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La miserable compañía del amor. por CieloCaido

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PARTE III

«Cuando te hayas consolado (uno siempre se consuela) estarás contento de haberme conocido»

El Principito

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Capítulo 27: Caminos de sal.

Dicen que vamos evolucionando conforme pasa el tiempo. Dicen incluso, que maduramos. Que crecemos. Siempre he dudado de ello. Hay personas que nunca crecen. Hay personas que siguen estancadas en la misma laguna maloliente. Yo era una de ellas. Aun con los golpes que había recibido persistía estar en la misma peste. Huía con insistencia. Cerraba los ojos esperando que el mal trago pasara. Me tapaba los oídos para no oír nada. 

Porque así somos muchas veces. Creemos que tapándonos los ojos, cubriéndonos los oídos, ocultándonos del mundo, lograremos que la realidad se disuelva.

Y es un error.

Porque lo único que se disuelve con facilidad es la sal.

Y suele pasar que cuando la sal se disuelve en una herida, escuece terriblemente. Antes de desparecer nos hace agonizar un poco. Y tal como la sal cura, hay también caminos que curan. Caminos llenos de espinas que te lastiman antes de llegar a la meta, pero una vez que llegas al final te das cuenta de que has crecido. De que has cambiado. Yo sentía que todavía no había llegado a ese camino. Sentía que aun con todo lo que había pasado con Luzbel, no maduraba del todo. Seguía siendo una manzana verde que se negaba a caer al suelo.

Dice un dicho que… no es culpa de la manzana que se pudra con el tiempo…

Y yo, tarde o temprano, me iba a pudrir.

Pero uno no piensa en esas cosas con detenimiento. Y mucho menos cuando una oscuridad espesa se posa sobre tus ojos. Sobre los míos había una laguna negra en donde apenas recordaba quien era. Lo que existía en la laguna era más bien un sonido. Un tic que se repetía con insistencia, taladrándome los oídos, haciendo vibrar el agua.

Nada existía en realidad… hasta que abrí los ojos y sentí los labios secos.

—Se ha despertado, Doctor —oí que susurraban, demasiado lejos. Sus voces eran un eco lejano aunque estuviesen en la misma habitación.

Una luz blanca y cegadora obligó a mis pupilas contraerse. Aumentaban el dolor de cabeza. Cerré los ojos y respiré tan fuerte que sentí que el aire me iba a romper los pulmones. ¿Dónde estaba?

—Vaya, muchacho. Pensé que te perderíamos

Una cabellera canosa salió a mi encuentro y su sonrisa era muy luminosa. Lo reconocí en seguida; era el doctor que me había atendido en un principio. El doctor Novelli. ¿Estaba en el hospital?

¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué? Pero más importante, ¿Dónde estaba Luzbel?

Esa última pregunta hizo que me incorporará de una vez en la cama. No pude llegar demasiado lejos, me dolía todo.

—Ey, tranquilo. Tranquilo —Novelli me obligó, amablemente, a acostarme otra vez—. Todavía no estás en condiciones de abandonar la cama. Relájate y descansa un poco.

—No puedo. No puedo. Nopuedo.

—¿Y por qué no? Tu cuerpo está demasiado mallugado.  Llegaste hace dos semanas y…

—¡¿Dos semanas?!

—Sí, Franco. Dos semanas —volví a intentar levantarme. Me dolía la espalda y los dedos… y los pulmones. Me costaba respirar—. Quieto allí, muchacho. Tú no saldrás aquí.

—Usted no entiende. Tengo que salir. Luzbel está afuera. Debo buscarlo. ¡Tengo que buscarlo!

Me encontraba realmente muy histérico. Él no comprendía que cada segundo era valioso, pues si no iba en su búsqueda las huellas se borrarían de la arena y entonces, Luzbel sería arrastrado a las profundidades del océano sin que nadie lo notase.

Como si fuese alguien que nunca hubiese existido…

Como no me calmaba y me desesperaba cada vez más, el doctor optó por amarrarme en la cama. Me sujetaron de los brazos, de las piernas y al final estaba atado. Con correas que me apretaban el cuerpo. Noté un pinchazo. Y mi cuerpo se volvió pesado. La espesa oscuridad regresó a mis ojos y el tic no dejó de molestarme…

Me mantuvieron preso en esa cama por varios días, hasta que no me calmé no me soltaron. Fue allí que el Dr. Novelli, me explicó que hacía dos semanas un par de ciudadanos me encontraron enterrado en la nieve. Ellos habían ido a patinar, a jugar, a revolcarse en la nieve antes de que esta desapareciera. Mientras trataban de hacer un angelito en el suelo, uno de ellos me encontró. Estaba inconsciente y mi respiración era muy escasa. Asustados me llevaron a su carro y me cubrieron con mantas. Incluso, uno de ellos me abrazó para que el calor regresara a mi cuerpo. En general, era prácticamente un cadáver que agonizaba.

En un principio habían pensado que era un pobre desgraciado que caminaba en el momento menos oportuno, pues la nieve había caído sin previo aviso, tomando a muchos con la guardia baja. Debido a ello hubo muchísimos accidentes. La ventisca había sido muy fuerte, dando como resultado una cantidad considerable de heridos.

Yo era una de esas víctimas. Sin embargo…

Cuando procedieron a quitarme la ropa para ponerme una seca, y que de esa manera mi cuerpo empezara a recuperar su temperatura, notaron la magulladuras en los brazos. Los trozos de uñas faltantes. Las laceraciones en la espalda. Yo no era una simple víctima de la nieve, eso tan sólo había sido un efecto colateral.

No se explicaban como un individuo tan herido se hallaba en mitad del camino de piedra. (Se trataba de un camino extenso y estrecho que conducía a la laguna azul de un frondoso bosque) Así que era un paciente misterioso, hasta que encontraron mi billetera en mis pertenencias y en ella mis documentos de identidad. El carnet que me dieron como residente en el hospital fue el que más les llamó la atención y procedieron a comunicarse al ver que nadie venía por mí.

Resultaba que me encontraba en otro estado, muy lejos de donde vivía. Tan lejos, que casi podría decirse que estaba donde el diablo dejó los calzones. Cuando en el hospital que trabajaba notificaron que el hospital “María Pineda” tenía un paciente por nombre «Franco Teruel» y que dicho paciente, al parecer, trabajaba como médico residente, el Dr. Novelli no dudó ni un instante en venir a comprobar que se trataba de mí.

Y en efecto.

Tenía un estado muy deplorable. Me había abierto los puntos en la espalda así que ellos me cosieron otra vez. Me vendaron los dedos y me hicieron curaciones. No les preocupaba en gran medida las heridas físicas. Ellas podían  cicatrizar. Lo que les preocupaba de veras era la infección que había cogido en los pulmones.

Debido a que nunca había nevado y que, por supuesto, mi cuerpo no estuviera adaptado a tal temperatura, además de desmayarme y tragar literalmente, montones de nieve, mis pulmones se vieron gravemente afectados. 

Los médicos pensaban que yo no sobreviviría.

La fiebre subía y bajaba repentinamente. Además de que no daba indicios de despertar. Consideraban que quizás me iba a ir a un estado de coma. No estaban seguros. Hasta el dr. Novelli, estaba preocupado. Tanto era su preocupación que se quedó conmigo los días restante para asegurar mi bienestar.

Me dijo que cuando lo peor pasó trató de contactarse con algún familiar, lastimosamente no pudo encontrar a nadie. Ni siquiera había vida en la dirección que tenía en la hoja de vida.

Eso ultimo ni me decepcionó. Yo era un forastero en esa ciudad. Y no había vivido tanto en un sitio como para hacer amigos. De modo que no tenía contactos. No demasiados. Mi familia estaba muy, pero muy lejos, y Luzbel… al parecer, él se había hundido como una piedra lanzada al agua.

Desaparecido.

