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Las cadenas que nos condenan por LadyBondage

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Notas del capitulo:

Perdonenme por la demora chicas, mañana respondere todos sus comentarios, lo prometo. 

 

A leer.

Desconocidos

[1]

 

—Es un placer volver a verte, Ciel.

 

Ciel regresa cinco años atrás, cuando apenas cumplía dieciocho años y regresaba a casa para pasar sus vacaciones de verano, aquel día entre el calor estival y el aroma a flores silvestres se asomó el amor a su puerta.

 

Alto, bien parecido, de ojos pecadores y sonrisa malévola. Él le tomó de la mano y depositó un dulce beso en la blanca piel, y le dijo esas mismas palabras.

 

Es un placer conocerte, Ciel.

 

Bueno, casi las mismas palabras. Para Ciel no había mucha diferencia, porque en ese entonces no conocía de nada a ese hombre y al que tiene frente a si parece un total desconocido.

 

—Lo mismo digo, Michaelis —Ciel se dirige a él con odio contenido, el rencor de un amor abandonado bajo candado. Y duele, porque a Sebastian le encantaría besar esos labios de melocotón y enredarse en ese cuerpo que huele a jazmines.

 

Pero la vida es injusta y burlona, le encanta reírse de él a cada momento. Le regala la visión de su ángel pero le impide tocarle, porque Ciel está prohibido absolutamente.

 

—Pensé que no vendrías, hermanito —Elizabeth vuelve a invadir el espacio personal del menor con su enorme sonrisa de niña buena. Ciel medio sonríe, ese gesto es sincero a comparación del ceño fruncido que ha tenido que portar para alejar a todo aquel que se acerca demasiado a él.

 

Sebastian chasquea la lengua por lo bajo. Le gustaría hablar con Ciel, a solas. Quiere preguntarle tantas cosas per se, necesita besarle con vehemencia porque sus labios necesitan la ambrosia que el menor derrama por cada poro de su piel. Y la necesidad se convierte en deseo incontrolable, afortunadamente es un experto para esconder su libido ante miradas indiscretas.

 

—No planeaba hacerlo —la mirada de Ciel se conecta con la de Sebastian, no hay espacio para Elizabeth o para algún invitado, sólo son ellos dos escondiéndose de los demás —. Pero decidí que no podía ignorar las peticiones de mamá ni las tuyas.

 

Elizabeth chilla emocionada, se lanza a los brazos de su hermano menor nuevamente, para sorpresa de ambos hombres.

 

—Estoy tan feliz de tenerte aquí; por favor, no te vayas otra vez —ella lo pide de manera sincera, con esa voz que le provoca hacerle muchas promesas que quizá no podrá cumplir.

 

Ciel es consciente del profundo amor que Elizabeth siente hacia él y que el pedimento es tan honesto que jode en ese rincón donde habita el corazón.

 

—Pero…

— ¡Ahí estás! —la voz cálida y maternal de Rachel interrumpe las escuálidas palabras de Ciel, y para fortuna de Sebastian, ella aleja a su hija para abrazar el cuerpo enjuto del menor.

 

Ciel se permite cerrar los ojos aspirando el aroma de su madre: miel y azúcar. Dulce, suave, como la recuerda en su niñez y adolescencia.

 

—Te eché tanto de menos, mi cielo.

 

El abrazo reconfortante que recibe de su madre le cierra el estómago, Ciel compone una sonrisa que sólo es para ella, para Rachel y su excesiva bondad materna.

 

—Hola mamá, perdona que haya llegado tan tarde —se disculpa tímidamente, Rachel aparta el cuerpo de su hijo para mirarlo a los ojos, y con ese sempiterno amor de madre le besa el rostro incontables veces.

—No te preocupes mi amor, ya estás aquí y eso me alegra demasiado.

 

Ciel la estrecha en sus brazos otra vez por iniciativa propia. Necesitaba sentirla y darse ánimos para no mirar la felicidad de su hermana junto al hombre que aún amaba. Sebastian sin embargo percibe la incomodidad en el menor y prefiere alejarse del bello cuadro que se suscita ante sus ojos. No tiene deseos de atestiguar a un Ciel encaramado en su actitud hosca y a su vez, mostrándose abiertamente amable con los demás menos con él.

 

Elizabeth frunce el ceño cuando la partida de su esposo hacia la barra es más evidente, a prisa dirige sus pasos en pos de Sebastian. Y Ciel advierte la ausencia de esos dos. Con pesar, se separa de su madre, no puede evitar que su almibarada mirada se posicione en la ancha espalda del Michaelis.

 

 

[2]

 

— ¿Entonces vas a quedarte en Inglaterra o huiras de nuevo a tierras niponas, cielito querido? —Grell Sutcliff menciona con ese típico retintín burlón que Ciel no puede olvidar desde hace cinco años.

