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Bolero por RyuuMatsumoto

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Notas del fanfic:

Para Dai ♥ por su cumpleaños. Todavía es noviembre.

(Dos días tarde, pero tengo una excelente excusa, te lo juro y te lo prometo[?])

 

 

«Siempre fuiste mi espejo,

quiero decir que para verme tenía que mirarte.»

-Julio Cortázar

 

 

Ryutaro dejó de caminar cuando se dio cuenta de que el reflejo que lo observaba desde el vidrio del escaparate no era el suyo.

No es como que le gustara estarse observando en los espejos. Al contrario, encontraba su apariencia algo bastante incómodo de ver. De niño, el físico era lo de menos, pero la adolescencia se encargó de cargarle en los hombros más inseguridades que metas en la vida. Él fue uno de esos pobres diablos que sufrió terriblemente cuando The Grudge y todas sus secuelas fueron proyectadas en el cine. A veces la gente creía que era fan acérrimo de la saga e iba disfrazado a todos lados cuando, en realidad, él sólo quería salir a comprar comida en bendita paz.

De hecho, la tienda frente a la cual caminaba ahora solía evitarla por el enorme vidrio, el cual dejaba ver al otro lado ropa tan cara como para poder comprársela después de tres semanas condenadas a la inanición. Caminar por la acera de enfrente, entonces, tenía doble función: ni miraba su fea carota, ni se lamentaba por todo aquello que seguro querría y no podría tener.

Pero por azares de la vida (de esos que nos hacen pensar que alguien en la otra dimensión no nos tiene muy buena voluntad), la acera de enfrente era intransitable porque a algún vecino responsable se le ocurrió reportar una fuga de agua, y la zona de excavación estaba acordonada.

Así que pese a la regla transeúnte de nunca cruzar la calle si no se ha pisado la esquina, Ryutaro atravesó casi corriendo para evitar que una motocicleta lo arrollara. Algunas personas lo miraron con desaprobación pero él solamente las ignoró y, en el proceso, fingió mirar interesadísimo una camisa a cuadros modelada por un maniquí al otro lado del cristal. «Se me vería bien» pensó, combinándola mentalmente con unos jeans gastados de las rodillas, pero dejó de fantasear en cuanto se atrevió a echar una mirada a la etiqueta. Suspiró, se acomodó las gafas y continuó caminando sólo para detenerse antes de que el vidrio se acabara.

«Momento. Yo no uso gafas.»

Regresó sobre sus pasos, caminando de espaldas, seguro que en cuanto volviera a mirarse, pasaría lo mismo que en las caricaturas: vería su propia cara y sabría que todo fue una ilusión óptica, mera distracción. Pero no: pasó lo que en las otras caricaturas y quien le devolvió la mirada fue un sujeto completamente diferente a sí mismo. Parpadeó, se frotó los ojos y el reflejo hizo exactamente lo mismo. Convencidísimo de que seguramente el escaparate era una especie de espejo de broma, continuó caminando. Eso sí: evitó por todos los medios mirarse en los demás cristales.

  

 

—Eh… ¿hola?

Se atrevió a saludar al joven al otro lado del espejo. Ryutaro casi nunca se miraba en los espejos, a menos que fuese cuestión obligatoria (por ejemplo, intentando parecer menos subnormal que de costumbre o revisándose las encías cuando se lavaba los dientes). La primera vez que usó uno después de su extrañamiento junto al escaparate de la tienda, consideró seriamente que la persona del otro lado del cristal le parecía sumamente ajena porque él mismo no alcanzaba a reconocerse. Después de todo estaba en una etapa de madurez en la cual podía despertar sintiéndose una persona diferente ¿verdad? Claro, que eso no explicaba la presencia de las gafas. Y pasar del negro al rubio (obviamente falso) era extremista hasta para él, que a veces creía tener varias personalidades en su flacucho e incómodo ser.

El caso es que, después de dos semanas de fingir que nada pasaba, bajar la vista al pasar junto a la tienda o incluso ignorar olímpicamente a su (no) reflejo, consideró que no podía seguir siendo así de grosero con alguien a quien veía a diario y que, ya le había quedado claro, no se trataba de una versión albina de sí mismo.

Ah. Ahora sí me hablas.

—Sí, bueno… —Ryutaro vaciló ante ese ceño fruncido—. Papá me ha dicho que es de mala educación pasar de la gente que se vuelve parte de tu rutina.

—Tu padre está en lo correcto. ¿Está por ahí? Quisiera felicitarlo.

