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La miserable compañía del amor. por CieloCaido

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Capítulo 23: Rosas en el jardín.

Siempre que iba por el boulevard me recibían un motón de burbujitas. Colores efímeros que sólo podíamos admirar. Una cortina de pompas de jabón que navegaban de la misma manera que íbamos nosotros en el mundo; en el aire, a la deriva, sin un destino fijo, esperando explotar…

Lo peor de todo es que cada una de las burbujas explotaban mientras intentaban ir arriba, en líneas torcidas, hacía el cielo, esperando alcanzar el paraíso que todos buscamos y pocos encontramos. Creo que eso es lo peor de todo, intentar alcanzar el cielo y desaparecer antes de hacerlo.

Las burbujas eran demasiados efímeras… igual que el tiempo; el tiempo que pasaba con Luzbel…

Cada día, cada minuto, se iba tan deprisa que apenas me daba cuenta de que el día había terminado. Aunque había ocasiones en que atrapaba el tiempo, ahuecaba mis manos y conseguía capturar segundos antes de que emprendiera el vuelo como una mariposa asustada. Conseguía atesorar instantes pequeños; un beso dado lentamente en los labios, un suspiro sobre su piel y erizarla en el acto, o una mirada lenta y minuciosa.

Todo me parecía tan hermoso que incluso consideraba seriamente que la idea de volar no era descabellada. Estaba feliz, feliz de que Luzbel dejara su trabajo.

Debo confesar que los primeros días que Luzbel no fue a ese maldito prostíbulo, yo estaba inquieto. Sentía que todo podía ser mentira y él pudiese regresar a ese lugar. Sí, desconfiaba de su palaba, ¿Por qué no iba a hacerlo? Tantos meses rogándole que abandonara su trabajo y ahora lo hacía. Era extraño. Pero no por eso me quejaba. Regresaba a casa apurado, con el temor de que al llegar a casa él ya no estuviese. Pero estaba allí. Estaba en casa. Y no se iba a ir a ninguna parte.

La primera noche que no fue al burdel durmió plácidamente sobre la cama. Creo que durmió alrededor de doce horas continuas. Me quedé contemplándolo toda la mañana, su cuerpo sobre la cama, la respiración pausada, los ojos cerrados y los labios entreabiertos. Nada parecía perturbarlo. Creo que durmió todo lo que no había dormido en años... 

Sin embargo, pese a que él había dejado su trabajo, las fotos y videos seguían siendo enviados. Esta vez no me llegaban a casa, sino directamente al trabajo. No sabía quién las enviaba, y cuando preguntaba en el despacho por quién las había dejado, nadie sabía nada. Era frustrante. Aun así, no abrí ni uno solo de esos sobres, sabía que era lo que contenían. Mientras tanto, seguía buscando una residencia donde pudiésemos mudarnos. Un lugar bonito donde pudiéramos tener nuestro propio jardín de rosas. Un paraíso perfumado y lleno de espinas.

Casi como la vida misma…

Johan me ayudaba con eso. Me mostraba folletos de residencias alejada de la ciudad y que parecían sitios saludables para comenzar una nueva vida. Yo aún no me decidía por cual, pero me emocionaba mucho tener opciones.

−Ah, allí vive mi hermana –comentó una compañera de trabajo mientras admiraba las casas dentro de los catálogos−. Es un vecindario bonito y agradable. Y las casas son preciosas.

En casa de Johan habíamos cinco personas, incluyendo al propio Johan y a mí. Él tenía la costumbre de traer gente a casa cuando en el hospital se realizaba mucho trabajo pesado. Esa mañana un camión de caña había chocado a un transporte público. La cantidad de heridos llegados fue devastadora; niños, mujeres, ancianos. Todos heridos, algunos muertos. Hacía tiempo que no veía tanta sangre junta...

En un principio fue algo muy aterrador. Es normal que te petrifiques ante un accidente tan cruel. Salí pronto de mi estupor y puse manos a la obra. Más de una persona murió… sentí ese nudo en la garganta y esa molestia en el estómago, pero no dejé que mis manos temblasen ni que mi vista se nublara por las lágrimas. Tenía que mantener mis pies de acero y mi rostro imperturbable. A veces tienes que ser así. A veces solo tienes que tragarte todo y respirar lentamente. A veces tienes que parecer insensible para hacer algo.

Por eso, quizás, es que somos fáciles de reconocer. Es decir, a los médicos. Muchos tendemos a tener pupilas frías, una postura rígida e incluso muchos tenemos un aire antiséptico que nos rodea como un mantra. Se supone que deberían ser las personas más compasivas del mundo, ¿no? por eso de salvar vidas. Y resulta que la medicina (y los médicos) podría ser lo más inhumano de esta vida. Deberíamos ver víctimas, personas… y a veces, solo veíamos un número más en la lista. Un cuerpo con el cual aprender. Un instrumento para poner en práctica nuestros conocimientos.

No digo que no existiesen los médicos compasivos, o que éramos unos descorazonados. Es sólo que a la hora de actuar en la medicina se dejaba de pensar que el ser que tenías en las manos era más que un humano. Era un ser humano. A veces uno se olvida de eso.

A veces, incluso, te olvidas que tú eres un ser humano…

Por eso estábamos allí, en casa de Johan, para recobrar un poco la normalidad y eliminar la sangre en las manos. Para olvidar por segundos el ruido enloquecedor del monitor cardiaco cuando un paciente se te está yendo de las manos. Suele pasar que aun cuando eres médico y salvas vidas, aun cuando te vean como algo inhumano, aun cuando te sientas Dios, aun con todo eso… se siente y se duele.

Johan decía que no se debería estar solo luego de un día tan largo. Los que estaban allí era porque no estaban casados, o no tenían una casa cálida a la cual regresar. Yo, desde luego, tenía a donde ir. Pero de todas formas fui un momento para que así todos tuviéramos algo de apoyo moral.

−¿Vas a mudarte allí con tu pareja? –preguntó curiosa Tania.

Ella era bajita, 1,60 con cabello negro ondulado que amarraba en una coleta alta. Sus largas uñas cuidadas y pintadas sostenían el folleto. Tenía treinta años y nunca se había casado.

−Sí.

−¿Y cuántos años tienes? ¿22, 23?

−Pronto cumpliré veinticuatro.

Pareció sorprendida.

−Hombre, pues, voy a tener que buscarme uno como tú. En estos días, los hombres le tienen pavor al compromiso, o quizás es que tengo la mala suerte de toparme con tipos idiotas. Una de dos, supongo −suspiró−. Vaya suerte tiene esa chica. Mira que conseguirse un chico joven y médico, y que encima busqué casa para comprometerse. A eso le llamo yo sacarse la lotería.

Me rasqué la nuca un poco inquieto, ¿debería decirle que no era un chica, sino un chico al que quería?

−En realidad, no es una chica –le dije con más seguridad de la que aparentaba−. Es un chico.

Todos callaron y me miraron con los ojos muy abiertos. Miré a Johan de refilón y no parecía afectado por nada, solo atinó a sonreír y beber un poco de la copa de vino que se había servido.

−Oh vaya, eres gay…−Tania fue la primera en hablar, los demás seguían mirándome sorprendidos de “mi salida del closet” −. Pues que mala leche. En serio. Y yo que pensaba que eras hetero y podría utilizar mis armas femeninas para seducirte y arrancarte de los brazos de esa chica. Pero eres gay, no puedo competir con un hombre –me miró risueña y alzó una ceja divertida−. Lastimosamente no tengo una verga entre las pierna, lo cual es una pena porque si la tuviera ya te estaría follando en el baño, chico sexy.

Ante sus palabras no pude evitar romper en carcajadas. Eso había roto la tensión y todos reían. Suponía que a nadie le sentaba mal que tuviera gustos diferentes.

Más tarde esa noche, cuando me marché de allí, Johan me acompañó hasta la salida, platicándome en el camino las diferentes opciones.

−El viernes tengo libre en la mañana. Podríamos ir a ver esas casas para ver qué te parecen. Creo que te gustaran. Conozco a algunos residentes allí que quieren alquilar su vivienda. Pero ya sabes, como es una urbanización el precio es más elevado.

−Estaría muy bien el viernes. Y el precio… bueno, eso ya veremos, pero estoy dispuesto a dar el dinero que sea para tener una nueva vivienda.

−Esa es la actitud –y sonrió cándidamente.

