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La miserable compañía del amor. por CieloCaido

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Capítulo 14: Gentileza

El techo de zinc retumbaba ante la brisa que soplaba, era casi un ventarrón. Temía que en cualquier momento, el zinc se despegase de las vigas y saliera volando por los aires, cortándole la cabeza a alguien. Las tapas siguieron retumbando, protestando y yo miraba las vigas oxidadas con inquietud. Ya lo he dicho antes, en la en la casita de Luzbel todo era un poco viejo y desde luego que el techo de zinc y las vigas también lo eran. Eso me preocupaba, pero no tanto como me preocupaba Luzbel.

Hacía mucho rato le había puesto un sedante y ya se encontraba profundamente dormido, para entonces eran las once de la noche. No fue a trabajar. Por primera vez, desde que vivía allí, Luzbel se quedaba en casa y por primera vez, desde que empezamos a dormir en el mismo cuarto, Luzbel dormía en su cama.

Dormía boca abajo para no lastimarse las heridas en su espalda y yo estaba allí, sentado cerca de él, vigilando cualquier movimiento, cualquier cosa que pudiera alertarme. No era la primera vez desvelándome por él, otras noches también me había quedado así.

A las cuatro de la mañana, se levantó, apretó un poco los dientes ante los movimientos y la dolencia de su espalda y yo me apresuré en buscarle medicamentos porque tenía fiebre. Al tomarse las pastillas volvió a dormir. Después de eso, solo esperé que llegara el amanecer, rezando para que descansara y me pregunté, en aquellos momentos, si alguna vez yo estaría en los sueños de Luzbel.

Al abrir los ojos al día siguiente, noté que me había quedado dormido de nuevo. Luzbel no estaba en la cama. Tan rápido como un rayo me levanté, buscándolo. No fue necesario llegar tan lejos ya que él se encontraba en la cocina, preparándose su café matutino.

—Buenos días, Franco —saludó con la misma placidez de siempre. Casi parecía otra persona que la de ayer, esa que estaba desesperada, lastimada y con un profundo llanto imposible de calmar.

—Buenos días —cerré la boca un momento y él siguió llenando la olla de agua para ponerla a hervir sobre la cocina. Miré su espalda, estaba descubierta y los vendajes se notaban—. Deberías estar descansando.

—Estoy bien, puedo preparar mi café —Puso la olla en una de las hornillas y luego se dio la vuelta, mirándome con curiosidad. Le siguió un silencio largo y ancho, un silencio cauteloso, amable, transparente—. Gracias por coserme ayer. Lo hubiese hecho yo mismo, pero no podría haber llegado a la espalda.

—¿Qué te sucedió ayer para que llegaras así?

—Fetiches —dijo con tranquilidad, encogiéndose de hombros—. Hay hombres que tienen fetiches muy raros.

Arrugué el entrecejo.

—Entonces no deberías ceder a ese tipo de fetiches.

—A mi me pagan por dejarme hacer eso.

—¡Son fetiches enfermos, bizarros y te lastiman! ¡¿Acaso crees que el dinero puede comprarlo todo?!

—Me compra a mí y eso es suficiente —ni se inmutó, manteniéndose tan tranquilo como siempre. Se sentó en una de las sillas del comedor con aire desganado, con ese paso tan flojo que me recordaba el caminar de una pantera desnutrida.

—El dinero no puede compensar el daño que te hicieron.

—Eres un buen chico, Franco —dijo, con tono indulgente, sonriéndome—. Pero no debes preocuparte por esas cosas, es mi trabajo así que relájate. Oye, son las ocho. ¿No piensas ir a trabajar?

—No, me quedaré aquí para cuidarte —él soltó un risita delicada.

—¿Cómo dices?

—Que me quedaré a cuidarte. Tú estás muy lastimado y necesitas que alguien cuide de ti. Llamaré al trabajo y diré que no iré hoy. 

—Podrían despedirte.

—Lo sé.

—¿No te importa?

—Me importa más que estés bien —se mantuvo inexpresivo, analizándome con esos ojos claros que me traspasaban.

—Eso suena peligroso —levanté la vista, sin comprender  qué quería decir—. Hablando de estar bien, creo que eso no está nada bien —señaló con el pulgar la meseta con las semillas de amapolas. Arrugué el entrecejo. Esa cosa se negaba a vivir—. Parece que tienes tan mala mano como yo para sembrar plantas.

