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La miserable compañía del amor. por CieloCaido

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 Capitulo 6: Comunicación sin hilos.


Me encontraba sentado, con los brazos apoyados en la mesa del comedor y mi cabeza reposaba en ellos. Era muy temprano por la mañana y tenía mucho sueño. Mis constantes desvelos me estaban sacando factura. Sin embargo, ese no era el motivo por el cual me encontraba en esa posición. Si bien, mi cabeza se encontraba apoyada en mis brazos, más no escondía mi rostro en ellos. Mantenía el rostro ladeado, de modo que miraba a alguien. Lo miraba a él porque me causaba curiosidad su comportamiento.


Hacia dos semanas que lo había encontrado llorando en su cuarto. No nos dijimos nada. Él no tenía porqué darme explicaciones y yo no se las pedí. Al día siguiente, se comportó igual que siempre; con una sonrisa clara como el agua y con unos ojos semejantes a dos grandes lunas.  Justo como en ese momento, pues la noche anterior, Luzbel había estado llorando. 


¿Por qué llorará? ¿O por quién lo hará?


Me hubiese gustado preguntarle, pero mi garganta se cerró y las palabras tuvieron miedo de fluir, así que sólo atiné a observarlo. 


Para entonces, él se encontraba de espaldas, preparando el café en la cocina. Lo miré de arriba abajo y de abajo arriba. Mis ojos curiosos delineaban su estrecha espalda cubierta por una franelilla. Contorneaban sus piernas largas cubierta por unos pantalones de pijama viejos, gastados por el tiempo. No lo malinterpreten, no lo hacia porque mi vista estuviera hambrienta de tocar su cuerpo, más bien lo contemplaba con la inocencia de quien ve algo extraordinario.


Terminó de preparar el café y dirigió su vista a mí.


—¿Te sirvo?


Luzbel me preguntaba eso todas las mañanas, a pesar de que mi respuesta siempre era la misma.


—No me gusta el café.


Él sonrió tranquilamente y se sirvió una taza de porcelana con puntos de colores que adornaban su superficie.


Es cierto, no me gusta el café, mancha los dientes y tiene cafeína. Como doctor que fui alguna vez, debía de tomar mucho café para aguantar el trasnocho, pero no tomaba eso. Nunca me ha gustado esa bebida, ni siquiera con leche. En cambio a Luzbel parecía fascinarle, lo hacia todas las mañanas y a veces en la tarde. Lo curioso no es que tomara café, sino cómo lo hacía; seguramente era otra de sus "excentricidades"


—¿Por qué haces eso?— pregunté intrigado. 


En las mañanas siempre era lo mismo, se servía una taza de café y en vez de tomársela, sólo aspiraba profundamente el olor dulzón que poseía la cafeína, luego contemplaba absorto el vaho caliente que desprendía el café, el vaho que se extendía en el aire y dibujaba formas irregulares. Incluso, había llegado a delinear distraídamente con la punta del dedo esas líneas fugaces de vapor. Tan efímeras como su concentración en mí. Otras veces, sus manos se mantenían alrededor de la taza, quietas, en silencio. Aunque el resultado era el mismo: esperaba pacientemente que se enfriara el café, no a una temperatura ambiente, sino que dejaba que se pusiera muy frío y entonces se lo tomaba. Era algo absurdo si debía ponerlo en palabras.


—¿Hacer qué?—cuestionó distraído, dibujando las líneas ondeantes con la punta del dedo, parecía muy concentrado. 


—Eso —seguí insistiendo sin alzar la voz—. Haces todo ese ¿ritual? de oler el café y esperar a que se congele y luego te lo tomas, ¿Por qué?


No me respondió en seguida, en vez de eso, apartó sus ojos de mí y posó sus manos por encima de la taza, sintiendo de esa forma el vaho caliente, tibio y cálido que chocaba contra su palma abierta. 


—Me hace feliz.


—¿Qué...?


—Me hace feliz tomarme el café así.


—¿Feliz? —pregunté escéptico. 


Era difícil comprender su concepto de felicidad, era como si tratara de ver a través de una ventana sucia: no podía percibir claramente lo que había tras ella. Además, todo ello me parecía una tontería. Algo ridículo. Nadie se toma el café frío sólo porque lo hace feliz. 


—Sí, feliz —afirmó sonriente 


—¿Y qué es la felicidad, de todos modos? —solté de pronto, incapaz de comprender su perspectiva.


—Una vez, oí que la felicidad era tener algo caliente en las manos cuando hace frío.


