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Historia de un día y cuarenta y cinco noches. por HeavenKonws

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Notas del fanfic:

Una historia corta y sencilla tipo one-shot.


Recomendaciones: a veces se recomienda música para ambientar la lectura, no se me ocurre ninguna que encaje pero creo que algunos les podría gustar "Este frío" de Kalimba (lolazooo) para cuando se llegue más o menos a la mitad del Shot, desde el inicio parece mala idea.

 

Notas del capitulo:

Una hisotria corta para pasar el rato de la que hablaré poco ya que prefiero que ella hable por si sola, solo deseo les guste a las pocas personitas que la lean y resulte un poco inesperada. 

 

Nos leemos abajo.

 

a34;

Se cepillaba los dientes con monotonía, al son del agudo palpitar de su cabeza que lo mantenía al borde de arrancarse los sesos por el incesante dolor. La moribunda luz anaranjada sobre el lavabo resaltaba el pronunciado contorno amoratado bajo sus ojos; unas ojeras terribles que por encima cargaban unos ojos irascibles, exhaustos.

Se miraba a sí mismo con los ojos inyectados en rojo, casi queriendo escapar un suspiro ante la desdicha mal acomodada en su rostro. Demacrado desde el interior de los huesos hasta la resequedad de su piel.

Detuvo la labor del cepillo dentro de su boca, centrándose en el movimiento detrás suyo que captaba a través del espejo. Lo miró pasear por la habitación, colocándose la ropa para dormir con cautela y más que nada desgano. Había silencio. Bajó a la vista al lavabo y escupió para luego enjuagarse la boca, completando la tarea rutinaria.
Colocó sus manos una en cada extremo del mueble, manteniendo la cabeza gacha y la vista metida en las corrientes de agua que se revolvían hasta irse por el agujero.

En la habitación estaba él, lavándose los dientes, y alguien más mirando por la ventana sin emitir ningún ruido, siendo casi una presencia fantasmal a la que no le cambiaba el gesto y se la pasaba frígido, helado.

Debía dejarlo pasar, estaba cansado, eso era todo.

Se mojó la cara usando sus manos como un cuenco, sintiendo como ese golpe fresco le despertó los sentidos. Encaró su reflejo empapado, viendo por un segundo una chispa de determinación en su cara, aunque fuera mínima entre tanta apatía.

No debía dejarlo pasar esta vez, justo porque estaba cansado de todo eso.

Abrió la boca, volviendo a pegar los labios por un segundo, sintiendo que esa determinación se le caía a los pies y ascendía la indecisión. Pero no debía renunciar a lo que quería, no podía. Hoy sería la cuarta noche que lo intentaría y terminaría por cerrar la boca y volver al paso de los días.
Se miró a los ojos trastornados con cada segundo, teniendo en la punta de la lengua lo que ya era imposible de contener. Llevaba noches así y era incapaz de tolerarlo por más tiempo, estaba hastiado. Estaba en su límite.
Abrió los labios, dejando escapar un pequeño soplido.

— Quiero el divorcio.

Seco, como un trago de whisky. Sin adornos, sin despechos, sin un ápice de voluntad para armar un drama que recree la pasión perdida o replique con un latido de ira y amargura. No era un hombre fantasioso y mucho menos esperanzado, estaba tan consumido por la miseria que se había lanzado sobre sus vidas como un fiero zarpazo que mantenerse al lado de ese ser amado sabía tan insípido como una sopa fría y enlatada, era un martirio tan espantoso como la gota china burlesca que mata con tanta simpleza. ¿Y qué pasaba? ¿Qué sucedía? La persona, ese hombre con la que se había casado y había puesto los clavos de esa casa como los de su vida y su deseo se giraba desde la ventana con parsimonia, con los párpados cayéndose de sueño para emitir un insonoro gemido.

Apretó los dientes. Ya ni siquiera eso lo podía enojar.

— ¿Qué? —preguntó avanzando a donde se encontraba el contrario.
Si si, había escuchado bien pero, ¿le estaban pidiendo el divorcio? ¿Ahora?

