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Gimme some sugar, Daddy por Mrs Caulfield

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La luz que entraba por el inmenso ventanal fue lo que consiguió sacar a Erik de su profundo sueño. Le dolía la cabeza como nunca y seguía sintiéndose algo mareado, pero aun así se obligó a incorporarse y pensar qué demonios podía haber pasado. Se encontraba en una habitación que no conocía, con una cama enorme y una decoración que podría haber costado tranquilamente millones. Se levantó de la cama tambaleándose un poco y se acercó al ventanal que cubría casi al completo aquella pared. No es que tuviera miedo a las alturas, pero el piso en el que se encontraba estaba tan alto que era inevitable sentir un poco de vértigo. Apoyó una mano, lentamente, sobre el cristal. Asombrado, observó las vistas de Nueva York que tal altura le ofrecía.

Y se sintió tan pequeño...

El ruido estrepitoso de algo metálico cayendo al suelo consiguió alejarlo de sus pensamientos, y la voz de un hombre hablando molesto en un idioma que no llegó a entender hizo que la curiosidad ganara y Erik fuera directo al pasillo. Allí se encontró con otra puerta y una escalera ligeramente curvada que llevaba a la parte de abajo del dúplex. Y como los ruidos venían de allí, decidió bajar.

Cuando llegó al salón no pudo dar crédito a lo que sus ojos veían. El suelo estaba lleno de herramientas, piezas y cacharros varios. Y el hombre que la noche anterior había conocido, aquel serio, impaciente, brusco y mandón estaba con la cabeza bajo la mesa, intentando recolectar todas las tuercas y tornillos que se le habían caído, mientras no dejaba de murmurar cosas en islandés.

—¿Qué haces?

Al parecer no se esperó que Erik estuviera allí, pues al escuchar su voz se sobresaltó de tal manera que acabó dándose un cabezazo con la mesa. El joven tuvo que hacer un gran esfuerzo por no reír ante tal situación, así que se mordió una de las paredes de su boca y observó cómo Björn se sujetaba la cabeza con un gesto de fastidio.

—Estoy reparando una radio—contestó, una vez recuperado del golpe, levantándose del suelo.

—¿Reparando una radio? —el chico alzó una ceja, incrédulo—. Pensé que eras rico.

—Y lo soy—volvió a su faena de recoger tornillos, esta vez con más cuidado.

—¿Entonces? ¿Por qué no contratas a alguien que la arregle por ti? O incluso puedes comprar otra—Björn no contestó, así que Erik siguió hablando—. En mi casa, cuando algo se rompe, llamamos a una amiga de mi padre para que lo arregle. Así nos cuesta un poco menos. Si yo fuera rico no arreglaría absolutamente nada. Si algo se rompe me compro otro, algo mejor, y ya está.

—¿Es que no piensas callarte nunca? —masculló el hombre, irritado, una vez acabó de recoger los tornillos y se puso otra vez a intentar arreglar la parte electrónica del aparato.

—Vale, lo siento—se quedó en silencio un momento, pero no le duró mucho. Se sentó en el sofá y se quedó mirando al empresario un buen rato. Lo cierto es que era un hombre muy guapo—. ¿Son canas o eres alvino? Tu pelo, digo.

Björn dejó con un golpe seco el destornillador en el suelo y miró fijamente a Erik de una forma no muy amable. El chico sintió un poco de miedo, pero mentiría si dijera que no fue divertido.

—Ve a vestirte, he dejado tu ropa en el armario.

Erik asintió y subió las escaleras de dos en dos, volviendo a la habitación. Hasta aquel momento no le había dado importancia, pero ahora que se fijaba llevaba la ropa interior puesta. ¿Eso quería decir que no se habían acostado? Porque lo cierto era que Erik nunca se vestía después de hacerlo, ni siquiera los boxers. Abrió el armario de par en par y quedó fascinado ante la cantidad de ropa de marcas importantes que tenía aquel empresario. Quiso tener el poder de hacer menguar la ropa para poder ponerse aquellas prendas, pero por el momento tuvo que conformarse con las suyas. Mientras, Björn llamó a uno de sus encargados para que les trajeran la comida. Y como no sabía qué le gustaba a Erik pidió todo lo que estaba en su carta personal.

Cuando ya la comida estuvo lista un deliciosa aroma inundó todo el dúplex, y el chico bajó de la habitación con la nariz en alto. Una vez llegó a la cocina su mandíbula cayó al suelo, impresionado por ver aquella enorme mesa repleta de todo tipo de comida. Björn ya estaba sentado, comiendo delicadamente un langostino, y solo levantó la mirada cuando escuchó cómo Erik arrastraba la silla para sentarse. Le hubiese dicho que había gente abajo y que no estaba bien molestar de aquella manera. Pero uno, no era su padre. Y dos, los que habían abajo eran trabajadores, y realmente no le importaba si molestaban o no.

