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DELIRIUM por Nayu - san

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cuatro

El diablo se introdujo a escondidas en el Jardín del Edén. Llevaba consigo la enfermedad, deliria nervosa de amor,en forma de semilla. Creció y floreció hasta convertirse en un magnifico manzano que daba unas frutas tan relucientes como la sangre.

«Génesis», Historia completa del mundo y del universo conocido, Dr. Susumu Tonegawa (Universidad de Tokyo).

 

Para cuando la enfermera le permite a Kei entrar en la sala de espera, Suga ya se ha ido; ha desaparecido por alguno de los blancos pasillos, tras una de las docenas de puertas blancas idénticas, pero quedan cinco o seis chicos más dando vueltas, esperando. Uno está sentado en una silla, inclinado sobre su tablilla, garabateando las respuestas, tachándolas y volviendo a escribirlas. Otro le pregunta muy nervioso a una enfermera cuál es la diferencia entre «enfermedad crónica» y «enfermedad preexistente». Da la sensación de que en cualquier momento le va a dar algún tipo de ataque: le sale una vena en la frente y su voz tiene un tono histérico. Tsukishima arruga la nariz por la incómoda situación y se pregunta si este chico añadirá a sus respuestas «tendencia a la ansiedad».

Esta situación no tiene gracia, pero Tsukki no puede evitarlo, le dan ganas de reír. Se lleva la mano a la cara y cubre su boca.

Cuando está muy nervioso, le da la risa tonta. Durante los exámenes, en la escuela, siempre se metía en líos por culpa de esta manía. Quizá debería haberlo mencionado en la hoja.

Una enfermera le quita la tablilla a Kei y ojea las páginas, asegurándose de que no haya dejado ninguna respuesta en blanco.

-¿Tsukishima Kei? -pregunta con el tono abrupto que parecen compartir todas, como si fuera parte de su formación médica.

-Ajá. -contesta, y rápidamente se corrije; Jun le ha dicho que los evaluadores esperarán un cierto nivel de formalidad-. Sí, soy yo.

Se arregla las gafas algo nervioso, le sigue resultando extraño oír su apellido verdadero, Tsukishima, y se le instala un cierto sentimiento triste en el estómago.

Durante los últimos diez años ha usado el de su tía, "Izumi". Aunque como apellido suena bastante tonto, podría ser, según Suga, el nombre de una raza de perro pequeño y peludo, por eso lo sigue llamando Tsukishima; pero tiene la ventaja de que no está asociado con su madre y su padre. Por lo menos, los Izumi son una familia de verdad. Los Tsukishima no son más que un recuerdo. Pero en los documentos oficiales Kei tiene que usar su apellido de nacimiento.

-Acompáñame.

La enfermera indica uno de los pasillos y el rubio sigue el nítido toe toe que producen sus tacones en el linóleo. El corredor tiene una claridad cegadora. Las mariposas le van subiendo poco a poco desde el estómago hasta la cabeza y se siente mareado.

Intenta calmarse imaginando el océano que está fuera, su respiración irregular, las gaviotas que hacen molinetes en el cielo. «Esto terminará pronto», se dice. «Pronto se habrá acabado y entonces me iré a casa y nunca más volveré a pensar en las evaluaciones».

El pasillo parece prolongarse hasta el infinito. Una puerta se abre y se cierra, y un momento después, al doblar una esquina, se cruzan con un chico. Tiene la cara roja y, obviamente, ha estado llorando. Debe de haber terminado ya.

Lo recuerda vagamente, es uno de los primeros que han entrado.

Tsukishima no puede evitar que le dé pena. Las evaluaciones duran normalmente entre media hora y dos horas, pero la gente dice que cuanto más te retengan los evaluadores, mejor lo estás haciendo. Claro que no siempre es así. Hace dos años, un muchacho entró y salió del laboratorio en cuarenta y cinco minutos y consiguió un diez redondo. Y el año pasado, una chica batió el récord mundial en tiempo de evaluación (tres horas y media), y sin embargo solo sacó un tres.