Por otra parte, él me confeso que antes de saber que estaba internado en este hospital, él había pensado que la tierra me había tragado, pues llevaba tres días sin aparecer por el trabajo. Comenzaba a molestarse de haber contratado a un chico tan irresponsable y pensaba sancionarme en cuanto me apareciese por allí. Al cuarto día, al tratar de llamarme y no responder, decidió ir a casa y nadie respondió. Preguntó a los vecinos y ninguno supo decir nada. Excepto la niña que vivía al lado. Una chiquilla pequeña de bonitos ojos y voz estrangulada por la pena. Supuse que era Darinka. Ella le explicó, entre lagrimones e hipos, que tenía muchos días sin vernos y que estaba asustada de que algo malo nos hubiese pasado.

Fue allí que él también comenzó a preocuparse. Y su mal presentimiento se confirmó cuando llamaron el quinto día de mi desaparición….   

Me pidió que le explicara cómo había llegado a semejante estado físico, pues lo único que a él se le ocurría era un secuestro. No fui capaz de ocultarle nada. Le conté todo. Desde el hecho de que tenía por pareja a un chico llamado Luzbel, hasta el hecho de haber sido encerrado en una mansión gigante llena de rosas rojas.

—Tenemos que denunciar esto. No puede quedar impune. Ha sido una cosa horrorosa lo que ha pasado. —dijo él con certeza e impotencia.

Sin embargo, cuando escuchaba la palabra “Denunciar” me entraba un escalofrío. Y recordaba las palabras de Luzbel de que la policía no haría nada. De que todo eso era una pérdida de tiempo. Sacudí la cabeza, ahuyentando esas ideas pesimistas, de modo que cuando los oficiales aparecieron y tomaron mi declaración, procedieron a buscar a quienes les describí; a Luzbel y a Augusto. Tuve incluso que decir que Luzbel fue prostituto. Esto llevaba la investigación hacia el burdel, y allí hacia los prostitutos.

Ninguno dijo nada.

Luzbel era tan sólo un puto que trabajaba allí desde hacía años y aun así poca gente lo conocía realmente. Él era un fantasma. Un chico con nombre de demonio que se abría de piernas por algunas monedas y que regresaba a su casa a las tres de la mañana. Revisaron su cuarto en ese cuchitril y no encontraron nada que no perteneciese a ese lugar. Ni siquiera estaban las cámaras de las que les había hablado.

Cuando revisaron la casa en busca de huellas, de las fotos, lo videos, simplemente se dieron cuenta de que, o yo era un mentiroso o alguien había borrado todo, porque la casa estaba como una página en blanco: sin nada. Ni siquiera sus pertenecías estaban.

No podía creerlo. Cinco años de su vida en esa casa y fue como si nunca hubiese vivido allí…

Al interrogar a los vecinos no obtuvieron nada diferente de lo que se comentaba en el burdel: que era un chico puto. Alguien que se vendía por dinero y que cambiaba de novio como cambiaba de ropa interior, que se drogaba para ir a trabajar, que olía a colonia barata…

 Y que, a lo mejor, todo había sido planeado por él, para dejarme, para irse con alguien que tuviera plata. Es más, hasta las cámaras pudo haberlas puesto Luzbel para ver como abusaban de él, después de todo, el chico estaba perturbado. Y era bien sabido por todos que Luzbel era una persona cruel. Con sus palabras, desde luego. Pero nadie ponía en duda que pudo haber sido cruel con sus acciones y eso justificaba las laceraciones en mi espalda. Las heridas de mi cuerpo.

Los oficinales también se convencieron de eso. De que Luzbel, se había ido por voluntad propia. De que no se trataba de un secuestro. Y que si seguían su búsqueda era para sancionar el daño que le habían hecho a un ciudadano, es decir, a mí. Y en caso de que los encontraran, ambos le rendirían cuentas a la justicia.

Insistí e insistí. Las cosas no eran así. Luzbel también era una víctima. Alguien forzado a permanecer allí. Y si estaba perturbado era por causa de aquel malnacido que había destruido su vida. Pero no. Ellos no podían gastar todas sus energías es buscar a un… prostituto. Y que era natural que los putos se fuesen con sus amantes.

Era natural que él me abandonara…

Ellos no entendían nada. No lo conocían a él. ¡No sabían nada de él! No tenían derecho de hablar así de Luzbel. Como si solo fuese un trapo viejo. Una canica abandonada. Los zapatos desgastados que ya no se usan y se botan.

Pero mi testimonio… Lo que yo había visto… eso era real… y sin embargo, ellos se encargaron de poner eso en mi contra, alegando que yo estaba enamorado, y el amor ciega a las personas. E incluso, había estado drogado la mayor parte del tiempo (encontraron toxinas en mi cuerpo en el examen de sangre) así que no reconocía la verdad de la mentira. Que todo había sido una simple alucinación.

Malditos. 

Aquella justicia, ciega y asquerosa, no estaba ayudándome en nada. En vez de darme esperanza me estaba hundiendo en la desesperación.

Al salir del hospital, tres días después, el Dr. Novelli me informó que podía descansar unos días más. Sin embargo, lo que yo menos quería era llegar a casa. Ese lugar solo en donde no habría ni un cabello dorado de Luzbel. Nadie tendría idea del terror que eso me producía.

Los vecinos no tardaron en cuchichear acerca de mi regreso. Me vieron caminando en la acera, lento y silencioso, apoyado en una muletilla. Podría decirse que cargaba un aura de pena sobre mi cabeza. Bien podía haberme ido a la casa que había alquilado antes. La casa nueva. Pero allí… allí no había nada para mí… allí ni siquiera estaría la esencia de su piel impregnando las paredes.

Me quedé varado en frente de la puerta. La abrí. Y entré.

Había silencio. Un silencio seco y perturbador.

Miles de cosas me golpearon. Recuerdos tristes y alegres. Risas. Miradas. El sonido del agua hirviendo. Me embistieron como una ola grande. Imposible de detener. Los ecos de todas las cosas que habíamos vividos juntos se repetían una y otra vez.

Miré la esquina, la pared desconchada por la filtración del agua. Allí solía sentarse Luzbel, justo al lado de la biblioteca y repasar las páginas. Y luego alzaba la mirada para encontrarse conmigo. Entonces, amistosamente, él daría unas palmaditas al suelo, como invitándome a sentarme a su lado. Y yo iría a su lado, cual perro fiel, a postrarme a sus pies.

Por un momento creí verlo. Por un segundo su silueta, rara y preciosa, apareció en ese rinconcito. Y la sonrisa sutil que me daba apuñaló mi corazón. Su presencia era aplastadora. Como si me estuviera rompiendo. Pero no. No era más que mi aparente psicosis.

Un eco… como otros tantos…

Cerré la puerta despacio. Tenía un nudo en mi garganta. Un nudo que se tensaba tanto que pronto se iba a quebrar. Y aunque su espejismo se había disuelto, el abismo en mi pecho no. Se expandía. Crecía. Un agujero negro que me tragaba. Siempre más grande, cada vez arrastrándome en una oscuridad espesa y ahogante. La casa en sí, era un agujero…Se había convertido en un lugar inhóspito, lleno de suciedad, olores desagradables, plagas urbanas y olvido evolutivo.

No pude evitar llorar… Cubriéndome la cara, y tragándome la amargura, solté tristes y desesperados sollozos. Parecía que eso era lo que más podía hacer en ese instante. Porque yo era de los que lloraban. De los que lloraban mucho.

Odiaba ser tan débil…

Muchas veces regresé a la “escena del crimen” esperando dar con alguna pista. Alguna huella. No obstante, la nieve se había encargado de llevarse todo. Casi como si hubiese purificado el lugar. Casi como si me dijese que olvidara… pero yo no podía olvidar. Claro que no. Luzbel estaba presente en cada aspecto de mi vida.

Cuando una persona lo llena todo, ¿Cómo puedes sobrevivir? ¿Cómo sigues adelante? Y más importante, si tanto me dolía aquello, si tanta aflicción me causaba, si tan desesperado me encontraba, ¿Cómo es que no me había muerto?

¿Acaso el amor no me iba a matar?

¿El silencio no me asesinaría?

¿Por qué…?

No lo entendía. Estaba seguro de que si Luzbel me abandonaba yo moriría. Y aun así, allí estaba. De pie. Respirando. Abriendo los ojos cada día… Cuando en las noches me acostaba en la cama y abrazaba la almohada de Luzbel, mi psicosis lo devolvía a ese cuarto. Entrando a la habitación, lo veía venir hacia la cama. Acostarse en ella. Y murmurar un “Buenas noches, Franco”. Y yo, en voz alta, en medio de aquella alucinación le respondía:

—Buenas noches, Luzbel.  