—Tiene que crecer, ya lo verás y cuando crezca podrás perdonarme —aseguré con voz apremiante—. Escucha Luzbel, tienes que dejar de satisfacer las fantasías bizarras de tus clientes. Debes poner limites, no puedes permitir que sigan haciendo lo que quieran contigo solo porque te dan dinero y…

Y pude haber continuado con mi sermón de buen samaritano, pero Luzbel desvió la vista, mirando hacía un lado, ignorándome deliberadamente como solía hacerlo en ocasiones. Suspiré preguntándome la razón de su indiferencia para con todo, incluso para consigo mismo, era como si no sintiera sensibilidad hacía su propia existencia. Bueno, él era así; cuando algo llamaba su atención no apartaba la mirada, analizaba cada cosa, cada punto, pero si se aburría no dudaba en dejar de prestar atención.

Me fui al baño a cepillarme los dientes y lavarme la cara, luego cogí mi celular y la meseta para colocarla en el patio trasero de afuera, para que llevara la luz del sol. Lo primero que hice fue llamar a mi jefa, ella no pareció gustarle nada que yo no fuera al trabajo, le expliqué mis razones con calma y cuidado. Al final ella quedó en un silencio preocupante, casi pensé que me había colgado. Sin embargo, al cabo de unos segundos volvió a hablarme, indicándome que esa fuese la última vez que le pidiera algo como eso. Yo le aseguré que sí, que no volvería a ocurrir y que trabajaría el doble para compensar las horas de trabajo faltado.

Después… después miré la meseta con recelo. Habían pasado muchos días y ni un puto tallo se asomaba en la tierra, ¿Cómo era posible eso? Yo cuidaba de esas semillas con el mismo amor que una madre cuida a un hijo. La ponía todos los días en el sol porque el sol es bueno para las plantas que no han crecido y trataba de no ahogarla con tanta agua. Hasta estaba tentado a abonar la tierra con vitaminas para ver si así nacía algo, lo que sea. Me negaba a aceptar que nada creciera. Esta era una misión importante y por tanto no podía fallar. No, esta vez no.

Resoplé ofuscado, más bien desesperado. Miré a la derecha y luego a la izquierda. No había nadie. Observé la planta de nuevo y luego volví a mirar a la derecha y a la izquierda. Seguía sin haber moros en la costa así que si hacía algo nadie lo notaría.

Me agaché y empecé a escarbar la superficie, sacando tierra de a poquito hasta encontrar a las dichosas semillas. No tenía malas intenciones, tan solo quería ver si al menos algo, lo que sea, habría brotado de la semillita. Eso era trampa, lo sé, pero ya no lo soportaba más. La espera me estaba matando. Al final la encontré y sentí un brinco en el corazón al notar que la semilla se encontraba ligeramente rota. Un pequeño tallo de color blanco comenzaba a salir. ¡Aleluya! Así que al final algo si estaba saliendo. Por eso, me alarmé mucho cuando accidentalmente, rompí el frágil tallo.

Mi cara de horror debió dar risa. Apresuradamente empecé a sembrarla otra vez y comencé a cubrirla con la tierra.

—Escucha, esto debe quedar entre tú y yo. Luzbel no puede saber que por pura curiosidad escarbé la tierra. ¡Y mucho menos que te rompí el tallo! —susurré a la meseta, hablándole a la planta—. Nadie lo puede saber, así que haz el favor de volver a nacer, prometo que te pondré mas abono y no te ahogaré con agua. Palabra de honor.

Aplané la tierra con mis manos, asegurándome de que nadie me viera en la escena del crimen. Me lavé las manos, quitándome la suciedad de las uñas para que no quedara evidencia alguna. Y como si nada hubiera ocurrido, decidí entrar a la casa, dejando el matero expuesto ante el sol, no obstante, antes -mucho antes de entrar- escuché la conversación:

—Haz el favor de no decir nada, ¿De acuerdo? Tengo suficientes problemas.

—Pero a ti te encanta meterte en problemas, ¿No? En especial el nuevo que tienes.

—No seas tan cínico.

—Así nací, defectuoso de nacimiento y sin derecho a reclamo —le siguió una risita divertida. Era una voz conocida—. Realmente te gusta ese niño, eh. Tú nunca aprendes, aunque es divertido verte tropezar una y otra vez con la misma piedra.  Sí, claro que lo es. Puedes estar seguro.