−¿Estaría bien que llevara a mí pareja? –eso pareció sorprenderlo. La sonrisa se borró lentamente y dejó un semblante tranquilo, imperturbable. Me recordó tanto a Luzbel...

−No veo porque no. Creo que estaría bien que llevaras a tú chico a ver las casas. Seguro que se emociona –y la sonrisa volvió.

Yo se la devolví y comenté algo que había visto en su casa. Las fotos no, las fotos seguían estando boca abajo por una razón desconocida para mí. Lo que quería comentarle era acerca de un par de maletas que vi allí.

−¿Va a usted viajar pronto? –pregunté con toda la delicadeza de la que fui capaz.

−Veo que eres muy observador –no estaba enfadado ni sorprendido, se mostraba tan relajado como una hermosa pompa de jabón a punto de desaparecer−. Deberías utilizar mucho más esa observación. Seguro que te servirá.

−¿Eh? ¿De qué habla?

Él solo sonrió como un niño pequeño, con el enigma pintado en su cara. Con la tristeza de quien sabe que las cosas efímeras desaparecen para siempre.

Tomé un taxi y fui a casa. Había sido un día duro, pero había valido la pena. La medicina valía la pena. Además, era agradable compartir con amigos. No hablaba demasiado, como era de costumbre, pero Tania y Manuel hablaban el doble. Era muy agradable.

Al bajar, me percaté de que Darinka jugaba en la acera. Estaba con otros niños y jugaban al avión. Cuando me vio sonrió ampliamente y vino hasta mí. Me había ganado su afecto y ahora ya no se mostraba tan escurridiza como al principio. Saqué una pelota de goma de mi bolsillo y se lo entregué.

−Muchas gracias.

Le sonreí y le pregunté si Luzbel seguía en casa. Ella asintió varias veces y eso me alivió mucho. Creía que él podría haberse ido…

−Hace muchos días que ya no va a su trabajo, ¿está enfermo? –preguntó con su carita llena de preocupación.

−No, claro que no. Es sólo que él ha dejado su trabajo.

−¿De veras?

−Sí.

−¡Qué bueno! –y dio vueltas en muestras de alegría−. ¿Entonces, ya no se irá en las noches?

−No. No lo hará. Lo cuidaré mucho y tendrá una nueva casa.

−¿Nueva casa? –parecía entender el significado de aquello. Porque aquello significaba que Luzbel se iría de allí. Significa que ella no lo vería todos los días−. ¿Se van a ir?

La tristeza se notaba en su voz y a mí se me partió un poquito el corazón.

−No podemos quedarnos aquí, Darinka –dije lo más amable que pude−. Hay gente mala aquí, ¿sabías? Gente que podría hacerle daño a Luzbel. Yo no quiero eso. Yo quiero que él sea feliz, se lo merece, ¿a que sí? –Ella lo pensó un momento y luego asintió. Primero muy despacio, y luego con firmeza.

−Sí, es verdad. Así el hombre del carro gris no vendrá más a buscarlo.

−¿El hombre del carro gris?

−Sí. Había un auto gris que siempre venía a buscarlo. No sé quién era, pero él se iba y no regresaba hasta muy tarde.

Seguramente eran clientes. Suspiré un poco, y después me animé pues ya no habría más clientes a venir a buscarlo, o eso creía yo…

Entré a casa silencioso y dejé los zapatos a un lado de la puerta. El piso estaba tan limpio que podía ver mi reflejo. Luzbel, ajeno a mi presencia  y a unos pasos más delante de mí, veía la televisión acostado laxo sobre el mueble.

Todos los días era lo mismo.

Hacía un mes que ya no trabajaba así que no tenía necesidad de hacer nada más que quedarse en casa. De modo que se pasaba el día entero ante el televisor, viendo cualquier cosa en el DVD, telenovelas, partidos de fútbol, conjuntos de rock, caricaturas, películas de terror.

Me quedé observándolo un minuto. Las voces de los personajes se oía con mucha claridad y él estaba allí, tan desasociado del mundo. Tan indiferente de todo. Como una hoja seca al aire que no sabe a dónde va a parar. Demasiado endeble. Demasiado blanco. Demasiado pulcro, y era casi como si no existiera.

−Buenas noches, Franco –me dijo con su voz tranquila.

No volteó a verme, siguió contemplando la televisión. Tampoco respingó por mi repentina llegada. Parecía como si hace mucho supiese que yo estaba allí, contemplándolo.

−Buenas noches, Luzbel. –me acerqué despacio, con las medias mitigando el sonido de mis pasos−. ¿Qué ves?

−Una novela mexicana

Él se acostó de lado en el mueble, dejándome algo de espacio para que me sentara. No dejaba de ver a los personajes en la televisión. Mientras tanto, yo observaba con cuidado las paredes un poco descoloridas, el techo que seguía rezumbando a causa del viento, y los objetos que decoraban en la sala. Nunca le había preguntado cuánto tiempo llevaba viviendo allí, o cuantos inquilinos hubo antes de mí. Y no se me ocurría cómo decirle que quería sacarlo de ese rinconcito, de su refugio, para llevarlo a un lugar desconocido, ¿Se lo tomaría muy mal? ¿Se opondría a la idea de vivir en otro lugar?

−¿Alguna vez has oído la leyenda de los techos voladores? –pregunté mientras las tapas de zinc no dejaban de sonar.

−No, ¿y tú?

−Tampoco. Pero me preocupa que esa leyenda salga al aire cuando estas tapas vuelen lejos y le corten la cabeza a alguien.

−¿Sigues con eso? El techo no se va a ir, así que no seas tan paranoico.

−¿Estás seguro? –miraba las tapas con la misma mirada que echa un crio que no se cree un cuento chino.

−Llevo viviendo aquí cinco años, Franco. Y las tapas nunca se han ido.

Así que cinco años… mucho tiempo, ¿no? Suspiré un poco y me quité las medias sin prisa, pensando en cómo soltarle la bomba que tenía en la punta de la lengua. Los actores en la tele seguían pronunciando sus discursos sin detenerse a pensar si ese era el lugar donde deberían estar, o si eran las palabras correctas para un momento incómodo.

−Hoy un camión chocó a un transporte público. Murió mucha gente –y los actores en la tele reían y reían y Luzbel los observaba mientras asimilaba lo que decía−. El monitor cardiaco no paraba de sonar. Era un sonido muy perturbador. Quizás tenga pesadillas con eso esta noche.

−¿Tú estás bien con todo eso?

−Sí… es decir, no. Pero está bien, estás cosas pasan. Es un hospital. Mucha gente morirá y otros se salvaran. No puedo jugar a ser Dios, pero me gusta intentarlo y salvar a quienes puedo.

−¿Murieron en tus manos?

−Un niño. Tenía el pulmón perforado y no pude hacer mucho. Todavía soy médico residente. No tengo una especialización así que no se me permite ingresar directamente a la sala quirúrgica sin un médico cirujano al mando. Y aun si hubiese podido entrar no hubiese podido hacer gran cosa. El niño ya se estaba muriendo cuando ingresó.

−Supongo que tuvo suerte.

−¿De qué hablas?

−Del niño. Tuvo suerte. –fruncí el ceño.

¿Suerte? Ese niño no había tenido nada de suerte. Murió muy joven. Cinco años. Tenía mucho para vivir.

−No es cierto. Pudo haber vivido mucho más.

−Eso es malo.

−¿Por qué?

−Porque vivir hace daño.

Tal vez tenía razón. Tal vez haber muerto así, siendo joven, niño, inocente, se tuviera mejores recuerdos que las del sufrimiento que pronto te arroja el mundo. «Vive rápido, muere joven y tendrás un cadáver bonito». Y sin embargo, seguía pensando que era una pena morir a los cinco años, sin el recuerdo de un beso o de un amor imposible.

Él levantó la vista y me miró con esos ojos que parecían expandir una neblina fría y silenciosa. Sentía que podía hundirme en ellos, en zambullirme en el agua honda y dejar que me devorara.

−Sí. Vivir hace daño. Y morir también hace daño –sonrió por mis palabras. Seguramente pensó que era un cándido, que seguía siendo demasiado ingenuo para la medicina. Demasiado blando−. El caso es que después de terminar en el hospital fui a casa de un amigo. Fuimos varios. Y este amigo me mostró unos folletos de unas casas fuera de la ciudad. Es una residencia bastante bonita.

−¿Qué quieres decir?

