Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

La miserable compañía del amor. por CieloCaido

[Reviews - 105]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Capítulo 25: Mariposas disecadas.     

La primera vez que vi Luzbel nunca me imaginé lo que se escondía tras el pozo de sus ojos. Para entonces, yo no era más que un desconocido que tenía pegado los pies al cemento. Casi como formando parte de una simple ilusión. Un espejismo, de esos que te encuentras en el desierto y desaparece en pocos minutos. Así estaba yo, un fantasma traslucido que no caminaba, no hablaba. Sólo observaba.

Observaba al individuo que se descorría frente a mis ojos semejante al amanecer. Frío, casi distante, inalcanzable como las estrellas. Tantos colores que no sabía dónde empezaba uno y donde terminaba otro.

Y su sonrisa… tan tranquila. Tenía la capacidad de sosegar mis nervios en segundos. Pero como dolía. Sí que dolía; sus palabras, sus miradas, y su indiferencia para con todo. Y cuando era cruel, cuando su sinceridad dejaba de lado la abstracción, yo pensaba que nada existía para Luzbel porque todo dentro de él dormía.

Y era cierto.

Sus sentimientos, su sentir, sus emociones. Todo dormía… Estaban echados en un rincón, empolvado con el paso de los años. Y ese sentir solo se había convertido en un mueble más en su vida. Los desechaba de la misma manera en que uno desecha a las polillas muertas. Todo se lo llevaba el viento porque todo era de polvo, incluso las alas de las mariposas que revolotean en el estómago se vuelven de polvo. 

(Polvo eres y al polvo volverás)

Pero los fantasma no. A las cosas intangibles no puedes pedirle que se las lleve el viento. Él no podía pedirme que me fuera porque era un ser irreal que sólo observaba. Las mariposas traslucidas que debían de revolotear en su estómago no se deshacían ni con el paso de las horas. 

Pero yo dejé de observar. Empecé a caminar, a dejar de ser solo una ilusión y a girar en su eje, esperando formar parte de su mundo. Esperando ser su mundo…

Lo malo de volverte real es que las navajas te cortan.

Y sangras. Y lloras. Y maldices. Y te despedazas. Así… poco a poco… el viento comienza a llevarte. A pedazos. A trozos… hasta que no queda nada.

(Polvo eres y al polvo volverás)

—Luzbel… —lo llamé.

Los ojos descoloridos como acuarelas me observaron apacibles. 

Estaba equivocado, por supuesto. Yo no era el intangible aquí. No era el traslucido. No era el espejismo ni la ilusión. Desde el comienzo había sido tan real como el sol de la mañana. El intangible, el que no existía, el que observaba todo era él. Y se había vuelto palpable cuando empecé a mirarlo, cuando empecé a indagar tras el misterio de su mirada.

Había visto al fantasma bajo la luz de la luna y caminado hacía él, estirando mi brazo, abriendo mi mano para sostener algo.

Por eso, pese a que fuese yo el que tuviese la espalda lacerada, era Luzbel quien se encontraba lastimado. El viento, cruel e impecable, quería hacerlo trizas. Lo hería. La brisa lo cortaba y las mariposas en su estómago se agitaban presas de un huracán. Y aun así, él no hacia nada. Sólo dejaba que el dolor lo atravesara y esperaba pacientemente a acostumbrarse a esa sensación.

–Has despertado –dijo.

Me levanté lentamente, notando un hormigueo en todo el cuerpo.

–¿Augusto…? ¿Cuánto…?

–Llevas dos días durmiendo.

Me alarmé. Había permanecido inconsciente dos días por culpa de la droga. Busqué por puro reflejo, algún moretón en su cuerpo que me indicase que estaba herido. Algo que me dijera que Augusto se había vuelto violento con él. Pero no. Su piel seguía tan cremosa como la leche.

–Estoy bien, Franco –dijo. Por lo que pude notar él estaba en ropa interior, lo cual suponía que durante esos dos días había estado usando esos vestidos de corte veneciano–. Acabo de llegar. Pensé que no ibas a despertar hoy.

–¿Qué hora es?

–Tarde. Es la noche del segundo día.

Me levanté de la cama y miré con aturdimiento el cuarto. Había querido creer que todo era una pesadilla, pero no creía tener una imaginación tan siniestra como para soñar algo así. Me toqué las vendas que envolvían mi espalda y el dolor era muy real.

–Te he cambiado las vendas. Si no haces movimientos muy bruscos la herida cicatrizara sin problemas.

Me di la vuelta para mirarlo y mirarlo con incredulidad, porque es que era tan común su forma de hablar que no parecía alarmado de que fuéramos prisioneros. Yo recordaba lo sucedido a medias, y lo que no recordaba lo imaginaba y cada escenario era peor que el otro. Real o no seguía siendo una escena horrible. No quería repetirla ni por asomo. Me acerqué a él que seguía sentado en el borde de la cama con su ropa interior de algodón.

—Luzbel, tenemos que salir de aquí. Ese cliente tuyo está loco, ¡Loco de remate! Debemos buscar una forma de irnos. Hay que buscar ayuda. Tal vez con la policía o… ¡No sé! ¡Pero hay que salir de aquí!

Y mientras hablaba Luzbel ni se inmutaba. Las aguas mansas seguían tan pacificas como siempre. Eso me dolió. Esperaba algo. Una reacción. Pero no se turbó, las ondas que hacía no eran suficientes para alterar su superficie.

—Eres muy tonto, Franco –musitó sin despejar sus pupilas de mí—. No importa a donde camine, él siempre seguirá mis huellas.

Tomé cuidadosamente sus manos en una suplica muda, besándole el dorso de la misma.

—Por favor, Luzbel. No puedes rendirte así. No podemos convertirnos en un títere más –apoyando su espalda sobre la cama, abrazaba sus rodillas mientras sus manos eran sostenidas por mí—. Sé que ese sujeto te ha hecho mucho daño. Sé que crees que estás encadenado a este lugar. Pero no es así. Tú no le perteneces. Te prometo que seremos libres. Buscaré una forma de que salgamos de aquí y entonces, él no podrá alcanzarte. Nunca.

