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Las alas del Halcón. por ErzaWilliams

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Notas del capitulo:

Bueno, había prometido que el fic no sería muy largo así que voy a aprovechar para no haceros esperar demasiado por los capítulos y así sea una lectura más rápida. Sé que tal vez no haya despertado el interés con estos personajes como el que podéis sentir por Mihawk y Zoro así que, para los que os ha gustado u os causa curiosidad, iré publicando los capítulos lo más rápido que pueda. Gracias, por cierto, a los que me dais vuestra opinión sobre el fic, porque no estaba del todo segura de que fuera a gustar; así que agradecer que me hagais saber que no es un desastre de historia xD

Sin más, os dejo el siguiente capítulo. Que lo disfrutéis. 

Las visitas furtivas de Airen a la librería se volvieron casi rutinarias. El comandante quiso supervisar la recuperación del librero él mismo, lo cual sólo mosqueó a Sho; él era el médico, si decía que todo estaba bien, es que estaba bien. Verles discutir en tono sarcástico cuando coincidían ambos en la trastienda fue un entrenamiento de lo más divertido para Rain. El peliazul se recuperó extraordinariamente rápido con los cuidados de Sho. A las dos semanas, la herida era prácticamente una cicatriz más adornando su cuerpo. Para entonces, la señora Gibbs había sido llevada a la pequeña ciudad que había en el este, donde dos hermanas dirigían un centro especializado para personas con problemas psicológicos como ella. La gente del pueblo se enteró de lo que la mujer había hecho. Y les había faltado tiempo para tildarla de heroína, diciendo que se había atrevido a intentar matar al demonio con sus propias manos. Sin embargo, parecía que no era tan fácil matar al mismísimo diablo, porque el librero seguía vivo, para desgracia del pueblo.

Con las cosas tal y como habían estado siempre, Rain volvió a su ordinaria y tranquila vida. Ordenar la librería, limpiar el polvo, leer, cocinar. Y preparar los pedidos. La gente se negaba en rotundo a entrar en el callejón donde estaba la librería y mucho menos a comprarle un libro a Rain. Por ello, los ciudadanos utilizaban un intermediario para obtener los libros: Sho, el médico. Él se encargaba de recoger los libros que la gente le pedía o necesitaba y los llevaba a su consulta. Durante una hora al día, en caso de que hubiera muchos pedidos, Sho se dedicaba a hacer el trabajo de Rain. El doctor siempre se había preguntado cómo era capaz de sobrevivir el librero con lo que sacaba de vender sus libros. Aunque hasta ahí tampoco había llegado a preguntar nunca. Rain era mayorcito para apañárselas en ese sentido.

Una tarde después de que estuviera oficialmente dado de alta por Sho, Airen se presentó en la librería. Rain se apoyó con el codo en el escritorio de la librería, inclinándose sobre la madera.

- Bienvenido, comandante.

- Hola – le saludó el pelinegro, acercándose al mostrador -. Siento no haber podido venir estos días. Ha habido algo de lío con los piratas que cogimos hace dos semanas.

- No te preocupes, no pasa nada – dijo el librero. Rain se percató del bulto que llevaba en uno de los bolsillos del pantalón de su uniforme -. ¿Ya lo has acabado? – preguntó, señalándole la pierna.

- ¿Eh? Ah, sí – respondió Airen, sacando el pequeño libro que llevaba en el bolsillo -. Tenías razón. Es muy bueno.

Airen siempre había sido buen estudiante. Leer le gustaba mucho de pequeño. Había aprendido muy rápido y, a los seis años, ya era él quien le leía cuentos a su padre en vez de ser al revés. Recordar eso le hacía sentir punzadas de dolor en el pecho. Desde que había conocido a Rain, la pasión por la lectura había vuelto a él. El librero se dedicaba a prestarle libros que él mismo había leído y a los que tenía en especial estima. Una forma de compartir algo con el comandante que, sin darse apenas cuenta, les acercó un poco más el uno al otro.

El pelinegro puso el libro con mimo sobre el mostrador.

- Seguro que ya tienes otro para mí, ¿verdad?

Rain sonrió y asintió. Sacó un libro un poco más grande de debajo del escritorio y lo puso a la altura de las manos del comandante.

- Este te va a gustar todavía más – le aseguró.

- Gracias. –El comandante le echó un vistazo y volvió a ponerlo sobre la mesa -. ¿Cómo estás tú? – le preguntó entonces.

- Recuperado del todo – sonrió el peliazul.

- Bien. Entonces es hora de cumplir mi promesa – dijo Airen -. A partir de mañana, nos vemos todos los días a las ocho en punto en la colina del lado norte de la isla, donde terminan las casas del pueblo – le indicó -. Hay una especie de valle. El camino termina antes de llegar allí, y está rodeado de árboles. Es el sitio ideal para entrenar.

Rain solo asintió con vehemencia a las instrucciones de Airen. Al verle hacer eso, al comandante se le escapó una risita divertida. Se puso delante del mostrador, pegado a la madera, y se inclinó para apoyarse de la misma forma que Rain. Quedando a escasos centímetros de su nariz. Rain pudo constatar, una vez más, que aquellos ojos color miel los había heredado de Dracule Mihawk. Igual que la intensidad con la que le miraba a veces.

- Vaya, y yo que pensaba que eras un desobediente al que hay que castigar para que aprenda a comportarse y cumplir órdenes – susurró el comandante.

- Pues ya ves que no. Me resulta más fácil de lo que te crees – respondió el librero, con una caída de ojos bastante pícara -. Aunque me portaría mal si fueras tú quien me castigase.

