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La miserable compañía del amor. por CieloCaido

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 Capítulo 5: El final más amargo.


Esa noche no pude pegar el ojo, me mantenía quieto, hasta me dio calambre y aun así no me moví. Pensaba en porqué Luzbel estaba allí, acostado conmigo y no en su cama donde se suponía que debía estar. Me inquietaba de sobremanera porque siempre he sido hijo único y por tanto, nunca he compartido la cama. Ya se imaginan lo extraño que eso me parecía. Ya sabía yo que en ese momento era un pobretón que no podía permitirse una lujosa cama para él solo, pero a pesar de mi falta de recursos, existían rasgos de mi antigua vida que no podía olvidar. Uno de ellos era compartir cama. 


Eso me fastidiaba.


Suspiré casi sin proponérmelo, en la mañana tenía que levantarme temprano y estaba desvelándome, solo esperaba no quedarme dormido mientras trapeaba el piso. El susodicho a mi lado se removió en sueños, moviéndose de lado y quedando cara a cara. Las hebras de su dorado cabello se arrumaron en la almohada y en tanto sus labios entreabiertos exhalaban el perfume de la vida misma. 


Parecía mucho más tranquilo que cuando se encontraba despierto. Las pestañabas castañas servían de cortina, tapando los ojos que me perturbaban; esos ojos que miraban más allá de donde debían hacerlo. Tenía los pómulos pálidos y la nariz fría. Sus labios rosados estaban partidos, resecos, y suspiraba suavemente sin llegar a hacer ruido.


Estaba fascinado, contemplándolo, era mi oportunidad de hacerlo sin que él me preguntase qué rayos veía. Si bien veía sus facciones suaves pero masculinas, un rostro agraciado, delineado con delicadeza sin llegar a la feminidad. Sin embargo, más allá de eso, miraba otra cosa. Eso que él preguntaba y que yo ignoraba. 


¿Qué le miraba tanto?


De repente, él abrió sus ojos, teniendo delante de sí, mis ojos escrutadores, inundados en ese momento de pánico. Me sentí incapaz de desviar la vista. 


"Debe ser brujo" pensé en un atado de nervios al verme descubierto. Él no dijo nada. No me recriminó que mantuviera esa actitud tan fuera de lo común. Sólo continuó detallándome con sus extrañas cuencas, tan enigmáticas como el fondo de un pozo. Sus ojos grandes como dos lunas llenas. 


Que incomodo.


—¿Qué hora es? —preguntó en un murmullo.


—Faltan diez para las seis —respondí, mirando la hora del celular y rompiendo el contacto visual.


—Una hora idónea —se enderezó en la cama, quedando boca arriba. Miraba el techo, pensativo, taciturno, casi soñoliento. En tanto, yo seguía contemplando la línea que definía su rostro y cuello.


—¿Qué estás pensando? —me preguntó sin elevar la voz. 


—Me preguntaba... ¿Qué podrías estar haciendo aquí...?


—Es una buena pregunta —sabía que lo era, pero él se negó a responderme. Guardó silencio un segundo y después posó sus ojos en la ventana del cuarto—. El sol se asoma siempre por las mañanas.


—Eso creo.


Luzbel se sentó con pereza en el borde de la cama. Fue allí que me di cuenta de que no cargaba camisa, su torso estaba al aire libre. Entonces, la escasa luz que había, me permitió ver su espalda y notar algo extraño. Tenía líneas dibujadas no por lápiz o marcador, sino por el tiempo: cicatrices. Había muchas en su piel blanca, cicatrices plateadas.


Me inquieté. ¿Cómo podía tener tantas? Pretendía ceder a la curiosidad y preguntar, sin embargo no tenía derecho de preguntarle una cosa tan intima. El muchacho que había dormido conmigo, se levantó, caminando con los pies descalzo hasta la ventana. La abrió, apoyó el antebrazo en el marco, y preguntó:


—¿No te gusta el amanecer?


—No.


—¿No?