—Aun cuando pudiésemos salir de aquí, ¿Crees que existe un lugar donde nadie pueda hacerme daño? –me preguntó lacónico.

Y entonces comprendí lo que quería decir con esa pregunta. Fue como un flechazo directo a mis ilusiones. Me obligué a sonreír.

—Por supuesto que sí. Ya te dije que yo lo encontraré. Confía en mí.

Pero él no creía. No confiaba. Había pasado tantas veces por la misma situación que las alas de sus esperanzas se hicieron cenizas.

—Sé cómo salir de aquí.

—¿De veras? –abrí mis ojos por la sorpresa.

—Sí. Hablé con él. Le propuse grabar una nueva cinta para él. Nos dejara ir si tenemos sexo.

–¿Qué?

–Ya sabes, sexo –hizo un ademan desinteresado con la mano–, como aparece en los videos que él te mandó. Él obtiene su cinta, tú tu libertad y yo regreso a la prostitución y todos más felices que unas pascuas.

—Estás de broma, ¿cierto?

—¿Te parece que las heridas en tu espalda son una broma?

—¡Yo no voy a lastimarte! ¡No accederé a los deseos de ese desgraciado! ¡Y tú no volverás a ese burdel de mierda!

—Es la única forma de salir.

—¡No lo es! ¡No voy a ser como él! Dios… luché mucho para sacarte de allí. ¡Se supone que íbamos a comenzar una nueva vida! Esto no se va a quedar así. Ese malnacido no va a arruinar lo que hemos construido.

Que Luzbel le hubiese propuesto tal cosa sólo significaba que para él esa era la única salida. Me hubiese gustado un poco más de escándalo. Tal vez, algunas palabras doloridas o un rostro consternado de su parte. Pero no. Solo obtuve una álgida indiferencia. Yo no quería esa mirada condescendiente. Yo quería un poco de simpatía… o dolor.

—Si no haces lo que he acordado con él estaremos aquí por mucho tiempo.

Me separé de él ofuscado, ¿Cómo podía pedirme una cosa así? Aun cuando eso fuese un pase para la libertad… era demasiado… Sólo lo observé sin saber qué decir, qué pensar, porque dos cabezas piensan mejor que una, porque una mano lava a la otra y con las dos te lavas la cara, pero si esa otra persona no tiene intenciones de luchar, ni la más mínima voluntad de salir de allí, ¿Cómo luchas con eso? Yo podía pelear contra Augusto, ¿Pero contra esto? ¿Cómo luchar contra la falta de voluntad de vivir de Luzbel? ¿Cómo?

Vi que él se puso de pie y se acostó en la cama como si nada. Como si estuviera en casa.

—¿Qué haces?

–Estoy acostándome.

—¡Eso ya lo sé! pero… ¿Por qué? Ese tipo podría venir en plena madrugada y jugar sucio. No debemos bajar la guardia.

—Augusto no vendrá hasta en la mañana. Y si aun así quieres quedarte allí de pie, como si hubieses comido cabilla, pues adelante. Yo voy a dormir. Estoy cansado.

Y diciendo esto se metió entre las sabanas y cerró los ojos. Yo no podía creer tanta tranquilidad de su parte. Simplemente me parecía ilógica tanta calma, tanta falta de voluntad. ¿Cómo podía él abandonarse a este sufrimiento sin levantar una uña? ¿Cómo podía no hacer nada y dejar que la corriente lo arrastrara? Sentí pena por él porque toda su vida había sido un funeral alargado y que lo único que faltaba en realidad era que él muriera. Porque él quería morir. Lo deseaba más que a nada en este mundo.

Suspiré y fui hasta la cama a hacerle compañía. Yo no podía relajarme, desde luego. Todo el sufrimiento, el dolor y la sangre me mantenían en un estado de alerta tan profundo que mis músculos dolían de lo tensado que me encontraba. Mirando a los lados, como si esperase que ojos ajenos estuviesen observándonos, verifiqué que sólo a nuestro alrededor estuviesen las cuatro paredes blancas. Vacío blanco. Me senté en la orilla de la cama. Luzbel seguía con los ojos cerrados.

—No es la primera vez que estás aquí, ¿cierto? –pregunté en un susurro, preocupado.

—Esa es una pregunta bastante estúpida.

—Entonces no es la primera vez que estás así –afirmé —. ¿Por qué no habías dicho nada de esto? Luzbel, debiste decirme que tenías un cliente muy bizarro. Debiste avisarme que podría pasar una situación así.

—Y tú debiste decirme sobre las fotos y videos que te llegaban –replicó sin abrir los ojos, sin molestarse, sin alterarse. Suspiré cansado.

—Tienes razón. Lo siento. Pero no cambies de tema –pasé saliva en mis labios, estaban resecos y partidos—. Ese sujeto tiene fotos tuyas desde que eras pequeño. ¡Miles de fotos!

—Como si no lo supiera.

—Es que…¡No entiendo! En esas fotos que vi, que destruí… sales mucho más pequeño de lo que esperaba. ¡Prácticamente de cuando eras un niño de tres años! Tú me dijiste que comenzaste en la prostitución desde niño. Lo sé. Pero eso… No…, de tres años no. En ese tiempo tú estabas con tu madre, ¿cierto? Te perdiste cuando tenías siete años, ¿no es así? Te perdiste en el zoológico. Y ese sujeto, Augusto te encontró cuando tenías diez, ¿Por qué entonces él tiene fotos antes de esos hechos? ¿Me mentiste?

Lentamente las cortinas de sus parpados se levantaron, dejando ver la luna en sus ojos. El frío que empezaba a enfriarte la sangre en las venas. Como si congelara el tiempo.

—No tengo motivos para mentirte.

—¿Quién es Augusto? ¿Por qué ese hombre tiene tanto poder sobre ti? ¿Por qué le permitiste llegar hasta estos límites? —pregunté tomándolo de un brazo—. Dímelo.

–No. No tienes porqué involucrarte en esto.

–¿Qué no me involucre? –solté una risita áspera sin darme cuenta–. Por si no te has dado cuenta estoy metido hasta los codos.

—¿Por qué quieres saberlo? ¿De qué te sirve saber la verdad si vas a terminar lacerado?