A partir de allí, estaría atrapado en esa dimensión, siendo devorado por los recuerdos… por la nostalgia… poco a poco… hasta convertirme en un fantasma. La perenne necesidad por Luzbel me estaba trastornando.

Mi conciencia estaba en algo parecido al limbo. Entre estar y no estar. Hacia las cosas bien, mi trabajo no se veía afectado por mi estado mental. Ser médico me ofrecía una sutil distracción de las espinas que se clavaban con insistencia en mi pecho. No era el antídoto correcto. Era más bien una vendita. El dedo que cubre el sol.

—Teruel, alguien te busca afuera —me informó uno de los doctores.

Había terminado mi turno esa mañana y tenía pensando volver al lugar donde me encontraron enterrado en la nieve. Creía que si recorría todos los kilómetros de tierra de ese sitio, podría encontrar aquella mansión aromatizada con rosas. Después de todo, la esperanza es lo último que se pierde.

—No estoy esperando a nadie.

—Dice que quiere hablar contigo. Es un chico rubio.

Por un momento pensé en Luzbel. Pero no. Al salir fuera del hospital e ir cerca de la cafetería (que era donde me esperaba el jovencito) sólo vi a Erick. El chico mudo que trabajaba en aquel antro de mala muerte. Al verlo sentí una súbita oleada de ira. No podía creer que todos en ese burdel le dieran la espalda a Luzbel. Aunque no debería decepcionarme. Luzbel no se decepcionaría. Él no se decepcionaba de nadie porque no esperaba nada de nadie.

Así era como tenía que empezar a ver las cosas… así era como debía de ser. Después de todo, ellos solamente habían hecho lo que más les convenía. Por dinero. Por seguridad. Por miedo…

Pensé que me iba a dar la vuelta e ignorarlo, sin embargo, me sorprendí a mí mismo al ver que llegaba hasta él. Erick miraba sus zapatos mientras jugueteaba con una lata de refresco vacía. No parecía darse cuenta de que había llegado. Estaba demasiado ensimismado.

—Erick. —llamé cautamente.

Él levantó su mirada y me sonrió con todos sus dientes. Parecía realmente feliz.

He estado esperándote desde hace rato. Trabajas mucho. Es difícil encontrarte” me dijo con su peculiar lenguaje de señas. No dejó de sonreír al mismo tiempo.

—Disculpa. Ahora mismo estoy ocupado. ¿A qué has venido?

Supongo que se dio cuenta del tono seco con el que hablaba y por eso bajó la mirada. Avergonzado. Tímido. Triste.

“Lamento no haber colaborado con los policías. Ellos no nos ven con ojos buenos. Además… soy menor de edad. Sería problemático que me encontraran allí”

Tenía razón. Solté un suspiro que no sabía que estaba conteniendo. Erick, desde el principio, me inspiraba mucha ternura. Era difícil enojarse con él.

—Disculpa, Erick. Esto ha podido conmigo —me froté la cara con ambas manos, tratando de despejar ese bullicio se sentimientos tormentosos—. Toda esta situación me ha dejado muy amargado, y el hecho de que la policía no ponga empeño me deja frustrado e impotente. No sé qué hacer y creo que en algún momento enloqueceré.

Sentí una palmaditas suaves en mi hombro. Erick era muy comprensivo y me miraba con una sonrisa triste.

Tranquilo. Está bien. Por eso hemos venido.”

¿Venido? ¿Quién más vino contigo?

“Javier. Él no quería venir, pero le insistí mucho para que me trajera” seguía sonriendo. Él era ese tipo de persona que le encanta ayudar a los demás y que escondía sus lamentos tras una enorme sonrisa. “Está dentro. Se cansó de esperar y entró a comer algo. ¿Vienes?”

La curiosidad era enorme y necesitaba saber porque ellos dos habían venido. Además, trataría de comer algo. Hacía días que no comía bien y algo en el estómago no estaría nada mal.

Al entrar el cabello anaranjado de Javier fue lo más resaltante en todo el lugar. En realidad encandilaba. Era casi como un color fosforescente. Todo en él resaltaba, desde su cabello, su ropa ajustada, hasta los piercing en su oreja y nariz. Pero sobre todo resaltaban sus ojos verdes delineados en negro. Casi tenían luz propia

“¿Qué es lo que has pedido?”

Javier se le quedó mirando con una extraña expresión en su rostro pálido y hermoso. Porque sí, era hermoso. Demasiado. Aun con toda su extraña forma de vestir. Aun cuando pareciese una… loca… seguía siendo hermoso. Parecía imposible no mirarlo.

—¿Qué dices? —era obvio que Javier no entendía el lenguaje de las señas.

“¿Qué que has pedido de comer?”

—Mira mocoso, no entiendo ni una mierda de lo que estás diciendo. Compré hamburguesas para el doctorcito y para ti. Más les vale que se la coman por las buenas o se las meto por las malas. Me costó cada centavo de lo que gané anoche. —dicho esto, le dio un mordisco a su hamburguesa y la salsa de tomate chorreó en el plato.

Erick se sentó entusiasmado y yo me senté con menor ánimo.

—¿Por qué están…?

—Ahora no. Tengo hambre, ¿Entiendes? Mucha hambre. Así que comamos y después hablamos.  

No se dijo más. Procedimos a comer en silencio. No pude acabarme toda la hamburguesa. No tenía hambre y comía a juro. Javier, muy cabreado, me la quitó antes de que me atreviera a botarla y se la comió, alegando que, aunque ya estaba lleno, y probablemente vomitaría después, no permitiría que botase la comida. Le fastidiaba desperdiciar alimentos cuando había tanta gente que pasaba hambre.

—Ya. Ahora si estoy completamente lleno. Seguramente mi cara se llenara de asquerosas espinillas, pero ha valido la pena. Sí que la ha valido.

—¿Van a decirme a que han venido?

Javier fijó su vista el mí. Sus ojos verdes me escrutaban con algo parecido a la molestia, como si en cualquier momento quisiera golpearme. Erick, que también se había fijado en la mirada agresiva de Javier, procedió a intervenir.

“No pudimos ayudarte con la policía. Pero podemos decirte lo que sabemos. No es mucho, pero si un poco.”

—¿Ayudarme? —pregunté escéptico—. No lo creo. Ustedes no saben dónde está Luzbel, ¿O sí? 

El niño negó con la cabeza. Suspiré un poco cansado. Era obvio que ellos no podrían ayudarme con mi búsqueda.

—No vas a encontrarlo —me dijo Javier, con el mismo gesto de enfado. Esta vez fue mi turno de mirarlo con molestia ante sus palabras.

—Si sólo viniste a decirme eso…

—¡Cállate! A veces me sacas de quicio.

Erick trató de calmarlo. Javier estaba enojado por algo, y al parecer estaba pagando su rabia conmigo. Aunque él no entendía el lenguaje de señas podría interpretar claramente que el chico rubio quería que se tranquilizara.

—¡Ya, déjame, niño! Tengo que decirle lo que tengo atorado en la garganta, o sino explotaré con esta ira dentro —apartó de un manotazo la mano de Erik—. Tú, doctorcito de pacotilla, nos metiste en muchos problemas, ¿O crees que esos oficiales en el burdel no hicieron desastre? Por tu culpa clausuraron nuestro trabajo. Destrozaron el burdel. Volcaron las mesas y las sillas. Y prácticamente nos escupieron en la cara.

Javier respiraba muy agitado, sin tomar aire siquiera

—Erik tuvo que salir corriendo de allí. Es menor de edad, no podíamos dejar que le encontraran. Mauro no sabía dónde esconderlo y por eso tuvo que irse con un cliente. ¡Ahora este niño mudo está viviendo con uno de esos degenerados! Revisaron la casa de Marcela y casi nos ponen a todos de patitas a la calle. Ah, pero seguro que eso no te importa, porque eres un frío pedazo de hielo. Un ogro insensible que no tiene corazón.