—No


Nunca me había gustado el amanecer, en especial por esa frase que vagabundeaba mucho «mientras más oscura es la noche es porque se acerca el amanecer» o algo así, no estaba muy seguro. El caso es que no creía en eso, mi vida por tres años había permanecido más que oscura y ni aun entonces, existía un halo de luz que me diese esperanza. 


—Es una pena, a mí sí me gusta —apoyó ambos codos en la ventana y contempló el sol saliendo. El sol caliente que ahuyentaba el frio y la oscuridad.  Patrañas. El sol lo único que ahuyentaba era el sueño y las ganas de seguir durmiendo.


Miré la hora, seis de la mañana. Consideraba que no valía la pena seguir durmiendo, dentro de un rato me tocaba levantarme, alistarme e irme al trabajo.


Suspirando por mi noche en vela, me levanté con mucho desgano. Mis pies tocaron las frías baldosas y observé como los vellos de mi brazo se erizaban. Era por el frio, había demasiado, el sol no era lo suficientemente caliente como para ahuyentarlo. Tampoco ahuyentaba del todo la oscuridad, el cuarto aun seguía en penumbras. 


—Gracias —dijo cuando le coloqué una manta en sus hombros. 


Lo hice en un acto de gentileza, y también para que no contrajese algún resfriado por el fresco del amanecer. No me gustaría contagiarme.


—¿Por qué duermes sin camisa? —posó su vista en mí y, por un brevísimo segundo, advertí un brillo travieso en sus ojos.


—Quería ver si eras capaz de aprovecharte de mí —respondió sin ningún tipo de pudor. 


Me ruboricé. Mi cara debió ser un total poema. Definitivamente me había dejado en jaque mate. Entonces, él empezó a reírse. Era una risa hermosa que nacía de sus entrañas. Resonaba en las paredes oscuras de la habitación. 


—Hombre, no pongas esa cara. Era una broma.


Guardé silencio. No sabía si creer eso.


Lo miré de arriba abajo y de abajo arriba. Analizando sin querer. Mirando sin saber qué. Y él solo sonreía, cálido como el sol.


—¿Por qué te hiciste prostituto? —pregunté sin poder evitarlo—. No es necesario que respondas si no quieres


—Bueno, no sé leer ni escribir, así que no tengo conocimiento en ninguna de esas áreas intelectuales. Si acaso sé escribir mi nombre, sumar y restar y eso porque Dios es grande — respondió, desperezándose mientras elevaba los brazos para arriba, extendiendo sus músculos dormidos, estirando su vientre plano—, así que no me quedaban muchas opciones de trabajo que sustentara esta casa y a mí.


—Pero... ¿Cómo llegaste a eso? —sentí ganas de morderme la lengua, queriendo detener mis preguntas. Estaba siendo entrometido en un tema que claramente podría afectarle, aun así él no se lo tomó personal y respondió:


—Cuando era pequeño, seis o tal vez siete años, fui con mi madre al zoológico —comenzó a relatar—. Ese día me perdí, el lugar era tan grande que no pude dar con mi mamá otra vez. Corrí, salí del zoológico buscándola, pero nunca pude dar con ella. Fue así como comencé a vivir en la calle. 


Me miró y me puse nervioso, debió notarlo porque desvío su mirada hacia el sol que aun salía.


—Si mi mamá me buscó o no, eso no lo sé. Lo que sé es que después de correr mucho, ya no tuve a donde ir.  Aprendí a vivir en la calle, a trabajar limpiando zapatos y a mendigar dinero —Guardó silencio un rato—. Un buen día, se acercó un hombre. Era grande, de ojos grises y de zapatos lustrosos. «No quiero que limpies mis zapatos» dijo «Quiero que me ayudes con otra cosa» y fui con él porque me ofreció dulces. Aún era muy niño y no conocía bien la malicia de la gente... 


Su historia era relatada sin ningún tipo de entonación de voz. Hablaba como si hablara del clima, como si esa historia que contaba no fuera la suya, sino una ajena a él. Parecía no sentir ni un atisbo de lastima por sí mismo. 


