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La miserable compañía del amor. por CieloCaido

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 Capítulo 3: Insoportablemente inexpresivo.


Me fui a laborar temprano porque mi trabajo lo ameritaba, entraba a las siete de la mañana. Sin embargo, aun con todos mis quehaceres, noté que una sensación de enojo e indignación crecía conforme caían las horas. Creció hasta convertirse en una masa molesta que me apretaba el corazón, y los demás también comenzaron a notarlo. 


Generalmente no soy una persona malhumorada. Callado, sí. Reservado, desde luego. Serio, obviamente. Pero no era malhumorado. Y sí lo estaba, normalmente no pagaba ese humor de perros con nadie.Siempre me lo reservaba para mí. Ese día fue la excepción: pasé el trapo con enojo por los pasillos. Tiré un bote de agua que chispeó a varios alumnos. Le grité a una maestra y maldecí cuando me resbalé por culpa del jabón. 


En otras palabras, andaba insoportable.


Mierda, carajo, claro que estaba molesto. Enojado. Y las palabras impropias no dejaban de volar en mi cabeza. 


No eran ni las diez de la mañana cuando la directora me llamó y me preguntó si tenía problemas en casa y le dije que no. Claro que no tenía problemas en casa porque yo no tenía casa, era más bien un mendigo que pedía limosnas a la vida. ¡No, espere, no era un mendigo, sino pobre desgraciado que resultaba ser un fracasado!


Y bueno, con aquella bella y amistosa actitud me mandaron a casa. No me despidieron, desde luego, solo dijeron que no había amanecido de buenas pulgas y que necesitaba dormir. Yo no necesitaba dormir, lo que necesitaba era una disculpa.


Reconocía que estaba disgustado, no con el mundo, ni siquiera conmigo mismo. Estaba enojado con ese muchacho, con ese prostituto que me había llamado fracasado. Bien, yo sabía que lo era, sin embargo, sólo yo tenía derecho a decirme eso y siempre en mi cabeza. Oírlo de otra persona era distinto.Y él, mucho menos él, tenía derecho de restregármelo en mi cara. Él era el extraño en mi vida. La bacteria a la que no me había acostumbrado. La medicina que sabe asquerosa y que aun así debes tomar. Eso era Luzbel. Un chico raro, un tremendo cabrón. No tenía el más mínimo remordimiento de decirme las cosas, ni mucho menos tacto para hablar. 


Era un imbécil. En serio. Y me negaba a dejarle pasar aquella imbecilidad. 


Así que me volví a aquella casa completamente irritado, y ni bien lo hice, comencé con las puteadas otra vez, de la boca para adentro. Podía jurar que salía humo negro de mis orejas. Cada pisada era dada con plomo y acero. Quería exigirle una disculpa. Él no era nadie importante para que me hablase de esa forma. Tenía que disculparse.


El olor a café recién hecho me recibió en esa casita. En las mañana resultaba ser un lugar tranquilo, sin mucho ruido y él estaba en la cocina, esperando a que su humeante café estuviera listo.


—Hola, Franco. Pensé que trabajabas hasta tarde — dijo sirviéndose una taza de café. 


Lo miré groseramente de arriba abajo. Tenía ganas de ser maleducado con él. Me encontraba muy irritado por su culpa. Al fijarme bien en Luzbel, reparé que la venda en su muñeca tenía puntitos rosados de sangre. Suspiré frustrado, no debía ser tan grosero, después de todo ese chico me había alojado en su casa, resguardándome de una noche sin techo ni cama. Me senté en la silla más cercana. 


—Hoy estuve de muy mal humor por tu culpa.


—¿Cómo dices?


—Eso, hiciste mi día fatal —por alguna razón desconocida para mí, él sonrió divertido. Cosa que me irritó aun más. 


—¿Me estás diciendo que toda la mañana pensaste en mi? —al percatarme de ello, me abochorné ligeramente. No era lo que pretendía decir.


—Lo que quiero decir es que me molesta tu comentario —también tomó asiento, sólo que su silla se encontraba más alejada de la mía.


—¿Cuál? ¿El de que eres un fracasado? —Luzbel no lo decía con altanería, sin embargo yo lo tomaba así. Incluso noté como los vellos de mi brazo se erizaban por la rabia.


—No tienes derecho a decirme eso —aclaré con la voz más calmada que conseguí. No deseaba tener una discusión con mi compañero de residencia. Ese no sería un buen comienzo. Además... eso conllevaría a relacionarnos mucho, a forjar lazos, aunque estos fuesen de odio.


—No te lo estoy diciendo.Te lo estoy recordando.


—Una persona no necesita que le digan que es calva, esa persona ya lo sabe —espeté molesto, sin querer doblegarme, utilizando un ejemplo como respuesta.


—Una persona calva necesita que se lo recuerden de vez en cuando, solo así podrá aceptar que es calvo.


Lo tomé más como un ataque y repliqué con acidez, con rabia mal acumulada, queriendo atropellarlo con mis motivos.