Después de terminar su discurso, uno que me enteraría que estaba muy bien elaborado, Javier se sentó en la silla  y tomó aire. Como ya había dicho todas las palabras que le carbonizaban por dentro, ahora se encontraba más tranquilo.

—Para gente como nosotros, es mejor ser invisible en el mundo. Porque cuando nos ven pasan estas cosas, inútil e ignorante doctor de pacotilla —me quedé en silencio porque, la verdad, ninguno de sus insultos me había afectado—. Por eso no encontraras a Luzbel. Él no existe en el mundo real. Estas buscando profundidad en un charco de agua.

No quisiera reconocerlo, pero en ese instante, ante sus palabras, la fatalidad se abrió como una grieta. Era como si acabasen de arrojarme sobre la cabeza un baldazo cargado de angustias y espanto. Él tenía razón… Luzbel formaba parte de la noche. Había sido testigo de sus usos y abusos, así que… él sabía cómo camuflarse en ella.

—Sabemos impedir que se nos vean —continuó Javier, como si supiera a la conclusión a la que había llegado—. Conocemos los rincones más oscuros de las calles. Formamos parte de la noche ingrata. Un corderito como tú no podrá hallarlo entre tanta maleza. Ríndete.

—Nunca. —tenía los puños tensados.

Ya déjalo tranquilo, Javier. No vinimos a eso” me miró y volvió a deslumbrarme con aquella luminosa sonrisa. “Además, Javier exagera. La inspección fue… un poco brusca, pero… al final ayudó un poco. Es decir… el lugar lo cerraron por varios días, pero Charlie ya ha pagado sus deudas y a aseado todo. Ahora los cuartos son más limpios

—Lamento si te cause muchas molestias, Erick— le dije de todo corazón—. No se me ocurrió pensar en ti. Lo siento.    

Está bien. No importa, realmente.” Dobló distraídamente una servilleta y luego volvió a retomar la discusión. “Vine porque quería decirte por donde puedes empezar a buscar

—¿De veras? —me emocioné. Cualquier pista que pudieran darme era bienvenida—. Si pudieras decirme algo, Erick. Lo que sea. Te lo agradeceré mucho.

“Debes saber que Javier tiene razón. No lo encontraras cruzando la calle. Si él quiere esconderse, lo hará muy bien. Pero… puedes seguir algunas de sus huellas…”

—¿Huellas? ¿Qué quieres decir?

“Luzbel tuvo muchos clientes. Muchos de ellos eran fijos con él. Puedes empezar por allí…”

—Muchos clientes…—murmuré con el ceño fruncido.

Era una buena idea en teoría, sin embargo…

“Puedes venir al burdel de vez en cuando. Yo te los señalaré. Llevo trabajando allí varios meses y sé identificar cuáles preferían la compañía de Luzbel. Tal vez algunos de ellos sepa algo”

—¡Tienes toda la razón, Erick! ¿Cómo se no me ocurrió antes esa idea?

—Bueno —replicó Javier, que hasta entonces permanecía callado—, hay indicios de que no eres tremendamente inteligente.

—¿Qué tal de Augusto? ¿Sabes algo de él? —ambos chicos me miraron extrañados—. Él es un hombre alto, un poco robusto…—y le di una descripción muy detallada pero, al parecer, ninguno sabía de su existencia.

“No conozco a ningún Augusto. Tal vez utilizaba otro nombre dentro del local. Pero aun así… la descripción no me suena de nada. Quizás era un cliente menos frecuente.”

—¿Un cliente menos frecuente? Eso es imposible. Augusto lo conocía demasiado bien. Era más que obvio que lo conocía como la palma de su mano.

—A lo mejor era de esos clientes que gustan de encontrarse fuera del burdel —aclaró Javier, indiferente, mirando sus impecables uñas—. Seguro que se lo cogía en un hotel y después lo botaba.

Erick le dio un golpe con el codo, como diciéndole que fuera menos grosero y más sensible, pero la sensibilidad no existía en el lenguaje de Javier ni en el de Marcela.

—Marcela lo conoce. Ella fue quien me dijo sobre él. Seguramente ella sabe algo.

—Pues entonces perderás tu tiempo si vas a preguntarle. Ella no hablará ni aunque la amenaces con una navaja. Es una tumba.

—Pero…

—Nada. No dirá nada. Si no es un tema del cual ella pueda sacar provecho, no abrirá la boca. Sólo vela por su seguridad. Por sus secretos.

La charla cayó en un completo silencio. ¿Qué más podríamos decir? Ellos me habían dado una pista útil. Una que me guiaría por senderos peligrosos, por laberintos sin salidas, y aun así estaba dispuesto a lo que sea.

—Quizás sería más efectivo si tuviese la oportunidad de filtrarme como sexo-servidor y como cliente.  —pensé en voz alta.

Ambos jóvenes me miraron y luego intercambiaron una mirada preocupada entre ellos. 

—¿Eres idiota? —cuestionó Javier. 

No creo que sea una buena idea” dijo Erick.

—No creo que tu embrutecimiento llegue a tanto —volvió a parlar Javier

“Sería mejor que te quedaras fuera de ese mundo”

—Además, a Charlie no le gustan los chicos que no sean rubios. Y tienes el cabello negro.

“Y si te vas solo a la calle sería muy peligroso”

No dijeron más. Erick se limitó a jugar con sus dedos, ensimismado. Y Javier empezó a morder la uña de su pulgar en un gesto casi maniático. Aunque pareciese una mala decisión, la idea de filtrarme para llegar a Luzbel aún seguía dándome vueltas en el cráneo. Era una idea estúpida para los demás y factible para mí.

Pasados varios minutos ellos decidieron irse. Me sorprendió que Erick tuviese un teléfono celular. Hasta ahora nunca se lo había visto, aunque claro, eran pocas las veces que le veía. Los acompañé a la salida. Al parecer alguien esperaba por Erick. A lo lejos distinguí un auto azul marino y a un joven esperando.

“Él es la persona con la que vivo por ahora. Es un cliente. Todavía no puedo regresar a casa de Marcela o al burdel. Es demasiado pronto”

El joven saludó con la mano y Erick le devolvió el saludo, tímido.

—Lamento haberte puesto en esta situación.

“No importa”

—¿Te trata bien, no te golpea? No le permitas hacerte eso, Erick. Eres muy valioso. No dejes que te maltraten

Me miró con sus ojos azules sorprendido. No se esperaba mis palabras. Se detuvo un momento mientras tomaba mi mano y acarició su mejilla con mis nudillos durante muchos segundos. Cabe destacar que en ese momento el sorprendido era yo.

“Eres muy amable conmigo” me sonrió en un gesto de melancolía y cariño “Él también es muy amable conmigo

Me dijo adiós con la mano y se fue con aquel joven que no conocía de nada, dejando tras de sí la huella lastimosa de su perfume. Erick tenía un olor particular; Olía a calidez y a hogar. Olía a una inocencia que estaba por quebrarse.

—¿No piensas ir con ellos? —le pregunté a Javier, quien se había quedado unos pasos atrás. Él levantó una de sus depiladas y perfectas cejas.

—¿Me viste cara de lamparita? —bufó molesto—. Seguramente ese muchacho que viste piensa llevar a Erick a algún motel o quizás tenga tanta urgencia que estacionará en cualquier sitio y se la meterá por el culo o por la boca. Por donde sea.

—Eso suena horrible.

—Ni tanto. Después de todo, Erick es puto —se encogió de hombros, restándole importancia a lo que podría sucederle a aquel chico mudo. Tenía quince años, ¿Cómo podría él defenderse de algo que no quería?

Javier se quedó allí más de lo imaginado. Observándome. Analizándome. Me ponía nervioso su mirada verde e insistente. No me observaba con altanería, ni siquiera con molestia.  Sus orbes estaban llenos de una paz que yo no tenía. Le envidié por un segundo.

—Estás enamorado —dijo, como si me informara—. Por eso eres estúpido.

Suspiré cansado. Era la misma cantaleta de siempre. ¿Acaso no tenía algo mejor que decirme?