—Está trabajando. Y yo tengo que irme a clases. —Vaciló. Si no fuera incapaz de ruborizarse, ya lo habría hecho—. ¿Luzco bien?

—Péinate ese mechón de la izquierda. Ajá, así. Tienes pasta de dientes en las comisuras. Mejor.

—Gracias. Te veo luego.

Fue gracioso porque fue verdad. Ryutaro no dejó de verlo esa tarde y ninguna de las que le siguieron. Al principio las conversaciones fueron embarazosas: ninguno de los dos tenía gran idea del asunto; Ryutaro no se explicaba por qué Tadashi (así se presentó el no-reflejo) aparecía frente al espejo en lugar de su propio reflejo; Tadashi, por otro lado, nunca entendió por qué los primeros diecinueve años de su vida se la pasó viéndose a sí mismo a diario, en lugar de entablar animadas conversaciones frente a los cristales, con un nuevo desconocido cada día, según era normal en su lado del mundo. Al parecer, a Tadashi tampoco le gustaba usar los espejos: estaba demasiado aburrido de sí mismo y, debido a su des-costumbre, era notoria su incapacidad para socializar como las leyes universales mandaban.

—Pero me gusta tu cara. Es tan distinta a la mía.

—¿Tú crees? —Ryutaro se quedó pensativo frente al escaparate de la tienda. Se cruzó de brazos también—. Yo hasta he pensado que somos medio parecidos.

—No lo quiera el diablo.

—Ah, ni quién quiera parecerse a ti.

A la gente de la universidad comenzó a parecerle raro que Ryutaro caminara de aquí para allá con un espejo personal en la mano, mirándose cada que tenía la oportunidad. Que hablara consigo mismo era lo de menos: deschavetados que hablaban solos habían muchos, pero que se tomara la molestia de mirarse… ese sí era un insulto a las buenas costumbres. Debía de tener la autoestima muy alta y no, eso era inconcebible para alguien que tenía la apariencia de estar desvelado todo el tiempo.

Ryutaro no lo supo, pero por aquellos días en que Tadashi le contaba que en su mundo las aves parían mientras que algunas especies de simios ponían huevos, impuso una nueva moda. Los grupos de amigos que se reunían en la cafetería no sólo para almorzar, sino para ponerse al tanto de los trabajos finales y habladurías, solían mirar su reflejo mientras vigilaban con recelo su gesticulación, el movimiento de sus ojos e incluso las arruguitas que se les formaban en el ceño. Las muchachas usaban de pretexto el retoque del maquillaje para tener el espejo a la mano. Los varones usualmente se miraban en el cristal del celular; los más osados, sin embargo, activaban la cámara frontal y todas las tertulias terminaban siempre con una selfie grupal que reiteraba su atractivo y posición en la escala social. Cosas de las que Ryutaro carecía, al mismo tiempo que le tenían sin cuidado.

Ryutaro jamás pensó sentir tal fascinación por una persona a la cual no podía ni siquiera saludar de mano, ya no digamos abrazar (no es como que quisiera abrazarlo… al menos no todavía). Independientemente de que todo su mundo parecía girar en sentido opuesto al propio, la forma en la que Tadashi se expresaba le hacía odiar un poquito más su propia falta de elocuencia. A Tadashi, sin embargo, aquello no parecía molestarle: encontraba especialmente divertido completar las frases que Ryutaro dejaba a medias incluso si lo hacía mal. Que se movieran a un ritmo sincronizado dejó de ser espeluznante; ambos se acostumbraron a ello, como quien se acostumbra a las manías de un invitado con miras a convertirse en inquilino a largo plazo. Cuando estaba solo, Ryutaro solía poner todos los espejos de la casa en un solo lugar (su habitación, la sala, la cocina por ejemplo) para poder ir de aquí para allá sin perder de vista a Tadashi, a quien se le ocurría, precisamente en el mismo momento, limpiar su propia vivienda o cocinar la cena antes de que su madre llegara del trabajo.