Las evaluaciones siguen unas pautas, evidentemente, pero siempre hay un componente de azar. A veces da la sensación de que todo el proceso está concebido para confundir e intimidarte lo máximo posible.

De repente Tsukki imagina que corre por estos pasillos limpios y estériles dando patadas a todas las puertas. Luego, al instante, se siente culpable. Este es el peor momento para sentir dudas sobre las evaluaciones, y maldice mentalmente a Suga. Es culpa suya, por decirle lo que le dijo cuando estaban fuera: No puedes ser feliz a menos que seas desgraciado alguna vez. Muy pocas opciones. Solo podemos elegir entre los chicos que nos han asignado.

Sacude la cabeza. Pues a Kei le alegra de que alguien elija por ellos. Se alegra de no tener que hacerlo él y le alegra más aún de que nadie tenga que elegirlo.

Evidentemente, a Suga le iría bien si las cosas fueran como antes. Él, con su pelo plateado como la luna, los ojos cafés brillantes, los dientes derechos y perfectos, y esa risa que hace que cualquiera en un radio de tres kilómetros se vuelva y se ría también... Hasta la torpeza le queda bien, dan ganas de ayudarlo o recogerle los libros. Cuando Kei tropieza con sus propios pies o se echa café en la camisa, la gente aparta la vista. Casi se puede oír lo que piensan: «¡Qué desastre de chico!». Y cuando está con desconocidos, la mente se le enmaraña, se pone húmeda y gris, como las calles cuando la nieve comienza a fundirse después de una gran nevada; no como a Suga, que siempre sabe qué decir.

Ningún chico en sus cabales lo elegiría habiendo gente como Koushi en el mundo. Sería como conformarse con una galleta rancia cuando lo que quieres en realidad es un cuenco grande de helado, con cerezas y fideos de chocolate.

Así que Kei estará encantado de recibir una pulcra hoja impresa con sus «emparejamientos aprobados». Por lo menos, eso le garantiza que terminará emparejado con alguien. Da igual que nadie haya pensado nunca que es guapo. Incluso daría igual que él fuera tuerto.

-Por aquí. -la enfermera se detiene, por fin, ante una puerta que es idéntica a todas las demás-. Puedes dejar la ropa y tus otras cosas en la antesala. Por favor, ponte el camisón que se te ha proporcionado, con el cierre hacia atrás. Puedes tomarte un momento para beber algo de agua y hacer un poco de meditación.

Inmediatamente Tsukishima imagina a cientos y cientos de chicos sentados en el suelo con las piernas cruzadas y las manos plegadas hacia arriba sobre las rodillas, cantando Om, y tiene que sofocar de nuevo el impulso desenfrenado de reír.

-Pero, por favor no olvides que cuanto más tardes en preprarte, menos tiempo tendrán los evaluadores para conocerte. -dice sonriendo forzadamente.

Todo en ella es un poco estirado: la piel, los ojos, la bata de laboratorio. Mira al rubio directamente, pero realmente no enfoca, su mente ya está taconeando camino de la sala de espera, lista para llevar a otro muchacho por el pasillo y soltarle el mismo rollo. Kei se siente muy solo, rodeado por estas gruesas paredes que amortiguan todos los sonidos, aislado del sol y del viento y del calor: todo perfecto y antinatural.

-Cuando estés listo, pasa por la puerta azul. Los evaluadores te estarán esperando en el laboratorio.

Una vez que la enfermera se va con su toe toe, Tsukishima entra en una antesala pequeña, tan reluciente como el pasillo. Parece la consulta del médico. En una esquina hay un aparato enorme que pita a intervalos regulares, y una camilla cubierta con papel. Todo huele a antiséptico. El rubio se quita la ropa temblando porque el aire acondicionado hace que se le ponga la piel de gallina, que se le erice el vello de los brazos. Estupendo. Así los evaluadores pensarán que es una bestia peluda.

Dobla la ropa, gafas incluidas, en un montón ordenado y se pone el camisón. Está hecho de plástico muy transparente y mientras se lo coloca alrededor del cuerpo y lo asegura a la cintura con un nudo, es muy consciente de que deja ver prácticamente todo, hasta el contorno de su ropa interior.