—Sabes, no es la primera vez que Luzbel decide desaparecer —continuó diciendo. Su voz era suavecita, casi maternal. Me sorprendió. Siempre había pensado que Javier era una persona demasiado ruda, sin gentilezas de por medio—. ¿Por qué simplemente no lo olvidas?

Porque no puedo. 

—Ese chico no es una persona muy estable. Siempre ha estado perturbado. No deberías involucrarte más. Búscate una vida. Búscate un amor que te corresponda. Deja de tropezarte con la misma piedra. Deja de ser un Romeo frustrado.  

Sonaba hastiado y al mismo tiempo sincero.

Sabía que tenía razón. Todo el mundo parecía tener razón cuando me decían que buscase a alguien mejor. Alguien que me mereciera. Que me correspondiera con la misma efusividad con la que amaba. Pero ellos no entendían así como hace mucho tiempo atrás yo no entendía. Antes de que me enamorara. Las cosas no eran tan sencillas como para decirle a mi corazón “olvídalo”. No es como si pudiese levantarme de la noche a la mañana con sentimientos distintos.

Yo era egoísta.

Y quería a Luzbel.

—No deberías buscar a quien no quiere ser encontrado. —fue lo último que me dijo Javier antes de irse. Sus pasos a alejarse hicieron eco en mi cabeza.

En silencio, con los labios rectos, llevé el café (maldito café) que había comprado a mi boca. Había puesto mucha azúcar. Muchísima. No me gustaba el sabor de la cafeína y sin embargo, no pude sentir el azúcar porque, ¿Es que no lo sabes? Las lágrimas son saladas…

Apenas me calmé y entré en el hospital sólo para darme cuenta de que tenía que ir a casa de ese travesti para sacarle información. Si alguien sabía del paradero de Luzbel era ella o… él. Lo que sea. Tomé mis cosas y me fui directo hacia su casa.

Sabía que podía ser una pérdida de tiempo. Pero si no lo intentaba no iba a estar en paz conmigo mismo, no es como si lo estuviese realmente. No obstante, sería una espina muy difícil de sacar.

Gracias a Dios, me sabía el camino hacia su casa. Un barrio donde muchos de los callejones eran sin salidas. Justo como la vida misma. Su casa, resaltada en un rosa y verde, iluminaba la calle. Tenía indicios de filtros de agua, pero en general… se veía bien. El jardín le daba una bonita vista. Justo allí lo encontré. Se encontraba muy entretenido cortando y disminuyendo las ramas de varios arbustos para que no creciente más de lo debido.  

—Estoy seguro de que tú sabes dónde está. —fui al grano. No pude evitarlo.

Marcelo alzó la vista de su precioso jardín infestado de flores y me miró. Levantó una comisura de la boca componiendo una sonrisa irónica.

—Vaya, pero si es el Principito. ¿Se te han olvidado tus modales que ya ni saludas? —fruncí el ceño. Él utilizaba ese tono odioso conmigo.

—Dejé de ser hipócrita y contésteme. Sé que usted sabe de su paradero.

—¿Y por qué iba a saberlo? ¿Acaso soy yo su niñera? Él está bastante grandecito como para decidir por sí mismo —continuó podando varias plantas, ignorando mi presencia—. Además, si lo supiera, ¿Por qué iba decírtelo?

—¡¿Cómo que por qué?! ¡Es bastante obvio! Tengo que buscarlo. Tengo que encontrarlo. Él me necesita.

Le escuché reír bajito. Sardónico.

—¿Qué él te necesita? Yo diría que es más bien al revés. Ya deja de creerte superhéroe y ve a vivir tu vida. Seguro que Luzbel vive la suya. Seguro que ya ni piensa en ti. No es la primera vez que decide irse, suele hacerlo con frecuencia. Y siempre olvida a sus amantes. Seguro que ahora debe estar revolcándose con otro y tú aquí, llorando patéticamente su partida, ¿Eso no te rompe el corazón?

Él esbozó una sonrisa al ver el efecto que sus palabras provocaban en mí. Supongo que le proporcionaba un placer casi morboso ver mi sufrimiento… o mis puños tensarse. Disfrutaba ver cómo me enfada más a cada segundo.

—Perdiste. Acéptalo, Principito. Luzbel se fue. Es más, estoy completamente segura de que no miró atrás. No te miró al dejarte. Ni una sola vez —Marcelo soltó una risita ligera, como si en mi cara estuviese pintado un chiste y se negase a privarse de la risa—. De verdad eres un fracasado. Perdiste. No me sorprende, es lo que has hecho toda tu vida, pequeño ignorante.

No pude soportarlo más. El peso de sus palabras era un ácido que me corroía las entrañas. Salté sobre él. O casi.  El hecho es que la furia me venció y me encontraba tomándolo bruscamente por el cuello de la camisa.

—Cállate, ¡Cállate! —grité colérico—. ¡Maldición, me siento tan frustrado que podría matar a alguien, no me tientes! —pese a todas esa furia él no parecía afectado ni por mis movimientos ni por mis palabras. Seguía con esa terrible sonrisa suya, tan fuera de lugar—. Tú, maldito, lo sabes. ¡Sé que lo sabes! Conoces sus secretos, conoces su mente, y también conoces a ese maldito pederasta. Lo mataré. Juro que lo mataré. ¡Y ahora dime lo que quiero saber! ¡Dímelo!

— Pobre Principito, siempre sintiendo y anhelando demasiado… Pobrecillo… —me dijo en tono burlón. Tentándome. Sacando mi lado torpe y oscuro.

Estaba cegado por una rabia reprimida. El dolor. La ira. Todas esas desagradables sensaciones hicieron mella de mi mente y empecé a apretar con más fuerza. A ahorcarlo. Y sin embargo, Marcelo continuaba sonriendo, como si la situación le hiciese mucha gracia. 

—¡Basta, Franco, Basta! —fui separado inesperadamente por Mauro.

La sangre corría velozmente por mis venas. Poco a poco mi vista se fue esclareciendo. Dejó de ser borrosa, de ahogarse en los recuerdos agrios y asumió un poco la realidad. Aquel pequeño ataque ante Marcelo me mostró que yo no era dueño de mi cuerpo ni de mi mente. Que yo sólo era un caos hecho persona. Un caos que podía estallar en cualquier momento.

Recuperé un poco el aliento.  Y me di cuenta de lo que estuve a punto de hacer. Eso bastó para que la sangre se me helara.

—Lo siento. —dije en tono seco. Mauro ayudaba a Marcelo a incorporarse. En su cuello aparecían marcas rojizas.

—No tienes las agallas para dejarte llevar por la ira —me informó Marcela sin ningún tipo de compasión. Sus manos cuidadas acariciaban su cuello, buscando aliviar un poco el dolor—. Eres un Principito, no un asesino. Y si no puedes ver en medio de tu oscuridad mucho menos podrás ver en la oscuridad de otros. Sigues siendo tan inútil como siempre.

Su tono, fríamente burlón, hizo que me pusiera a sudar.

—Vete de aquí, niño.

Mauro la soltó con una mirada preocupada mientras Marcela se dirigía hacia dentro de su habitad. La detuve. La tomé de la muñeca. Una medida casi exasperada.

—Por favor, ¡Por favor! Dígamelo. Necesito saberlo. ¡Debo encontrarlo! Sin él yo me moriría. —me dio un manotazo, zafándose de mi agarré, hastiada de tanto melodrama barato.

—No seas estúpido. No te vas a morir sin él. La gente no se muere de amor. 

La gente no se muere de amor…

—Tuviste suerte, Principito. Seguramente Luzbel no quiso pactar con sangre tu final —volvió a mostrarme esa sonrisa sardónica. Tan llena de la hipocresía del mundo—. Aprovecha esa oportunidad para sobrevivir sin él.

—¡Pero…!  

—No pienso decirte nada. Ni una palabra. Has venido a mi casa y has intentado ahorcarme. Eso me basta para saber cuan loco estás.

Sí, claro que sí. Yo estaba loco. Loco de dolor.

Detuve la puerta antes de que la cerrara en mi cara. Mi brazo dolorosamente en la madera. Me miró con molestia. Interrumpía la paz de su casa, hacía preguntas molestas y era un chiquillo de lo mil demonios. 