Lo curioso fue que, a pesar de sentirse como un joven completamente renovado, la rutina de Ryutaro no cambió demasiado. Siempre se sentaba solo, estudiaba solo, comía solo. La presencia de Tadashi era notoria solamente para él porque, a la vista de todos, Ryutaro se sentaba solo con su espejo, estudiaba solo con su espejo, comía solo con su espejo. La mayoría de sus compañeros lo interpretó como un nuevo método de autodescubrimiento, en el cual nadie más que ellos y su alma eran necesarios para sentirse completos. Adiós a los mejores amigos, a las parejas. Pronto faltaron mesas en la cafetería porque nadie quería compartir: lo consideraban una invasión a su espacio personal, a su independencia, a su individualidad. Cierto viernes, las clases tuvieron que suspenderse porque uno de los profesores, harto de la apatía y falta de convivencia del grupo, decidió enviarlos a todos a terapia. Ryutaro asistió sin saber por qué había llegado ahí y fue el único que no lloró desconsoladamente cuando le preguntaron si últimamente se sentía solo, desconectado con el mundo. Probablemente, si se lo hubieran preguntado medio año atrás, habría respondido que sí, pero ya no era el caso: desde que conocía a Tadashi, había dejado de sentirse solo. Se sentía conectado con un mundo, quizás no el suyo, pero al menos ya era partícipe de algo más grande, aunque aún no lograra entenderlo del todo.

Y eso más grande de lo cual ya no podía desprenderse era el amor. Se dio cuenta que estaba enamorado de Tadashi cuando, revisando viejas fotografías que tenía planeado mostrarle, se encontró con que no logró reconocerse en ninguna. ¿Quién era ese chiquillo de tez pálida y cabello negro? Pero miren qué feo. No, no. Ése no podía ser él, porque él era… ¿Rubio? ¿Con lunares? ¿Usaba gafas? No, ése era Tadashi.

¿Y cómo era él?

Ya no podía pensar en sí mismo sin pensar en Tadashi. Sabía que sólo podría reconocerse en esos ojos detrás de las gafas. Esos lunares ya eran más propios que de él. ¿La boca? Tan suya como ajena. Hasta las voces parecieron confundirse en una sola frecuencia. Dejó de pertenecerse para pertenecerle, y viceversa. ¿Es que había una forma más pura de amor? ¿Tadashi pensaría en él cuando intentaba recordar su propio reflejo? ¿Extrañaría sus lunares, sus gafas? ¿También le estaba regalando su boca y pensamientos en algún parque, en esa tierra al otro lado del espejo?

Hablaron largo y tendido. Ryutaro le confesó su querer con la misma torpe elocuencia que lo caracterizaba y Tadashi completó cada frase con palabras alocadas, existentes sólo en su propio mundo, pero que para Ryutaro tenían todo el sentido del cosmos. Se amaban. En el espejo de la habitación de su padre, el más grande de la casa, sus manos coincidieron una sobre la otra, como trazadas con el mismo crayón divino, como siendo una la sombra de la otra: reflejo perfecto de araña flotando sobre el agua.

Entonces intentaron de todo, desde los rituales de teleserie hasta la estúpida idea de lanzarse uno y otro al espejo, a ver quién de los dos lograba cruzar al otro lado. En su defensa, la idea sonó brillante cuando Ryutaro la propuso, pero lo único que consiguieron fue una serie de cortes que dejarían cicatrices por todos lados y la tarea de dar una explicación razonable a sus respectivos progenitores.

Aunque Ryutaro jamás fue una persona especialmente cariñosa, no podía negarle a Tadashi ciertas conductas que ni en sueños le hubiera dedicado a una persona de carne y hueso (o bueno, de la carne y los huesos que él conocía, porque quizás Tadashi estaba hecho de semillas y queso). Debía ser la distancia, esa sensación de tenerlo tan cerca como lejos lo que le provocaba una ternura innata, la necesidad de dedicarle sonrisas y palabras cariñosas a falta de los besos, abrazos y caricias que hubiera querido darle. No pasó mucho tiempo para que su conducta fuera observada con recelo por el público del colegio, quien aprendió en él una nueva forma de darse amor propio. La autoestima de sus compañeros de clase obtuvo niveles extraordinarios y, en consecuencia, el aprovechamiento de su generación incrementó de forma considerable. La suya, desafortunadamente, fue decayendo con el paso de los meses.

Y es que las palabras dejaban de ser suficientes; no porque se les agotaran: Ryutaro y Tadashi siempre tenían algo de qué hablar, y se desvelaban juntos frente al espejo cuando el resto de sus coetáneos (al menos en el mundo de la carne y el hueso) lo hacían frente a una pantalla de computador. Más bien que llegó un momento en el que Ryutaro no pudo describir el anhelo por un beso de Tadashi y él, a su vez, encontró inefables las ganas de apretujarlo entre sus brazos. Ciertamente sacaron su lado más fetichista e intentaron contactarse con el espejo de por medio, pero no había manera de imaginar calor corporal cuando su piel se erizaba por el frío tacto del cristal.