Intercambiaron miradas inflamadas en un extraño deseo. Hasta que ambos rompieron a reír. El pelinegro le dio un suave golpe en la cabeza al librero y luego se incorporó, cogiendo el libro y dando un par de pasos hacia la puerta.

- Nos vemos mañana – le recordó.

Rain volvió a responder con un asentimiento de cabeza. A partir de entonces, mantuvieron el contacto sólo durante los entrenamientos. El librero cogió por costumbre llegar antes que Airen, a eso de las siete de la mañana. Llevaba siempre consigo un libro. Y a la sombra de un gran sauce que coronaba el camino hacia el valle, esperaba pacientemente a que el comandante apareciera a las ocho. Airen se habituó rápido a esa situación. Llegar y ver al peliazul allí, esperándole, le provocaba una sensación un tanto agradable.

Los entrenamientos fueron duros. Rain no tenía ni idea de nada. Apenas sabía cómo golpear, y no con demasiada fuerza. Airen le enseñó desde lo básico. La posición en que debía mantener los pies. La forma de doblar las rodillas. Cómo poner y mover la cadera para golpear más fuerte. La postura idónea de los hombros. A contener el aliento en el abdomen y soltarlo al dar el golpe. Aunque tuvo que empezar de cero, Rain aprendía bastante rápido. Para su sorpresa, era un alumno muy aplicado y serio en el aprendizaje, con una capacidad de concentración que Airen envidió.   

Sin embargo, la relación entre ellos no resultó quedarse estancada sólo en entrenamientos furtivos en el valle. Airen empezó a coger cada vez más apego al librero. Le gustaba verle cada mañana. Enseñarle, ser testigo de cómo avanzaba y se iba haciendo más fuerte. Y también le había cogido el gusto a jugar con él y sus dobles sentidos. No había mucha gente que se los tomase como Rain, y ese extraño y retorcido sentido del humor que le llevaba incluso a reírse de sí mismo, le atraía. No se daba cuenta de ello, pero había algo especial en el librero que comenzaba a arraigarse en lo más profundo de él. Algo que le fascinaba de sobremanera sin que se diera siquiera cuenta.

Por su parte, Rain había empezado a sentir un interés inusual por el pelinegro. Había estado con muchos hombres antes. Pero ninguno podía compararse al comandante. No podía evitar pensar que Airen era todo cuanto él deseaba. Cada roce del pelinegro, fuera el que fuera, le hacía querer más de él, a pesar de saber que no podía conseguirlo. Le tenía embelesado también la capacidad de Airen para seguirle el juego con sus bromas de doble sentido. Lo que más miedo le daba era no poder controlar esas palabras que, a veces, se escapaban de su boca sin ser una broma, sino confesiones que, por suerte, el pelinegro ignoraba en su infinita ingenuidad. Pero el comandante nunca llegaría a darse cuenta de lo que Rain pudiera sentir. Porque, después de todo, el peliazul era experto en encerrar y ocultar a la perfección sus verdaderos sentimientos.

 

Varios meses más tarde.

Una mañana como otra cualquiera, cuando Airen llegó a su lugar de adiestramiento, Rain guardó su libro como siempre en la pequeña bolsa que llevaba consigo. Se levantó y caminó hasta el comandante, quedando demasiado cerca como para iniciar ningún ejercicio físico. El pelinegro le miró, interrogante.  

- Airen, tengo que hablar contigo – le dijo el librero.

- ¿No puede esperar?

- Sólo quiero que me respondas a algo. ¿Has puesto a tus dos sargentos a hacer turnos para custodiarme?

El comandante trató de poner cara de póker, pero si el librero preguntaba solo podía significar que ya sabía la respuesta, y que probablemente había visto a esos dos torpes vigilándole. Rain ladeó entonces la cabeza de una forma tan comprensiva y sincera, como si quisiera hacerle saber que no iba a reñirle por ello, que no pudo mentirle.

- Sí, lo he hecho, después de que la semana pasada aparecieras todo magullado otra vez – atajó el comandante, justificándose.

En medio de una pelea de entrenamiento, Airen le había dado un golpe en las costillas y Rain había soltado un grito de dolor demasiado fuerte. El comandante acorraló al librero hasta que fue capaz de quitarle la camiseta para ver toda la zona de su costado izquierdo de un color morado oscuro.

- ¿Cómo es posible que no me enterase de eso, eh? – añadió con frustración.

- Oye, tranquilo, ¿vale? Te lo agradezco enormemente, de verdad – sonrió el librero -. Pero no puedes tener a dos de tus mejores hombres dando vueltas por la ciudad detrás de mí.

- Sí, sí puedo – hizo notar Airen.

- Vale, puedes, pero es absurdo. Y la gente acabará por darse cuenta.

- Es lo que quiero, que se den cuenta y te dejen en paz – dijo el pelinegro.

- Harán preguntas, se escucharán rumores – insistió Rain -. No me molestan, de verdad, no lo digo en ese sentido. Sé que lo haces por mi bien, no por tenerme controlado ni nada de eso. Pero piensa en la posición que tienes, Airen. No te comprometas por una estupidez así.

- Tu seguridad no me parece estúpida. No quiero que te pase nada. Y sí, estoy intentando redimirme por todas aquellas veces que no pude protegerte.

El librero se puso a la altura del comandante y le acarició el brazo. Un roce eléctrico que Rain se permitió a sí mismo y que desconcertó a Airen por un momento. Por alguna razón, a pesar de tocar a Rain durante los entrenamientos de forma normal, de estar lo suficientemente cerca como para invadir constantemente su espacio vital, cuando sentía un roce tan suave como aquel no podía evitar notar algo diferente en su interior.