—Anoche te ayudé cuando llegaste herido. Te cosí la piel y vendé tu muñeca, ¿Así es cómo me pagas?


Pareció comprender de qué hablaba. Pero no. No era como si hablásemos el mismo idioma. Él era el norte y yo el sur. Y para poder comunicarnos, debíamos estar muy cerca. Y nosotros no lo estábamos, ni aun cuando estuviésemos físicamente a un metro de distancia. 


—Ah, eso. Me lo hubieras dicho y te hubiera pagado —dijo naturalmente, sin ofenderse siquiera. Luzbel era así; una cosa entraba por su oído y salía por la otra, apenas dejando un rastro de herida. No parecía importarle lo que los demás dijesen o pensasen de él. Era una criatura casi libre. Casi.  


Quedé perplejo mientras Luzbel dejaba la tacita de café sobre la mesa, buscó una silla de madera y se subió a ella para así poder alcanzar la cima de la nevera. Allí arriba dio con un cochinito de ahorro. Cuando bajó, besó la trompa del puerquito y lo estrelló contra el piso. Ese gesto me pareció demasiado infantil.


—Ten —me entregaba varios billetes y monedas—. Es suficiente, ¿No?


¿Pero qué hacía? ¿Acaso estaba decepcionado por ver aquella imperturbabilidad en ese chico? Yo no quería dinero, quería una disculpa y él se hacia el loco.


—No puedes decirme que soy un fracasado —dije con voz oscura, ignorando los billetes que me ofrecía.


—Pero eres un fracasado.


—¡Y tu eres un prostituto barato! —lo dije para herirlo, no lo logré. Él sólo sonrió comprensivo, como si supiera por qué lo decía de esa manera.


—Sí, soy un prostituto barato.


¡Lo que me faltaba! ¿Por qué simplemente no podía aceptar mi insulto como lo haría cualquier persona normal? ¿Por qué no me devolvía la cortesía con algún golpe? Si lo hacía, entonces podría devolver el puñetazo y desquitarme con él. Arrancarme esa rabia que me quemaba la piel. 


Me senté de nuevo, obstinado y con los brazos cruzados, enojado como un niño al que le dicen que no puede ver televisión. Luzbel se encogió de hombros y dejó el dinero sobre la mesa. Tomó nuevamente su tacita de café y se sentó. Parecía imperturbable, como una roca debajo del agua, y pese a mi enojo, admiré esa naturalidad en él.


La noche pasada, Luzbel había llegado herido y aquella mañana parecía más fresco que una lechuga. Ojala yo fuese así, tener el valor y la osadía de seguir dando un paso a la vez aunque estuviera herido. Yo lo estaba, lo había estado por años, y no me atrevía a seguir caminando. Estaba en una zona de confort y él me sacaba de esa zona, cosa que me hacia rabiar.


Suspiré desaminado. Me preguntaba qué tan patético sería llorar en ese momento, no pensaba hacerlo, tenía un orgullo que mantener, pero me sentía tan mal por todo lo que decía. 


—Eres muy conciso — murmuré desinflado—, deberías ser más abstracto y menos directo. 


Él me observó con aquellos lagos profundos. Una mirada que me incomodaba y él lo sabía, por eso miró nuevamente la tacita de café en sus manos y la llevó hasta su boca. Para entonces, el café ya no humeaba. Estaba tan frío como detestable. Igual que él. No pareció importarle, igual tomó un sorbo con tanta delicadeza que yo me quedé absorto en la línea de sus labios que tocaban la tacita de porcelana blanca. 


No lo sé... era... era un gesto que llamaba la atención; la forma que tomaba el café, sus labios en contraste con la taza, la tranquilidad que manaba de su cuerpo. La finura de todo. Definitivamente, tenía algo llamativo en la simpleza de sus actos. 


Concentré mi vista en sus manos, notando como la curiosidad crecía dentro de mí. No me malinterpreten, no es como si yo fuera un enamorado que quiere tomar cariñosamente la mano de su amada. Lo que sucedía era muy simple: quería saber cómo eran. Desde que era niño, las manos me producían curiosidad; la forma de las palmas, el largo de los dedos, las líneas dibujadas por la vida... 


Había quienes memorizaban el rostro de una persona.Yo era de esas que recordaba a una persona por sus manos.


Las manos dicen mucho de una persona. Recuerdo las de mi abuela; eran chicas y regordetas, con los dedos pequeños y las uñas cortas. Ella tenía una mano trabajadora, llena de cayos, áspera y aun así sus caricias resultaban maternales y dulces. Recuerdo las manos de Chantal, mi profesora de inglés, eran elegantes, con múltiples anillos decorando sus dedos: de oro, plata y fantasía, toda una gama de la fanfarroneaba. Recuerdo las de Elisa, mi primera novia. Sus manos eran blandas y suaves, con dedos alargados y finos. Nunca se dejaba las uñas largas porque decía que sus dedos se veían más largos. Pero a mí me gustaban; sus dedos, su palma, su mano entera... 