—Me llevó a su auto, me pidió que entrara y entré. La puerta se cerró, me tomó bruscamente de las manos y me dio vuelta de espalda —continuó diciendo—. Sentí mis pantalones abajo y el terror en mi estomago. Entonces llegó. Era un dolor feo el que me hacia gritar. Me hacía suplicar que parara, «Toma» me dijo cuando terminó de hacer lo que hacia.Yo estaba muy dolido y aturdido como para entender qué había pasado. Mis pantalones, sucios y salpicados de sangre, estaban en su lugar. Lo miré confundido, me entregaba mucho dinero por algo que no comprendía. «Vendré mañana a verte» y se fue en su auto. 


En un acto inconsciente, Luzbel se miró la palma de sus manos, como detallando las líneas de sus palmas, incluso delineó algunas con la punta de su dedo, parecía muy ensimismado mientras seguía relatando:


—Al saber que vendría mañana y me haría lo mismo, me paralicé. Después me alejé de esa zona, pensando que no me encontraría. Perolo hizo, me encontró. No me había alejado lo suficiente. Corrí y me alcanzó. Me resistí pero igual lo hizo. Al final me daba dinero. Así fueron todos los días a pesar de que me escondía para que no me consiguiera. Tiempo después, otro hombre me dijo que si quería ganar más dinero y tener mi propia casa, lo que tenía que hacer era dejar que los hombres hicieran conmigo lo que les diera la gana a cambio de dinero. Así fue como empecé a prostituirme..., de eso han pasado veintidos años...


Y reparé en algo que se me había escapado...


—¿Veintiún? ¿Eso quiere decir que..., tienes ventinueve...? —lo miré sorprendido. Me era imposible concebir que tuviera esa edad. Yo le calculaba veintidós años—. No es posible, ¡No lo aparentas!


—Por supuesto que no. Tengo que conservarme. Si fuera un costal de huesos demacrado y viejo nadie se acercaría a  mí —sonreía burlón por mi cara de incredulidad—. Debo dar una buena impresión y conservar esta linda carita. No es la mejor del burdel, pero atrae a clientes y eso es lo importante. No te des malas ideas, no es como si fuese un prostituto con clase. No, claro que no. Soy un prostituto que cobra igual que todos y se deja joder igual que todos.


Francamente, la sinceridad con que hablaba ese muchacho me dejaba impresionado. Creo que yo nunca podría llegar a hablar así de mí...


—¿Vas preguntar algo más? —Me miró, esperanzado e irónico—. Pareciera que hay una pregunta en el aire.


Abrí y cerré mis puños una y otra vez. Suelo hacer  eso cuando no encuentro cómo formular una pregunta. Había algo más que quería saber, era sólo que... mi curiosidad podía ofenderlo. Y a mí no me gusta ofender a la gente.


—¿Ese hombre..., del que hablaste..., todavía te visita?


—A veces, cuando no tiene nada mejor que hacer, me visita y hace lo que siempre me ha hecho.


Me sentí avergonzado de haber preguntado. Sentí como si una grieta se hubiera abierto en una pista de hielo. Su sonido era una advertencia que me avisaba que no debía inquirir más. Resultaba una sensación absurda porque el rostro de Luzbel se mantenía tan tranquilo como siempre.


—Lo siento.


—Oh, no lo sientas. Yo hace mucho tiempo dejé de sentirlo —esbozó una dulce sonrisa y decidió salir de la habitación. Lo vi alejarse y antes de que lo hiciera, tomé aire para volver a parlar.


—Luzbel —se detuvo y ladeó ligeramente el rostro, esperando que hablara. No sabía cómo decir lo que pasaba por mi mente sin que sonara tonto o infantil. El cuarto se estaba iluminando. El sol finalmente había terminado de salir y esta vez no temía alejar la oscuridad—. Si quieres..., yo podría enseñarte a leer...


—Uhmm... —dudó un momento y luego sonrió—. Eso estaría bien, creo. 


