de más de cinco botellas de agua? —preguntó Joe. Cerró las páginas del noticiero y le dio un sorbo a su tazón—. Cuando eras un criajo tu habitación parecía un almacén de reciclaje de botellas vacías. Todas…

 

—Desparramadas por cada rincón visible, lo sé —interrumpió el joven, risueño, tras beberse el vaso de agua. No tenía suficientes dedos en las manos para contabilizar la de veces que el hombre le había explicado esa antigua manía suya—. Puesssss, a decir verdad si que perdí la costumbre. ¿Tal vez debería volver a adoptarla? —preguntó, apoyado contra la encimera.

 

Joe arrugó la nariz.

 

—No hace falta.

 

Sus voces quedaron ahogadas por una trémula marea silenciosa que abarcó todo a su paso, el pitido del claxon de algún coche en el exterior fue demasiado discordante en aquel mundo enmudecido. Barry se lamió los labios, no se estaban mirando y el silencio se iba volviendo más incómodo. Mala cosa.

 

—Mira, Joe, siento… siento mi comportamiento de hoy. E-estaba de mal humor y no debí haberlo pagado contigo.

 

Ni con Iris.

 

Una mano alzada atajó su pretensión de seguir hablando.

 

—Barry, no tienes que disculparte. Entiendo que los jóvenes de tu edad tengan… sus propios problemas que no queréis compartir con vuestros mayores. Pero entiende que debido a que nuestra vida no es particularmente común no puedo evitar preocuparme por cosas que quizás no tienen importancia, sobre todo si no me las cuentas y desconozco de qué se tratan.

 

Joe le observaba con una expresión que hablaba de firmeza, de protección y de impotencia, mas no parecía molesto.

 

—Y quiero que sepas que cualquier cosa, Barry, cualquier cosa que te haga estar mal, puedes decírmela —En algún momento de su charla se había puesto en pie y aproximado al velocista, ahora una mano apretaba su hombro en un gesto familiar y reconfortante—. A mi o a Henry, ¿de acuerdo?

 

Barry inspiró hondo y finalmente asintió.

 

—Si. Perdona.

 

Luego ambos se fundieron en un breve pero enternecedor abrazo, de esos que le daban a Barry ganas de confesar todo lo que ocultaba, todo lo que no comprendía pero que, poco a poco, a cada día que pasaba, iba asentándose en su interior de algún modo. Un sentimiento que iba dejando de ser horrible para mutar en uno más ansioso y acogedor.

 

Cuando se separaron a Barry le burbujeaba una congoja por la garganta. Puede que ese abrazo le hubiera emocionado un poco.

 

—Subiré a mi habitación —dijo—. Gracias.

 

Joe le dio varias palmaditas en la espalda.

 

—Esto solo significa que por ahora no trataré de indagar en lo que te pasa —advirtió—. Pero no te acostumbres.

 

Barry no contestó, se limitó a soltar una carcajada mientras se dirigía hacia las escaleras y a desearle una buenas noches cuando ya las estaba subiendo.

 

Fue nada más haberse desparramado sobre el cómodo colchón con el pijama puesto, resignado a estar horas sin pegar ojo como le llevaba pasando desde que se había convertido en Flash, cuando recibió el mensaje. Aturdido de recibir una notificación pasadas las once de la noche cogió el móvil de debajo de la almohada y vio que era del Dr. Wells. Tragó saliva mientras lo abría. El Dr. Wells nunca le había mandado mensajes, menos aún a esa horas.

 

«Debería plantearse el probar la hamburguesa con fresas y queso de cabra, Sr. Allen. He tenido una cena cuantiosa esta noche y aún sigo pensando en esa hamburguesa».

 

Barry parpadeó, perplejo, una sonrisa bailoteó en su rostro. Antes de ser siquiera consciente de lo que hacía ya estaba tecleando una respuesta.

 

«En serio, usted me mata, ¿cuando empezó esta enfermiza obsesión por las hamburguesas?» escribió y le dio al botón de enviar. Esperó por lo que le parecieron unos eternos segundos en los que se entretuvo cambiando el fondo de pantalla de su aparato. ¿Quizás no contestaba?

 

Pero si lo hizo, apenas tres minutos más tarde. Y a Barry le tembló algo junto al pecho mientras se obligaba a abrir el mensaje sin prisas.

 

«Cuando era pequeño no tuve el lujo de poder comerlas, tengo que aprovechar por si algún día me quedo sin ellas de nuevo. Buenas noches, Sr. Allen». Sus esfuerzos por retener una sonrisa fueron inanes al imaginarse a un pequeño Dr. Wells haciendo un berrinche porque sus padres no le compraban hamburguesas.

 

Se mordió el labio y tecleó una respuesta «Tranquilo, las hamburguesas no se van a extinguir, la humanidad entraría en caos si eso sucediese. Buenas noches, Dr. Wells. PD: Puede que algún día me anime a probar la de fresas», antes de guardar el móvil bajo la almohada, como hacía cada noche.

 

Vagamente se preguntó en qué se basaba el Dr. Wells para llamarle a veces por su apellido cuando, por regla general, le acostumbraba a tutear. No quiso pensar demasiado en el significado del intercambio de mensajes que acababan de compartir. No por esa noche al menos.

Notas finales:

Aish... no sé, pobre Barry no hace más que caer enamorado hasta el final por mucho que se lo siga negando X'D Eobard es un poco tocapelotas pero bueno...

Mañana el próximo capítulo, dejadme saber vuestras opiniones ;)


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