—¡Por favor…! Tal vez no me dirá nada de Luzbel, ¡Pero…! Tengo pensado internarme dentro de su mundo. Quiero buscar las pistas necesarias para seguir su huella a través de sus clientes. Haré lo que sea necesario, incluso si tengo que renunciar a mi propia dignidad.

—¿Tú tienes dignidad? —preguntó con ironía sin desistir de su intento de cerrar la puerta—. Me parece que eso es lo que menos tienes.

—Si… tal vez… aun así, quiero intentarlo. ¡Haré lo que sea! Erick dijo que me ayudaría, pero también necesito de su ayuda. Sólo usted sabe los movimientos que debo hacer. ¡Por favor…!

Mauro miraba a Marcela y luego a mí, sin saber qué hacer, por donde tirar. Se apoyaba en un pie y luego en el otro, impaciente, indeciso. Al final, gané yo. O quizás Marcelo me dejó ganar. Sea como fuese, la puerta se abrió y caí de bruces al suelo.  Marcelo, desde arriba, me lanzaba una mirada extraña. Sus ojos tenían un brillo enfermo.

—Esos dos tienen sus propios asuntos. No te entrometas, niño. Si Luzbel te dejó fue por algo.

—Lo hizo para protegerme.

—Realmente te crees el ombligo del mundo, ¿no?

—Yo sólo quiero encontrarlo —me levanté del suelo—. Quizás no pueda entenderlo. Tal vez no quiera entenderlo —apreté los puños, tratando  de encontrar las palabras necesarias que expresasen lo insoportable que era mi desesperación—. Intente dejar ir su silueta. Lo intente… creí haberlo hecho… y aun así se me era imposible concebir una vida lejos de él. Seguiré su rastro desolado. Aun cuando tenga que sumergirme en la prostitución.

Respiré profundo. Tanto que el aire me dolía dentro del pecho.

—Si me extingo. Si me marchito antes de tiempo. Si me pierdo. Si me caigo y me hago pedazos… no me importa. Estoy dispuesto a todo.

Marcela sólo me miró indiferente.

—No sabía que podía haber tanta estupidez junta en un solo ser humano.

Empezó a jugar con una de sus largas hebras. La peluca que llevaba era de color negro, caía en ondas suaves, casi perfectas. La estiró hasta dejarlo lacio y luego lo soltó, dejando que el resorte volviera a su lugar.

—Es un juego perdido. El tuyo. Pierdes mucho y ganas poco. No sabes utilizar tus cartas. Vete de aquí y regresa cuando hayas crecido y encontrado cuatro dedos de frente.

Me pasó por un lado y decidió irse.

—No te dirá nada, Franco. Ella es una tumba —Mauro me ayudó a incorporarme. Me acompañó a la salida. Ya no tenía nada que hacer allí—. En parte, Marcela tiene razón: no vale la pena perder tanto.

¿De verdad no lo valía? ¿Luzbel no lo valía?

Todo el mundo parecía coincidir en eso.

Me fui de allí taciturno. Las calles de ese barrio siempre se mantenían desoladas, parecían peligrosas pero a mí no me importaba. Mientras caminaba las horas pasaban, fue inevitable no mirar el cielo y darme cuenta de que pronto iban a ser las cuatro de la tarde. Suspiré y miré a mí alrededor; sin darme cuenta había llegado al centro de la ciudad. La gente se aglomeraba. Caminaba rápido. Parecía ser el único que caminaba como un caracol.

Llegué a un camino largo, una acera impecable y a su lado discurría un montón de árboles. Caminé en ella con las manos puesta en los bolsillos, con la mirada gacha, con el cuero de los zapatos haciendo ruido mientras andaba. Al alzar la vista me di cuenta de que una cabellera rubia iba delante de mí. Los hilos de oros se movían con ligereza por causa del viento y de su andar tan lento.

Sonreí para mí, nostálgico, triste.

No me adelanté, continué detrás de aquella persona. Después de todo, sólo era el eco de Luzbel en mis pensamientos. Lo seguí lentamente, percatándome que de vez en cuando él miraba las hojas de los arboles por encima de su cabeza. A veces alzaba la mano y cogía una; la examinaba, le daba vueltas, al final la ponía delante de sus labios y soplaba, haciendo que la hoja bailara en el aire.

Solía tomar los mechones de su cabello que se colaban en su cara y los colocaba detrás de su oreja. Caminaba y en ocasiones se mordía la uña de dedo índice. Mientras iba detrás de él me fijaba en todas las luces y sombras que caían en su franela blanca por causa del sol y la sombra de los árboles. Parecían manchas genuinas y que cambiaban contantemente a medida que continuaba su camino; tan tranquilo, tan sereno e inalcanzable como solo él podría serlo.

Lucía increíblemente vivo para alguien que sólo estaba hecho del eco de mis anhelos, de mis pensamientos.

Sin embargo… no era lo suficientemente bueno. Me decía a mí mismo que sólo se trataba de una proyección. Que no era él. Que nunca sería él, porque Luzbel era mejor que todo lo que yo imaginaba.

Seguí tras él. Persiguiéndolo como si fuera su sombra; algo oscuro a sus pies, sólo un reflejo neutro de lo que en realidad era. Lo vi subirse a un autobús y yo me apresuré en subir también. Necesitaba saber a dónde iba. A donde me conducía. ¿Qué tan cerca me dejaría él del precipicio en el que pensaba a caer?

El bus se encontraba casi vacío y aun así me negué a sentarme. Me quedé cerca de la puerta, de pie, dejando que los demás tomaran asiento. Me dediqué a mirar a través de la ventana, observando los innumerables carros que pasaban, las imágenes de las casas, los chicos manejando bicicleta. Todas esas imágenes eran todo y nada al mismo tiempo. Sin poder evitarlo un segundo más, mi mirada fue a parar al final del bus. A los últimos asientos. Allí, contra todo pronóstico, iba Luzbel. Estaba al lado de la ventana, miraba a través de ella. Tan indiferente al mundo.

Verlo hacia que sintiera algo no muy desconocido en mi estómago, algo retorciéndose, inquietándose más a cada segundo. Pececitos nadando. Mariposas revoloteando. Apreté los puños y suspiré. Nada era como se suponía que debía ser.

Y heme allí, persiguiendo su silueta, viajando en un bus que no sabía a dónde iba.

Lo vi levantarse y bajarse en la próxima parada. Y me pregunté… ¿Debería construir muros entre Luzbel, mi aparente psicosis, y yo? La pregunta dejó de importarme al instante y le seguí sin saber siquiera a donde me estaba llevando. Mis ojos verdes fijos en su preciosa aparición. Cruzó varias esquinas, entró por varias veredas, atravesó calles y yo no le perdí de vista. Al final llegamos a un lugar. Un lugar que reconocí. Mis ojos se alzaron y se admiraron ante la construcción tan bonita de aquella casa.

Era la casa que había alquilado para hacer bonitos recuerdos.

Por alguna razón me resultó dolorosa verla. Miré a los lados, buscando su silueta. Pero ya no estaba. Se había ido. Volví mi vista a la casa y decidí entrar. Al fin y al cabo, era mía por tres meses… Mía y de Luzbel. Y sin embargo, él se había ido...

No estaba tan diferente a como la había dejado, quizás solo el polvo se había asentado. Sólo eso. Por lo demás, parecía igual. Observé las paredes, miré las pocas cosas que Luzbel trajo, y mis ojos captaron el matero. En la flor de amapolas dejada allí. Olvidada allí…

No recordaba su existencia. La tomé entre mis manos, tenía algunas hojas secas y la única flor que tenía permanecía caída por la falta de agua.

—Lo siento mucho, pequeña —caminé hasta el colchón que se hallaba en el suelo y me senté allí—. Lamento haberte abandonado aquí. De ahora en adelante te llevaré conmigo a todas partes. Te lo prometo.

Parecía inútil conversar con una flor. De entre todas las cosas creo que la planta era la que menos podía escucharme. Y sin embargo, sentía que era la única -la última- conexión que tenía con Luzbel.  Le quité las hojas secas, la regué con agua, y al final del día tenía mejor aspecto.