−Quiero decir que podríamos mudarnos de aquí y vivir en un lugar mejor. ¿No te gustaría eso? Un lugar más bonito. Donde nadie te lastime.

Parpadeó dos veces.

−¿Crees que existe un lugar donde nadie pueda hacerme daño? –me preguntó impertérrito.

No estaba regañándome, ni siquiera era sarcasmo. Era una pregunta muy sincera, la más sincera que hasta entonces había dicho.

−Por supuesto que sí. Yo lo encontraré. Confía en mí.

Y le sonreí con todos mis dientes. Sincero e ingenuo. Porque al fin y al cabo buscaba un paraíso en la tierra. El oasis en el desierto. La burbuja que va hacia arriba, creyendo que es eterna sin saber que los colores también desaparecen.

No cené. No tenía hambre, más bien tenía el estómago dándome vueltas, tenía náuseas, y un agujero en el corazón. Era natural sentirse así luego de un día tan… devastador. Sólo me fui a bañar para quitarme el cansancio del cuerpo. Y dejé que el agua se llevara de a poco mi tristeza.

Siempre había pensado que lo mejor era tener mi vida separada del trabajo. Que cuando entrase en casa, los problemas del trabajo quedasen atrás. Pero era algo difícil de hacer. En especial cuando le pones el corazón a eso que haces.

Tomé la toalla y me sequé con ella, taciturno. Algunas gotas de agua resbalaban de la punta de mi cabello mojado. Hebras negras que parecían de tinta derramada. Cuando abrí la puerta del baño y salí, los ojos de Luzbel estaban a unos milímetros de mí. Y yo abrí los ojos impresionado y di un paso atrás por la sorpresa.

No me lo esperaba.

Allí frente a mí, me parecía como si estuviera ante un espejismo de las Mil y Una Noche.

−Hagamos el amor esta noche, mi vida. –me dijo con esa voz que se me filtraba por todas partes.

Y me extendió la mano para guiarme, como si yo no supiera donde quedaba la cama. Sonreí para mis adentro y acepté su invitación, tomando entre mis manos su mano que me ofrecía todo, todo. El cielo, la tierra y el infierno. Y estaba seguro de atravesar todos esos lugares con tal de tomar lo que él me ofreciese.

Apenas llegamos a la cama y ya nos estábamos comiendo a besos. No dudé en explorar su cuerpo con mis manos, en acariciar su piel que se quemaba con mi contacto. La ropa de él voló y la toalla que cubría mi virilidad cayó al suelo como una flor cortada. Todo era excitante. Sin embargo, había algo que no terminaba de encajar… algo que flotaba en el espacio y parecía un aroma desconocido…

Nos seguimos besando en un arrebato salvaje y dominante. Luzbel hizo el amago de querer ir por preservativos pero se lo impedí. El calor era demasiado como para permitir que se escabullera por un segundo. Lo necesitaba con urgencia cerca de mí. Nuestras pieles hervían, como si de lava se tratara. Un volcán que estallaría pronto. Él lo sabía, por eso se acostó de lado y yo me acosté detrás de él. Le besé el cuello y él levantó una pierna, invitándome a que la tomara y eso hice, la sostuve mientras me acercaba más y más. Me recordó tanto a una de escenas de películas porno y no me importó. Ahí, en la cama con él, solo reinaban los instintos y la necesidad de un contacto más cercano. Luzbel ladeó un poco la cabeza y me apresuré en besarlo mientras comenzaba a penetrarlo.

Sin embargo, algo iba mal… no sabía cómo explicarlo.

Mis movimientos eran lentos, un vaivén como el de las olas suaves del mar en la mañana, y Luzbel tragó saliva al tiempo en que su mano sujetaba la sabana.

−Espera, Franco –dijo entre jadeos y yo me detuve.

Él también sabía que algo no iba bien. Quizás es que estaba un poco incómodo. Yo también lo estaba. Creía que era la postura sexual.

Nos acomodamos un poco y Luzbel decidió que quería estar arriba.

Así que acostado sobre la cama, lo vi encima de mí, con la respiración un poco acelerada. Le observé el cabello revuelto y los pezones erectos. Y pensaba en lo mucho que me gustaría tomar esos pezones en mis labios y morderlos, arrancarlos de su pecho y tragármelos. Era tentador. Mis pensamientos libidinosos se vieron interrumpidos cuando él empezó a cabalgar. Arriba, abajo. De lado, en círculos. Rápido, rápido. Pero… algo seguía yendo mal. Luzbel se detuvo un momento. Tragó saliva. Me miró.

−Deja que acomode mejor la pierna –dijo

Y puso su pierna de costado, acomodándola mejor de acuerdo a la posición. Luego continuó moviéndose sobre mí y tras unos minutos volvió a detenerse. Suspiró un poco exasperado porque tampoco encontraba placer en esta postura.

No entendía qué pasaba…

Me senté sobre la cama con él aun en mi regazo y le mordí las tetillas. Pensaba que quizás eso mejoraría un poco las cosas, y lo hizo. Luzbel gimió y me sujetó el cabello con ambas manos. Estaba tan entretenido allí que no me di cuenta que él se acercó a mi oreja y la mordió. Era realmente excitante.

Quizás ahora si iba a funcionar…

Mis manos bajaron a su trasero y lo incité a que continuara moviéndose. Luzbel me necesitaba tanto como yo lo necesitaba a él. Y sin embargo… sin embargo, volvimos a detenernos. Esta vez por mí, porque no me sentía cómodo así.

Nos separamos y sentí como la tibieza de mi cuerpo se enfriaba poco a poco. Era exasperante no saber qué sucedía. Luzbel, a mi lado, también parecía un poco frustrado. Se sentó en la cama y se rascó el cuello pensativo. En tanto yo me incliné un poco hacía atrás, para poner la mano sobre la cama y echar el cuerpo, pero no me di cuenta de que prácticamente me encontraba en la orilla de la cama y terminé cayéndome al suelo.

−Mierda…−susurré dolorido. Luzbel se asomó a gatas y enarcó una ceja−. ¿Esto es lo que llaman tener mal sexo?

Entonces lo oí reír. Carcajada tras carcajada, y su risa hizo que todo no pareciera tan malo. Me levanté y me acosté a su lado. Él aún seguía riéndose y yo atesoré el sonido franco de su sonrisa. Era precioso. Cuando se calmó, cerró los ojos y una sonrisita se insinuó en sus labios. Y pensé que sí, que debería encontrar un lugar donde nadie le hiciese daño.

−Este viernes el amigo que te conté, me mostrará unas casas, ¿no te gustaría venir conmigo?

Y abrió los ojos. Miró el techo y no dijo nada.

−Podríamos elegir la que más te guste, sin importar el costo.

Él siguió en silencio. Y yo endulcé mis palabras con miel para atraer a las abejas.

−Y podríamos elegir una que tenga un terreno grande. Y que tenga un espacio para el jardín. Sembraré muchas flores y muchas plantas, ¿no te gustan a ti los jardines? Tendremos uno y será grande. Cultivaré rosas, si lo deseas. Muchas, todas de distintos colores. Será nuestro propio jardín de rosas.

−Jardín de rosas… −murmuró sin dejar de mirar el techo.

−Sí. Un jardín lleno de rosas de colores. –le besé el hombro, dándole cariño al lunar que había allí, para ser más dulce y convencerlo.

−Hace un mes… que dejé la prostitución –dijo para sí mismo, como si no creyera que hubiese pasado tanto tiempo−. Nunca había durado tanto tiempo lejos.

−¿Antes  la habías dejado?

−Muchas veces. Pero nunca por tanto tiempo.

−¿Cuánto durabas lejos?

−Días…

Y lo dijo como una palabra con mal sabor. Como esos piquetes que te dejan las abejas y la herida te punza a cada rato que crees que nunca se pasará el dolor. Fue lo que dijo después lo que me desconcertó un poco.

−Quizás se ha cansado de mí. Quizás el dolor se ha ido lejos –iba a preguntar sobre eso, y en ese instante sus ojos se fijaron en los míos, impidiéndome hablar. Estaban tan peligrosamente cerca−. ¿El viernes a qué hora?

−A las dos de la tarde. –sonreí.

Aquello ya era un avance. Asintió despacio y sonrió de lado, de esa forma que podía robarme el alma.

−Iré si logras satisfacerme.