—No sé por dónde empezar—dijo el joven, riendo un poco, quizá avergonzado.

—Empieza por donde quieras...—contestó cansado Björn, volviendo a centrar su interés en el langostino.

Erik se relamió los labios y alargó la mano, alcanzando una de las patas del pollo asado que había en el centro de la mesa. Nunca había sido un chico de buenos modales, ni si quiera le interesaban ese tipo de cosas, así que empezó a comer directamente con las manos, dando bocado tras bocado al trozo de pollo.

Todo estuvo así, en silencio, durante unos minutos. Hasta que el empresario decidió hablar. Y es que a pesar de que había mandado callar al chico, le gustaba escuchar su voz más de lo que estaba dispuesto a admitir.

—Alvino—la mirada desconcertada de Erik estuvo a punto de sacarle una sonrisa—. Mi pelo, antes has preguntado, ¿no? Pues... no son canas, soy alvino

—Ah...—rió un poco, dejando el hueso de pollo sobre el plato y sirviéndose un poco de ensalada de patatas—. Menos mal.

Björn alzó una ceja.

—¿"Menos mal"? —el chico asintió, masticando la comida.

—Si fueran canas querría decir que eres muy viejo. Que, a ver, estás bien. Pero tampoco quiero estar con alguien de setenta años.

Y esta vez el empresario no pudo evitar reír un poco. La primera vez que Erik le veía riendo.

—A ver, ¿cuántos años crees que tengo? —se animó a preguntar, dejando los cubiertos sobre la mesa y entrelazando los dedos.

—Ehm...—Erik se lo pensó bien durante un rato. No quería hacerle enfadar, sabía que a la gente mayor le daba rabia que le pusieran años de más—. ¿Cincuenta?

—Cuarenta y seis.

—Wow—el chico se quedó callado por un momento, asimilando la información. Luego, miró al hombre a los ojos—. Eres un pederasta con todas las letras...—bromeó sonriendo de lado, y Björn rió de nuevo, recogiendo los cubiertos.

—Ni que fueras un niño...

—Obviamente hace mucho que dejé de ser un niño, pero a ojos de la ley sigo siendo un crío. Podría costarte muy caro...

—¿Me estás chantajeando?... —susurró con una voz tan grave que parecía artificial.

—Tal vez...—el chico ronroneó, alzando una ceja juguetón y removiéndose un poco en su asiento.

Hubo un momento de silencio, de tensión sexual, donde la temperatura pareció subir peligrosamente.

—Te propongo algo—habló finalmente el empresario, clavando sus dos cristales de hielo sobre los ojos brillosos del menor.

—Soy todo oídos, cariño...

—Me dejas que acabe lo que no pude terminar anoche, aquí y ahora, y te doy lo que quieras.

—¿Lo que quiera? ¿Sin importar qué o cuánto cueste? —Björn asintió, y Erik no pudo evitar sentir cómo la sensación de victoria recorría toda su espina dorsal.

—Un traje de Giorgio Armani, con corbata incluida.

Björn sonrió de medio lado.

—Niño, ten por seguro que lo tendrás.

Y como si las manecillas del reloj volvieran a funcionar de nuevo, el empresario se levantó de la mesa y fue al lado del chico, besando sus labios sin esconder la impaciencia que ambos sentían. Björn apartó todos los platos que había sobre la mesa y sentó al chico allí, sin dejar de atacar su piel. Y Erik se dejó llevar, disfrutando del cosquilleo en el vientre que las caricias del hombre le producían. Poco tardaron en deshacerse de la ropa, que había estorbado desde el principio, y ambos siguieron tocando allí donde llegaban sus manos.

—Espera... Espera un momento...—jadeó Erik, intentando no perder la cabeza.

—No me jodas eh, esta vez no pienso parar.

—No...—el chico rió un poco—. No es eso. Solo quiero decirte que no te olvides del condón.

—Ah, ya, claro—asintió un par de veces—. No te preocupes, prometo no olvidarme.

Erik sonrió.

—Genial...

Volvieron otra vez con la batalla de lenguas, y antes de que ninguno de los dos pudiera darse cuenta estaban sobre la mesa, entregando sus cuerpos al contrario como si nada más en el mundo existiese. Como si estuviesen completamente solos.

Y allí, en aquel dúplex, en la planta ochenta y tres de un rascacielos en el centro de Nueva York, Erik se sintió libre.

 


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