No preguntó por qué. La voz no le salía, le costaba dar motivos para que su marido no avanzara al closet a buscar su ropa. Tenía esas razones para aventar al aire como un ruego cargado de emociones, uno de esos que lograría convencerlo y lo devolvería a sus brazos con amor entre lágrimas y una vulnerabilidad compartida, pero eran tan pobres para el tamaño del problema que estaba en medio de ambos. Se sentía dolido, destruido, no quería quedarse solo, se sentía débil y estaba más que asustado. Pero solo lograba arrastrar los pies detrás del hombre y sentir como el mundo se le caía encima, o peor, sentir como la nada lo rodeaba reduciéndolo a cenizas.

Dentro de él las cosas se caían y las palabras le temblaban en la garganta, queriendo cristalizar sus ojos entre esa pesadez en su pecho. Él no era un hombre iluso y mucho menos obstinado, comprendía de qué iba la situación y era consciente de que entre ellos solo quedaba un bajón en picada que acabaría muriendo apenas se estrellara contra el suelo, con paranoia, maltratos, chantajes y fuego que deja tatuada la piel con recuerdos tóxicos que abruman lo que alguna vez fue de ensueño. Era un agujero del que no podrían salir, simplemente porque en el fondo ambos habían decidido que era demasiado doloroso para ambos intentar superarlo juntos.
Verse a la cara más que un alivio era sentirse descarnados por el dolor.

— ¡¿Qué estás haciendo, a dónde crees que vas?! —detuvo a su esposo en medio de la habitación, poniendo sus manos sobre los hombros del opuesto, creando un choque de miradas color marrón. Se sentía terrible enfrentar la mirada del otro, tan fría y cansada, luego supo que él mismo debía estar igual—. Al menos quédate a dormir y lo arreglamos mañana en el desayuno, no puedes irte así como así.

Fue el otro quien puso sus manos sobre sus hombros, silenciando sus palabras.
—Estoy harto de escucharte llorar todas las noches.
Cuarenta y cinco noches.

Algo dentro suyo se retorció, haciendo retumbar las palabras de su marido en su cabeza con un eco desgarrador. Cerró los ojos por un instante, arrugando los párpados con fuerza.
No hables, no lo hagas más.

— ¿Y qué quieres que haga? —susurró agachando la cabeza, con emociones destructivas pero selladas bajo un carácter flemático. Las manos encima suyo se deslizaron, encaminándose a por la maleta y la ropa. Se quedó ahí de pie mientas esto sucedía, con el tormento e impotencia burbujeando dentro suyo— ¿Qué quieres que haga? Dímelo... o al menos enséñame a ser fuerte a ver si tú puedes darme una respuesta, ¿puedes hacerlo? ¿tu puedes soportarlo, no embriagarte y llegar a la casa antes de las tres?

Palabras aguzadas, eso o muy temblorosas y reprimidas.

—Ah, por favor —lanzó la maleta a la cama, arrastrando las palabras para luego resoplar—. No me gusta estar encerrado aquí todo el maldito día, ¡lo odio, lo detesto!, no quiero verte y cuando lo hago lloras, mierda dame un respiro. Y de qué te sirve reclamarme a mi, sino entonces dime ¿dónde estabas tu a estas horas? —apuntó a su amante con el dedo, caminando con paso apurado hacia el closet, agarrando a montones la ropa, deseando hacerlo rápido y sin enterarse de que tanto le gustaba tal prenda o que recuerdos le traía el olor al jabón que usaban para lavarla.

—Estaba en casa de tus padres, acompañé a tu madre hasta que no resistió y se quedó dormida. Deberías de considerar que no eres el único que la pasa mal, hace semanas no cruzas palabra con ellos. ¿Al menos tienes idea de que tu familia se preocupa por ti? —se plantó enfrente suyo, reflejando el malestar en su rostro—. ¿Es que ya nada te importa?