—No se lo vayas a decir.

—¿Y qué te hace pensar que no lo sabe ya? Las paredes tienen oídos

Si” me dije internamente “Y por lo visto las puertas también

Después de eso, guardaron silencio. Me pregunté la razón. Me mantuve cerca de la puerta durante un minuto y al ver que no continuaban hablando, entré. Ambos personajes miraban directo a la puerta. Por lo visto, habían sentido mi presencia que, como un entrometido, escuchaba todo.

—Buenos días, Marcela o… Marcelo.

—Buenos días, niño. Es bastante interesante la conversación que teníamos, ¿Verdad? —la frase destilaba cinismo por todas partes—. Pero no te quedes allí, caballerito. Ven y únete a nuestra placida plática, al parecer tienes buena mano para coser. Estos puntos son impecables, al menos te enseñaron algo productivo en esa escuela de medicina a la que ibas —Luzbel no tenía camisa, de hecho los vendajes tampoco estaban por lo que los puntos de su espalda eran visibles. Marcela los observaba minuciosamente con una sonrisa áspera en su rostro—. Cuando se le cure, estoy seguro que le quedara como una línea blanca inmaculada. Claro si no consigue abrirse los punto antes.

—Solo tengo que evitar movimientos bruscos, ¿No? —Marcela comenzó a ponerle los vendajes y a ayudarle a ponerse la camisa—. Franco tiene una mano de Dios. Los puntos no me dolieron tanto. La herida me escuece, aunque el dolor es tolerable. No como otras ocasiones en que el dolor es espantoso.

—¿Me estás diciendo que las que yo te cocí te dejaron un dolor espantoso? —Luzbel rió en voz alta.

—Sí, exactamente

Fue algo extraño, ambos se hablaban con un lazo familiar que ha sido forjado con los años, un tono como el de viejos amigos. Me pregunté si realmente lo serían porque la primera vez que conocí a Marcela me dijo que no era amiga de Luzbel, ¿Una mentira, quizás? ¿O es que las apariencias y las palabras engañaban? Yo aún no terminaba de especificar quién era Marcela o si me caía bien o mal. No podía definirlo, era una mezcla de ambos. No parecía buena persona, pero tampoco parecía mala gente. Era cínica, sincera y, posiblemente, tan cruel como Luzbel.

Me sorprendió que se quedara toda la mañana y ellos platicaron, no me uní a su plática porque eran temas ajenos a mí, temas extraños y que no eran de mi incumbencia. Temas sobre la vida prostituida de la cual yo no tenía ni idea.

Hacía medio día, me encargué de hacer el almuerzo. No podía permitir que Luzbel me ayudara, no quería que hiciera muchos movimientos ya que los puntos eran muy recientes. Quería que se cuidara, que descansara y que dejara que yo cuidara de él.

—Uh, que chico más dulce —comentó Marcela mientras comía—. Su actitud hace que casi me salgan caries en los dientes.

—A mí me parece adorable, aunque algo problemático.

—A ti no te parece adorable, a ti te parece apetecible —aclaró al meterse en la boca un pedazo de pan—. ¿Por qué mejor no vas a coger con él? Una vez te bastará, ¿No?

—Claro, y qué tal que me guste su leche y luego quiera más.

—La leche es lo de menos, con una sola cogida es suficiente. Y si te hace falta más, chúpaselo, hombre. Seguro que quedas lleno con eso.

—Es una buena idea. El sexo es fácil, abrir las piernas es fácil, chupárselo a alguien es fácil. Pero él no quiere algo fácil, él quiere hacer el amor

Ante esa aclaración, Marcela rió condenadamente, hasta escupió el jugo que bebía.

—Santo Dios, la comida está deliciosa y ese comentario me va a hacer vomitar —me miró, enarcando odiosamente una ceja—. Este muchacho realmente necesita una dosis de vida real, ¿O es que acaso se necesita amor para meter la verga en el culo de alguien? Si fuese así, yo sería la persona más amada de este mundo.

No podría decir que su comentario no me ofendía porque sí lo hacía. Yo sabía que eso de «hacer el amor» sonaba bien cursi y que era mejor tener solo sexo. Sexo duro y fuerte. Sin embargo, ya había tenido sexo mezquino, rudo y rabioso con Luzbel y no me había quedado nada positivo. Aunque claro, en aquel entonces solamente yo quería sexo, pero ahora Luzbel también quería eso y yo no estaba dispuesto a ceder.