—Yo…—le solté el brazo al percatarme de la rudeza con que lo cogía—, lo siento… La situación está ganándome, lo siento mucho.

—No tienes porqué sentirlo.

Y a continuación, cerró los ojos cansado.

—¿No vas a decirme la verdad?

—Silencio, Franco. O me veré en la obligación de meterte algo repugnante en la boca –tenía el entrecejo un poco fruncido. Eso ya era algo. Una reacción—. Acuéstate a mi lado y descansa. Mañana será un día largo.

Me metí entre las sabanas y lo abracé. Y así nos quedamos; abrazados, sin cometer pecado alguno. La respiración de Luzbel era muy pausada, quietecita. Me daba la sensación de sentir algo intangible en las manos.

—No te haré daño…—susurré antes de que se durmiera.

—Lo harás, pero está bien –respondió también entre susurros—. El amor ya me ha hecho todo el daño posible. No puede ser peor de lo que ya es.

Y se durmió. Yo no pude hacerlo, había dormido suficiente por dos días y pese a eso, notaba en mi cuerpo rastros de lasitud, un cansancio perenne que me pesaba en la piel y las entrañas. En vez de dormir, me dediqué a inspeccionar la habitación, buscando un escape, pero aquello era como una celda de aire; no podías salir pero respirabas bien.

Así transcurrió la noche, pensando en mil y una formas de salir de ese lugar. En planes de venganza. En sangre. En asesinatos. De vez en vez lo apretujaba entre mis brazos, asegurándome de que estuviese allí, de que no desvaneciese.

De que no muriera y se convirtiera en una muñeca más, aunque a veces se asemejara a una…

Luzbel tenía esa piel blanca, blanquísima, lisa y endeble. Tan limpia. Tan pulcra. Excepto por la espalda. La espalda era diferente de todo. La espalda era rocosa, tan curva, como esas montañas que trepas y trepas y al final caes. No puedes subir porque al hacerlo se te destrozan la yema de los dedos. 

Mis brazos, que lo abrazaban, se ciñeron nuevamente alrededor de su figura y mis dedos tocaron su espalda, la piel agrietada, las miles de líneas que dibujaban sinsentidos como lo era toda la situación que vivíamos. Y luego recordé el video que vi tiempo atrás. Sentí escalofríos. Recordaba las imágenes eróticas, el ambiente tenue que envolvía la atmosfera, la sensualidad de Luzbel que traspasaba la pantalla. Sin quererlo, me estremecí. Aquel video me había impactado mucho, no solo por su contenido, sino por la capacidad que tenía de cautivar mis sentidos. Y eso estaba mal. Bastante mal… porque era real. Un video real que se repetía en mis retinas.

Aun recordaba el momento en que apagué el video. Era el momento preciso en que empezaba la violencia; aquel sujeto le había mordido el hombro a Luzbel mientras le tapaba la boca, al tiempo en que continuaba penetrándolo. Había decidido no ver el resto, pero podía imaginarme lo que sucedía después; la sangre brotaría a causa de la mordedura y el color rojo bajaría por sus clavículas, semejante a como baja el helado derretido en una barquilla, tiñendo su piel blanca. Manchándola. Mancillándola tanto como lo estaba su alma.

Y ese hombre, ese despreciable cliente, soltaría la cintura de Luzbel y pasaría su mano sobre su abdomen, le acariciaría el ombligo y luego subiría a sus tetillas hasta llegar a los hilos de sangre. Tocaría el líquido viscoso, se mancharía los dedos como si de pintura se tratase y finalmente, de un borrón con la mano, la esparciría por todo su pecho, tan parecido a como uno pasa la mano por el espejo empañado. Y entonces, Luzbel estaría empañado de sangre. Y pronto estaría empañado de semen.

Sangre y semen… dos palabras que resumían su vida…

Finalmente, el tipo se correría y el líquido blanco quedaría dentro de Luzbel para después salir de entre sus piernas, desde su trasero pasando por los muslos hasta humedecer las sabanas. Pero Luzbel aun no habría llegado a su cumbre. Aun su miembro estaría tan duro que faltaría penetrarlo una docena de veces para que se corriera. Pero eso no parecía molestar a su cliente, quien destaparía su boca y escucharía sus dolorosos jadeos.

Con la mano que había esparcido la sangre, le delinearía los labios. Este, cual gato mimoso, no dudaría en meterse a la boca esos dedos gordos y llenos de su propia sangre. Lamería uno a uno los dedos, los introduciría en su boca hasta dejarlos limpios mientras, aun de rodillas y exhibiendo su descarada desnudez, aquel cliente, con la otra mano, empezaría a masturbarle, fuerte, violento, pellizcando de vez en cuando la cabeza del pene hasta que este empezase a convulsionarse para llegar al límite.

Luego…

Desperté. Abriendo bruscamente los ojos, noté que el corazón me estaba palpitando justo a la altura de la manzana de Adán. Estaba empapado de sudor. Y temblaba entre las cobijas de aquella cama. Cerré los parpados con fuerza, apartando la imagen tan horrenda de mis ojos. Debí quedarme dormido en algún momento, fruto del cansancio. Ahora, estaba seguro, era de día. El reloj de mi cuerpo me lo decía. Luzbel aun dormía, lo cual me extrañó. Él tenía por costumbre levantarse temprano.

Suspiré un poco tranquilo. Ceñí mis brazos alrededor de él, pensando que nadie había venido a perturbar la poca paz que teníamos allí. Pero me equivocaba. Nuestra paz, o mejor dicho, su paz había estado perturbada mucho antes de que yo llegase a su vida. Además, no era cierto que estábamos solos en ese cuarto. Sentía un punto extraño en la nuca, como un pequeño escalofrió. Al ladear la cabeza hacía la izquierda noté la presencia de Augusto en la habitación. Estaba solo, observándonos. Apenas a un metro de distancia. No parecía afectado en lo absoluto, su mirada lacónica no tenía la misma severidad de hace días. En un ademan de protección, abracé a Luzbel con más fuerza. Lo miré con dureza, sin emitir sonido alguno.