«Pronto. Pronto habrá terminado». Inspira profundamente y pasa por la puerta azul.

En el laboratorio hay aún más luz, un brillo deslumbrante. La primera impresión que se forman de Kei los evaluadores debe de ser la de alguien que entrecierra los ojos, retrocede y se lleva una mano a la cara. Cuatro sombras flotan en una canoa delante del rubio. Luego, los dorados ojos se acostumbran y la visión se define: hay cuatro evaluadores, todos sentados tras una mesa larga y baja.

La sala es muy amplia y está totalmente despejada; en una esquina hay una mesa metálica de operaciones arrimada a la pared. Dos filas de luces cenitales proporcionan una claridad intensa. El techo está muy alto, al menos a diez metros. 

Tsukishima siente que se le seca la boca y se queda con la mente en blanco, tan ardiente, tan vacía como los focos. No recuerda lo que se supone que debe hacer, ni lo que debe decir.

Por suerte, uno de los evaluadores, una mujer, habla primero:

-¿Tienes los formularios?

Su voz suena cordial, pero no ayuda a aflojar el nudo que se ha formado en el estómago del menor y que le retuerce los intestinos.

«¡Qué horror!», piensa. «Me voy a morir. Me voy a morir aquí mismo».

Trata de imaginar lo que dirá Suga cuando esto haya pasado, cuando estén dando un paseo a la luz de la tarde, con el aire pesado por el olor a sal y a pavimento recalentado por el sol. «Vaya pérdida de tiempo», comentará. «Todos allí sentados mirándome como cuatro ranas en un tronco».

-Eh... sí. -responde y se acerca sintiendo que el aire se ha vuelto sólido, que le ofrece resistencia.

Cuando se encuentra a un metro de la mesa, les pasa la tablilla con el papel a los evaluadores. Hay tres hombres y una mujer, pero no es capaz de fijarse en sus rasgos demasiado tiempo. Los recorre rápidamente con la mirada y luego vuelve atrás de nuevo, quedándose solo con una impresión vaga de varias narices, algunos ojos oscuros y el parpadeo de un par de gafas.

La tablilla que antes tenía en manos recorre la línea de los evaluadores dando saltitos.

Tsukishima pega los brazos a los costados e intenta parecer relajado.

Detrás suyo hay una plataforma de observación, situada a unos seis metros del suelo. Se accede a ella por una pequeña puerta roja que está más arriba de las gradas. Tiene asientos blancos obviamente destinados a estudiantes, doctores, internos y científicos en formación. Los científicos de los laboratorios no solo realizan la operación, también llevan a cabo revisiones posteriores y a menudo tratan casos difíciles de otras enfermedades.

Las intervenciones deben de realizarse aquí, en esta misma sala. Para eso debe de servir la mesa de operaciones. La ansiedad comienza a apretar de nuevo el estómago del rubio. Aunque ha imaginado a menudo cómo sería estar curado, nunca ha pensado de verdad en la operación en sí, la dura mesa de metal, las luces que parpadean por encima, los tubos y los cables. Y el dolor.

-¿Tsukishima Kei?

-Sí, soy yo.

-De acuerdo. ¿Por qué no comienzas contándonos algo sobre ti mismo? -comenta el evaluador de las gafas, inclinándose hacia delante mientras extiende las manos sonriendo. Sus enormes dientes blancos como azulejos de baño. El reflejo de sus gafas hace imposible verle los ojos-. Háblanos de lo que te gusta: tus intereses, tus aficiones, tus asignaturas favoritas...

Tsukishima suspira y se lanza con el discurso que ha preparado sobre cuánto le gusta la fotografía y correr y pasar tiempo con amigos, pero no está centrado.

Los evaluadores asienten frente a él, satisfechos, y las sonrisas comienzan a distenderles el rostro mientras toman notas. Al parecer lo está haciendo bien, pero Kei ni siquiera puede oír las palabras que salen de su boca. Sigue obsesionado con la mesa de operaciones y no hace más que mirarla con el rabillo del ojo, viendo cómo brilla y parpadea a la luz como el filo de una cuchilla.