Yo quería que Luzbel me amara con la misma intensidad con que yo lo hacía. Deseaba que él fuera solamente mío.Y él había avivado aun más ese deseo al decirme que quería dejar de pensar cosas tontas entre nosotros. Me pregunté qué cosas tontas serían esas, ¿Eran las mismas que rondaban por mi cabeza en las noches?

—Mira niño, si quieres buscar amor mejor ve a buscarlo entre las caricias de una niña mojigata y no entre las piernas de un puto barato.

Una dura lección.

Luzbel se mantuvo tan tranquilo como de costumbre, como si no le alterara que alguien cercano lo etiquetara así. Esa era una herida que para él estaba cicatrizada, o eso me hacía pensar.

—Él es más que un puto barato…

—Como digas —dijo, mirándome con sus ojos intensos y burlones.

Aquella era una plática insalubre que no parecía afectarles, ¿Serían de la misma especie? Ambos disfrutaban de su comida sin que la charla les hubiera apartado el apetito. En cambio a mí, la comida ya no me parecía tan deliciosa como antes, ahora me parecía un poco agría igual que los pensamientos que tenía.

Removí el arroz en el plato y luego lo miré a él. Luzbel seguía en lo suyo, devorando el plato de comida. Comía con avidez; cortaba la carne en grandes trozos con las manos, mojaba el pan en la salsa de pollo y se lo metía a la boca con glotonería, bebía del jugo de mora sin siquiera terminar de tragar.

Era adorable.

Al final, Marcela dijo que se iba y no se dignó a probar la gelatina que ya se había solidificado. Indicó que no le gustaba la gelatina sin azúcar cuando así la había preparado porque me gustaba más de ese modo.

—Nos vemos después —hizo un ademan de adiós con la mano, retirándose. Luzbel seguía comiendo con una cuchara la gelatina y asintió con la cabeza.

La puerta al cerrarse hizo un ligero ruido y luego ya no hubo más, solo ruidos amortiguados por la calle y los ruidos de las preguntan que zumbaban en mi oído como moscas inquietas. De verdad que habría querido hacerle algunas preguntas a Marcela, esas preguntas que en más de una ocasión quisieron salir durante toda la mañana. Miré inquieto la puerta. No estaría lejos, podría alcanzarla y azotarlas con las preguntas que cosquilleaban mi garganta.

—Si vas a salir, sal. Pareces un perrito castigado que mira la puerta esperando a que su amo se la abra.

—No soy un animal.

—Sueles actuar como uno.

Arrugué el entrecejo. Indeciso.

—Además, no moriré si me dejas solo por unos minutos. No estoy agonizando así que vete.

—Está bien, solo tardaré unos minutos —se encogió de hombros indiferente sin dejar de comer la gelatina.

Al salir, miré a la derecha y luego a la izquierda, ¿Por cuál lado se habría ido? Decidí irme por la izquierda, por allí era más cercano a la parada de buses. Caminé rápido, casi corrí y logré alcanzarla. No era muy difícil identificarla ya que ella era la única persona con semejantes ropajes.

Déjenme explicarle algo, Marcela o Marcelo era una persona extraña. Podría haber días en que se vestía completamente de mujer así como también había días en se vestía conforme a su sexo masculino, pero había días en que… en que era una mezcla de ambos.

Ese día vestía así y era difícil no fijarte en su apariencia si pasaba por tu lado; ella vestía una camisa negra de manga larga y cuello tortuga bastante ajustada que hacia juego con unos pantalones de cuero negro y ajustados. Sin embargo, eso no llamaba la atención, al menos no tanto como los zapatos que calzaba. Era unas botas largas, llena de hebillas y correas, bastante altas que terminaban en punta, iban remetidas sobre el ajustado pantalón. Un hombre calzando zapatos de mujer. Sí, era bastante llamativo y extraño. No usaba peluca ni maquillaje por lo que era fácil distinguir sus facciones de varón.

No se detuvo en la parada de buses como supuse, sino que continuó su camino. Las personas que esperaban el bus susurraron y comentaron lo raro que se veía un hombre vestido así.

Lo más insólito era que caminaba condenadamente bien, incluso mejor que una mujer con semejantes tacones. Y no solo eso, también caminaba rápido, al parecer estaba acostumbrada a caminar con esas cosas. Le alcancé rápidamente y ni se inmutó por mi llegada.