¿Qué podría hacer? ¿Actuar como superman y proteger a Luzbel con mi cuerpo como si fuese el hombre de acero? ¿Levantarme de la cama y hacerle frente como boxeador, partirle la cara y luego huir con Luzbel a mi lado? ¿O tal vez despertar a Luzbel para alertarlo de la presencia de aquel individuo? Pero, ¿Qué podía hacer Luzbel, hombre? él ni siquiera había intentado defenderse. La resignación era como dos bloques que le pesaban en cada hombro y le obligaba a mantenerse de rodillas sobre un suelo cubierto de azúcar. Y aunque las rodillas se le desgarrasen, él no se levantaría porque la resignación pesaba más. Supe aquello incluso antes de haber abierto los ojos aquella mañana.

Para cuando me di cuenta estaba de pie, dispuesto a proteger a Luzbel como a de lugar. No me importaba que me machacaran allí mismo. No me importaba sangrar… convertirme en el bulto de boxeo con tal de que no lo dañaran aunque fuesen por minutos. Sabía de sobra que si moría en mi patético intento de protección, Luzbel ya no tendría a nadie quien lo amase de verdad. Sin embargo, tenía que poner los pies sobre la tierra y admitir que yo no era un superhéroe para salir victorioso de ese lugar, ni tampoco era Sansón para echar a tierra aquellas cuatro paredes que nos encerraban. Solo era un muchacho enamorado, un antiguo celador que trapeaba el piso. Un joven aspirante a médico que trataba de armar una coraza para proteger aquello que amaba. Porque eso es lo que hacemos cuando queremos algo: protegerlo, aunque la vida se vaya en ello…

Pero… ¿De qué forma uno protege realmente? Haciendo todo en nombre del amor creemos que hacemos lo correcto. Creemos que nuestro punto de vista es el único aceptable porque no hay otras vías… Y sí que las hay, porque la vida no es una línea recta. La vida son constantes vías paralelas que se cruzan de vez en vez para hacernos ver que todo es posible.

–Tú y yo no somos tan diferentes –dijo de pronto. No era lo que me esperaba.

–¿Qué…? –articulé estúpidamente–. No nos parecemos en nada. ¡Yo nunca dañaría a Luzbel como la ha hecho usted, desgraciado!

—¿Ah, no? ¿Estás seguro? ¿O es que acaso no deseas lo mismo que yo? ¿Atarlo?

—No estoy intentando atarlo. Yo quiero que él sea libre, ¡Lo más libre que alguien puede ser!

— Tú también quieres atarlo, aunque tus ataduras son más ¿Románticas? ¿Absurdas? ¿Patéticas? Mientras la mía es más real. Pero al fin y al cabo es lo mismo; tampoco quieres que él sea libre. Lo quieres para ti. Quieres que te ame a como dé lugar. No te importa hacer lo que sea. Pasar por encima de quien sea. Quieres amor. La verdad es que es admirable el grado de estupidez al que has llegado tan solo por recibir algunas migajas de cariño.

—¡Cállate!

—Además, te he visto, Franco Teruel –sonrió satisfecho, complacido—. Te he visto mirar la cinta de video. He visto como observabas la escena; fascinado. Los anteriores amantes de Luzbel no lo soportaban, se iban a la primera semana. Lo abandonaban. Pero tú… Tú lo has soportado bastante bien. Hasta te ha gustado; verle tocarse, masturbarse, la piel lechosa contra el maquillaje borroso. Te vi. Te gustó. Incluso en las fotos, cualquiera las hubiese echado, pero tú no. Las conservaste porque hay algo poderosamente en ellas que llama tu atención.

—N-No es verdad… No es cierto…

—Claro que sí, ¿No lo notas? Somos iguales… Tú mente también ha mordido el seductivo anzuelo de su locura. Sólo que tú te empeñas en esconderte bajo prejuicios enfermos; ciegos y asquerosos.

—El amor no es un prejuicio. Yo lo amo de verdad. En cambio usted solo pretende destruirlo. ¡Eso no es amor! ¡Está obsesionado, está enfermo!

—Tú no puedes comprender las cadenas que nos atan. Ni tampoco pienso explicártelo. Lo único que haré es contaminar el amor que sientes, demostrándote lo adultero que es él.

De repente no fui cociente ni de lo que hacía, solo sabía que ya me lanzaba sobre él, sin embargo, no llegué demasiado lejos. Algo me sujetó. O mejor dicho, Luzbel me sujetó. Forcejé violentamente, tratando de zafarme.

—Quieto –oí que decía, pero no me importaba, yo solo quería asesinar a ese grandísimo hijo de puta.

—¡No sé cómo, pero haré que pagues, maldito! ¡Cuando menos te lo esperes haré que sudes sangre! ¡Suéltame, Luzbel!

—No me sorprende que Luzbel se haya fijado en ti. Siempre se fija en chicos “buenos”…, en buenos para nada, desde luego… No sé porque insiste en fijarse en niños tontos e incrédulos como tú.

No desistía en mi intento de zafarme de Luzbel. Y por un momento lo logré; solté un golpe brusco que le rozó la mejilla y apenas le herí, Luzbel volvió a apresarme.

—Puedes quedarte aquí para siempre y podrirte hasta convertirte en abono para mis rosas, o puedes darme lo que Luzbel ha acordado. Tú elijes –al decir esto comenzó a alejarse.

En el preciso momento en que Augusto cerró la puerta, Luzbel me soltó.

—¡¿Por qué hiciste eso?! –iracundo, pregunté.

—No es buena idea que Augusto se ensañé contigo –dijo tranquilamente, como si en vez de un problema estuviésemos hablando de color de calcetines que debía usar.

—¿Qué? Oye Luzbel, por si no te has dado cuenta ese tipo ya está ensañado conmigo –recalqué indignado y molesto. Sin embargo, él continuó sin querer digerir las palabras. Por el contrario, se fue a digerir otra cosa mucho más saludable.

Yo no me había dado cuenta, pero allí estaba; una bandeja de comida en la mesita. Luzbel se dirigió a ella y prácticamente empezó a devorar lo que había en las tazas: pan suave, huevos revueltos, avena tibia, ensalada de frutas con nueces, leche… Se metía grandes trozos de pan a la boca, bebía la leche y está se derramaba entre la comisuras de los labios, luego, con las manos, agarraba frutas picadas del tazón y lo masticaba con glotonería. No podía creer que estuviese tan tranquilo comiendo.