- Gracias – repitió el librero -. Pero diles que dejen de hacerlo.

- ¿Y si te pasa algo?

La preocupación de Airen era capaz de volver valiente a Rain.

- Llevamos meses entrenando. Cuando han venido a por mí esta última vez, no he sido el único en recibir un buen golpe – le dijo con orgullo, guiñándole un ojo.

Airen le sujetó de la muñeca con brusquedad, apartando la caricia de su brazo. Entonces, sin soltarle la muñeca, llevó al librero hasta una posición en la que le resultó sencillo hacerle una llave para lanzarle al suelo y quedar sobre él. El peliazul soltó un quejido al golpearse contra el césped del valle. El comandante inmovilizó su cuerpo entero con su propio peso y con la mano mantuvo la muñeca de Rain contra el césped para que no moviese el brazo. No se dio cuenta hasta que notó la respiración agitada de Rain en la mejilla de que se había quedado a escasos centímetros de las pupilas azules del librero. 

- ¿Tan seguro estás de que puedes golpear a cualquiera que te ataque? – susurró el comandante.

- No es golpear precisamente lo que estoy pensando en hacerte ahora mismo – musitó Rain.

- A mí no me vas a sacar de mis casillas con tus dobles sentidos, librero – sonrió Airen a medias -. Aun estás muy verde. No presumas tanto por haber dado un buen puñetazo, novato – le dijo, abriendo más su sonrisa radiante.

Rain gruñó entonces, frunciendo el ceño.

- No vale. Tú eres un profesional – le espetó, con un puchero de fingido enfado.

- Y ellos serán más de uno o de dos, ¿me equivoco? – le devolvió Airen la protesta.

- Me has cogido a traición – se quejó otra vez el peliazul.

- ¿Y qué te crees que van a hacer los que quieren hacerte daño? ¿Avisarte desde la esquina de la calle de que van a por ti?

- No es justo – insistió Rain -. Tú me desconcentras – soltó.

- Pues no me mires a mí. Mira a un oponente del que tienes que deshacerte.

- No puedo hacer eso. Yo no soy uno de tus guardias entrenados para luchar contra lo que sea – le recordó -. Yo te miro. Porque no puedo dejar de mirarte. Y te veo a ti – susurró.

Sus miradas se quedaron colgadas un momento. No había dobles sentidos en aquellas palabras. Había sinceridad. Y un deje de confesión que Airen recibió con un sorprendente vuelco en su corazón. Incapaz de seguir manteniendo aquella mirada tan intensa, porque si seguía haciéndolo no iba solo a mirar al peliazul, Airen carraspeó y se apartó del librero, liberando su mano y su cuerpo de su peso. El librero respiró hondo. Su corazón latía tan deprisa que amenazaba con salirse de su pecho en cuanto volviera a mirar al comandante. Llevaba toda la vida ocultando reacciones y sentimientos como aquel. ¿Por qué con Airen no podía hacerlo? Eso le había empezado a asustar. Porque lo último que quería era que el comandante se sintiera amenazado o le rechazase porque el estúpido de su corazón había ido a posarse en él.  

El pelinegro se puso de pie de un salto. Se acercó a Rain, que seguía tirado en el césped, y le tendió la mano para ayudarle a levantarse. Él aceptó la ayuda y se levantó, sacudiéndose la ropa.

- De acuerdo – dijo entonces Airen -. Les diré a Shion y Ryu que dejen de vigilarte. Pero tendrás que entrenar más duro para poder defenderte solo.

Rain asintió con vehemencia. Airen esbozó una sonrisa complacida. Y el librero se sintió liberado al ver que era el mismo pelinegro de siempre. Como si hubiera obviado las palabras que acababa de profesar de una forma tan inoportuna como impulsiva.

- Vamos, arriba esa guardia – le dijo, levantando a su vez los puños frente a su cara para comenzar el entrenamiento.

 

No hubo entrenamiento a la mañana siguiente. Eran las ocho y media y Rain no había aparecido. El pelinegro, lejos de enfadarse, empezó a preocuparse. Era extremadamente raro que Rain no estuviera ya en el valle a las siete de la mañana, recostado sobre el frondoso sauce que coronaba el camino con su sombra, bajo la cual el librero se sentaba a leer mientras le esperaba. Algo tenía que ir mal. Maldijo por lo bajo al darse cuenta de que le había quitado la vigilancia a Rain. Estaba convencido de que, apenas él había hecho eso, alguien había aprovechado para volver a hacerle daño.

El comandante abandonó el valle a las nueve menos cuarto. De camino al pueblo, el pequeño Den-Den Mushi que llevaba siempre consigo para comunicarse con el cuartel empezó a sonar. Airen descolgó al segundo ruidito de aquel bicho.

- Soy Hawk – respondió -. ¿Qué pasa?

- Comandante, situación crítica. –Reconoció rápidamente la voz de Shion.

- Informe – pidió directamente Airen.

- Un edificio de la plaza de Fontaine ha estallado en llamas.

- ¿¡Qué!? ¿Un incendio? – No era algo habitual en la isla.

- Sí, comandante. Después de lo que parece una explosión, las llamas lo estaban consumiendo.

- ¿Qué medidas habéis tomado?

Cuando el comandante no estaba en el puesto, era el teniente o en su defecto, los sargentos, quienes tomaban el mando en casos de situaciones límites e inesperadas como aquella.

- Ryu ha cogido a su equipo y se ha ido para allá. Le he dejado algunos de mis hombres para que le ayuden. 