No recordaba la ultima vez que alguien me había dicho que era la felicidad. Creo que es una palabra muy ambigua, incluso yo no tenía claro qué era. Cerré los ojos un momento, dejando que cada letra volara por mi cabeza, y grabé sus palabras porque parecían importantes, tenían una connotación distinta en sus labios. No era simplemente tener una taza caliente en las manos, era para alejar el frío de su cuerpo.


—¿Tienes frío? —abrí los ojos y los fijé en él. Mis palabras tuvieron efecto, fue como dar en el clavo porque Luzbel sonrió con ese enigma tan peculiar.


—Siempre tengo frío —respondió sin perturbarse.


Eso me dejó peor que antes, estábamos en verano y hacia un calor insoportable, incluso en las mañanas. Claramente él también sentía calor porque no usaba la camisa en las mañanas y sudaba. Entonces, ¿A qué tipo de frío se refería él?  


—Pintar también me hace feliz.


—¿Tu pintas?—me sorprendí bastante. Observé a mí alrededor y me di cuenta de lo tonto que había sido al no percatarme de ello; es decir, su pequeña casa se encontraba abarrotada de cuadros en las paredes—. Todos los ha pintado tú, ¿No?


—Así es. Pintar me hace feliz, aunque lo que pinto no me hace feliz.


Fruncí el ceño. ¿Cómo era eso de que pintar lo hace feliz y al mismo tiempo infeliz? ¿Qué clase de acertijo era ese?


—No entiendo. Si pintar te hace feliz, entonces debería hacerte feliz lo que pintas.


Parecía un trabalenguas.


Miré los cuadros, algunos eran figurativos, pero la abstracción predominaba más.


—¿Es posible que sea porque no te gusta cómo quedan?


—No, no tiene nada que ver con eso. Me gusta como quedan, las formas que se originan son bonitas, los colores me encantan. Creo que es lo que veo en ellos. Eso no me hace feliz.


—¿Lo que ves? ¡Pero me estás diciendo que te gusta cómo queda! 


— Todas son un autorretrato, tal vez por eso no me gustan —me quedé en silencio y observé las pinturas. 


Tenía entendido que por autorretrato se estima una pintura donde están presentes los rasgos de una persona; es decir, su apariencia física plasmada en un lienzo. Sin embargo, no veía a Luzbel en ninguna parte, no veía en sus pinturas alguna forma que me hiciese referencia  con su cara o su cuerpo o sus ojos. Nada. No veía nada más que manchas de colores 


—Solo veo una superposición de colores —él fijó sus cuencas en mí—. Si no te gusta lo que ves, ¿Por qué pintas?


—Porque pintar me hace feliz.


Definitivamente nunca podría comprenderlo. Era todo un trabalenguas. Un acertijo sin solución posible. 


—A ti te hacia feliz ser doctor, ¿No? Aunque supongo que matar a alguien en una operación no te hizo feliz —esto último lo dijo con cierta gracia. 


Y no, no es como si estuviera burlándose de mi desgracia, aunque ya se había tardado en recordarme ese incidente. Yo sólo suspiré. Me había acostumbrado a esos comentarios por parte de él que ya no los tomaba como un ataque.


—Me voy —anuncié sin ganas, levantándome de la silla. Tenía tanto sueño que deseaba quedarme durmiendo—. ¿Has repasado el abecedario? —pregunté, recordando mi insistencia de enseñarle a leer. Él asintió sonriente. 


Avanzábamos lento, primero porque trabajaba en las mañanas y no estaba en casa en todo el día. Y segundo porque él trabajaba de noche y no estaba en casa, así que las lecciones las hacíamos cuando llegaba del trabajo. Por lo tanto, el tiempo que teníamos era muy reducido. Para entonces, él aprendía el alfabeto y yo le enseñaba como se pronunciarlo.


—Cuando llegue, me gustaría que me lo dijeras. Procura repasarlo con frecuencia.


—Por supuesto, Franco. Soy un niño bueno y obedezco todo lo que me ordenan —lo dijo con ese tono burlón y travieso que me hacia pensar en insinuaciones sexuales. 


Sabía que lo hacía con ese propósito, a Luzbel le gustaba hacerme malas pasadas. Le divertía ver mi cara de incredulidad. Uno no debería ponerse nervioso por esas cosas. Si fuera una persona común y corriente, no me lo tomaría así, pero era él y él era una persona extraña, una que nunca podía comprender ni saber qué pensaba. 