—Necesito hacerte unas preguntas —dije algo jadeante y tratando de seguir su ritmo.

—Ya me lo suponía. Los muchachos jóvenes y frescos siempre tienen preguntas —estaba fumando y se llevó el cigarrillo casi consumido a sus labios, expulsó el humo por su boca y el olor a nicotina me molestó. Siempre es un olor que molesta.

—¿De qué hablaban mientras yo no estaba?

—De cosas —volvió a llevarse el cigarrillo a la boca, ni siquiera me miraba.

—¿Qué cosas? —sonrió de medio lado y me miró.

—¿Por qué un muchachito como tú siente la repentina necesidad de saber cosas que son mejores no saber?

—Hablaban de alguien. Creo que de la persona que le hizo daño a Luzbel —traté de parecer decidido pero soné angustiado, casi desesperado—. Estoy seguro de que usted sabe quién fue y de por qué hizo lo que le hizo.

Ella no me respondió, soltó el cigarrillo, pisándolo con la punta de su bota. Luego se adentró a la plaza y se sentó en una de las bancas. Yo tenía entendido que en esa plaza solo se sentaban las prostitutas a esperar clientes en la noche, por ello había adquirido mala fama así que cualquier persona no podía sentarse libremente allí sin ser confundido con alguien que da su cuerpo a cambio de dinero. Quizás Marcela esperaba a alguien.

Apenas dudé un segundo y me senté junto a ella. Pasados un tiempo, las personas que pasaban por allí comenzaron a mirarnos mal, como si en cualquier momento yo fuese a abajarme los pantalones y pedirle a Marcela que me hiciera sexo oral en frente de todos.

Sinceramente me sentí cohibido ante esa mirada de desprecio.

—¿Por qué te sientas aquí si sabes la fama de esta plaza?

—¿Esperas a un cliente?

—No. Me siento aquí porque estoy cansada y porque es divertido ver como los demás te miran como si fueras mierda.

Sacó otro cigarrillo y lo encendió rápidamente. Le gustaba fumar bastante, tanto que el olor a nicotina ya formaba parte de su piel.

—Luzbel llegó ayer vestido de chica, no es la primera vez que lo veo llegar así. Cuando llega de ver a ese cliente, del cual no sé nada, siempre lo hace silencioso, muy callado y sumiso. Incluso llora —empecé a relatar con la esperanza de que su corazón se ablandara y me dijera qué es lo que pasaba—. Y ayer llegó demasiado herido. Había tantos cortes en su espalda, algunos profundos, otros no tanto. Muchos requirieron puntos. Al principio no pareció afectado por eso, se mantuvo tranquilo e impasible como suele serlo él. Y después… después de algunas horas, se derrumbó; la ropa con sangre reseca que le había quitado se la volvió a poner, incluso se maquilló. No parecía él, parecía otra persona. Y lloró mucho, nada parecía calmarlo. Tuve que ponerle un sedante para que descansara.

El rostro de Marcela no cambió de expresión, era como las aguas tranquilas; lo ocultaba todo, no revelaba nada, como si no sintiese nada.

—Él está mal. Nadie en su sano juicio vuelve a ponerse la ropa con que le han hecho daño, ni se maquilla solo con el objetivo de mirar su rostro lastimado en un espejo roto. ¡Ni mucho menos pide que sigan lastimándolo!

Yo estaba seguro de que esa persona que visitaba le había desarrollado un problema psicológico; vistiéndolo de mujer cuando él era un hombre, maquillándolo como si fuese una muñequita de porcelana, hiriéndolo como si fuese un trapo y dándole dinero a cambio para compensar el daño infringido.

—¿Y qué me darás a cambio si te digo lo que pasa? —me quedé anonado, con los ojos abiertos, ¿Me estaba pidiendo dinero por información?—. Mira niño, será mejor que te acostumbres a eso si vas a vivir bajo el mismo techo que él. Nunca olvides que eres un simple inquilino, así que deja de hacer preguntas tontas. No te involucres. Pero si quieres ayudarlo cuando llegue herido, ayúdalo. Si quieres consolarlo, consuélalo. Y si quieres amarlo como puto pues ámalo. Ese no es mi problema. Pero eso sí, tienes que prepararte para salir lastimado.