—Quiero besarte, Tadashi.

—Lo sé, yo también. A veces me pongo a imaginar a qué saben tus besos.

—¿Y cómo te los imaginas? Además de húmedos.

—Yo creo que deben saber a menta, si es que me das uno después de que te lavas los dientes.

—¿Y si es en otro momento del día?

—Probablemente sepan a un cítrico deprimido.

—Y los tuyos a cítrico nerd.

—A la cereza del pastel.

—A la mantequilla del pan tostado.

—A tinta china con verduras.

—Arroz frito y camisa a cuadros.

—Desvelo con vainilla.

—Chocolate, alergias y lunares.

—Acuarelas con ojeras.

—Libros viejos con… más ojeras.

—Libros viejos y acuarelas.

—Carboncillo y biblioteca.

—Chocolate y vainilla.

—Blanco y negro.

—Tú y yo.

—A nosotros.

—Nuestras bocas.

—Nuestras lenguas.

—Te besaría por siempre, Ryutaro.

Pero eran palabras, y las palabras no podían besarlo, morderlo, ahogarlo en el delicioso aliento a moras ni robarle la respiración junto con un pedacito de alma. Sin importar qué tan elocuente fuera Tadashi, ni todas las palabras del mundo alcanzaban para que sus recreaciones de besos le dejaran con algo más que gusto a poco (o más bien, con algo más que gusto a nada). ¿De dónde era él? ¿Pertenecía a un mundo paralelo, a otra dimensión, o simplemente era ciudadano de un país desconocido, cuyas leyes no se ajustaban a las de su propia patria? Ryutaro pensó que renunciaría a todo su sentido común por el sólo hecho de tomar su mano y tirar de ella para alcanzar el autobús rumbo a la universidad. Pero estaba tan lejos de entrelazar sus dedos con los de Tadashi como de convertir sus huesos en semillas y su carne en queso.

El peso de la realidad le golpeó como le golpeaba su tonta cara cada vez que, de niño, observaba una fotografía propia. Pronto la visión de Tadashi comenzó a parecerle poco soportable. Sus conversaciones se tornaron fútiles y los desvelos diarios adquirieron un sinsentido que le obligó a dormirse temprano buscando excusas aún más ridículas que todos esos sabores de helado que Tadashi se inventaba. Volvió a evitar el escaparate de la tienda donde se verían por primera vez. Devolvió todos los espejos de la casa a sus respectivos lugares y, poco a poco, soportó la tentación de echar un vistazo a su espejillo personal.

La espontaneidad que sus acciones tenían a últimas fechas adquirió un deje mecanicista, una seguridad y seriedad que nada tenía que ver con sus vacilaciones recurrentes antes de conocer a Tadashi. La gente de la universidad pudo ver, en ese incómodo paliducho, una evolución de personalidad. Dejó de ser un inadaptado inseguro para convertirse en un inadaptado consciente, firme, de fehaciente voluntad y poca importancia por la opinión pública. Inspirados por su metamorfosis, el alumnado siguió fiel a su costumbre de imitar todo lo que el marginado Ryutaro hacía y encontraron la culminación de su madurez.

Ryutaro, no obstante, se topó con la culminación de su desencanto. Eran contados los minutos que pasaba frente al espejo, cualquiera de la casa, incluso menos a los que estaba acostumbrado en su adolescencia. La sencillez con que todo terminó fue tal que una parte de sí se sintió genuinamente estafado: esperaba lágrimas, ese llanto desconsolador de la decepción, la opresión en el pecho que sólo es capaz de dejar el primer amor. Pero no hubo nada de eso: tan solo el mutuo acuerdo de que podían darse todo y nunca sería suficiente; que podían amarse con locura y permanecer insoportablemente cuerdos; que el desenfreno para ellos nunca existiría como existe la barrera del cristal. Acordaron dejar de miraramarse, hasta que el espejo de cada cual se empañara con el solitario reflejo de sí mismo. El hoyo que indicaba el lugar de la fuga de agua había sido rellenado hace meses; la acera era transitable otra vez y, como si regresara sobre sus pasos, Ryutaro retornó a ella con la certeza de que aún sirviera su doble función: no miraría su fea carota, ni se lamentaría por todo aquello que seguro querría y no podría tener.

 

Notas finales:

Gracias por leer.


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