Me retó. Y aceptaba el reto de buen grado. Trepé por su cuerpo y lo cubrí de tibios besos.

−Luzbel, ¿alguna vez hiciste el papel de activo? Me refiero, a estar arriba –pregunté cuando llegué a sus labios.

Aquella era una pregunta que había estado dando vueltas en mi cabeza desde el inicio.

−A veces –respondió, buscando con sus manos mi pene−.  Había clientes que no querían cogerme, sino que quería que yo me los cogiera.

Y mientras tanto él seguía masturbándome. Me molestaba tocar un tema como la prostitución en la cama, pero de todas formas me aventuré a preguntar.

−¿Y no quisieras estar de esa misma forma conmigo? –inquirí, jadeante. Entonces, Luzbel se detuvo−. Si tú quieres yo no me opondré. Haré lo que me pidas. No pretendo que esta sea una relación egoísta.

Él estaba sorprendido. Era extraño que fuese tan espontaneo, y aun así era maravilloso.  Luego rió y dijo:

−Eres tan tierno que me dan ganas de comerte por pedazos –me besó fugazmente los labios y murmuró en mí oído−. Te dominaré en algún momento, lo prometo. Pero por hoy te quiero dentro de mí.

No pude hacer más que sonreír con picardía y complacerlo. Aunque pensándolo un poco mejor, él debió acceder a eso, ¿no? Me refiero a lo de ser activo. Era un buen momento, un perfecto momento que nunca se repetiría. Si hubiese accedido me hubiera ahorrado un mal trago en el futuro. Pero esas cosas no se prevén, ni tampoco las decisiones que se toman.

Los momentos mágicos como esos así se quedan, como mágicos…

Y esa noche entré en él como otras tantas veces. Y esta vez no hubo ninguna incomodidad. A lo mejor solo era el tema de la mudanza lo que causaba incomodidad en el aire.

Mis manos fueron de aquí allá, explorando su exquisita figura. Lo saboreé con fuerza. Lamiendo su piel, su alma. Con el anhelo de un enamorado perdido. Su respiración siempre se aceleraba cuando hacíamos el amor. Y sus ojos se cerraban y se abrían despacio, lentamente, y se entregaba a los sentidos, arqueándose, estremeciéndose, en cada beso, en cada embestida. Susurraba mi nombre entre suspiros. 

Su rostro era un poema de lujuria.

Y sus labios, así, mordidos, rojos, húmedos de saliva, representaban todo lo prohibido dentro del  jardín de las delicias por el Bosco.

Nos movimos al unísono, ondulando las caderas e impulsándonos casi con agresividad. Su piel se rasgaba y me tragaba. Sus labios me robaban el aliento y la lengua. Y su cabello dorado se mezclaba con mis hebras negras. Parecíamos un degrade de colores, no sabíamos dónde empezaba uno y donde terminaba el otro.

−Seguramente estás pensando que me estás poseyendo –dijo con picardía mientras yo continuaba empujando en su interior−, que estás haciéndome tuyo –su voz tenía esa entonación deliciosa que me erizaba el vello de los brazos−. Pero te equivocas, mi vida –se acercó a mi débil oído y me susurró−. Soy yo el que te posee. Soy yo el que te tiene dentro de mí. Estás atrapado en mis entrañas. Eres mío, Franco. Mío.

Y para reafirmar sus palabras, me abrazó con sus piernas, me rodeó con ellas y sentí que estaba atrapado en su telaraña y no me importó de ser así. Yo era suyo. Lo había sido desde el comienzo, desde siempre.

Los siguientes días resultaron ser muy tranquilos. Nada parecía fuera de lugar. Quizás era que mis días con él eran muy parecidos, con ese sabor de hojas amarrillas sobre la lengua. Esa sensación de pies descalzos sobre el asfalto caliente. Algo que te dejaba con la dulzura y la nostalgia, parecidas a las sensaciones que proporcionan las puestas de sol; primero vez los colores pintados en el cielo, tonalidades que se esparcen como acuarelas, y luego todo se apaga lentamente y queda una oscuridad absoluta.

A veces él era así… un montón de colores que luego se apagaban. No era un cambio brusco. De hecho, era un degrade muy sutil, apenas perceptible. No te dabas cuenta de ese cambio porque la neblina de sus ojos lo ocultaba todo. Podías ir caminando en línea recta, derecho, hacía delante, y pensar que ibas por el camino correcto, y de repente, sin darte cuenta, estabas más cerca de un precipicio que del final del túnel.

La neblina de sus ojos…

Y ese viernes había más neblina que de costumbre.

«Derecho, camino adelante… no se puede ir muy lejos.»

Tomamos un bus que se dirigiera hacía las afueras de las ciudad. La urbanización que había elegido Johan quedaba bastante lejos. Me pregunté porqué habría elegido un lugar tan apartado de la civilización. Si me mudaba a ese lugar se me dificultaría un poco ir al hospital, pero no importaba. Eran pastos verdes los que yo buscaba.

Luzbel, al lado de la ventana, solo miraba la carretera sin ningún interés. No apartó su mirada de allí hasta que anuncié la parada. Parecía muy tranquilo, como de costumbre, sin nada que perturbara la tranquilidad del agua.

−Hola, Johan. Disculpa por llegar tarde

Él nos esperaba en la entrada de la urbanización. Estaba parado al lado de su auto, vistiendo ropa sencilla. Al lado suyo se encontraban los vigilantes. Era una urbanización y como tal no se le permitía la entrada a cualquier civil. Miré por encima y vi varias filas de casa. Eran de dos pisos. Muchas de ellas se parecían en la fachada, pero no en los colores.

−Esta urbanización queda donde el diablo dejó los calzones –bromeó con su voz de gorrión.

−Johan, te presento a Luzbel, mi pareja. Es el chico del que te había hablado

 Entonces miró a mi lado y sus pupilas se concentraron en los rasgos que lo destacaban; su rubio cabello, la suavidad de las orejas, la neblina de sus ojos, el ovalo de su rostro, y la delgadez de su cuerpo.

−Hola, Luzbel –dijo y luego le sonrió con cariño.  

−Luzbel, él es el Dr. Franceschi Johan.

Pensé que Luzbel iba a extender su mano y saludarlo. Es lo que normalmente la gente hace cuando conoce a alguien nuevo. Pero no hizo nada de eso. Sólo se quedó allí, de pie, sin hacer ni decir nada. Respiraba con normalidad y sus ojos estaban enfocados en los ojos de quien me había devuelto al mundo de la medicina. Parecía muy tranquilo, y sin embargo, podía sentir como varias gotas de lluvia caían en la superficie del agua, creando algunas ondas.

Una leve alteración en el agua.

−Hola –dijo después de varios segundos.

Johan nos invitó a entrar en el auto. Según él, la casa que quería mostrarnos estaba entre los últimos sectores.  Dentro del auto olía levemente a flores silvestre. Supuse que era un aromatizante. Además, el aire acondicionado le proporcionaba mucha tranquilidad, como si el calor de afuera no pudiese atormentarnos.

Luzbel y yo nos habíamos sentado en la parte trasera del auto, y Johan conducía con tranquilidad, apenas se sentía el asfalto por dónde íbamos.

De repente, Luzbel extendió la mano y miró a Johan a través del espejo retrovisor.

−Las galletas –dijo.

No era una pregunta, ni una sugerencia, ni siquiera era un permiso. Era más bien una orden. Calmada, casi estática. Johan escuchó sus palabras y le devolvió la mirada. Miró al frente nuevamente y luego encima de la repisa del auto. Allí había un paquete de galletas intacto. Galletas rellenas hasta el tope de chocolate. Eran de las que más le gustaban a Luzbel.

Sin decir nada, Johan tomó el paquete y se lo pasó. Cabe destacar que a mí me dejó bastante perplejo aquella confianza, o aquella falta de respeto de Luzbel.

−Tú también puedes comer, Franco –sus ojos grises me sonrieron y continuó conduciendo.

Mientras tanto, Luzbel abría el paquete de galletas y se llevaba una a la boca en un estricto silencio, procurando no dejar migajas en el asiento.

Antes de llegar a la casa indicada ya se había comido todas las galletas. Yo apenas había probado una. Estaba un poco nervioso por la situación. Además, Johan hacía preguntas de vez en cuando. Le preguntaba a Luzbel si comía bien porque estaba muy delgado. O si se cepillaba los dientes antes de acostarse a dormir. O si ya sabía leer.  