—¿No vas a comer? –me preguntó entre bocado y bocado.

Observé la comida y… sí. Tenía hambre. Tenía muchísima hambre, pero hasta entonces no me había dado cuenta de que no había digerido nada. Y mi estómago necesitaba urgentemente comida, sin embargo, sabía que no podría pasar nada. Lo vomitaría en cuanto lo engullera. Eso sucede cuando llevas muchas horas sin comer. Luzbel, más que nadie, debería saber eso. Y sin embargo, allí estaba; atragantándose de comida hasta por las narices.

—Luzbel, no deberi… —ni había terminado de hablar cuando él ya estaba haciendo arcadas. Corriendo, se fue al baño a vomitar. Al cabo de un minuto lo tenía allí de nuevo, comiendo—. Luzbel, basta –aseveré, quitándole el pan de la mano—. Si sigues comiendo así vas a vomitar de nuevo.

—No importa –me quitó el pan de la mano—. Tengo mucha hambre.

—De acuerdo. Está bien. Tienes hambre. Eso lo entiendo –hablé en tono fraterno, quitándole nuevamente el pan de la mano—. Pero no comas así. Tu estomago no lo soportará. Es mejor que empieces con algo ligero y de a trocitos si es posible. Mira, aquí hay avena. Es una buena opción empezar por allí.

Tomé el cuenco y con una cucharilla comencé a darle de comer. De a poquito para que su estómago se acostumbrara. En esa ocasión, Luzbel ya no estaba tan desesperado por engullir comida. Aceptó lo que le dije y abría despacio la boca cada vez que la cuchara con avena tocaba sus labios. Y aunque se viese como una escena tierna, no lo era. Estaba bastante llena de tristeza y de un miedo que no sabría cómo empezar a explicar. Ya casi se acababa la avena, así que supuse que estaría lleno. No obstante, al alejar la última cucharada, Luzbel me tomó de la muñeca.

—No te detengas –dijo, mirándome lánguidamente a los ojos.

—Ya deberías estar lleno. Es más que suficiente.

—Lo sé. Es más que suficiente. Estoy completamente lleno, pero no te detengas. Comer es mejor que pensar.

Comprendí sus palabras y fue como haberme hundido un clavo en la planta del pie. Dolía como mil demonios. Me di cuenta de la magnitud con la que estaba dañado. Las palabras malsanas que le habrían dicho y que seguramente estaban tatuadas en su mente y le impedían ver más allá de la línea del horizonte. Parecía que la única forma de romper con ese esquema era que Augusto no existiera. Que su existencia se apagara como se apaga una vela; dejando todo a oscura y con la oportunidad de buscar la luz.

De pronto, sentí las manos de Luzbel en mi rostro. Una en cada mejilla. Estaban frías y ásperas.

—Nunca lo mates, Franco –susurró y yo me sorprendí de lo rápido que había adivinado mis pensamientos—. No seas como él, porque cuando tomas un arma y matas; te conviertes en asesino y dejas de ser la víctima.

Sus palabras me produjeron un dolor abrasador detrás de los parpados.

—Tu eres un médico –me soltó lentamente—. Tú salvas vida, no la quitas.

—Maté a un paciente en una operación –esta vez fue mi turno de recordarle aquello. Le sonreí con tristeza. Luzbel inspiró hondo.

—Eso fue diferente. Intentaste salvarlo y fracasaste.

Se llevó un trozo de pan a la boca, masticándolo lentamente. No es como si comiera con ganas, era más bien como si buscara un sitio en donde poner la comida. Luego, partió un trozo pequeño y lo acercó a mi boca. El sabor del pan suave en mi paladar hizo que mis tripas gruñeran con fuerza.

—Escucha, quiero salir de aquí. No me gusta este lugar –susurró tenso, era extraño que le viese expresar emociones—, por eso necesito que cooperes. Solo tendremos sexo, ¿De acuerdo? No es nada de otro mundo.

—Santo cielos, ¿Cómo te hago entender que no quiero ceder a esto?

—¿Me amas?

—Luzbel…  

—Me amas. Lo sé. Harías cualquier cosa por mí. Si accedes a sus deseos no nos lastimara. Nos dejara ir y tu podrás volver a la medicina –se veía tan tenso, tan nervioso… creía que en cualquier momento empezaría a temblar—. Sólo… hazme el amor hasta que dejes de sentirte humano. Diviértete con mi cuerpo; rómpelo, muérdelo, aráñalo, hazme sangrar. Haz todo lo que desees. 

Por primera vez vi en sus ojos que quería ceder a la crisis del llanto. Como en esas ocasiones en que lo encontraba llorando en su cuarto. Ahora podía comprender un poco mejor a que se debía aquellas lágrimas desesperadas. Y cuando sus lágrimas salían era como un grifo averiado y difícil de cerrar. No podía dejarlo llorar, si lo hacía él se sumiría en una depresión aplastante, un estado de autocompasión destructivo. No se detendría hasta que toda el agua de adentro saliese y se quedase seco. Y una situación como esa no ayudaba absolutamente en nada.

—Está bien. Está bien. Cálmate –dije con la intención de que respirara un poco y no se echara a llorar sobre la leche derramada–. Haré lo que me pides. Accederé si con esos nos deja ir… —se relajó un poco, sólo un poco. Me miró borroso a través de sus cuencas llenas de agua—, y cuando estemos fuera, cuando finalmente nos deje ir, buscaremos ayuda. 

—No. Todo esto se quedará así. Tú no dirás nada y continuaras con tu vida.

—¿Cómo? ¡¿Quieres que me quede de brazos cruzados?!

—¿Acaso te crees que es fácil? ¿Abrirme de piernas para que me cojan? ¿Dejar que la cámara me robé lo que se supone que solo deben ver las sabanas? –dijo con la voz débil de aquel que calla por tantos años—. Cada vez que vengo a este cuarto una parte de mi queda descuartizada. Así que cállate. Tú no sabes nada. Tendremos sexo y cuando salga de aquí volveré a la prostitución. Tú no lo entiendes, pero es lo único que tengo. Lo único.