En el trabajo, barrí y trapeé el piso sin muchas ganas. Cambié las bombillas por nuevas. Lavé los baños y todo lo hice con un aire ausente. Esa actitud predominaba en mí desde que lo conocí. No es como si Luzbel me quitara mis energías, era solo que su actitud me dislocaba tanto así como sus palabras. Me la pasaba el día entero pensando en la mitad de las cosas que me decía, tratando de darle un significado coherente.


A veces me resultaba una persona fascinante puesto que nunca había conocido a nadie como él. Otras veces, lo encontraba tan complicado como los cálculos de matemáticas de la universidad. Y otras veces... pensaba que era un muchacho muy solo y triste. 


De regreso, me sorprendí de no toparme con él en el camino, casi todas las tardes me lo encontraba de pura pasada. Lo más extraño fue que al llegar a su casa tampoco lo encontré. 


De repente, escuché un carro fuera de la casa, alguien había estacionado. Y antes de que pudiera asomarme, Luzbel entró. Me sorprendí cuando lo vi, pues no estaba vestido con sus gastados pantalones rotos o su franelilla blanca, más bien se ataviaba con un vestido. Sí, un vestido, pero no de esos de lentejuelas como uno cree que estaría vestido. Un vestido de loca, como lo llamaría la gente. No. Era más bien un vestido de corcel y encajes, de volantes y de color negro. Incluso, tenía una peluca que hacia que su cabello rubio se viese más largo y liso. Me recordaba a las chicas que se visten de lolita 


Si pudiera compararlo con algo, sería con esas muñecas de porcelana que venden en las mercerías. Justo así se veía; una muñequita blanca y pulcra de cerámica. Tan perfecta como irreal. Lo único que faltaba era que estuviera maquillado, y agradecí mucho que no lo estuviera. Eso hubiese sido muy raro, tan raro como haberlo visto vestido de mujer. Además, su rostro agraciado no parecía necesitarlo ni siquiera en esas bochornosas circunstancias.


"Ahora que lo pienso... él es demasiado andrógino" pensé distraído, sin apartar la vista de su persona, de su vestido tan refinado y sin embargo, tan fuera de lugar. Luzbel, no parecía avergonzado de estar así, ni avergonzado de que yo lo viera en semejante pinta. Más que avergonzado parecía molesto y había hierro en sus ojos; duro y oscuro.


—Pensé que aun estabas trapeando el piso de alguna escuela —no lo dijo con voz irónica o grosera. Lo dijo con la misma voz calmada que lo caracterizaba. 


Guardé silencio, me encontraba demasiado desconcertado como para poder articular algo. Como no dije nada, él continuó el trayecto hasta su cuarto, caminando con una elegancia, hasta entonces, desconocida para mí.


Más por inercia que por otra cosa, lo seguí. En su cuarto trataba de quitarse el vestido por la fuerza, tiraba de el, casi como si quisiera romperlo.  Pero estaba tan enojado que no podía quitárselo. Era la primera vez que le veía perder los estribos. Algo bastante inusual. 


—Permíteme  —me acerqué a desatar los hilos del vestido en la parte de la espalda. Era un corcel, uno que parecía muy apretado. Desaté los hilos con calma y el corcel se aflojó. Entonces, con la misma elegancia con la que caminó, se quitó aquel vestido que parecía odiar. Con esa misma calma, se apartó la peluca y la dejó sobre la cama con un gesto tan deliberadamente desenfadado que casi me dio miedo


"Al menos no usa ropa interior femenina" pensé aliviado al ver que usaba un bóxer oscuro.


El cuarto se llenó de un espeso silencio. Denso y sombrío. Él se quedó observando aquellas dos cosas: el vestido y la peluca. De pronto, sus ojos llamearon airados durante un segundo y pensé que en cualquier momento tomaría el vestido y lo rompería en mil pedacitos. Pero no sucedió nada de lo que yo esperaba. Lo que hizo fue doblar el vestido con parsimonia y guardar la peluca en algún lugar de su cuarto.  Sin decir nada, tomó una toalla y se fue al baño.


Estaba algo preocupado de su reacción. Preocupado y desconcertado. Alguien enojado no actuaria así, ¿O si?


Tardó una hora bañándose y cuando empecé a pensar que se había ahogado en el baño, o que se había desasido por tanta agua, él salió tal como Dios lo trajo al mundo: desnudo. Gracias a ello, fui capaz de visualizar los chupetones que manchaban su cuello, sus piernas y esas cicatrices en su espalda...  


"Después de todo es un prostituto barato" pensé con cierta tristeza al imaginarme una vida así.