Vacilé ante su aclaración. No me dejó ni hablar cuando ella continuó su charla casi como si yo le hubiera dicho algo.

—Si yo fuera tú, me iría de allí, huiría como siempre lo has hecho. O sino me lo disfrutaría, ¿No te pidió ayer que te lo cogieras? Si yo fuera tú, lo haría. Ve, cógetelo, penétralo, utilízalo, como quieras, sacia tus instintos más bajos y luego márchate.

—¡No voy a hacer eso! —me enojé tan rápido y tan deprisa que sentí que los vellos del brazo se me erizaron—. ¡¿Cómo puede decir eso?! ¡Lo que quiero es ayudarlo!

Marcela soltó un suspiró melodramático, una forma de burlarse de mí y mis pensamientos.

—Ya lo he dicho antes: necesitas una dosis de vida real. Crees en una utopía. Crees en un cuento de hadas. Debes saber que las cosas no siempre son tan fáciles y mucho menos lo son con Luzbel —y al igual que él se mantuvo tranquilo cuando el viento soplaba—. Conozco a Luzbel desde hace años. En ese tiempo no trabajamos en burdeles, sino en la calle. Estuvimos en la misma el primer día que se prostituyó. Ah sí, debía de tener como trece años cuando vino un carro y se lo llevó. Supongo que le hicieron cosas horribles porque llegó llorando, con el rostro cubierto de lágrimas, las manos temblando y los bolsillos de su pantalón repleto de billetes de colores.

Se me hizo un nudo en el estómago. Seguro que la angustia se reflejaba en mis ojos. No quería seguir escuchando, dolía escuchar, saber e imaginarme lo que pudieron haberle hecho. Quizás por eso, Marcela continuó hablando, divertida al ver el sufrimiento que aquel relato me acarreaba.

—Y luego vino otro más, recuerdo que no quería ir, le asustaba ir pero él debía ir. No tenía opción —sonreía de medio lado, una mirada astuta, maliciosa—. Yo escuchaba cuando lo llamaban, cuando la puerta del carro se abría, cuando se cerraba, cuando la cremallera de cierres se abajaba, cuando lo penetraban y el pequeñito Luzbel gritaba de dolor. Y no había nadie que lo ayudara. Ni esa vez, ni la anterior, ni la próxima.

—Basta…—dije sin mucha fuerza en mi voz.

—Y a veces se lo llevaban a una habitación llena de adornos de payasos y los payasos reían mientras lo violentaban. Qué pena, un niño tan chiquito con semen en su cuerpo, con moretones en su piel inmaculada. Con heridas en su cuerpo inmaduro. Imagínate, quemaduras de cigarrillos, cicatrices de mordeduras. Ah, que pena...

—Por favor, haz silencio… Cállate… No digas más…

—Pobre chico, sometido a esos usos y abusos. Está tan atado a la vida de puto que cree que no sirve para nada más.

Soltó una risa áspera y forzada.

 —Le han hecho cosas, ¿Sabías? Cosas horribles. No me sorprende que tenga problemas en su cabeza, seguro que está desbaratado. Después de todo, es una puta a la que desechan sin problemas. Una puta a la que abandonan todo el tiempo —me miró de arriba abajo de una forma que me pareció grosera y despectiva—. Pero eso es culpa de él, por si no lo sabes es bastante enamoradizo, siente debilidad por los chicos buenos como tú. Y los chicos buenos no soportan su vida, siempre tratando de arreglarlo, tratando de salvarlo. No entienden que hay cosas que no se pueden salvar. Y luego se dan cuenta de que él está demasiado usado, demasiado sucio, demasiado roto y se van… no quieren tener nada con él luego de ver lo que hace. Y entonces se queda solo, mucho más solo que antes.

—¡Basta! ¡Cállese! ¡Yo no voy a ser como esos hombres que lo dejan!  —me había puesto en pie, desafiándola con la mirada.

—Como quieras, ve a seguir viviendo tu fantasía —me invitó a marcharme con un ademán—: Vete. Corre. Desaparece.

Y sacó otro cigarrillo para fumar.

Me fui, ya que no quería seguir escuchando. Estaba tan enojado tanto con ella como conmigo. Yo no iba a dejarlo. No, claro que no… pero… ¿Y si ella tenía razón?¿Y si me acobardaba en algún momento y me marchaba? ¿Sería capaz de hacer eso?