El silencio podía ser una respuesta demasiado obvia, eso y el zipper de la maleta que se cerró una vez estuvo rellena de ropa.
Las palabras sabían mal saliendo de su boca, era un hipócrita porque a él tampoco podía importarle nada ahora, y ni siquiera esa indiferencia a lo que los rodeaba podía unirlos.

Las ruedas fueron puestas en el suelo y fueron marchando junto con los pasos del hombre hacia el piso de abajo. La habitación se quedó vacía con algo que parecía ser un hombre que había quedado disminuido a un montón de cables y huesos que estaban fatigados de continuar, oscilando entre el deseo de restaurar las cosas y el de acabarlas por completo.

Bajó tras de él corriendo por las escaleras, estaba desnudo, no tenía piel, no tenía carne, solo estaba el miedo que lo llevaba a rastras detrás suyo en esa casa oscura.
No quería que se fuera, no quería más abandono cuando él ya se había abandonado a sí mismo, lo necesitaba y en el fondo lo amaba, o al menos amaba con todas sus fuerzas sobrantes a los recuerdos que tenía con aquel hombre que iba directo a la puerta. Lo amaba. Esos detalles tontos que tanto se adoran, las sonrisas, las sorpresas, los problemas, esas promesas e ilusiones, los sueños, los mundos llenos de colores como las pasiones bailando con frenesí. Un gozo que por obviedad no podía permanecer por toda la eternidad, vivían pisando un suelo real, donde se les había arrancado de las manos lo que más querían, como siempre, como suele suceder.

No le dejó llegar a la puerta, tomó la maleta de un extremo y tiró de esta con la diminuta fuerza que era capaz de poner en sus manos. El otro no se movía, quedándose ahí parado como si deseara ser detenido o como si sintiera una profunda lástima.
No pudo girar a ver como su pareja forcejeaba, perdiendo la esperanza, indefenso en la oscuridad con esos ojos tristes en los que imperaba el miedo.

—No puedes irte, ¡no puedes irte! —gemía por lo bajo, teniendo los sollozos atados al pecho y la razón colgada en el perchero—. No puedes irte...no me puedes dejar aquí.

Silencio y luego suspiros.

Continuó jalando.
—No ahora, no... yo soy quien no puede, por favor...

—Me estoy acostando con alguien más —mentira.

—¿Y me lo dices ahora? —la voz le tembló viniendo desde el fondo, martilleando la conciencia del otro. Soltó la maleta, queriendo decir tanto, su boca se movía y los ojos le pesaban pero no había nada. Apretó los puños queriendo arrancarse el corazón, los párpados, el cabello. Ahora era el momento de escupir todo eso que contenía, mas sentía que se había desvanecido, esfumado de su ser dejándolo hueco.

—No puedo seguir más tiempo contigo, no quiero —"no podemos superarlo juntos, no soy capaz, perdóname"— No te quiero —¡mentira!
Y seguía sin poder girar su cuerpo, sin poder verle, era un sentimiento tan amargo.

Dio un paso al frente y apenas lo hizo se abalanzaron sobre él con agresividad. La decoración de la casa, la mesita de vidrio y los retratos nunca habían sido tan escandalosos, cayendo en pedazos sobre el suelo, deshaciendo la paz de esa casa una vez más. Las manos de ambos jamás se habían tocado con tanta violencia, jalando, haciendo daño con las uñas en una lucha donde entregaban lo último de cada uno machacando la piel del contrario. Una despedida donde dejaban sobre el cuerpo del otro el sabor de la fuerza con la que concluían y con la que sentían, dejando algo mejor que una caricia débil que se olvida con cualquier otro roce. Y aunque no era la pasión que se esperaba sus cuerpos rodando por el suelo era la danza más sucia y memorable que podrían preservar, grabando a fuego en sus cabezas al otro y ya cada centímetro de su piel, los gritos, esos gestos empapados en ira y desconsuelo así como esos ojos que los dos correspondieron tiempo atrás con el sentimiento más puro y el beso más encendido.