Esas palabras mordieron mi corazón, y me recordaron el gato muerto, la lluvia helada y las lágrimas perdidas.

—No harás nada cuando salgamos de aquí. No pienses en huir. En buscar a la policía. Eso no servirá de nada. Me gusta que seas inocente, pero no te pases de estúpido. Deja de buscar hacer realidad un cuento de hadas. Yo he visto la muerte, la angustia, la soledad y la amargura. Nadie que las haya visto vuelve creer en finales felices

Al ver mi silencio, alzó la vista. Su mirada era como un espejo cubierto de vaho. Te mostraba todo y a la vez no te revelaba nada.

—Ya te lo he dicho antes, ¿no? Todo goce que surge en mi lo destruyen rápidamente las malas hiervas.

Media hora después, Augusto ya se encontraba en la habitación. Con él habían dos sujetos. Me fijé en ellos, no parecían intimidantes ni matones. Eran chicos jóvenes, y había algo en sus aspectos que me hacían dudar de su existencia. No es como si estuviera alucinando, era sólo que la ropa desgastada, el cabello desarreglado y ese sutil olor a basura en sus pieles me hacia pensar que ellos no pertenecían al mundo real como tal. Se parecían más a un par de delincuentes juveniles.

–Bien, los traje como me pediste Luzbel. ¿Con quien quieres comenzar?

–Con Franco –dijo.

Y por un momento sentí todos esos ojos fijados en mí. No negaré que me cohibí, incluso di un paso atrás, atemorizado de lo que estaba a punto de suceder. De lo que Luzbel había planeado junto con Augusto.

—Te dejaré al libre albedrío el inicio. –dijo Augusto y me sentí petrificado en mi lugar.

«Sólo hazlo» me decían los ojos de Luzbel, anhelantes de que esto terminara cuanto antes.

En aquella habitación que se había rodeado de personas extrañas y cámaras de video, me vi a mi mismo quitarme la ropa, subir a la cama junto a Luzbel y esperar el momento indicado para iniciar el coito. Todo me parecía absurdo. Patético. No podía creer que estuviese entrando en aquel juego.

Luzbel, desnudo y debajo de mí, me miraba expectante, esperando que iniciara. Yo contemplaba sus ojos; me dolía el pecho y me costaba respirar, y en el fondo sabía que nunca, jamás, nada volvería a ser como antes.

—Vamos, Franco. Hazlo. Sólo hazlo.

Sí. Debía hacerlo… pero no quería. Le sonreí con tristeza y él supo, antes de que yo dijese algo, que no iba a ceder. Que no podía ceder. Y que estábamos jodidos.  

—No lo hagas… —suplicó, sabiendo que me retiraría de la cama.

—Luzbel… Tengo que pedirte disculpa porque te he fallado nuevamente. Yo no puedo lastimarte. No puedo sólo penetrarte y golpearte hasta que sangres. Pensé que tenías razón, sobre los cuentos de hadas. Los finales felices. O infelices. Y la verdad… la verdad es que soy un cándido y sigo pensando que encontraré un lugar donde nadie te haga daño y podamos vivir tranquilos. Sigo creyendo que, aunque estés roto, yo puedo quererte así. Pese a que me destroces de adentro hacia afuera.

De repente, me tiraron del cabello y me jalaron de entre sus piernas, separándome de él. Cuando Luzbel intentó ayudarme, lo tiraron a la cama de un solo puñetazo. La sangre manó de su nariz y tiñó las sabanas.

—¿Qué crees que estás haciendo mocoso? Si no te lo tiras tú, me lo tiro yo. –siseó impaciente uno de ellos.

—¡Suéltame! –ladré, tratando de zafarme.

Un pensamiento quedó flotando encima de todo ello. Algo que no tenía nada que ver con la escena y aun así me encontré pensándolo con risa. Y es que pensaba que cuando lograse salir de allí me iría a cortar el cabello seriamente porque ese cabello pasado de largo me estaba dando muchos problemas. No es como si lo llevase especialmente largo, era sólo que había pasado mucho tiempo desde el último corte. Estaba lo suficientemente largo como para que alguien agarrase un puñado de mechones y los mantuviera como rehenes en una mano masculina. Justo como en ese momento.

En mi mano tenía un clavo. Lo había encontrado mientras husmeaba en la habitación, buscando algo que me sirviese para defenderme. Lastimosamente, sólo había encontrado uno. Un clavo con un canto muy puntiagudo. Lo apretaba fuertemente, no se veía, y mucho menos podría causar mucho daño, aun así… era mi única arma blanca.  

—Ya déjalo, Wilmar –dijo el otro el tono de fastidio.

—¿Qué lo deje? Venga, hombre. Este la tiene fácil y la deja pasar. Luzbel lo ha escogido a él para empezar y a este mocoso ni se le para. Si fuera yo el que tuviera que follar, no dudaría en sacar la pija y joderlo hasta que no pueda caminar de tanto amor que le voy a dar.

—No, si es yo te entiendo. Con solo verlo en la cama desnudo hace que se me inflamen las pelotas. Pero no es nuestro turno.

—Ya entendiste, corderito –me retorció el cabello con más fuerza—. Cógetelo rápido para que sea mi turno. Piensa en Luzbel como una boca mojada y un culo apretado.

Sin poder contenerme ni un minuto más, levanté la mano, empuñando aquel clavo y le apuñalé un ojo. Fue repentino, demasiado como para ser cociente de que había dejado ciego a alguien. La rabia podía más que la sensatez y el sólo haberle escuchado hablar así de Luzbel, hizo que le prendiera fuego a la pólvora en mi organismo.

“¡Franco!” oí el grito de Luzbel. Pero hice caso omiso. Saqué el clavo y volví a agredir, rápido y letal como la picadura de un escorpión. Hundía tanto aquella arma que la mano me quedó empapada de sangre.