Decidí pasar la noche allí y pensar en lo que debería hacer a partir de ahora. Me acosté sobre el colchón que permanecía en la sala e hice innumerables avioncitos de papel para distraerme. Los lancé al aire e inevitablemente chocaban contra el suelo. Apagué las luces y me situé en medio del colchón con los brazos y las piernas abiertos, como si fuera el hombre de Vitrubio. Las luces permanecían apagadas por voluntad propia, mientras que las de afuera -las del vecindario- iluminaban las aceras y las calles. Escuchaba murmullos de adolescentes. Risas de niños. Y chismes de vecinas.

La única cosa que permanecía en silencio era yo.

Porque yo solía ser una persona de corazón retraído. Creo que aún lo soy. Quizás algún día eso termine por matarme. En tanto pasaban los segundos, a mí la oscuridad me absorbía al escuchar el sonido de su voz por la casa, en el baño, cerca del colchón. Su armoniosa voz recitando alguna frase. Seguía allí. Daba un respiro fuerte y seguía aguantando. Me volvía una masa oscura repleta de sentimientos terribles.

Al amanecer y que los rayos tibios de sol me dieran de lleno en la cara, ya tenía mi decisión tomada. O al menos, parcialmente. Al menos el inicio.

 “Vete de aquí y regresa cuando hayas crecido y encontrado cuatro dedos de frente”

Me fui de allí con la flor de amapolas en mano. Había un lugar al que debía ir. A lo largo de mi vida había cometido errores que parecían desperdigarse por todas partes, como si fuesen dardos, piezas de puzle sueltas y regadas por el suelo. Desordenadas. Debía darle un orden a todo aquello antes de atreverme a dar un paso más.

Quizás si conseguía ordenar todo. Si lograba poner cada pieza en su lugar, entonces, solo entonces, podría ver el camino que debía tomar.

Tomando un bus en la terminal, decidí regresar a mi ciudad.

Decidí regresar a casa…

Esta vez no habría gorras que ocultasen mi cabello. Ni gafas que escondiesen mis ojos. Ni pasos sigilosos para cubrir el ruido de mis pies. Esta vez no sería un vil criminal que huía de su pasado. Sentía que ya tenía el valor necesario para enfrentarme a mi familia… o por lo menos de disculparme por ser tan cobarde y huir de la responsabilidad que conllevaba tener un paciente.

No llevaba muchas cosas, mi mochila tan sólo tenía lo necesario para subsistir por un par de días. Antes de irme tuve una conversación con el Dr. Novelli, pues los tres meses de prueba ya habían pasado y pensaban hacerme un contrato por más tiempo. Le pedí tiempo. Mi mente convergía en dos caminos; la cordura y la locura. Una línea muy delgada los separaba, casi como si estuviera al borde de un precipicio y estuviese conteniéndome para no saltar.

Estaba seguro que si saltaba podía encontrarlo; en esa oscuridad absoluta donde no se discerniente entre lo carnal y lo divino, entre lo real y lo surreal. Entre Luzbel y la nada. Pero…

“No deberías buscar a quien no quiere ser encontrado”

Por supuesto. Y no debería tratar de salvar a quien nunca me pidió ayuda. Yo sólo me involucré por mi propio egoísmo. Luzbel no había pedido más.

Nunca me pidió más…

Y aun así yo le pedía todo. Supongo que él sabía el final antes del principio. Conocía las reglas de la ruleta rusa a la que jugábamos. Estaba cociente de que si le tocaba el arma y la apretaba a su sien, podría morir. Y no le importó. Bueno, no es como si le importase muchas cosas. Podría contar con los dedos de mi mano lo que a Luzbel realmente le importaba. Y sé que a él no le importaba morir…

Antes de darme cuenta ya me encontraba en frente de mi casa. Estar allí hizo que un montón de recuerdos invadiera mi mente. Mi pecho se llenó de nostalgia. Y mis ojos se llenaron del polvo de los caminos que había recorrido.

Dicen que el buen hijo siempre regresa a casa y cuenta lo que le pasa… supongo que algo de razón tienen.

Respiré profundo. Y abrí la verja con cuidado. Para entonces eran las cinco de la tarde, el sol calentaba suavemente y era una hora ideal para arreglar el jardín. Para aspirar el olor de las rosas y pulir algunas espinas. Allí la encontré; a mi madre. Usaba una pechera vieja y gastada junto con unas botas de hule negro. Sus manos estaban desnudas, pues no le importaba pincharse, en cambio su cabellera de color chocolate con rastros de canas era cubierta por un sombrero de playa, adornado con una cinta azul. Las arrugas de su cara se suavizaban al arreglar el jardín. Como si las rosas le concedieran la suavidad de sus pétalos. Eran parte de su vida. Las cuidaba con el mismo cariño que me cuidó a mí por muchos años. Hablaba con ellas. Las consentían, y en cambio las flores le regalaban un olor dulzón que aminoraba el agrio de su solitaria vida.

—Hola mamá —dije con una pequeña sonrisa.

Ella se quedó paralizada por un momento. Casi como si estuviese escuchando la voz de un difunto. Se giró lentamente, con muy poca cuerda, y sus ojos me observaron con incredulidad y miedo. Seguro que no podía creer que yo estuviese allí. Su único hijo.

—¿Franco? —su voz era un dolor profundo. Un anhelo, una súplica, como si arrastrara las letras a través de una senda de sensaciones punzantes—. ¿De verdad eres mi pequeño Franco?

—Sí, mamá. Soy yo —volví a sonreírle—. He vuelto a casa… 

Vi sus ojos llenarse de lágrimas, inundarse como se inundan los ríos cuando llueve demasiado. Y se desbordaron. Había miles de sentimientos retenidos en cada gota de agua. Hasta entonces nunca la había visto llorar con tanta efusividad. Se lanzó sobre mí, abrazándome, cerciorándose que no era una alucinación, que era real; de carne y hueso, y estaba allí. Había regresado a casa. Mi nombre fue repetido tantas veces, entre sollozos, suplicas. La abracé, sintiéndome mal de aquella pena que acarreaba su alma por mi culpa.

Pensé que con sus lágrimas, -tantas lagrimas- podríamos haberlas guardado en botes de cristal y con ellas llenar los mares huecos y extintos hasta hacerlos resucitar. 

Así que… regresé una tarde de noviembre, con una mochila en el hombro y muchas penas en los ojos. Una manzana verde que pronto dejaría de serlo. Porque los golpes nos mallugan. Porque el sufrimiento forja el carácter. Porque el amor, o la obsesión, quiebra la mente de los hombres…

Al igual que Luzbel, sabía el final antes del principio. Sólo estaba allí para tomar un hondo respiro. Quizás esa era la manera que había encontrado de estar conforme. De estar bien. Tal vez… había regresado para ordenar mi pasado, sabiendo que cuando me decidiese por el siguiente paso, desordenaría mi futuro.

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Interludio I

En alguna ocasión se preguntó si las cosas en el mundo exterior eran diferentes, es decir, si sucedían las mismas cosas que ocurrían en su casa siempre. No es como si realmente conociese el mundo exterior y supiese las reglas del ajedrez al que los humanos se sometían, pero dentro de sí, muy en el fondo, suponía que, de alguna manera, algo iba mal en su casa.

Lo sentía tal y como uno siente terror al estar cerca de un precipicio, tal vez no lo sepas con exactitud, quizás es que no lo quieras aceptar, sin embargo, tu cuerpo, su sentir, sabe que… vas a caer. Eso era la misma piquiña que sentía en su piel cada vez que su padre traía a alguien nuevo a casa. Esta vez no era la excepción.

Su padre era un hombre joven, culto, de conocimientos amplios y gustos refinados. Minucioso y elegante en su vestimenta. Él adoraba pasar las tardes dibujando a los chicos que encontraba en el mundo exterior. 

Acomodó su largo cabello negro con sus dos manitos y alisó el vestido de encaje. Siempre le habían enseñado que debía verse bien. Que debía hablar bien. Esa era la mejor forma de hacer las cosas. Se inclinó un poco y limpió con un paño cualquier suciedad que pudiesen tener sus lustrados zapatos de aceroli.  Guardó el paño de entre las telas de su vestido y procedió a caminar con elegancia hasta el cuarto donde estaba su padre con el nuevo huésped.