Para calmar mis ansias, compré el periódico y comencé a leer. Necesitaba serenarme. Un anuncio llamó mi atención. Un anuncio grande. Una oferta de trabajo. No cualquiera, un trabajo en una clínica. Un puesto como doctor general. Sin quererlo, me sofoqué al instante.

Al llegar a casa, observé que Luzbel se encontraba acostado boca arriba en el suelo, estaba sin camisa y sin vendajes lo cual me alarmó.

—La espalda me quema y el piso está frío —fue todo lo que me dijo al escuchar mi sermón. Seguía inalterable como la luna, con los ojos cerrados, completamente sereno, para entonces eran la una y media de la tarde. Dio unas palmaditas en el suelo, indicándome que me acostara a su lado. Lo hice sin vacilar.

Silencio y nada más.

—Luzbel, tú has visto y sentido cosas horribles —comenté, mirando el techo, él continuó con los ojos cerrados—. ¿Cómo lo has soportado?

Lentamente abrió sus ojos. Ojos lindos, brillantes, e indescifrables. Observó el almanaque colgado en la pared. Era un almanaque de hojas individuales, ya saben, de esos que le arrancas una hoja por cada día que pasa. La hoja marcaba la fecha de hoy y estaba rayada con una gran equis roja. Parecía indagar en algo con mucho cuidado y yo estaba muriendo por saber qué pensamientos cruzaban su cabeza.

—Siempre pienso que falta un día menos.

—¿Qué?

—Ese es mi consuelo: marcar un día menos.

—¿Un día menos para qué?

No me respondió, continuó indagando entre sus propias ideas, entre el abismo que marca la luz y la oscuridad. Yo sólo suspiré, su falta de respuesta era algo natural.

—He estado pensando mucho en cómo podría ayudarte, quizás pueda tener dos trabajos o más y entonces no tendrías porqué trabajar. Podrías quedarte aquí y descansar todo lo que no has descansado —lo miré, anhelante, esperanzado—. Quizás hasta podría volver a la medicina, me pagarían mejor y viviríamos mejor. Por ti podré hacerlo...  Prometo aprender, ser un médico feroz y con muchas aspiraciones.

—¿Regresarías a la medicina por mí? —preguntó.

—Sí, regresaría a la medicina por ti.

Ante aquel comentario, ladeó lentamente el rostro, observándome con unos ojos claros y extraños como dos lunas misteriosas.

—Preferiría que volvieras a la medicina por ti.

Sí, claro. Eso era mejor; evitaba lazos y deudas, pero yo no quería volver a la medicina por mí, sino por él porque él era lo más preciado para mí. Busqué su mano y la enlacé con la mía en un acto cariñoso y necio, no podía evitarlo. Era algo que me nacía hacer, y tampoco pude evitar sentir esos aleteos de mariposas en mi estómago al sentir que él aceptaba mi muestra de cariño, entrelazando sus dedos juntos a los míos. Estaba muy feliz a su lado.

Sí, Marcela tenía razón: vivía en una fantasía. Y qué importaba eso cuando esa mano cálida estremecía cada uno de mis órganos. 

—Me encantan tus ojos —dije patosamente. Él se mantuvo en silencio—. Y el cabello, y los labios, y el cuerpo, y las manos.

—No sé por qué te gusto tanto, ¿Será por qué tengo mucha experiencia? —sin querer me ruboricé. Desde luego que no me fijé en él por eso, bueno… no tanto por eso—. Deberías fijarte en alguien de tu edad, en alguien joven. Yo soy muy mayor para ti.

—No por mucho.

—Te llevo cinco años.

—A mi no me importa.

—Eres muy necio.

Y luego de eso, nos mantuvimos callados, cada uno sumergido en nuestros propios pensamientos. No sé qué pensaba él, pero yo pensaba en cómo hacerlo feliz. Si, patético pero al mismo tiempo inevitable ¿O acaso él no se merecía ser feliz? ¿Acaso no se merecía unas cuantas cosas bonitas? ¿No merecía que lo amase con toda la locura que albergaba mi pecho? Claro que sí, merecía eso y mucho más y yo quería ser la persona que se lo pudiera dar.

Lo repito, quizás más veces de las que sean saludables: Marcela tenía razón, vivía en un cuento de hadas.

Pero de algo hay que vivir, ¿No? 

Y también de algo hay que morir.

 


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