−Ya llegamos. Esta es la casa.

Bajamos del auto y contemplé con curiosidad la fachada, el color verde turquesa en contraste con un rosado, las ventanas limpias y el porche. El jardín era apenas una gamucita de grama verde. No había flores, ni plantas. Luzbel a mí lado contemplaba la casa de dos pisos. Era muy bonita, aunque era una copia igual a las demás viviendas de ese lugar.

−Los dueños no están. Pero son conocidos míos y me han dado las llaves para que les muestre como es por dentro.

Sin esperar más entramos a la casa. La puerta era de metal, pero no estaba corroído como el de la nuestra. Era un metal muy fino y elegante, decorado con volutas del mismo material. El piso dentro de la casa eran un montón de cerámicas de color marrón claro con estampados. Relucía tanto que incluso reflejaba las hélices del ventilador que estaba en el techo. Alcé la vista, sonriente, mirando el ventilador dorado de tres hélices. Era muy parecido a uno que había en mi casa. Luego posé mi vista en las paredes de color verde manzana, y otras verde oscuro. Eran tonalidades suaves y daban un aspecto refrescante.

En la casa no había muebles, ni pinturas, ni nada. Los dueños ya se habían ido a otro lugar y buscaban a alguien que alquilase la vivienda, o en el mejor de los casos que la comprase. No tenía dinero para comprarla. Era muy cara, sin embargo, aspiraba algún día tener la estabilidad suficiente como para tener una casa así.

Fui al patio trasero, no era muy grande y sin embargo me sorprendió ver un árbol allí. Un enorme árbol amarillo comúnmente llamado “Araguaney”. Lo había visto centenar de veces en otros lugares, dejando en el suelo alfombras doradas que resplandecían con los rayos del sol. A Luzbel le gustaban esos arboles. Le gustaban sus flores amarillas y la forma en que iluminaba todo. Sonreí.  

−¿Te gusta? –Johan llegó a mi lado y miraba el árbol tan embelesado como yo.

−Es precioso. Me gusta este lugar. Quiero vivir aquí junto a Luzbel. Quiero hacer recuerdos en esta casa –me di cuenta de que Luzbel no venía con él−. ¿Dónde está?

−¿Luzbel? Está dentro de la casa. Está mirando los cuartos en el segundo piso.

Hubo un momento de calma. Una pausa para respirar hondo. Y luego varios pájaros cantaron desde el árbol. Fue allí donde aproveché a preguntar aquello que me daba vueltas la cabeza.

−Usted lo conoce, ¿cierto? –pregunté finalmente−. Usted conoce a Luzbel, sino no sabría de las galletas de chocolate, de las lecturas, o del árbol amarillo. –sabía que aquel árbol era uno de los que más llamaban la atención de él. Era su favorito. No podría ser coincidencia que Johan supiese tantas cosas−. ¿Fue un cliente de él?

Trataba de mantener la compostura. Había algo dentro de mí que rugía gravemente. Que ardía como esos hierros al rojo vivo. Una lava llena de fuego que quemaría si me tocaban.  Y pese a eso, mantenía mi voz calmada, casi inexpresiva.

−¿Por qué hace esto? ¿Por qué me ayudó? ¿Qué pretende conseguir?

Johan por su parte, no apartó la vista del árbol, ni su sonrisa fácil y cariñosa se desvaneció. Ambas cosas se mantuvieron.

−No te preocupes por eso, Franco –me miró sonriente, sincero, alegre−. Yo nunca me he acostado con él. Este es un buen sitio. La casa es grande, y el jardín aún no tiene flores. Seguramente podrás sembrar y hacer el jardín que quieres, ¿no?  Luzbel no es un chico malo, solo está demasiado desgastado y triste. Aunque tú le has dado muchas alegrías. Eso es bueno. Y este lugar será muy bueno para guardar sonrisas –me dio algunas palmaditas en el hombro y entró nuevamente a la casa−. Le diré a Sara que ya conseguí los inquilinos que necesitaba.

Cuando nos fuimos, Johan nos acercó un poco a la ciudad y luego nosotros nos fuimos por nuestra cuenta. Luzbel guardaba silencio, miraba tranquilamente el rayado del asfalto y las grietas en la acera, y luego miraba el azul indiferente del cielo. Sus pasos, mudos y efímeros, rozaban la calle como un susurro. Una respiración lenta. 

−¿De dónde lo conoces? –me preguntó, parco.

−Trabaja conmigo en el hospital. Me ayudó a conseguir el empleo.

−Ya veo.

−¿De dónde lo conoces tú? –pregunté con cierto recelo, pero Luzbel no me respondió. En cambio, se pasó la mano por el cabello lacio, dorado, y ese gesto reveló inquietud.

−Tengo migraña. Tomemos un taxi para llegar más rápido.

El asunto de Johan quedó en la nada. Ambos, Luzbel y Johan, no hablaban de ello. Aunque toqué el tema varias veces, pero lo único que obtenía eran puntos suspensivos por parte de Johan. Y un punto y aparte por parte de Luzbel. Decidí dejar el tema por la paz porque, al fin y al cabo, Luzbel estaba conmigo. Eso era lo que importaba. Además, Johan me había ayudado mucho, no podía guardarle rencor aunque quisiese.

Sin embargo… había algo que alteraba la calma de mi amado. Solía quedarse mirando las motitas de polvo en el aire posarse en cualquier lugar de la casa. Percibía su inquietud al rozar sus pies contra el suelo, al caminar con sus pasos fugaces y discretos. Notaba su intranquilidad cuando sus dedos blanquecinos acariciaban la taza de café amargo. Y mucho más cuando, distraído, se mordía las uñas.

Dos días después, Johan me llevó a cerrar el trato con la dueña de la casa. Acordamos el pago e incluso le pagué tres meses adelantados. La casa ahora era mía. Ya teníamos la libertad de empezar a mudarnos. Hablé de ello con Luzbel, le propuse cambiar el color de las paredes antes de llevar todo lo que teníamos en la pequeña casita. No tendríamos muchos muebles al principio, pero pronto podríamos empezar a llenar los huecos que quedarían. Podríamos ir encerando el piso, limpiar las escaleras, decorar el baño. Luzbel escuchaba todo con calma y asentía de vez en cuando. Dijo que las paredes estaban bien, el verde no era su favorito pero le quedaba bien a la casa. En cambio el color de la puerta le parecía mal, preferiría pintarlo de un color más oscuro.

Debido a mi trabajo no podía darme el lujo de estar mañana y tarde en esos preparativos. Así que Luzbel se hizo cargo. Cada día iba a nuestra nueva casa y llevaba algo para dejar: una mesita pequeña, una pintura de su autoría, uno de los tarros de vidrio que le regalaba Darinka. Aquel día se llevó la flor de amapolas. La dejó sobre la mesa que ya había llevado, la regó con abundante agua y le quitó las hojas amarillas. La planta estaba en todo su esplendor, llena de flores rojas por dondequiera. Parecía un árbol de fuego miniatura. La observó segundo por segundo mientras cerraba la puerta con llave, como prometiéndole que mañana la vería nuevamente, que no la iba abandonar, que solo sería un día sola en esa casa tan grandota porque pronto todos estaríamos allí. Viviendo la vida que creíamos merecer.

No obstante, la vida no siempre puede ser miel. Existe lo bueno y lo malo, y aquel día cayó una gota de tinta negra sobre nuestras blancas ilusiones. Una gota que al caer se extendía en diferentes direcciones, como una telaraña húmeda, pegajosa e incómoda.

−¿Luzbel? –pregunté cuando lo vi sentado en el suelo, en el cuarto, revisando quien sabe qué−. ¿Luzbel? –volví a preguntar al ver que ni se movía.

Acababa de llegar del trabajo, había sido un día duro y agotador. Deseaba llegar rápido para saber qué nuevas cosas había llevado a la casa con el árbol de flores amarillas.

Eran las ocho de la noche para entonces y yo había entrado en nuestra habitación. Me fijé que había un par de maletas sobre la cama. Supuse que empezaba a empacar para llevar las maletas, pero las maletas no estaban llenas. Estaban a mitad de camino.

Me acerqué a él despacio. Y cuando estuve a su lado me incliné para saber qué era lo que veía. Entonces se me cortó la respiración. Lo que él veía eran las fotos que me enviaban continuamente. Siempre las quemaba cuando las tenía en mi mano, sin embargo, esas que tenía en las suyas eran las primeras que había visto y que había guardado en el cajón de mi ropa.