Y de repente piensa en su madre. Su madre siguió incurada a pesar de sus tres operaciones y la enfermedad se fue apoderando de ella, le fue royendo las entrañas e hizo que sus ojos se volvieran huecos y sus mejillas palidecieran. La enfermedad le robó el control y se la fue llevando, centímetro a centímetro, hasta el borde de un acantilado arenoso, hasta el aire liviano y brillante del salto al vacío.

O eso es lo que le han contado. Tsukishima tenía seis años entonces. Solo recuerda la presión cálida de sus dedos sobre su rostro por la noche y las últimas palabras que le susurró: «Te amo. Recuerda. Eso no pueden quitártelo».

Cierra los ojos rápidamente, abrumado por la idea de su madre retorciéndose mientras una docena de científicos con batas de laboratorio la miran, garabateando impasibles en una libreta. En tres ocasiones distintas fue atada con correas a una mesa metálica, en tres ocasiones distintas un grupo de observadores la miró desde la plataforma, tomando nota de sus respuestas a medida que las agujas y luego los láseres le atravesaban la piel. Normalmente, a los pacientes se los anestesia durante la intervención y no sienten nada, pero a Jun se le escapó una vez que durante la tercera operación de su madre se negaron a sedarla, pensando que la anestesia podría estar interfiriendo con la respuesta de su cerebro a la cura.

-¿Quieres beber un poco de agua?

El evaluador 1, la mujer, señala una botella de agua y un vaso que están sobre la mesa. Ha notado la alteración momentánea en el menor, pero no importa. Ha terminado su declaración personal, y los evaluadores lo miran contentos y orgullosos, como si fuera un niño pequeño que ha conseguido encajar cada pieza en su agujero correspondiente. Lo ha hecho bien.

Tsukishima se sirve un vaso de agua y toma algunos sorbos, agradecido por el respiro. Siente el sudor que le pica en las axilas, en el cuero cabelludo y en la base del cuello, y reza para que no lo noten. Intenta mantener la vista fija en los evaluadores, pero ahí está en su visión periférica, sonriéndole, esa maldita mesa.

-Bueno, Kei, ahora te vamos a hacer algunas preguntas. Queremos que contestes con sinceridad. Recuerda: intentamos conocerte como persona.

«¿Cómo podrían conocerme si no?». Se le viene la pregunta a la mente antes de que pueda detenerla: «¿Como animal?». Inspira hondo, se obliga a asentir y sonríe.

-Perfecto.

-Dinos algunos de tus libros preferidos.

-Guerra, paz e interferencia, de Christopher Malley. -contesta de forma automática-. Frontera, de Philippa Harolde.

No puede seguir manteniendo alejadas las imágenes: se alzan ya como una inundación. Hay una palabra que no hace más que inscribirse en su cerebro, como si estuviera marcada a fuego.

Dolor.

Querían que su madre se sometiera a una cuarta intervención. Iban a venir por ella la noche en que murió, venían para llevarla a los laboratorios. Pero en lugar de esperarlos, ella huyó hacia la oscuridad, desplegó las alas. Y antes, lo despertó con aquellas palabras: «Te amo. Recuerda. Eso no pueden quitártelo». Esas palabras que el viento parecía traerle de vuelta mucho después de que ella desapareciera, repetidas en los árboles secos, en las hojas que tosían y susurraban durante los fríos amaneceres grises.

-Y Romeo y Julieta, de William Shakespeare.

Los evaluadores asienten, toman notas. Romeo y Julieta es lectura obligatoria para todas las clases de Salud de primer año de Secundaria.

-¿Y por qué te gusta? -pregunta el evaluador 3.

«Da miedo». Es lo que se supone que debe decir. Es una historia aleccionadora, una advertencia sobre los peligros de los deliria antes de que existiese la cura. Pero parece que al rubio se le ha hinchado la garganta y le duele. No queda sitio para que salgan las palabras, se han quedado pegadas como esas semillas con pinchos que se clavan en la ropa cuando hacemos footingpor las granjas. Y en ese momento parece que puede oír el rugido del océano, puede oír su murmullo lejano, insistente, puede imaginarlo cerrándose sobre su madre, el agua pesada como una losa. Y le sale otra respuesta:

-Es bello.