- Perfecto, buen trabajo – le felicitó Airen -. Lo primero es sofocar el incendio. Y los chicos de Ryu son los mejores. Tú ve también de apoyo – le indicó -. Avisa a tu hermano por si acaso hay heridos. Y dile a Biel que coja a su gente y se encargue de poner a salvo a los ciudadanos. Dile que es una orden mía.

A Biel parecía costarle acatar órdenes de un sargento, que tenía un rango inferior. Airen era consciente de ese ego exacerbado que tenía su subordinado, pero era un buen guardia después de todo. Por otro lado, el comandante se vio en una duda existencial repentina: acudir a aquel incidente o ir a buscar a Rain para ver si estaba bien.

- Llegaré lo más pronto que pueda – añadió el pelinegro. 

- Sí, comandante – repitió Shion, antes de colgar el DenDen Mushi.

Corriendo, le llevaría unos diez minutos llegar a la plaza que estaba detrás de la plaza principal donde se ubicaba el ayuntamiento. Era una desembocadura de tres calles laterales y en ella sólo había dos edificios lo suficientemente grandes como para provocar una alarma semejante. Uno era la casa del alcalde de la ciudad. El otro, una iglesia pequeña. Airen solo podía pensar que, si las llamas se habían iniciado por una explosión, eso significaba que alguien había tenido que poner el explosivo allí dentro. Con intenciones claramente de llevarse por delante a alguien.

Airen se prometió a sí mismo que, en cuanto la situación estuviera controlada y no le necesitaran, iría a buscar a Rain. Si la preocupación que sentía por él le dejaba pensar con claridad. Cuando el pelinegro llegó a la plaza de la Fontaine, toda la gente del pueblo se agolpaba delante del edificio, sin cruzar lo que parecía un perímetro de seguridad. El incendio estaba sofocado, y la estructura de lo que había sido un edificio emblemático como la iglesia estaba medio en ruinas, consumido por las llamas.

- ¿Le has visto? Ha sido él – susurraba una señora de la última fila a la mujer que estaba a su derecha.

- Sí, dicen que estaba dentro y que salió de entre las llamas como si nada – chismorreó con espanto otra de ellas, que se unió al debate.

- Claro, ¿qué esperabais? – rezongó esta vez un hombre -. Quería acabar con cualquier cosa que representara a Dios. Así es cómo actúa ese engendro del mal.

- Está ahí quieto, delante, como poseído – musitó otra mujer -. Es el demonio, el demonio.

El comandante no pudo evitar prestar atención a aquellos chismorreos. Se abrió paso entre los ciudadanos antes de seguir escuchando más barbaridades y llegó al frente. El teniente se acercó rápidamente a él en cuanto le vio aparecer entre la gente.  

- No has tardado mucho – apuntó su subordinado.

- ¿Situación? – Fue todo lo que Airen dijo. Aun resonaba en sus oídos lo que aquella gente estaba diciendo. No le había sido difícil relacionar a Rain con la expresión “engendro del mal”. ¿Pero por qué hablaban de él ahora?

- Todo controlado. El incendio ha sido sofocado y…

Airen se giró a mirar la iglesia mientras Biel hablaba. Pero lo primero en lo que reparó fue en un cuerpo pequeño arrodillado delante de la iglesia, agazapado sobre sí mismo, con el pecho pegado a las rodillas. Airen contuvo el aliento un instante. Reconocería ese pelo azul y el aura que despedía el librero en cualquier parte. Así que a eso se referían. Hablaban de él, porque estaba allí.

- ¿Rain? – susurró, interrumpiendo el discurso del teniente, que también se giró hacia la iglesia -. ¿Qué demonios está haciendo ahí? – le pregunto, señalándole, con el ceño fruncido.

- No lo sabemos – respondió Biel -. Estaba aquí antes de que llegásemos. Parece ser que salió del edificio en llamas él solo, por su propio pie, y se quedó ahí mientras los compañeros apagaban el fuego.

- ¿Salió del edificio? ¿Y a nadie se le ocurrió apartarle de ahí? – exclamó el pelinegro -. ¡Maldita sea, podría estar herido!

- No, parece que físicamente está bien – insistió el teniente -. Es él quien no quiere moverse. No sé qué le pasa, está como en un trance muy extraño. He pensado que era mejor no acercarse.

La calma y despreocupación con que Biel pronunciaba cada una de aquellas palabras le exacerbó hasta límites que superaron por mucho su paciencia y su diplomacia.

- ¡¿Mejor no acercarse?! ¿¡Por qué tomaste esa decisión!? ¿¡De qué tienes miedo, eh!? ¿¡De que te muerda!? ¡Joder! – rugió el comandante.

Airen pasó de largo de su compañero como alma que lleva el viento y echó a correr hacia Rain, no sin antes girarse y gritarle a su teniente, realmente enfadado.

- ¡Creí haberte dicho que pusieras a salvo a los ciudadanos, Biel! ¡Y eso significa a todos! ¡¿Es que acaso no sabes hacer tu puto trabajo?!

El teniente sintió como si le hubieran golpeado en el centro del estómago. Jamás habría esperado semejante reacción por parte de Airen. Nunca había levantado la voz de esa manera, ni mucho menos le había gritado con aquella desesperación. El comandante llegó al lado del librero y se tiró de rodillas delante de él.

- Rain. Oye, Rain – le llamó.