Wilmar, o como se llame, gritó como un animal moribundo. Me soltó bruscamente mientras el clavo seguía perforando su globo ocular. Se retorció de dolor sin ser capaz de sacarse aquel canto afilado del ojo. Mientras tanto, desnudo como estaba, me abalancé sobre él para golpearlo. Un puñetazo tras otro para descargar mi ira. Sin embargo, no pude golpearlo hasta quedarme satisfecho.

El otro individuo dentro de la habitación me levantó y me tiró al piso con tanta fuerza que me golpeé el codo y se me quedó el brazo dormido. Apenas tuve tiempo de parpadear antes de sentir una fuerte bofetada, el anillo que decoraba su dedo encajó en mi pómulo. El dolor estalló, brillante e impactante bajo mi dermis. Vi estrellas, cometas, el planeta júpiter, todo. Y el impacto dolió casi o más que la propia bofetada de revés. Caí de espaldas sobre el piso. Antes de que pudiera aclararse mi visión, me dio una patada en el estómago mientras me gritaba:

— ¡Cabronazo de mierda!

No conseguía ponerme en pie. La sangre en el suelo hacía que me resbalara. No sabía si pertenecía a Wilmar, que todavía seguía revolcándose en su propia mierda, o si era de mi nariz rota. O tal vez… de los puntos que se me habían abierto en la espalda. No era cociente del dolor…

—Ya fue suficiente –La voz impasible de Augusto sonó como un trueno lejano.

A continuación, sacó una pistola. Y sin esperar ni un segundo, apuntó en la cabeza de Wilmar y de un certero disparo acabó con su sufrimiento. El sonido de la bala hizo que todos allí quedásemos petrificados.

—Ya está… Detesto las cosas inútiles…

Tan tranquilo como despiadado, Augusto me mostraba sus terribles caprichos.

Y luego su arma me apuntó a mí.

—¿Aun no has entendido que por mucho que quieras jamás me harás lastimarlo? –siseé con aquel aire de irreverencia que más pronto que tarde se apagaría.

—¿Y tú no has entendido que esta es mi casa y aquí solo ocurre lo que yo deseo que ocurra? –Repuso divertido sin dejar de apuntarme—. Solo le daré una opción, doctor, ¿Los pies o las manos?

Me quedé frio ante esa pregunta, ¿Acaso me estaba dando a elegir en donde dispararme?

—¿Los pies o las manos, doctor? –volvió a preguntar.

Pero yo sólo lo observaba con los ojos muy abiertos, aun si procesar la información. Mi cuerpo estaba paralizado, y el silencio era tal, que podía sentir el bombeo de mi frenético corazón y mi propia respiración entrecortada

—Supongo que los pies, sería lamentable que perdiera la movilidad de sus manos siendo usted lo que es: un médico.

Y dos balas se incrustaron en mi carne. No me disparó en los pies como dijo, sino en la rodilla izquierda. Y Dios… ¡Cómo dolía! Estuve chillando como un cerdo que está en el matadero. Ahora si estaba seguro de que era mi sangre la que manchaba el suelo. Y al igual que Wilmar, comencé a revolcarme en mi propia mierda. No sé cuánto tiempo estuve así, profiriendo alaridos de dolor, pero si recuerdo las manos de Luzbel dándome consuelo, tratando de calmarme. Incluso recuerdo un par de besos suaves en mis labios resecos. Intenté calmarme, pero era un dolor que ardía y quemaba y era punzante y para nada fácil de ignorar, pero hice de tripas mi corazón, y pensé en Augusto y en que, entre mi odio a todo, no estaba dispuesto a morir, no aún, así que me aferré a las baldosas del piso, enterré las uñas en la cerámica, me sujeté de Luzbel y de mi rencor.

Para cuando me calmé, Luzbel ya no se encontraba allí. Estaba de pie en frente de Augusto. Yo lo mirada desde donde estaba; en el suelo, en mi propia zanja de dolor. Me apoyé sobre los codos, apenas alzándome y temblando.

–Lo haré yo… –dijo Luzbel. Fue lo único que pude escuchar.

De pronto, vino hasta mí con una expresión quieta y una inyectadora en la mano. Lo supe en seguida, iba a drogarme.

–Luzbel, no… Luzbel, espera, no.

No creía de veras que él iba a drogarme. No lo creía. Por eso cuando intentó ponérmela con toda la amabilidad del mundo lo rechacé. Forcejeé con él, nos dimos un sinfín de codazos y golpes en el pecho. Luzbel no tenía casi aire cuando consiguió ponerse sobre mi, desnudo como estaba, y entonces comencé a revolcarme debajo de él. No quería ceder ni un milímetro

–Basta, Franco. Quédate quieto.

–¡No! Por Dios, Luzbel. Piensa en nosotros, en nuestras vidas, en lo que esto arruinaría –Luzbel se quedó un momento estático y por un momento pensé que había recapacitado. Pero no.

–El problema Franco, es que yo no quiero pensar.

Lo que pasó luego fue un montón de nada. Inspiraciones profundas y decisiones tomadas. Luego de un minuto volvimos a forcejar otra vez y en medio de mi conmoción consiguió clavarme la aguja. Sentí el liquido recorrer mi sangre como un bicho que trepaba mi ser. Me dejó tirado en el suelo y se fue a sentarse en la cama, desde allí me miró con una sonrisa triste, con otra jeringuilla jugando en sus dedos.

–No Luzbel. No tienes porqué hacer esto –supliqué

–Quién dice que no quiero.

Así de simple todo el mundo se vino abajo.

Vi todo el procedimiento, de cuando apretó un torniquete en su brazo, las palmaditas para hacer resaltar la vena, y luego la aguja mordiendo su carne hasta vaciar su contenido en su sangre. Cuando lo hizo, cuando sacó la aguja del brazo él siseó débilmente y su rostro se contrajo en una mueca de soledad. Yo lo único que sentí es que me habían dado otro balazo en el pecho, porque no podía describir de otro modo el dolor que me causó su decisión. Luzbel me había disparado directo al corazón. Y su disparo dolía muchísimo más que el me había dado Augusto en la rodilla. Era una herida que gritaba de pura agonía y él día que cicatrizara lo haría dejando un montón de piel arrugada de por medio.