En este caso se trataba de una chica.

Llegó hasta la puerta indicada y se asomó de entre la rendija de la puerta. Estaba medio abierta. A través de ella pudo ver lo que sucedía dentro: su padre sentado a un metro de ella, con lápiz y cuaderno en mano, con ellas dibujaba con rapidez la silueta de la chica. Sus ojos discernían entre el cuaderno y la figura de la muchacha. Ella permanecía quieta, sentada cerca de la ventana y sus ojitos negros y grandes miraban con cierto temor al hombre que la dibujaba.

“Son mis musas” había respondido su padre cuando le preguntó porqué siempre traía gente extraña. Él, a sus escasos once años, no lo entendió. No comprendía qué podría ser una musa  y porqué su padre iba a buscar dicha “inspiración” al basurero de la ciudad.

Porque, sí. No eran chicos comunes y corrientes los que concurrían allí. Eran más bien chicos de la calle. Chicos huérfanos que no tenían a nadie que se preocupara por ellos. Los recogía en la calle, los subía a su auto, les preguntaba su edad y luego los llevaba a casa. Una vez allí su padre se encargaba de alimentarlos, de darles ropa, una cama para dormir, le cortaba las uñas de los manos y pies, incluso les cepillaba el cabello, y si tenían piojos no dudaba en sacárselos.

A  ninguno maltrato. A ninguno le dijo una palabra fea. A todos los que pasaban por allí los trataba amablemente. Su padre era la persona más amable que podría conocer jamás. Y sin embargo… había algo extraño… No es que tuviese doble cara. No es como si fuese grosero. Era tan gentil que sería imposible no compararlo con el terciopelo. Y su voz suavecita era como caer en una cama de algodón. Y su mirada siempre brillaba con ese eje de felicidad. Pero su sonrisa… tenía algo inquietante. No es que fuese perversa ni mucho menos macabra, aun así había algo desquebrajado en ella. Como si no fuese una sonrisa real. Como si fuese un monigote con pintura en los labios.

Era extraño… pero amable. Muy amable.

Le gustaba que fuesen pequeños y dóciles. Tímidos. Niños en plena adolescencia, o niños que fuesen a divagar en ella. Le gustaba que estuviesen perdidos, llenos de tierra; sucios. Le gustaba pensar que eran gatitos abandonados y que por eso los recogía; para cuidarlos. Sentía que al recogerlos, de alguna manera, le pertenecían. Por eso los cuidaba, les daba tanto amor. Y era tanto el amor que todos lo que pasaban por allí, se hastiaban. Se iban. Y lo abandonaban.

Y entonces, su padre lloraba la ausencia de todos los que pasaban por allí, fuesen niñas o niños. Daba igual. Le rompían el corazón.

Le parecía algo muy patético. No lo entendía, tampoco quería entenderlo. Sólo sabía que había algo enfermo en eso. Un amor enfermo. Por algo se iban luego de pasar tantas noches en la habitación de su padre. Nunca husmeó lo que sucedía en la noche. Aunque le producía curiosidad todos los ruidos extraños que hacían. Y en la mañana, se encontraba la misma escena familiar: su padre pidiéndole perdón a quien quiera que hubiese llevado, suplicando de rodillas una clemencia que, quizás, no merecía.

Suspiró. Siempre era lo mismo. Salió de sus pensamientos y miró con detenimiento a la chica; era rubia, el cabello largo y sucio le llegaba a las nalgas. Las pecas le inundaban la cara, la espalda y sus delgados brazos de niña de trece años.

Y había algo más.

—Esta gorda. —murmuró para sí mismo.

—No esta gorda. Tiene un bebé dentro —respondió una voz tras suyo.

Respingó. No esperaba que su mejor amigo, su casi hermano estuviese tras de él. Contemplaba a la niña de la misma manera que él; con curiosidad, preguntándose cuánto tiempo se quedaría allí hasta que se hartara y decidiera abandonarlo.

—Johan, no hagas eso. Me asustaste.

—Lo siento.

—Eres un tonto.

Frunció un poco el ceño y observó al niño de trece años tras él; tenía el cabello rubio hasta los hombros, los bucles eran graciosos y enmarcaban su aniñado rostro. El vestido de encaje color verde le sentaba bastante bien y sus zapatos iban limpios. Lucia tan bonito como las muñecas que hacia su padre.

Todas perfectas y hermosas.

Su padre tenía esa extraña fijación por vestirlo a Johan y a él como niñas. Como lindas muñequitas. Quizás la razón es que él siempre había querido tener niña, y nunca pudo dársele. De hecho, ni Johan ni él eran hijos biológicos. De hecho, su padre nunca se había casado. De hecho, ni siquiera sabía quién era su madre. Madre nunca había estado en casa. Él no la conocía. Suponía que su nacimiento derivaba del hecho de que su padre había traído a casa a una chica embarazada y se había quedado con el niño mientras que la chica se fue.

El niño era él… y la niña una chica del basurero.

Quizás, a lo mejor, esa era la razón por la que la nueva niña estaba allí. Si estaba embarazada, como su casi hermano decía, entonces era bastante probable que el niño se quedaría en casa.

Y la chica se iría como todos se iban…

Volvió a mirar el interior del cuarto. Padre hacia otro dibujo en otra pose. Luego volvió a mirar a su casi hermano no consanguíneo. Johan también venía de la basura. Nadie nunca vino por él porque lo que está en la basura nadie lo reclama. Hacia un año que estaba allí. El único niño que no había abandonado la casa. Pero sólo por petición suya, no deseaba que Johan se fuese. Johan era una de las pocas personas que veía. Lo demás seres humanos solo resultaban una palabra más en el diccionario.

Y desde entonces, Johan nunca más visitó el cuarto de padre. Tuvo su propia habitación. Y se atrevió a tener sus propios pensamientos. Y estaba aprendiendo a leer.

No pasó mucho tiempo antes de que padre decidiera presentarle a la nueva niña. Se llamaba Lucero. Y era tan bonita como las pecas en su cara. Y tan tímida como una roca escondida bajo el agua. Y sí, estaba embarazada. Tenía ocho meses. El alumbramiento no tardó en llegar. Recostada sobre las sabanas de la cama, ella pujaba fuertemente, teniendo como única ayuda al joven rico que la había recogido de la calle.

Fue una noche del año 86 y la lluvia se encargó de hacer cortinas de agua que escondiesen todo. Casi como si presagiasen el ocultamiento de una criatura inocente. Casi como si quisiesen acompañarlo bajo la tempestad de sus ojos.  

Las sabanas se llenaron de sangre. Las almohadas de lágrimas. Y las manos suaves y delicadas de artesano sostuvieron a la inocente criatura nacida. 

El pequeño. El bebé nacido. Sin padre. Era una bola roja y arrugada. Al menos eso pensó cuando papá acercó a la criatura para que la viera. No era nada comparado con una musa, aun cuando su padre le aseguró que el bebé lo era. Su musa. Suya. Le pertenecía de ahora en adelante. Le pareció raro tener un bebé a los once años.

Una cosa dañina.

Casi tan dañina como el amor enfermo que padre profesaba por los niños perdidos y sucios de la calle.

—¿Qué nombre te gustaría ponerle?

—No lo sé.

—Piensa un poco.

Y pensó en todos los nombres que conocía, los cuales no eran muchos, teniendo en cuenta de que rara vez se mezclaba con el mundo externo. Pensó  en las muñecas favoritas de papá. Y pensó en el arlequín que hacía poco había hecho. El nombre le rodó en la cabeza y chocó contra su joven cráneo.

—Luzbel. Me gusta, Luzbel.

—Entonces, Luzbel será —le sonrió con esa sonrisa mallugada por los golpes de la vida—. No lo dejes ir nunca, niño. El día que lo pierdas será el día en que tu corazón no volverá a encontrar júbilo. 

Miró al recién nacido. Al niño nacido en lluvia; en tempestad y misterios. Le pertenecía de una forma retorcida. Decidió que nunca le quitaría los ojos de encima. Donde estuviera Luzbel, el júbilo estaría, y él siempre lo encontraría… 

 

 

 

 


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