Empezó a secarse sin importarle si yo lo veía desnudo. De repente se detuvo, como un muñeco que se queda sin cuerda, sin baterías. Me observo tercamente con esos ojos de luna que escarbaban hasta lo más profundo de mis pensamientos. Luego miró a su alrededor, frotándose los brazos desnudos, como si le inquietara que alguien pudiese encontrarnos allí.


—Tengo frío.


Quizás porque se acababa de bañar, aunque algo me decía que allí había más que el viento cuando roza la piel. Tal vez se refería a un tipo de frío que no solo congelaba el cuerpo, sino el alma. 


—¿Quieres un café? —ofrecí. Él me miró de reojo.


—Eres muy bueno conmigo —dijo con dulzura—. Un café. Definitivamente un café me quitaría el frío.


Por eso, preparé café. Era la primera vez que lo hacia, especialmente para él. Me entretuve observando como el agua se teñía de marrón y desprendía ese olor tan característico. 


Lo escuché salir del cuarto, lo miré de reojo, se había puesto un pijama que le iba grande, tal vez de talla M. Como un montón de tela ancha y gruesa que ocultaba su cuerpo delgado, más bajo que el mío. Volví a mi vista al líquido oscuro y supuse que se sentaría en  una silla de aquel viejo comedor, de madera oscura y carcomida por el tiempo.


—Tu café —sin embargo, no se encontraba sentado en una de las sillas de aquel viejo comedor. Él estaba sentado en el suelo, apoyando su espalda en la pared. Jugaba con el gatito que había encontrado, el gatito callejero.


Mini-Franco.


Mini-mí...


—Mini-Franco se ha portado muy bien conmigo —dijo, tomando la taza de café. Aunque no sabía si lo decía por el gato que había sido tan juguetón, o por mí, que últimamente tenía demasiada amabilidad para con él. Sea como fuese, dejó a un lado la tacita y retomó su tarea de jugar con el felino.


Yo dudé un poco antes de sentarme a su lado, al fin y al cabo no existían motivos para no hacerlo. Además, Luzbel había pasado a convertirse para mí en una agradable compañía. Volví mis cuencas verdes a él, mirándolo de reojo; Luzbel, seguía entretenido con el pequeño gato, quien mordisqueaba suavemente su dedo pulgar.


—Pensé que tenías frío —lo decía porque la taza de café reposaba en el suelo.


—No solo el café aleja el frío —guardé silencio, siempre lo hacia porque no era de muchas palabras, en cambio me dediqué a observar su mano que se encontraba a escasos centímetros de la mía—. Es gracioso que seas tan cuidadoso conmigo. Está bien, adelante... 


El gato se fue y el café seguía enfriándose en el suelo. Suspiré un poco indeciso.


"Los gatos callejeros necesitan amor aunque no lo demuestren" pensé casi con amargura


El rostro de Luzbel era tan sereno, contemplaba el café que se enfriaba lejos de él. Volví a mirar su mano y me atreví a tomarla. Estaba fría. Su mano estaba fría porque se acaba de bañar y la mía estaba tibia porque había preparado el café. Si la felicidad era tener algo caliente en las manos cuando hace frío, espero que él haya sido feliz en ese instante. Espero que mi mano fuese lo suficientemente tibia como para alejar el frío de su cuerpo.


Esa noche, como siempre, se fue a vender su cuerpo y a dárselo a quien quisiera pagar por él y yo me quedé en la casa, acostado en la cama, esperando que regresara a las tres de la mañana. Y regresó. Y se acostó en mi cama. ¿Y saben algo más? Me sentí aliviado de tenerlo a mi lado.


Pensaba en ese momento en el zorro que ansiaba la llegada del principito, y pensaba también,  en lo domesticado que ya me encontraba. No sabía si era su intención domesticarme, pero me daba miedo pensar en cuanto lo estaba. Me daba miedo pensar que algún día él no llegaría y entonces yo sufriría. El principito se fue, dejando al zorro y él se quedó con el color del trigo, el color dorado que se movía con el viento


¿Y qué me quedaría a mí si él se iba y no regresaba?


Entonces, recordaba la taza con aquel oscuro líquido y pensaba "Sí, a mí seguramente me quedará el olor del café..."


 

Notas finales:

 Durante la edición, sólo tenía en mi cabeza una canción: safe and sound de Taylor Swift. No suelo escuchar su música, sin embargo, esta me llegó al corazón. Quizás, es por el tono melancólico de la canción. Muy al estilo de esta historia.

Gracias por leer.


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