El librero temblaba. Airen nunca había visto a nadie temblequear de semejante manera. Se sujetaba la cabeza con las manos, ejerciendo cierta presión; mantenía los ojos cerrados y empapados en lágrimas, y se mordía el labio inferior con tanta fuerza que estaba sangrando. A veces, su cuerpo oscilaba de delante hacia atrás. El comandante le sujetó por los hombros para obligarle a incorporarse para mirarle. Le costó hacer que separase por lo menos el pecho de las rodillas. Estaba como agarrotado. Cambió el amarre a sus brazos para poder hacer un poco más de fuerza y logró que se levantase un poco. Entonces le sacudió ligeramente.

- Por dios, ¿qué te has hecho? – susurró al ver la mordida que le sangraba en el labio -. ¡Espabila, Rain!

- Está ardiendo… - atinó a musitar, con la voz espantada.

- No. No, tranquilo, ya está, se acabó – le dijo el pelinegro, buscando en sí mismo la calma que trataba de transmitirle al peliazul.

- Van a morir… les he matado yo… - insistió el librero, con la garganta anegada en lágrimas.

- ¿De qué estás hablando? Rain, por favor, reacciona – le pidió, ligeramente desesperado.

- ¡Es culpa mía! – gimió, con un tono de dolor que hizo que incluso Airen temblase un momento.

- ¡Abre los ojos, maldita sea! – bramó el comandante, sacudiéndole con demasiada fuerza esta vez -. ¡Estoy aquí! ¡Estoy contigo!

El peliazul pareció reaccionar al escuchar la firme voz del comandante. Como si ésta fuera un salvavidas al que aferrarse. Abrió los ojos de golpe y clavó una mirada asustada en Airen. El pelinegro, en un intento por serenarle le pasó la mano por el cuello y le acarició la mejilla con suavidad, llevándose consigo parte de las lágrimas del librero.

- Tranquilo. No va a pasarte nada malo, cálmate – repitió en voz baja.

El comandante aprovechó y le limpió también la herida del labio con cuidado. Con una caricia suave de su mano en la nuca de Rain, Airen le llevó hasta su hombro para esconder su rostro lloroso en él. El peliazul contuvo el aliento un momento.

- No tengas miedo – le susurró contra el pelo -. Yo estoy aquí, Rain.

El librero levantó la mano temblorosa todavía para aferrarse al brazo del comandante. Airen le besó en la cabeza. Rain suspiró, con un deje lloroso todavía en su respiración agitada. Al menos había dejado de temblar de aquella forma tan espantosa.   

- Eso es, ya está – murmuró Airen, al notarle más calmado -. Agárrate a mí.

Sin separarse de él, Airen ayudó a Rain a ponerse de pie, pasando el brazo que tenía libre por la cintura del librero. Le pegó contra su cuerpo y se puso primero de pie, llevando consigo al peliazul. El pelinegro no se separó de Rain durante unos instantes que el librero rezó para que fueran eternos.

Entonces, de repente, una piedra apareció volando hasta donde ellos estaban. No les dio en la cabeza por unos pocos centímetros. El librero se limpió la cara de lágrimas todo lo rápido que pudo. Al ver la situación, todo su mundo se desmoronó de nuevo.

- ¿Qué están haciendo? – se sorprendió el comandante.

- Será mejor que te apartes de mí – le sugirió Rain, dando unos cuantos pasos para alejarse del pelinegro.

Airen no lo entendió hasta que otra piedra apareció de la nada y golpeó al librero directo en el pecho. De pronto, igual de rápido que las piedras comenzaron a caer, llegaron las acusaciones de la gente del pueblo. En el fragor de su odio y su locura, algunos de los ciudadanos más radicales habían empezado a cruzar aquel perímetro de seguridad invisible que antes habían respetado. Se acercaban a Rain amenazantes como una horda de creyentes que, enarbolando el nombre de Dios, buscaban quemar viva en una pira a la siguiente bruja endemoniada.

- ¡Has sido tú! ¡Querías matarnos en nuestra iglesia!

- ¡Has incendiado la casa del Señor para que no tengamos forma de luchar contra ti, demonio!

- ¡No vas a conseguirlo, maldito!

- ¡Te mataremos antes, engendro!

Las piedras empezaron a llover con ánimo de abrirle la cabeza en dos partes al librero. El peliazul por su parte, no se movió. Ni siquiera se cubrió la cara cuando una piedra afilada le golpeó directamente en la mejilla.

- ¡Detenedles! – ordenó el comandante a sus hombres -. ¡Ya!

Los guardias dudaron un solo instante. Suficiente para que Airen se diera cuenta de que serían capaces de quedarse mirando mientras asesinaban a Rain delante de sus malditas narices. Una renovada oleada de piedras volvió a caer sobre el librero. Esta vez, el peliazul cerró los ojos. Instantes después, notó el impacto de las rocas. Pero no sintió dolor. Abrió los ojos despacio y se encontró protegido detrás de un escudo de piel blanca y ojos color miel. El librero no pudo ocultar la sorpresa que le había causado aquel movimiento por parte del comandante.

- No me mires así. Te lo he dicho. – Le limpió un fino hilo de sangre que caía por su mejilla -. No va a pasarte nada malo mientras yo esté aquí.

Las piedras dejaron de caer en cuanto la gente vio que el comandante Hawk les ocultaba de la vista su objetivo. Airen se giró hacia sus guardias con brusquedad, amenazando por medio de una mirada profunda de aquellos orbes que despedían una rabia casi palpable con un castigo severo a quien no acatase su orden. Ellos se dirigieron entonces a toda prisa hacia la gente e hicieron una cadena entre ellos para mantenerles alejados, por si acaso tenían otras intenciones además de intentar lapidar al peliazul. Cuando la muchedumbre estuvo controlada, el teniente se acercó al pelinegro y al librero.