 

Ese hombre de cabellera rojiza y ojos verdes es una de las personas más detestables con las que ha tenido la desdicha de tratar. Ni siquiera porque es el empleado de la condesa Durless puede ser más recatado.

 

Sus comentarios venenosos han sido el plato fuerte durante la velada en su honor, y no comprende porque fue invitado si no lo soporta.

 

—Al parecer me voy a quedar aquí, Grell. ¿Por qué tu interés?

 

Ciel pretende que las miradas sobre él no le afectan. Sebastian que está a pocos metros de él también lo mira, con interés genuino.

 

—Oh querido, porque tu madre y tu hermana la han pasado mal con la enfermedad de tu padre—Grell rie socarronamente para luego darle un sorbo a su copa de vino tinto.

 

El menor de los Phantomhive aprieta los labios, visiblemente afectado por ese comentario fuera de lugar. Y Elizabeth junto a Rachel bajan las miradas porque la herida no cierra todavía y probablemente jamás lo hará. La cabeza de la familia mortalmente enfermo y ellos en una sosa fiesta con personas a las que les apetecería no volver a ver.

Sebastian chasquea la lengua, su mirada carmesí se posa en Grell, el pelirrojo siente unos ojos asesinos puestos en su persona, gira su rostro rápidamente encontrándose con el poco discreto Sebastian Michaelis, que tiene una sonrisa de demonio.

 

— ¿Y que nos dices tú, Grell? ¿Por fin dejarás tu lambisconería y te largarás de Inglaterra o aún necesitas seguir succionando del dinero de los Durless? —Sebastian finaliza con una amplia sonrisa, Elizabeth se cubre la boca con la mano derecha escondiendo una risita burlona.

 

Ciel sonríe abiertamente, agradeciendo la intervención de Sebastian, y dando por tajado el tema de su estadía. Los demás presentes no hacen mención alguna. Ha hablado el heredero de los Michaelis, y con ellos nadie se mete, ni siquiera los Phantomhive a pesar de su poderío y riqueza.

 

Grell revira su rostro, finge que Sebastian no ha herido su orgullo y da otro sorbo a su copa, está vez más largo.

 

—Yo quiero proponer un brindis por la familia Phantomhive —Alois Trancy salta con su voz gritona y animosa, a su lado, Claude blanquea los ojos.

 

Y el Phantomhive tiene que reconocer que nunca sintió tanta felicidad de tener cerca a Alois como ahora.

 

 

[3]

 

—Es hora de irnos, mi amor.

 

Escuchar a su hermana hablarle así a Sebastian le estruje las tripas. Si Elizabeth supiera lo que ocasionan sus palabras quizá se moderaría más o tal vez lo haría con más ahínco.

 

Sebastian estaba cómodamente sentado en un sofá de tres plazas bebiendo vino, whisky, vodka y tequila con hombres de negocios, hombres que querían embriagarse como él y olvidar por unos momentos que sus vidas no son esas. La voz de su esposa es un llamado a la cordura, y su lado razonable le grita que debe irse ya porque esta tan ebrio que podría cometer una locura con el anfitrión de la fiesta.

 

Y es en ese instante, en el que cierra sus ojos cuando Ciel aparece en su campo de visión: una sonrisa inocente y mejillas teñidas de rojo ardiente, labios de algodón en una boca entreabierta que no reprime gemidos sonoros, mientras él lo embiste duramente, fieramente contra el colchón de plumas, y le repite esa palabra que le gusta tanto, que le pone arrítmico el corazón.

 

Te amo, Sebastian.

 

Y yo a ti, precioso mío.

 

—Aguarda un momento —el alcohol está trabajando en su cuerpo pero Sebastian se pone de pie elegantemente y con la mirada fija en su esposa —Iré al baño.

 

Elizabeth asiente distraída, se da la vuelta para encaminarse a la salida donde el chofer los espera. Sebastian aprovecha la distracción de su esposa para salir por el jardín trasero, a paso apresurado cruza los rosales de los que Rachel está tan orgullosa y se encuentra en el pequeño riachuelo de los Phantomhive, donde Ciel parece más interesado en mirar a los peces que en convivir con sus invitados borrachos por el vino caro.

 

— ¿Y si vas a quedarte o vas a abandonarme?

 

El tiempo se congela para Ciel, asustado por la aparición de su demonio y sorprendido por las palabras despechadas de un salto se pone de pie, se tambalea un poquito porque fue muy apresurado y porque el aroma de Sebastian lo marea.

 

El Michaelis lo sujeta de la estrecha cintura, la cercanía intimida es grosera e innecesaria.

 

— ¡Suéltame, Sebastian!

—Mhmm, no tienes idea de lo bien que suena mi nombre cuando es tu boca quien lo profiere.

 

Sebastian no le suelta, por el contrario, estrecha sus labios con los de Ciel y el mundo es ajeno para ellos.

 

 

 


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