Las había olvidado.

−¿Desde cuándo recibes estas fotos? –cuestionó sin sonar molesto o indignado.

Repasaba las imágenes de la misma forma que se repasa una revista de moda. No me miró, no apartó la vista de las fotos. Allí aparecía en tantas posiciones sexuales, con un rostro lleno de lujuria y sin pudor alguno. No es como si lo tuviera, en realidad.

−No importa. –dije, quitándole las fotos de las manos.

−Importa. Claro que sí. ¿Desde cuándo?

−Desde hace unos meses. –respondí rabioso. “Y todos los días recibo un sobre nuevo” quería agregar, pero me mordí la lengua y me tragué las palabras. Lo menos que quería era una discusión en víspera de la mudanza. De nuestra nueva vida−. Pero eso ya no importa. Tu pasado no me importa. Me importa el presente, el futuro contigo. Sólo eso.

Rompí las fotos, eliminándolas para siempre y Luzbel observó los pedacitos de papel que quedaban en el aire y terminaban en el suelo. Como burbujas arrojadas al viento. Y a mí me hubiese gustado que fuesen burbujas para que así se desintegraran, para que desaparecieran por completo. Para que dejaran de existir.

Luego, él alzó la vista hacía mí y pude ver que en sus ojos había más neblina que nunca. Espesa. Voluble. Inalterable. Era como una nube que se esparcía con sigilo por cada rincón de la casa. Y yo estaba muriéndome de ansiedad por saber qué pensamientos flotaban por su mente.

−Luzbel.

−¿Qué?

−¿Estás bien?

−No. Nada va bien.

Durante la cena no me dijo nada. No me habló del tema de las fotografías ni de la flor de amapolas que había dejado repentinamente la casa. Parecía debatir algo internamente, y al final de la noche, cuando nos acostamos a dormir, pareció llegar a un acuerdo consigo mismo.

Esa noche, luego de caer exhausto y dormido sobre la cama por tanto trabajo, Luzbel se levantó sigiloso, cerró todas las puertas, las ventanas, los agujeros. Llevó algo al cuarto y volvió a acostarse conmigo, descansado su cabeza sobre mi pecho desnudo.

En mi sueño yo estaba de pie frente al árbol Araguaney de nuestra nueva casa. Las flores amarillas caían y formaban un mar de fuego dorado que me abrazaba. Luego, movidas por el viento, llegaban hasta el rincón más inverosímil de mis pulmones y me sofocaban. Algunas se atoraban en mi garganta y me hacían toser escandalosamente. Caí al suelo y las flores seguían bajando, una tras otras, y todas se iban a mi organismo. Me ahogaban… y entonces me desperté y me di cuenta de que en realidad me estaba ahogando.

−Aire… −pronuncié apenas.

Había algo en el aire que me estaba asfixiando. Intenté levantarme. Necesitaba aire fresco, pero los brazos de Luzbel, alrededor mío, me impedían marcharme.

−Quédate –me dijo con su rostro hundido en mi pecho−. Quédate conmigo, Franco.

En mi inconciencia, en la vigila del sueño y la realidad, no sabía qué era lo que pasaba. Empecé a toser cada vez con más frecuencia, el cuarto estaba oscuro y creía que aun dormía, que las flores todavía estaban prendiendo fuego a mis pulmones. Me movía tratando de zafarme. Luzbel tenía fuerza, ¿era acaso esta una pesadilla?

Finalmente logré salir de sus brazos, de su garganta que me tragaba para llevarme a un mundo irreal. Trastrabillé y llegué al interruptor. Encendí la luz y fue cuando noté que la bombona de gas estaba dentro de la habitación. Estaba abierta y todo el gas se concentraba en el cuarto.

No entendía qué sucedía, ¿Por qué estaba la bombona allí? ¿Por qué estaba abierta? ¿Por qué todo estaba cerrado? Luzbel en la cama también tenía problemas para respirar, sin embargo no hacía nada para buscar aire. No se levantaba. No se movía.

Me sentía debilitado, muy debilitado. El aire escaseaba mucho, todo estaba lleno de ese olor terrible de gas que se te mete en las fosas nasales y te impide respirar, como una ola de plomo que libera veneno. Con pasos erráticos fui hasta la bombona y la cerré. Luego abrí todas las ventanas para que el gas saliese y tomé a Luzbel para sacarlo del cuarto.

−No. Quedémonos aquí. –murmuró con dificultad, hacia esfuerzos para zafarse de mis brazos.

−¿Estás loco? ¡No podemos quedarnos!

Me encontraba muy sofocado. El aire dolía. Y sin embargo, conseguí arrastrarlo fuera de allí. Afuera, en el patio trasero, nos quedamos quieto uno al lado del otro, intentando respirar oxigeno puro. Para entonces eran las dos de la madrugada y todo el mundo dormía, ajenos a un cuarto lleno de veneno tóxico. Y bajo el manto oscuro del cielo, me enteré de que él había sido el responsable de abrir el gas. Estaba anonado.

−¡¿Por qué hiciste eso?! ¡¿Por qué abriste el gas y cerraste todo?! ¡¿Acaso quieres que nos matemos o qué?! –y mientras lo decía lo zarandeaba de un lado a otro, exigiendo respuestas, explicaciones−. ¡Responde, maldita sea!

−Tú no entiendes.

−¡Por supuesto que no entiendo! ¡No entiendo nada! ¡No tengo ni puta idea de lo qué pasa! Lo único que sé es que estás loco de remate y que quieres que nos matemos con gas

Estaba histérico. No era para menos. Él quería que la muerte, como buitres hambrientos, se llevasen a trozos nuestras respiraciones mientras dormíamos.

−Eso sería lo correcto.

−¿Qué…?

No podía creer lo que me decía.

−¿Estás oyéndote? ¡¿Estás diciendo que quieres que terminemos muertos?!

−Sí… −me miró tras sus pestañas en la penumbra−. Hay que hacerlo, Franco. Hay que morir ahora. Es lo correcto. Es lo correcto –susurró sin pausa−. Si lo hacemos ahora ya nadie podrá separarnos nunca. Nadie nos hará daño, ¿No es eso lo que querías? Encontrar un lugar tranquilo, sin nadie que me lastime. Estoy seguro de que ese lugar se encuentra después de la muerte. Lo sé.

Hablaba tan rápido y tan inexpresivo, tan ausente y tan nervioso, que pensé que estaba en un estado de shock. Yo intentaba comprender, desde mi posición, cual era aquella pena tan grande que atormentaba a Luzbel. Pero no lograba dar con algo concreto. Estaba muy asustado. Nunca antes había visto este lado de él. O sí. Sí que lo que había visto. Cuando había llegado tan herido que me decía que lo ultrajara para que dejara de quererme. Vestido de muñeca, herido hasta el alma. Había tenido que agarrar muchos puntos y secar mucha sangre. Había empleado agujas e hilo para sellar una herida física, pero, ¿Cómo sellar una herida que viene del alma?

−Y si vienes conmigo nadie te hará daño. Estaremos juntos para siempre. –seguía hablando sin dejar de temblar. Su voz era un apagado murmullo, una plegaria sin esperanza. Me incliné y le tomé de los hombros, obligándolo  a mirarme.

−Tranquilo, Luzbel. Tranquilo –pero no se callaba, seguía balbuceando sin parar.  Realmente me estaba asustando. Para silenciarlo le di un beso, no me correspondió, pero al menos dejó de hablar tanto sin sentido−. No tenemos que morir. ¿Esto es por las fotos? –sentí que se puso tenso al instante−. Escucha, las fotos no importan. Yo te amo, ¿me oyes? Te amo. Y esas fotos no significan nada para mí. 

−Las fotos son malas. Él es malo –seguía temblando. Sentía que la situación se me estaba saliendo de control−. A cualquier lugar no se puede ir muy lejos…

−Luzbel.

−Te amo. Te amo. Te amo —me dijo.

Y ese te amo me rompió de miles de formas dolorosas. Luego me abrazó. Fue un abrazo desesperado y lleno de sentimientos. Me di cuenta de que él no tenía una grieta. Tenía un abismo profundo y negro. Una oscuridad espesa y ahogante. Lo abracé de vuelta y sentí como que sostenía a un fantasma entre mis brazos. Cada vez más ausente, más efímero, y menos real. Sentía que estaba hecho de humo, casi evaporándose, dejando de existir. Tan intangible que casi hacía daño.  