- ¿Estás bien? – le preguntó Biel a Airen, con gesto preocupado.

Rain fue completamente ignorado por el teniente.

- Como no paren, no va a haber celdas en el calabozo para todos – advirtió Airen.

- Comandante, esta gente sólo está asustada – les defendió Biel.

- ¿Y eso es excusa suficiente para permitir que se pongan a lanzar piedras a una persona con intención de lapidarlo como si estuviéramos en la edad media? – bramó el pelinegro.

- Dicen que ha sido él quien ha provocado el incendio. –Señaló a Rain.

- No digas tonterías – atajó Airen -. No tiene ningún motivo para hacerlo.

- Pero ha salido del interior de la iglesia mientras ésta estaba en llamas – le recordó.

- ¿Y no crees que eso refuerza mi teoría de que no ha sido él? ¿Qué imbécil provoca un incendio y se queda dentro, eh?  

- ¿Cómo puedes estar tan seguro? – le interpeló el teniente Biel.

- ¿Y tú tan convencido de que sí ha sido Rain? – le espetó -. ¿Tienes alguna prueba para hacer semejante acusación?

- Hay una señora que dice ser testigo – soltó Biel, fastidiado por la defensa del comandante hacia el librero.

Airen sintió que se le encogía el estómago. No era que pensara que el librero tenía algo que ver; él sabía que Rain no podría hacer algo así. Pero, ¿cómo demostrárselo a un mundo que había cerrado los ojos a todo rastro de bondad que pudiera haber en Rain? Y lo que más le molestaba, ¿por qué el propio librero no se defendía? Estaba allí parado de pie sin decir nada, como si aceptase las culpas de todo. ¿Acaso ya se había cansado de verdad de luchar contra aquel odio que tan abiertamente le profesaban los radicales de la isla? De pronto, una bata blanca se abrió paso entre ellos, como si aquella fuera su casa.

- Esa señora no puede ser testigo de nada porque tiene cataratas desde hace años – informó el médico -. No vería ni a su gato aunque lo tuviera a los pies -. Le sonrió con una muy mal fingida amabilidad a Biel.

- Sho.

- Vengo a ver si estás bien – le dijo entonces a Rain, mientras le sujetaba de la cara para que alzase la mirada hacia él y ver la herida del labio y de la mejilla.

El doctor iba perfectamente preparado, con algunas gasas, algodones, y un bote de alcohol para desinfectar las heridas.

- ¿Qué hacemos? – preguntó entonces Biel -. La gente está muy nerviosa – insistió. Luego dirigió una mirada cargada de odio hacia Rain -. Le tienen miedo.

- Eso no es culpa de Rain – le cortó Airen.

El teniente mostró un gesto de asombro en la cara. El comandante nunca le había respondido de forma desafiante. Era como si intentase proteger al dichoso librero. ¿Desde cuándo les preocupaba a ellos lo que pasara con él? Lo sencillo era cargarle siempre las culpas para que el pueblo se quedase tranquilo. No era la primera vez que Biel lo hacía. Aunque era cierto que en esas detenciones Airen nunca había estado presente. Pero no se había planteado jamás que el pelinegro le plantaría cara a él, su mano derecha, por culpa de aquel engendro.

- Si les tiene a todos aterrorizados será por algo, digo yo – soltó el teniente.

La mirada encendida en rabia de Airen se clavó en Biel, que sintió un escalofrío recorrerle de arriba abajo. Sólo le había visto mirar de aquella manera a una persona. Y era el hombre al que más odiaba en el mundo. El teniente tragó saliva imperceptiblemente, a la espera de una contestación dura y tajante. Sin embargo, Rain apartó a Sho de él para que dejase de atosigarle buscándole más heridas y se interpuso entre los dos guardias. Airen bajó la mirada rápidamente hacia el librero al verle acercarse. Esa mirada color miel se transformó en un pozo de dulzura al posarse en el peliazul. Ese gesto no pasó tampoco desapercibido para Biel, que apretó los dientes con tanta fuerza como para hacerlos rechinar.

El pelinegro por su parte, cogió de la barbilla a Rain para mirarle también las heridas, ya curadas.

- ¿Estás bien? – susurró. La voz del comandante se suavizó hasta hacer desaparecer el enfado con el que había tratado a su subordinado.

- Sí, tranquilo. ¿Podemos hablar un momento? – le preguntó el peliazul, señalando discretamente hacia su espalda.  

- Claro.

Los dos se apartaron ligeramente del médico y el teniente. Biel no quitó la mirada de ellos dos. No entendía cómo Airen podía haberle hablado así. Era el hechizo de ese demonio, estaba seguro. Había hecho cambiar al comandante para ponerlo de su parte. No podía permitir que siguiera así. O le haría perder a Airen.

- Escucha, no hace falta que te pegues con nadie por defenderme – sonrió el librero -. Lo que tienes que hacer es detenerme – añadió.

- ¿De qué hablas? – Airen frunció el ceño -. Tú no has hecho nada malo.

- No, pero ellos creen que sí. No necesitan otro culpable, ya lo tienen.

- Lo encontraré. Al que haya sido – le aseguró.

- No vas a convencerles de lo contrario por mucho que encuentres al culpable – le dijo el peliazul -. Pero si te hace ilusión buscarlo, entonces adelante.

- ¿Ilusión? Lo hago por ti, para librarte de una carga que no te corresponde pujar – hizo notar Airen.

La sonrisa de Rain se hizo un poco más grande.

- Me parece bien – respondió -, pero mientras tanto, si no me detienes ahora, la gente no podrá dormir esta noche. Y nada asegura que, si no impones tú la justicia que ellos creen que merezco, no lo vayan a hacer ellos. Ya has visto como se han puesto.