No pregunten a qué vino esa repentina actitud de buen samaritano.Yo se lo atribuí a la pena que sentí por su historia y de alguna manera, quería ayudarlo. 


—Por cierto, Franco. Mataste a alguien mientras lo operaba, que no se te olvide eso.


Luzbel siempre me recordaba las cosas que me resultaban insoportables.


—No, no se me olvida —respondí más resignado que otra cosa.


Me alisté para ir al trabajo. Me vestí con el uniforme: un pantalón marrón con bolsillos por todas partes que me iba grande y hacía ruido cuando caminaba. Una camiseta blanca sencilla. Me miré en el espejo, comprobando que no diera aspecto de muerto, apenas cepillé mi cabello negro. Fruncí los labios, inconforme. Mi físico nunca me había gustado. Aunque las chicas dijesen que era atractivo con el cabello negro, aunque mis ojos verdes llamasen tanto la atención, aunque mi tamaño de un metro setenta y cinco fuese llamativo, daba igual. Yo no me veía atractivo.


Fui a trabajar y mi cerebro estuvo pensando la mayor parte del día en la historia de Luzbel.


Esa madrugada, volvió a llegar a mi cuarto, como a las tres de la mañana. Se había bañado por lo que su cabello dorado se encontraba mojado y su cuerpo despedía ese olor dulzón del jabón. Supuse que quería ahuyentar el olor a sexo. No pregunté qué hacía allí, tan solo le di espacio para que se acostara y Luzbel, sin decir nada, se acostó, dándome la espalda.


Muchas noches como esa se repitieron. Dormía plácidamente y, de repente, a las tres de la mañana, que era la hora que siempre llegaba, me despertaba. Era como si mi cuerpo hubiese memorizado la hora exacta en que aparecía. Sus pasos se acercaban a mi habitación y yo lo esperaba con los ojos abiertos en la oscuridad. Todo lo que pensaba en esos instantes era:


«Conoceré un ruido de pasos que será distinto a todos los demás. Las otras pisadas me hacen esconder bajo la tierra. Las tuyas me sacarán de mi madriguera, como una música.»


Quizás me estaba domesticando...


No saben lo extraño y dañino que eso puede resultar.


Y como ya estaba acostumbrado a su presencia, era normal que me preocupara si no llegaba a la hora exacta. Esa noche ocurrió. Llegó a la casa a las tres de la madrugada, fue a bañarse, fue a su cuarto a cambiarse, más no llegó a mi cama a dormir.


¿Qué había pasado?


Pensé que de seguro quería dormir en su propia cama. A lo mejor no tenía sueño y quería ver televisión. O quizás, estaba herido como la otra vez. Ante este ultimo pensamiento, me alarmé. Si estaba herido debía ayudarlo. 


Preocupado, me levanté de la cama. Mis pies me llevaron hasta la puerta de su cuarto. Entonces, lo escuché. Alguien lloraba. Se trataba de un lamento triste como el de un niño al que le quitan un juguete, o el de una persona que quiere algo y no lo puede tener. Con la inquietud latiéndome en la sien, abrí la puerta angustiado y lo vi; allí sentado en su cama, abrazando sus piernas, llorando con aquel llanto que me fusilaba.


Parecía un cachorrito asustado y yo sentía deseos de reconfortarlo.


Sin proponérmelo siquiera, me acerqué a él. Arrastrando los pies hasta el extremo de su cama. No se den malas ideas, no me acerqué para abrazarlo o para brindarle palabras de consuelo; soy hombre de pocas palabras y de pocas acciones. Solo me senté a su lado, a una distancia prudente. No le pregunté por qué o por quién lloraba y Luzbel no me preguntó por qué me quedaba allí con él.


No parecía golpeado o herido. Al menos no físicamente, puede que lo estuviera psicológicamente. Puede que llorase porque existía algo roto dentro de él. No lo sé. Lo que sabía era que lo sentía, aunque no debería sentirlo.


Pero, a veces, es lo único que queda.


A veces es lo único que puedes hacer:


Sólo sentir.


 


 


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