−Yo también te amo. —dije

Decidí no ir a trabajar al día siguiente. No podía dejarlo solo. Aunque ya estaba más tranquilo, no dejaba de preocuparme su estado mental. Podía percibir que era apenas un hilo muy fino y frágil del que pendía. El precipicio que empezaba a desmoronarse bajo mis pies. Y abajo, la oscuridad absoluta, me sofocaba.

¿Qué podía hacer para aliviar el sufrimiento de aquél corazón herido?

Sólo se me ocurrió sacarlo de casa para distraerlo un poco. Buscaba una forma de reemplazar el dolor, la angustia y la tristeza que él sentía con algo más. Lo llevé a comer, a pasear y finalmente a nuestra nueva casa. Me di cuenta del montón de cosas que había traído, en su mayoría eran libros que estaban en casa. No los había leídos todos, pero pensaba hacerlo ahora que ya sabía leer. También observé varias pinturas que había traído y que decoraban las paredes. También estaba la flor de amapolas, y el colchón que había comprado al principio. Un colchón nuevo que él había cubierto con sábanas, y sobre ellas reposaban un montón de revistas y periódicos viejos. Al parecer, cuando venía acá, hacía muchos recortes y los pegaba sobre una hoja blanca, formando múltiples collages.

Se acostó boca arriba sobre el lecho y cerró los ojos. Yo aparté un poco las revistas y me acosté a su lado. El ventilador, en el techo, hacía un leve sonido. Apenas perceptible. Y sus tres hélices giraban y giraban y giraban. 

−¿Luzbel? –hablé, mirando las hélices hipnóticas−. ¿Por qué quieres morir? ¿A qué le tienes tanto miedo? Te siento resignado. Mucho más resignado que antes, ¿Qué sucede?

Él abrió sus ojos despacio, enfocándolos en el techo desconocido de nuestra nueva casa. Alzó la mano al aire y la contempló quietamente; los dedos alargados, las uñas cortas y comidas por sus propios dientes, los pliegues de la piel. Vio el lado reverso y detalló las líneas en la palma, el rosado de la piel y las venas que se marcaban en su muñeca.

−Esta vez eres tú el que ha impedido que me suicide –dijo, lento, estático−. No son tan diferentes, después de todo…

Se sentó sobre la cama y tomó una hoja del periódico. No la leyó, solo empezó a doblarla de un lado y luego de otro hasta formar un avión de papel. Visualizó cada uno de sus ángulos y lo lanzó al aire. El avión de papel con letras impresas voló durante unos segundos, hasta que al final aterrizó en el suelo, justo al lado suyo. Había dado la vuelta para regresar al lugar del que salió. 

−He recorrido tanto a lo largo del camino −susurró para sí mismo, viendo el avión en el suelo−, tan sólo para tener que volver al mismo sitio.

Cerró sus labios y agarró la tijera para empezar a recortar varias imágenes que le llamaban la atención. Parecía un chiquillo en el jardín de niños, recortando, pegando, jugando. Un personaje, como sacado de un cuento y no encontrado en la realidad.

Así pasó toda la tarde, armando collages sin emitir sonido alguno y manteniendo en su rostro aquella expresión apática que parecía cincelada en mármol, aunque en su interior hubiese un remolino de polillas incinerándose.

Decidí que lo mejor era quedarnos aquí. La casa del barrio parecía peligrosa para él. Aquí nadie nos molestaría. Nadie mandaría fotos pornográficas de su vida pasada. Nadie le haría daño, ¿cierto?

Cuando se hicieron las tres de la tarde, salí al patio trasero. Y me di cuenta de que había amarillo. Había demasiado amarillo por dondequiera. En el árbol, en sus flores, en el suelo, en el aire, en las ramas. Amarillo. Había otro amarillo, pero no venía de las flores del árbol. Este amarillo estaba de espalda, contemplando todo. Venía de su cabello fino, despeinado, lacio.

Me acerqué despacio y acaricié algunas hebras. Sus hilos de oro casi me cortaron el dedo. Pero no me importó. Seguía siendo bello. Algunas cosas bellas son afiladas aunque no lo notes. Llegué a la nuca, al nacimiento del cabello y acaricié la pelusita de pelo.

−Iré a la casa a buscar ropa, no traje nada y mañana debo ir a trabajar. Además, compraré algo de comer, ¿no quieres venir conmigo? –no me miró. Continuó diluyendo en sus pupilas la imagen del árbol Araguaney floreado, rubio, majestuoso. Un suelo amarillo que se extendía como una manta suave y perfumada.

Realmente le gustaba ese árbol…

−Te esperaré aquí.

Me preocupaba dejarlo solo.

−¿Seguro? Podríamos ir a comer a un lindo restaurante.

−Te esperaré aquí. –repitió sin dejar de mirar el árbol.

Regresé a casa y pensé que sería bueno llevarme al gato, para que así le hiciese compañía. Sabía que no podía dejarlo solo. Sin embargo, tampoco podía dejar de ir al trabajo. Era nuestra única fuente de ingresos y ahora que vivíamos en una urbanización tendríamos que pagar todo lo referente al agua, la luz, condominio, aseo, gas, y un sinfín de cuentas. 

Suspiré y entré desanimado. Debí haber eliminado aquellas fotos. Ahora Luzbel estaba perturbado a causa de ello. Más perturbado que antes. Me pregunté, además, si me habría llegado un nuevo sobre de fotos al trabajo. Llegaban todos los días. Era un martirio, aun así, durante los últimos días habían cobrado tan poca importancia con los eventos de la mudanza que ya ni me importaba que llegasen fotos nuevas. Pensaba que ahora todo iba bien cuando no lo iba en lo absoluto…

Busqué una bolsa y metí ropa para Luzbel y para mí, y entre tanto pensaba que mañana iría a buscar un camión para hacer definitivo la mudanza. Eso era lo mejor.

Cuando ya tenía todo listo, regresé a la cocina, a buscar el gato, y me di cuenta de que había un sobre de manila sobre la mesa del comedor. Se me paralizó el corazón. ¿Contenía ese sobre lo que yo pensaba que contenía? ¿Cómo podía ser…? Normalmente dejaban los sobres en la puerta, o en el trabajo. Nunca nadie entraba a la casa para esas cosas. Lo tomé con el corazón latiéndome a la altura de la nuez y sentí ganas de hacerlo pedazos.

Respiré hondo y por última vez, me atreví a abrir el sobre. Pretendía romper en pedacitos lo que sea que hubiese dentro. Prender fuego a las imágenes y eliminar su existencia.

Sin embargo… algo me impidió hacerlo.

Prácticamente me congelé en mi sitio, viendo con los ojos como platos las fotografías que habían enviado. Tal reacción se justificaba con mucha razón, pues su contenido era tan sorprendente que sólo atiné a quedarme paralizado, casi detenido en el tiempo. Algo frío y terrorífico me trepó por la columna, como el frío de la incertidumbre. Y es que en las fotos no estaba la imagen de Luzbel, sino la mía. Sí, yo era el protagonista de tales capturas; yo en la escuela como bedel, trapeando el piso, hablando con diferentes personal. Yo en mi trabajo reciente, de médico en el hospital, atendiendo a un paciente, almorzando en la cafetería, tomando el bus para ir a casa. Incluso había fotos de mí saliendo de mi hogar.

Empecé a temblar, notando de pronto que el piso no hacia otra cosa que temblar. Era un terremoto de emociones negativas. ¿Quién me estaba siguiendo? ¿Por qué me estaban tomando esas fotos? ¿Qué es lo que esperaban conseguir de todo eso?

Estaba muy impresionado, casi en shock. Las fotos cayeron de mis manos y percibí en seguida que en el sobre también había un cd. Un video. Tenía un mal presentimiento. Corrí hasta el reproductor de DVD e introduje el cd. Las manos seguían temblándome y de repente sentía muchas nauseas. En la pantalla del televisor no se vislumbró la imagen directa de Luzbel, como temí en un principio, sino que se desplegaba en varios cuadritos que indicaban una escena. Pulse cualquier botón y pronto las imágenes invadieron las pantallas.