Airen, para reforzar las palabras que iba a decir, le pasó la mano a Rain por la nuca. Sus miradas se cruzaron. La caricia que le dio fue tan natural que los dos tuvieron que contener un suspiro.

- No dejaré que te hagan daño.

El perverso demonillo que soñaba con hacer de todo con Airen empezó a revolotear en el estómago del librero al tenerle tan cerca y con esa mirada tan firme y apasionada clavada en sus ojos azules. 

- Tal vez la mejor forma de protegerme sea deteniéndome – insistió el peliazul, procurando centrarse en el asunto que estaba tratando.

- Pero no tengo una razón para hacerlo. Detenerte a ti es injusto – exclamó el comandante, apartando la mano de la cabeza del librero.

- Pues claro que es injusto, Airen – sonrió Rain con resignación -. Puede que la razón para detenerme sea que no tienes más remedio que hacerlo.

- Si quieres cambiar la percepción que tienen de ti, esposarte y encerrarte en una celda no es la manera – hizo notar Airen.

- Olvídate de eso. Si tú quieres que sigan confiando en ti y en tus hombres, en que tenéis las riendas del orden, y no cojan las armas en un arrebato para matarme, entonces tienes que hacer lo que quieren que hagas. –Le tendió las muñecas juntas para que pudiera esposarlas.

- No quiero hacerlo – susurró el comandante.

Rain se inclinó hacia él en gesto confidente.

- Yo también preferiría que tuviéramos una cama a la que pudieras esposarme para hacerme todo cuanto se te ocurriera.

En su voz susurrante y su sonrisa a medias, Airen se descubrió encontrando verdad, no un juego de palabras. Y le sorprendió todavía más que esa confesión no le resultara incómoda ni molesta.

- Si tuviéramos una cama, no te ataría para hacerte todo cuanto quisiera – respondió el comandante, con la misma media sonrisa asomando en la comisura del labio -. Porque responderías a mí sin necesidad de hacerlo.  

El librero tuvo que tragar saliva antes de recuperar un poco la cordura.

- Pero tienes que llevarme a esa celda – añadió Rain, apartándose ligeramente -. Sólo serán unas cuantas horas, no es para tanto.

Airen trató de encontrar la concentración que Rain le había robado instantes antes.

- Puede que no sean unas cuantas horas – le advirtió -. Me va a costar sacarte de ahí.

Rain pareció dudar de repente. Su gesto mostró un deje de preocupación durante un momento. Como si estuviera calculando algo y no le salieran las cuentas.

- No lo pienses – le interrumpió Airen -. La solución es no detenerte – repitió.

- Eso solo provocaría que empezasen a desconfiar de ti, la figura más importante de orden y ley. No puedes permitirte eso. Yo no voy a consentir que lo hagas.

- Si siempre vas mirando por el bien de los demás, es posible que nunca llegue la persona que mire por ti.

- Tú estás intentando convencerme de que no me deje detener, ¿no es así? ¿Por quién estás mirando entonces? – sonrió Rain ampliamente.

Airen se sintió cautivado por un instante. Las cosas eran siempre demasiado fáciles porque Rain hacía que fueran así. Pero él no quería que siguiera sacrificándose de esa manera. Sacó las esposas del cinturón de su uniforme y le sujetó de las muñecas que el peliazul mantenía juntas frente a él. Antes de ponérselas, el comandante le rodeó las muñecas con sus manos y las acarició con los dedos. Como un roce furtivo de esos de los que tal vez no te das cuenta. Pero del que Airen fue muy consciente. Rain notó un vuelco en el corazón y contuvo el aliento, tratando de no mirar a Airen a los ojos. O realmente se perdería a sí mismo en ese hombre.  

- No puedo – negó entonces Airen -. No puedo hacerlo, Rain.

Le obligó a bajar las manos para que las apartase de sus ojos. El librero suspiró. Puso la mano derecha en el pecho de Airen, devolviéndole la caricia y haciendo que el comandante alzase la mirada hacia sus ojos azules.

- Tranquilo. Sé de alguien que está deseando hacerlo.

El librero se dio la vuelta y caminó con paso firme hacia Biel. Airen extendió el brazo en un intento por detenerle, pero fue Sho quien le detuvo a él en su tentativa, poniéndole una mano en el hombro. El pelinegro miró al médico con rabia en los ojos. Pero Sho aguantó con firmeza y negó suavemente con la cabeza. Airen dirigió de nuevo su mirada hacia el librero. Rain llegó hasta Biel, se plantó delante del guardia y le ofreció de la misma forma sus muñecas.  

- Sé dulce, no las aprietes demasiado – le pidió, ladeando la cabeza con dulzura y entornando los ojos como un niño inocente -. No me gusta cuando duele.

El teniente se crispó ante la provocación del librero con el doble sentido de aquellas palabras dichas con esa cara que parecía angelical. Sacó con brusquedad las esposas y obligó al peliazul a darse la vuelta y llevar los brazos a la espalda para esposarle bruscamente. Airen mantenía la mirada clavada en Rain mientras el teniente rodeaba con ese frío metal aquellas delgadas muñecas que él acababa de acariciar con dulzura. El librero le devolvió la mirada al comandante, acompañada de una sonrisa suave y guiñándole un ojo. Biel por su parte, una vez que le tuvo amarrado, se inclinó hacia su oreja desde la espalda y siseó.

- Puede que te resulte muy fácil seducir a cualquier estúpido, pero no te creas que va a ser tan sencillo encandilarme a mí, ramera.