La pelea los orilló a una esquina de la casa, donde acorraló a su sollozante esposo y, alzando el puño en el aire con arrebato, lo estrelló en la pared con estrépito, hundiendo su mano en un agujero que dejó un eco lacerante para los oídos de ambos, recreando el sonido que estaba grabando en sus memorias del choque de un auto sobre un cuerpo.

—¡¡Ya basta!! —gritó frente al otro hasta lastimarse la garganta, pudiendo sentirla latir en carne viva, con la cabeza temblorosa y una cara que retrataba su pena. Su maleta estaba lejos y ahora estaba ahí, pegado a quien tanto le había impedido marcharse y que ahora estaba encogido sobre si mismo incapaz de emitir palabra entre su imparable lagrimeo.

Juntó ambas frentes, rindiéndose como había hecho hace tiempo, permitiendo que sufrieran juntos en el suelo y con los cuerpos pegados. Miró entristecido a su amante, uniendo más sus frentes en busca de mirarlo a los ojos. No podía más, ni con él ni sin él. Solo podía escucharlo sollozar, no se arriesgaba a nada más que a acunar con sus manos a ese rostro y dejar que resbalara alguna gota por su mejilla una última vez.

Estrellas de plástico pegadas en las paredes y en el techo de una habitación, de esas que brillan en la oscuridad. Estaban ahí en esa casa.
El horrendo recuerdo de haber visto lo peor, pocos segundos para hacerlos colapsar, un pequeño descuido en la calle y el impacto más cruel del auto contra el menudo cuerpo que no pudieron proteger porque iba más allá de su alcance. Hace un mes y medio.

—Lo único que podía distinguir eran sus manos, no quedaba nada —habló bajito encima de los labios ajenos, acariciando con ternura las mejillas para disminuir esos sobresaltos en su cuerpo por las palabras que se sentían como disparos—. ¿No escuchas a veces el toquido chiquito sobre nuestra puerta? ¿No ves que asome su carita despacio y diga papá? —lo extrañaban tanto, pero si, a veces lo veían—. Cuando llego a casa voy a su cuarto, y cuando entro juro que las estrellas dicen su nombre.

—Adrien.

Jadeó sin fuerza con la espalda pegada al cuerpo y la vista nublada en agua, dejándose hacer por los brazos que lo cargaban y lo llevaban de vuelta a la habitación. Subiendo por las escaleras se agarró del cuello de su pareja, querido formar una sonrisa por no ser capaz de recordar cuándo había sido la última vez que habían estado así, sintiendo el cuerpo del otro en medio de un acto tan romántico, era gracioso. Lo miró con ojos llenos de brillo, recordando, sintiendo en su pecho aquello que sintió cuando estaba perdidamente enamorado por aquel que le cargaba.
Estaba agotado, cuando fue colocado en la cama con cuidado y cubierto por las cobijas se sintió protegido, tenía sueño, comenzaba a dormirse a pesar del dolor de cabeza y los sollozos ocasionales, su cuerpo lo obligaba a no seguir con ello. Él se quedó un momento a su lado, acariciando la cabeza con lentitud sin decir nada, disfrutando un instante y por último dando un beso en la cabeza de su amante, uno que se prolongó hasta que comprendió que era suficiente.

Dejando ahí todo lo que le pertenecía, sin mirar atrás, se fue rumbo a la puerta ante los ojos del otro que habían caído deseando no cuestionarse qué harían el día de mañana cuando despertara y hubiera una habitación y una cama vacía.
Él se fue cerrando la puerta de la habitación detrás suyo.

Ni con él ni sin él.
Sin ellos.

Se sentía como el infierno bajar y ver el agujero en la pared, tomar su maleta y contemplar la casa con las luces apagadas. Estaba por irse, abriendo la puerta y luego cerrándola con cuidado tras cruzar el umbral, concluyendo con la historia de ese único día maldito y ahora las cuarenta y seis noches tristes.

 

Notas finales:

Llegamos al final. Gracias por leer y espero la hisotria haya sido clara, no creo que sea necesario explicar mucho.


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