Al momento, las cuatro caras se alzan bruscamente para mirarlo, como marionetas movidas por la misma cuerda.

-¿Bello?

El evaluador 1 arruga la nariz. Se percibe una tensión gélida en el aire, Tsukishima ha cometido un error descomunal.

El evaluador de las gafas se inclina hacia delante.

-Ese es un término interesante. Muy interesante. -esta vez, sus dientes se parecen a los caninos blancos y curvos de un perro-. ¿Tal vez el sufrimiento te parece bello? ¿Quizá disfrutas con la violencia?

-No, no. no es eso. -suelta, tratando de pensar con claridad, pero su mente está totalmente ocupada por el rugido sin palabras del mar. A cada momento se hace más fuerte. Y, solapado, oye débilmente el grito de su madre, como si su aullido le llegara a través de una década-. Lo que quiero decir es que... tiene algo muy triste...

Kei está luchando, va a la deriva, se debate, siente que en ese momento se está hundiendo en la luz blanca y en el rugido.

Sacrificio. Quiere decir algo sobre el sacrificio, pero no le viene la palabra a la mente.

-Continuemos. -dice el evaluador 1, que parecía tan dulce cuando le ofreció el agua, ha perdido su gesto de cordialidad. Ahora es totalmente profesional-. Dinos algo sencillo: tu color favorito, por ejemplo.

Una parte de su cerebro, la parte racional, instruida, su yo lógico, grita: «¡Azul! ¡Di azul!». Pero la otra cabalga desbocada por las ondas del sonido, elevándose entre el ruido creciente.

-Gris. -suelta.

-¿Gris? -repite farfullando el evaluador 4.

Tsukishima siente que el corazón le está bajando en espiral hacia el estómago.

Sabe que lo ha estropeado, que lo está arruinando; prácticamente puede ver cómo se derrumban sus calificaciones. Pero es demasiado tarde: está acabado. El rugido que siente en los oídos se hace cada vez más fuerte, es una estampida que le impide pensar. Rápidamente, tartamudea una explicación.

-Bueno, no es gris exactamente. Es el color del cielo justo antes de la salida del sol; ese color pálido indefinido... No es realmente gris, sino una especie..., una especie de blanco, y siempre me ha gustado porque lo relaciono con la esperanza de que suceda algo bueno.

Pero los evaluadores ya no lo escuchan. Están mirando detrás suyo, con la cabeza ladeada y expresión confundida, como intentando discriminar las palabras conocidas de un idioma extranjero.

Y entonces, de repente, se elevan el rugido y los gritos y Tsukishima se da cuenta de que durante todo este rato no eran imaginaciones suyas.

La gente grita de verdad y se oye algo que se atropella, retumba y golpea, como si mil pies se movieran a la vez. Hay un tercer sonido, también, que se distingue por debajo de los otros dos, un bramido sin palabras que no parece humano.

En su confusión, todo parece inconexo, igual que en los sueños. El evaluador 1 se incorpora a medias en su silla.

-Pero... ¿qué diablos...?

En ese momento, Gafas interviene:

-Siéntate, Gen. Voy a ver qué pasa.

En ese instante, la puerta se abre de par en par y entra con gran estrépito en el laboratorio un torbellino borroso de vacas, vacas de verdad, reales y vivas, que sudan y mugen.

«Definitivamente, es una estampida», piensa, y por un raro instante se siente orgulloso de si mismo por haber sido capaz de identificar el ruido.

Luego se da cuenta de que está siendo embestido por una manada de animales muy pesados y muy asustados, que están a punto de derribarlo y pisotearlo.

Se lanza hacia la esquina y encuentra un escondite tras la mesa de operaciones, totalmente protegido de la masa de animales aterrorizados.

Saca la cabeza apenas lo suficiente para ver lo que pasa. En este momento, los evaluadores se suben a la mesa de un salto, mientras un muro de vacas marrones y moteadas se mueve en torno a ellos. El evaluador 1 grita a todo pulmón y Gafas, aferrado a ella, chilla:

-¡Calma, calma! -grita agarrándose como si ella fuera una balsa salvavidas y él estuviera a punto de hundirse.