- Si quisiera acostarme con una bestia sin cerebro como tú, ya lo habría hecho – le aseguró Rain, sacando su particular vena orgullosa -. Sé perfectamente lo que os gusta a los hombres como tú.  

El teniente apretó aún más las esposas en respuesta. El librero contuvo un gemido de dolor.

- Apunta más bajo, a los de tu calaña, pequeña puta. Porque a él nunca le tendrás – le aseguró en voz baja.

Rain comprendió entonces aquel odio irracional por parte del teniente. Y no pudo por menos que sonreír con burla. 

- ¡Así que es eso! Estás enamora…

Biel le tiró de los brazos de repente para hacerle andar. Rain contuvo su voz para que no se le escapase un quejido ante el violento movimiento del teniente. Biel lo sacó de la plaza sin intentar siquiera que la gente no se tirase sobre él para alcanzarle con algún golpe o con otra piedra. El resto de guardias se ocuparon de eso y le abrieron paso apartando a los ciudadanos, tal y como Airen había ordenado. Mientras sus subordinados dispersaban a la gente, que seguía profiriendo insultos y brutalidades hacia Rain, Airen se quedó de pie delante de la iglesia a medio consumir por el fuego. Sintiéndose completamente impotente ante la situación.

Sho le soltó el hombro entonces. Ya no hacía falta retenerle.

- ¿Frustrado? – le preguntó el médico, al ver la mirada del pelinegro clavada en la calle por la que Biel se acababa de llevar a Rain.

- Soy el comandante de la Guardia Ciudadana y ni siquiera puedo evitar esto. – Apretó con fuerza los puños -. Me siento inútil, maldita sea.

- Es el poder del pueblo, Airen. Te lo dije. El odio que le tienen los radicales no es un juego de niños.

- ¿Y Biel? ¿Qué demonios le pasa, eh? – soltó, con tono enfadado -. Es como si estuviera de su parte.

- Es que lo está. Biel odia a Rain tanto o más que la gente del pueblo, comandante – le confesó Sho.

- Eso es absurdo. Seguro que se ha dejado influenciar por los rumores, pero si conociera a Rain…

- Ahí te equivocas – le interrumpió el doctor -. Biel, a diferencia de ti, no quiere conocerle. Preferiría quitarle de en medio.

- ¿Por qué dices eso con tanta seguridad? – quiso saber Airen.

- Porque ha sido por Biel por lo que no te has enterado nunca de los incidentes de Rain.

- ¿Qué estás diciendo? – exclamó el comandante -. Espero que no se te esté olvidando que ese hombre es mi teniente. Que he peleado con él espalda con espalda – le advirtió.

- Me importa un comino, Airen, si Biel es un capullo te lo digo tal cual y punto – cortó Sho, bastante serio -. Aunque no te hayas dado cuenta todavía.

- ¿Tienes alguna prueba de lo que estás diciendo para acusarle así? – le exigió el pelinegro.

- Pruebas, pruebas, tú siempre con eso – farfulló -. Sí, Airen, las tengo, tengo pruebas. Yo soy testigo – respondió el médico con firmeza -. Cuando empecé a curar las heridas de Rain, las primeras veces llamé a la guardia ciudadana para explicarles lo que había pasado y siempre se presentó Biel en la consulta. Me resultaba raro que a pesar de contarle lo que había pasado, no hicierais nada. Entonces le pregunté a Shion. Y él me dijo que las denuncias de lo que le había pasado a Rain nunca llegaron al cuartel. Era tu teniente quien las ignoraba y las hacía desaparecer. Al final, dejé de llamar. No servía para nada.

El comandante trató de encajar aquella confesión.

- Por eso Rain pensaba que era inútil denunciar lo que le hacían ante la guardia ciudadana – comprendió Airen, ligeramente sorprendido -. Pero no me acaba de encajar. ¿Por qué Biel haría eso? Es un agente de la ley como todos los demás. ¿Por qué actúa así?

- Esa respuesta no voy a dártela yo – le dijo el doctor -. Pero deberías abrir un poco más los ojos, Airen. Entonces lo entenderás.

El médico dio por acabada la conversación y echó a andar hacia una de las calles que salían de la plaza. Las preguntas se sucedían una detrás de otra en la cabeza de Airen. Había demasiadas piezas sin encajar en aquel puzzle. Tenía que ponerlo todo en orden para ser capaz de tener una perspectiva objetiva.

De repente, cayó en la cuenta de que con Rain no podía ser objetivo. Airen había hecho cosas que no podía explicar racionalmente. Abrazarlo, acunarlo contra su cuerpo, besarle en el pelo. Se había dejado llevar por un estado de rabia, ira, preocupación e instinto de protección hacia Rain. Lo que no había desarrollado nunca por nadie en semejante medida, el peliazul le había llevado a sentirlo sin darse apenas cuenta. Y ahora ya no podía reprimirlo. No cuando se trataba del librero. De todo lo que decían de él, había algo que era cierto. Tenía algo que no se podía ignorar. Y entonces Airen se encontró a sí mismo pensando que, si Rain poseía el encanto infernal del diablo, él quería pecar. 

Notas finales:

¿Qué os ha parecido? ¿Qué teoría se os ocurre para explicar que Rain estuviera en esa iglesia en llamas? ¿Y la actitud de Biel? ¿Os lo esperábais? :3

El siguiente capítulo es posible que sí cumpla con el plazo de la semana, que tengo algo de trabajo atrasado (aunque me pasaría la vida escribiendo X3). Intentaré que la espera merezca la pena.

Gracias a todos por leer y espero leeros pronto. 

Erza.


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