–Lo lamento mucho –dijo y dejó caer la inyectadora en el suelo, suspirando aliviado al saber que pronto iba a dejar de pensar.

Y yo me desangré lentamente, tanto física como mentalmente al ver que me dedicaba una ultima mirada cociente, puro dolor concentrado de sus irises y luego se abandonó en manos de la humillación. Se dejó arrasar por todo este mar de lamentos hasta despellejarse los nudillos. No luchó, sólo se acostó laxo sobre la cama. Se crucificó. Una vez acostado sobre el lecho de espinas, se dedicó a acariciarse, dejándose llevar por la reconfortante sustancia que corría por sus venas y que encendía su libido. Se restregó como un gato en la hierba sobre las sabanas limpias con evidente sensualidad

En tanto, yo no me había movido de mi sitio, herido como estaba permanecí congelado en un momento de confusión. Pensaba en mil cosas y al mismo tiempo en nada. Tenía un nudo en la garganta y unas irremediables ganas de gritar. Pero en medio de aquel escenario horrible, había un paréntesis para la sorpresa, porque pensaba sin darme cuenta, en lo hermoso que era verlo desnudo sobre la cama. Siempre había pensado que la manera en que se tocaba tenía algo tóxico e hipnotizante. Lo pensé en ese momento y lo pienso incluso ahora; la forma en que sus manos se desplazaban por su piel era hechizante.

Me encontré a mi mismo intentando aspirar su aroma, su aliento contaminado en pecados. No sabía si era producto de mi propio deseo o si tenía que ver algo con las drogas. Sea como fuese, no podía dejar de pensar en lo mucho que quería acercarme y tocarlo. No era el único. El otro sujeto que aun seguía con vida, llevado por la imagen erótica de Luzbel masturbándose, había comenzando a tocarse. No pasó mucho tiempo antes de que se quitara la ropa y subiera a la cama para saciar sus deseos.

Luzbel respiraba agitado, casi clamando atención. Sus costillas se marcaban en la piel cuando inhalaba profundamente. Al ver subir a un sujeto desconocido, le miró de reojo, casi con morbo. Alzó una de sus piernas y posó su pie sobre el pecho del muchacho; con cuidado lo recorrió lentamente el círculo de las tetillas, abajó con lentitud hasta la pelvis y bajó un poco más hasta acariciar el miembro duro. Para aquel tipo aquello debió ser demasiado. Tomó el pie de Luzbel  y le acarició la planta, de arriba abajo y de abajo arriba. Luego, metiéndose a la boca el dedo gordo del pie, lo succionó una y otra vez, como si le estuviera haciendo una felación. Cuando estuvo satisfecho, comenzó a dar lametones por toda la pierna, desde el tobillo, pasando por los muslos, hasta su entrepierna

Me pareció una escena asquerosa… supongo que para Luzbel también, aunque drogado como estaba, apenas  sentiría rechazo hacia aquello que odiaba. Lo vi arquearse. Lo vi estremecerse. Lo vi romperse en el placer de aquella felación. Abría más las piernas mientras su sexo era engullido en saliva. Lo escuche gritar y gemir. En algún momento, le dieron la vuelta y comenzaron a penetrarlo. Él se aferró a las sabanas, desesperado, se apoyó en sus codos y alzó más el culo. Su rostro contraído por el placer y su nariz manchada de sangre es un cuadro que no olvidaría jamás…

Existía algo… algo que, aunque fuese una escena física, transcendía todo aquello. No es que solo estuviese sofocado, con los labios hinchados, despeinado, cubierto de sudor y con una erección imposible de disimular. Se trataba de algo auténtico y verdadero, de la manera en que se retorcía y arañaba las sabanas. La forma en que sus pupilas se volvían de agua, diluyendo todo. Era algo que llamaba poderosamente la atención.

Yo lo veía y lo sentía, y creía que estaba al borde del vomito y el homicidio.

Augusto me miró y sonrió. Y yo sentí como que me desparramaba sobre el suelo en un montón de piezas geométricas punzantes y afiladas. Quizás porque él tenía razón. Lo sabía. Y eso me mataba. Porque allí… allí estaba yo… viendo todo… sintiendo todo… con una espalda lacerada, las uñas mallugadas y una pierna herida de bala y aun así debajo de mí no solo había un charco de sangre… sino también un charco de semen. Mi propia esencia derramada… La huella inaudita de que mi cuerpo respondía a aquellas escenas bizarras.

Sabía que responder positivamente a esos estímulos no era sano, aun cuando sólo me hubiese excitado ver el rostro de Luzbel lleno de lujuria.

¡Yo lo sabía!

Era solo que… una especie de velo había nublado mi conciencia, haciéndome inmune al dolor, adentrándome en una atmosfera casi mítica en el cual mis retinas sólo podían observar su figura lechosa, casi dolorosa. Pero aquel velo acababa de caer y la verdad me atravesaba como el filo de una espada.

La misma sensación de existir me dio asco.

—El amor no hace las cosas bonitas –le oí decir a Augusto, sincero, indiferente—. Por el contrario, lo arruina todo. Rompe tu corazón. Convierte las cosas en un caos. Y hasta el sentimiento más honesto acaba siendo contaminado con el tiempo.

Y tras aquellas palabras se alejó, disecando mi estómago, haciéndome sentir sucio, asqueroso. Cerró la puerta a mis espaldas, dejándome envuelto en silencio y vacío. Los oídos se me llenaban con el sonido de los gemidos de Luzbel y el rechinar de la cama, su respiración agitada que no daba tregua a su orgasmo. En tanto, yo me mantuve allí, inmóvil, jadeante, notando como una angustia inmensurable se me despertaba en el pecho. Mis manos se cerraron compulsivamente, hundiendo las uñas en la palma. Temblé. Me sacudí con violencia al tiempo en que un grito de dolor, rabia y tristeza desgarraba mi garganta.

Y ese era el grito que precedía un silencio agonizante. Un silencio que se expandiría y me arrastraría hacia el abismo. Un silencio siniestro e inquietante que me haría pensar largamente en lo que había pasado, en lo que había sentido, en si Augusto tendría razón y él y yo no éramos más que dos caras de una misma moneda. 


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).