Algunas de las vacas tienen pelucas que les cuelgan de la cabeza, y otras van medio vestidas con camisones idénticos al que Kei lleva puesto ahora mismo, lo que les da un aire esperpéntico.

Por un momento parece un sueño. Quizá todo este día haya sido un sueño y, cuando despierte, descubrirá que sigue en casa, en la cama, la mañana de su evaluación. Pero enseguida nota que las vacas llevan algo escrito en los costados: NO CURA. MATA. Las palabras están escritas descuidadamente, justo encima del nítido número que identifica a estos animales como destinados al matadero.

Al rubio le sube un pequeño escalofrío por el espinazo y todo comienza a encajar.

Inválidos.

Los inválidos, la gente que vive en la Tierra Salvaje, el terreno no regulado que existe entre las ciudades y pueblos reconocidos, entran cada uno o dos años clandestinamente en Miyagi y montan algún tipo de protesta.

Un año llegaron por la noche y pintaron calaveras rojas en las casas de todos los científicos conocidos. Otro año consiguieron introducirse en la comisaría central, que coordina todas las patrullas y los tumos de guardia de la ciudad, y trasladaron los muebles a la azotea, máquinas de café incluidas. La verdad es que tuvo cierta gracia: era asombroso que hubieran accedido a la central, en teoría el edificio más seguro de la ciudad.

La gente de la Tierra Salvaje no ve el amor como una enfermedad y considera la cura una mutilación cruel. De ahí el eslogan de las vacas.

Empieza a comprender, las vacas están vestidas como ellos, los evaluados; es como si fueran un puñado de reses.

Los animales se van calmando un poco. Ya no embisten, y han empezado a vagar por el laboratorio.

El evaluador 1 tiene una tablilla en la mano, y la agita como si estuviera matando moscas mientras los animales dan topetazos contra la mesa, gimiendo, mugiendo y mordisqueando los papeles desperdigados por su superficie. Cuando una vaca se apodera de una hoja de papel y la rompe con los dientes, Kei puede ver que son las notas de su evaluación. Menos mal. A lo mejor se las comen todas y los evaluadores olvidan que iba camino del desastre.

Tsukishima, medio oculto tras la mesa, y a salvo ya, ha de admitir que todo esto tiene bastante gracia.

Es entonces cuando lo oye. Por encima de los resoplidos, las pisadas y los gritos, Tsukki percibe una risa que viene de arriba, una risa baja, breve y musical, como si alguien estuviera probando unas notas en un piano.

Hay un chico en la plataforma de observación que mira riendo el caos que se muestra a sus pies.

En cuanto Kei alza la vista, los ojos del otro se clavan en él. Tsukishima se queda sin aire y todo se congela por un instante, como si lo estuviera mirando a través de la lente de una cámara, con el zoom a tope; como si el mundo se detuviera en ese breve lapso de tiempo, entre la apertura y el cierre del obturador.

Su cabello es negro, como las noches en otoño, y tiene los ojos ambarinos y brillantes.

En cuanto Tsukki le ve, sabe que es uno de los responsables de lo ocurrido. Sabe que viene de la Tierra Salvaje, sabe que es un inválido.

El miedo le atenaza el estómago y abre la boca para gritar algo, no sabe exactamente qué, pero justo en ese momento el pelinegro mueve la cabeza ligerísimamente en un gesto de negación y Kei ya no puede emitir ningún sonido. Y entonces hace algo absoluta y totalmente impensable.

Le guiña un ojo.

Por fin salta la alarma. Suena tan fuerte que el rubio tiene que taparse los oídos con las manos. Comprueba si los evaluadores lo han visto, pero siguen haciendo su número de baile sobre la mesa y, cuando alzo de nuevo la mirada, ya no está.

 

 

 

Notas finales:

¿Invalidos? ¿Tierra Salvaje? ¿Quién es el pelinegro? 

Ok, no sirvo para el suspenso.

Espero les haya gustado; muchas gracias a quienes siguen esta historia. ^-^)/

BYE!<3


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