Las primeras escenas mostraban el cuarto de Luzbel en aquel prostíbulo. La cámara no era directa, no era como si alguien estuviese grabándolo a mano, sino que se trataba de una cámara escondida en algún punto. Aun así, las escenas eran claras y precisas, se veía con claridad cuando ambos se desvestían y llegaban a la cama para iniciar con el acto sexual. Adelanté la escena pulsando el botón de “siguiente” en el control remoto. Las siguientes fueron igual, un cliente que se desvestía y que quería que Luzbel lo complaciera sexualmente. Cada una de esas escenas me dejaba en claro que, quien sea que grabase, quería tener constancia de lo que Luzbel hacía en la cama.

Me quedé petrificado cuando me vi en la pantalla. Esas imágenes me atravesaron como alfileres. Estaba grabado aquel día que había ido a su trabajo y lo había obligado a estar conmigo. Pude ver claramente cuando forcejaba con él, cuando le daba la vuelta en la cama y lo penetraba. Escuché mi respiración agitada en la pantalla. Escuché sus palabras secas y luego el llanto. Lagrimas tras lágrimas sobre la almohada y la cama mojada de semen. Me vi a mi mismo pedir disculpas y temblar. Me vi huir del cuarto mientras él se quedaba, solo, terriblemente, solo, y continuaba llorando.

Y el sonido de su llanto fue algo que me rompió por dentro. Miles de pedacitos. Esquirlas que me perforaban internamente.

En la siguiente escena también estaba yo. Era más cercana a la actualidad, de cuando había ido a su cuarto a pedirle que dejara su trabajo y viniese conmigo a casa. Era una escena muy dolorosa. Hacíamos el amor, pero en todo eso se percibía algo muy triste, como una inhalación profunda para evitar que se te salgan las lágrimas. Como cuando te anudas la tristeza en la garganta y aguantas un poco más.

Pensé que esa era la última escena. ¿Qué más podrían mostrarme para herirme? En esas dos últimas escenas estaban condesadas toda la emotividad, el odio y el amor que sentía. Pero entonces, al dar “siguiente” me sorprendió encontrar otra escena y al verla con todos mis sentidos, olvidé mi tristeza milenaria para concentrarme en el terror. Sentí como que algo se desencajó dentro de mí e hizo un ruido seco. El flujo de las horas se extinguió en el momento en que digerí aquellas imágenes.

Porque la nueva escena no tenía nada que ver con el cuarto del prostíbulo, ni con clientes, ni con habitaciones aromatizadas de sangre y semen. Esta escena mostraba nuestra habitación. La que compartíamos. Y allí estaba yo, sentado en la cama, y Luzbel entraba desnudo al cuarto. Tras unas breves palabras terminábamos en la cama, transmitiendo todo ese sentimentalismo que nos embargaban a ambos. Se trataba de la primera vez que hicimos el amor.

Se me cortó la respiración. Sentí como que entraba en un pozo oscuro de aguas heladas. ¿Qué demonios…? ¿Qué mierda…? ¿Cómo…? ¿Por qué…?

¿Cómo era posible que alguien tuviese esas imágenes?

La respiración se me hizo cada vez más pesada y difícil de mantener. Advertía como cada uno de mis nervios estaban crispados mientras pasaba a las siguientes escenas, y cada una de ellas me mostraba un momento cotidiano en la casa; cuando desayunamos, cuando nos acostamos en el suelo, uno al lado del otro, cuando Luzbel jugaba con el gato, cuando se ponía a leer en voz alta para mejorar, cuando yo llegaba del trabajo y lo saludaba con un beso en los labios, cuando necesitados, uno del otro, nos íbamos a la cama, besándonos, comiéndonos con los labios, explorando cada parte infinita del cuerpo del otro. Entregándonos a todas las sublimes sensaciones que sentíamos, pensando que nadie nos estaba viendo.

Cada una de esas escenas estaba grabada.

Sintiéndome observado -sofocado en esas cuatros paredes que tenían ojos-, corrí al cuarto a buscar la cámara que se encontraba escondida. Sabía que estaba allí y, girando sobre mí mismo, para ver en diferentes ángulos, me imaginé los diferentes puntos donde podría estar. Rememoré las escenas y me figuré un sitio, vi al frente de la cama, cerca del techo. Busqué una silla y me apoyé en ella para subir arriba. Allí, contra todo pronóstico, vi la cámara escondida. Estaba encendida, de modo que aún seguían grabando, día si y día también.

Las manos aún me temblaban mientras volvía a apoyar los pies en el suelo, y observé anonado, la cámara en mis manos. Aquello debía ser alguna especie de broma. Tenía que ser una broma. Pensaba que alguien de muy mal gusto quería tomarme el pelo. No me lo creía, claro que no. Incluso cuando volví a reproducir el video y me vi a mi mismo junto a Luzbel en un momento tan cotidiano, seguí creyendo que sólo era una broma. Una broma de muy mal gusto.

Pero no lo era. No era una broma. Aquello era real. Muy pero muy real.

Empecé a temblar con más intensidad. Temblaba tan fuerte que la cámara se me cayó de las manos, golpeando el suelo con un sonido seco que me hizo saltar, sobresaltado por mi propio miedo. Observé nuevamente la televisión, notando de paso que ya no había imagen produciéndose, ahora solo quedaba un sonido rayoso, como si se hubiera caído la señal y ya no hubiese nada más que mostrar. El fastidioso ruido de la estática.

Pensé en Luzbel y su comportamiento. Él debía de saber lo que ocurría. Él sabía quien hacia esto. Por eso había intentado suicidarse. Por eso había intentado escapar de este dolor. Porque esto era enfermizo. Tales grabaciones sólo me mostraban que quién le hacia daño tenía suficiente poder como para destruir esta vida y muchas más. Y yo lo había dejado solo en nuestra nueva casa.

—Mierda…

Mi pulso se aceleró y mi respiración se agitó ante la posibilidad de que fuese quien fuese iba a ir tras Luzbel. Un miedo animal se extendió por mi organismo comprendiendo de pronto que esto aparte de ser real, también era peligroso. Sabía que debía irme, que debía llamar a la policía e ir donde hubiese gente para poder estar relativamente seguro. Pero el in crescendo de la imposibilidad me tenía anonadado, imposibilitado para asimilar hechos.  

Salí de la casa con la bilis que se elevaba en la parte posterior de mi garganta. Mareado y con nauseas. No lograba razonar con claridad, todo era un entero borrón de sombras que se movían y me sonreían macabramente. Seguía sin poder creer todo, sin asimilar la verdad de los hechos. Caminaba rápido y era como si no estuviera en la realidad, anclado a un mundo de preguntas y miles de recriminaciones. Respiraba agitado, con los pulmones doliéndome de tanto aire toxico. Una parte de mí, la que aun no estaba tan conmocionada, me decía que estaba empezando a hiperventilar y que debía calmarme si no quería desmayarme

Pero nada.

No lograba calmarme. Esto era una gran mierda y sólo pensaba en lo embarrado que estaba. De la punta de los pies hasta la cabeza. Seguía respirando agitado y pensaba que debía buscar a Luzbel y encontrar un lugar seguro. Si es que acaso algo como eso existía…

−¿Qué significa esto? ¡¿Dios mío, qué significa esto?! –murmuré atónito.

Antes de darme cuenta ya estaba caminando rápidamente hacía la parada. Estaba tan desorientado que si alguien me hubiese preguntado qué había en la esquina que acababa de cruzar, probablemente hubiese replicado ¿Qué esquina?

Y me encontraba tan impactado por las revelaciones. Tan conmocionado que no lograba poner mis pies en el plomo del suelo. Mis pasos se volvían frenéticos, resonaban contra la acera como cuando uno pisa una hoja seca y muerta. Y notaba los mismos crujidos retumbando en mi cabeza. Ruido. Solo había ruido y más ruido. Era el chirrido que producían los engranajes de mi cerebro intentado volver a funcionar.

Por esa razón nunca me di cuenta cuando alguien se acercó detrás de mí con mucho sigilo y me dio un golpe justo en la nuca. Sentí una sorda y oscura explosión detrás de la cabeza. Me tambaleé mientras sentía que todo a mí alrededor perdía su color y empezaba a condensarse en un color negro. Como cuando presionas el botón de off y todo se reduce a la oscuridad. Se deja de pensar, se deja de sentir, y en cambio te sumes en fúnebre letargo mientras los pensamientos se iban por el aire tan parecido a como cuando flota una pompa de jabón; lento, cuesta arriba, hasta desaparecer…

 

 


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