Así que me preguntaba cómo serían las manos de Luzbel, ¿Tendría manos bonitas? ¿Manos pequeñas o grandes? ¿Manos desagradables o estilizadas? ¿Cómo eran las manos de un prostituto? ¿Cómo deberían ser?


—Tus manos —Me miró sin comprender—. ¿Puedo tocar tus manos? 


Él dejó la tacita de café a un lado, se quedó un rato meditando algo y por un momento, indagué en la opción de una negativa por su parte. Pero no. Me observó con cariño y me ofreció su extremidad.


Me acerqué lo suficiente para dejar caer mi mano contra la suya y sonreí al notar el pulso delator de humanidad en su muñeca. Estaba tan vivo como yo. Como un niño que toca por primera vez un juguete, me atreví a contonear con mis dedos la anatomía de su mano, sintiendo los metacarpianos bajo la dermis y tocando los dedos huesudos; falange, falangina y falangeta. Luego inspeccioné las uñas que se mostraban tan cortas como para no ser normal, dejando entrever la piel dolorosamente rosada.


—Me como las uñas —explicó. Yo asentí, absorto en mi inspección. 


Giré su mano para enfocarme en su palma y descubrí un montón de líneas que iban en todas las direcciones. Abrí la boca con asombro, nunca había visto tantas líneas juntas. Si supiera leer las líneas, estaba seguro de que escribiría un libro entero. Delineé algunas, impresionado por su morfología.  


Sus manos eran duras, agrietadas. No eran manos bonitas, sino feas. Aun así, me gustaron. Eran diferentes de las que tocaba usualmente; manos suavizadas por cremas, sin cayos. Sin embargo, estas manos... esas que sostenía entre las mías, eran diferentes, simples, huesudas y feas, con tantas líneas que parecían nunca acabar. Tan dignas recordar.


"Estas son las manos de un prostituto barato" pensé. 


Inmediatamente, enlacé mi mano con la de él, en un gesto atrevido. No lo hacía por malicia, sino para comprobar si yo tenía la mano más grande.


Sin pensarlo siquiera, actuando por inercia, por efecto de la gravedad, que sé yo... lo cierto es que, actuando como actuaba, alcé la vista hacia su persona y comencé a contornear con una línea invisible toda la forma de su cara; la línea que se dibujaba en su mentón. En los pómulos. La forma de la nariz. Sus ojos que no eran achinados ni grandes. Luego estaban las pestañas; espesas y castañas. 


Me encontraba tan absorto en mis pensamientos, perdido en su contemplación que no me daba cuenta de que lo miraba fijamente. Lo miraba como si fuese la primera vez que lo veía, y de todos modos, no difería demasiado de esa primera vez. Pero Luzbel no parecía ofendido, ni extrañado. Se mostraba curioso, levemente intrigado. Despreocupado.


—¿Ya lo has averiguado?


—¿Cómo dices? —su voz me sacó de mi atontamiento.


—Si ya has averiguado qué es lo que miras.


—¿Eh? ...No, aun no — me sentía desconcertado.


—Sabes, siempre han querido tocarme: los labios, el pene, las nalgas —relató de lo más relajado, levantando su vista hacia mí. Sus ojos volvían a ver a través de los míos. Como si me leyese la mente y supiese algo que yo ignoraba—. Pero tú eres el primer hombre que ha querido tocarme las manos.


Me sentí avergonzado. Dejé su mano en su lugar y me levanté deprisa. Nervioso... Esa mirada y su forma de hablar me incomodaban de sobremanera. 


—¿Y por qué dejaste la medicina? —inquirió en tanto yo me hundía en la silla de mimbre.


—Maté a alguien —respondí, olvidando que él solo era un prostituto de la calle, alguien con quien no debía involucrarme, pero ya lo he dicho: él tenía ese efecto de sacarme las palabras sin yo darme cuenta—. No es como si haya tomado un bisturí y le haya cortado la garganta. Es solo que... murió mientras lo operaba.


Luzbel guardó silencio y yo no agregué nada más. Seguro que pensaba: "Ah, pobre chico, sencillamente da lastima. Es patético, sufrir por una cosa así, ni siquiera sabe lo dura que es la vida; la vida de un chico que se abre de piernas a quien paga por ellas"


Puede que no supiese lo dura que era la vida, ya que siempre tuve todo lo que quería. Puede que no conociese el dolor de otras personas. Puede incluso que, por lo que sufría, sea una cosa tonta. La gente lo creía así. Pero nadie, ni en ese entonces, podía comprender el sufrimiento que llevaba conmigo. Una bolsa repleta de dolor y espinas.


—Franco — él me habló con esa voz calmada suya que parecía no tener tacto y se empañaba en clavarme estacas en el corazón. Levanté la vista con gesto herido—, mataste a alguien mientras lo operabas, que no se te olvide eso.


—No. No se me olvida.


Claro, como si yo pudiera olvidar...


 

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