Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

La miserable compañía del amor. por CieloCaido

[Reviews - 105]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

 Capítulo 8: Todavía por aprender.


Luzbel solía levantarse casi a la seis de la mañana para ver la salida del sol, luego se iba a la cocina a preparar café. Él nunca desayunaba o al menos no lo hacía mientras yo estaba allí. Pero esa mañana no sucedió ninguna de esas dos cosas a las que, en poco tiempo, me había acostumbrado. Se hicieron las seis y media y él seguía durmiendo. 


Al principio, me preocupé y después recordé que Luzbel había estado drogado, por lo tanto dormiría como hasta medio día o hasta más de eso. Estaba al pendiente de sus signos vitales por si algo iba mal. Hasta había pensado en no ir a trabajar para cuidarlo. Además, me encontraba muy cansado. No había dormido bien y mis ojos exigían cerrarse. 


Me levanté y preparé  café, por si se levantaba y querría tomar algo. Mientras lo hacía, escuché que la puerta se abrió. Alguien entraba, cosa que me pareció extraña porque nunca antes nadie había venido. 


—¡Oh! Tú debes ser el nuevo inquilino, ¿Cierto? —me preguntó una mujer con voz modulada para parecer amble. 


Me quedé observando su silueta algo desconcertado. Parecía mujer, sin embargo, sus rasgos eran muchos más ¿Adustos? que los de una mujer común. Aquel que entraba era un hombre. Lo deduje por la manzana de Adán que sobresalía en su cuello. También, por las señales de vello en su cutis y que habían sido rasuradas esa misma mañana. Y también por la voz que se disfrazaba en sonar suave pero que era fuerte como un trueno. 


La señora o señor, no estaba muy seguro, me miró con diversión, enarcando una ceja


— Eh, chico, ¿Eres sordo o te comió la lengua cierto gatito? 


Bueno, yo supuse que el gatito era Luzbel, sino  ¿Por qué más iba a estar allí? Lo cierto era que Luzbel no me había comido la lengua, todo lo contrario. Me puse rojo y controlé el impulso de disculparme por lo que había hecho. Ya saben, eso de haberlo besado sin Luzbel estar cociente del todo. 


—Disculpe, es que nunca la había visto. Soy el nuevo inquilino. Franco Teruel, mucho gusto —y le extendí la mano porque yo soy muy educado. 


El señor o señora, mantuvo su vista fija en mi mano, observándola con desagradable curiosidad. Me sentí un poco incómodo, allí con la mano extendida, esperando recibir el saludo formal. Al final, sus labios compusieron el amago de una sonrisa astuta. 


—Y yo soy Marcela —apretó mi mano con apremio. A mí me gustaba la gente que apretaba la mano así. Significaba seguridad, firmeza—. Por si no lo sabes, le estás dando la mano a una prostituta.


—Lo sé. 


—¿Así que no de grima darle la mano a una prostituta? Podría tener lepra o estar sucia. 


—No me parece que su mano esté sucia o llena de lepra y si así fuera, sería de mala educación no darle la mano cuando he sido yo quien la ha extendido primero. 


—Vaya, vaya, vaya... Pensé que te ibas a asustar por eso o al menos te limpiarías la mano con evidente asco. Eso es lo que haría un niño de papi y mami, porque eso eres, ¿No? —incomodidad es todo lo que podía sentir. Ese modo de hablar que tenía era parecido al de Luzbel, sólo que su tono era más sagaz, mordaz y astuto. No había serenidad en sus palabras, sino una clara evaluación de mi persona.


—¿Y usted ha venido...?


—Por Luzbel, por supuesto. ¿Dónde está? —cargaba un morral grande, tal vez lleno de pertenencias o medicamentos o comida. Lo dejó sobre la mesa del comedor y esta rechinó un poco debido a su peso. Era una mesa vieja, después de todo—. ¿O será que no llegó aquí? Anoche estaba muy drogado para ser cociente de dónde estaba. Tal vez debí ir primero al parque, a ver si no estaba dormido en una de las bancas.


—¿Usted sabía que estaba drogado? —la urgencia y la preocupación de mis palabras hizo que Marcela me mirara con curiosidad. 


—Sí, ¿Llegó aquí?


—Bueno, Luzbel no llegó aquí, fui yo quien tuvo que ir a buscarlo. 


—Oh, ya veo. Eres un caballerito. Muy indulgente lo que hiciste. Supongo que ahora el muchacho duerme —me miró de abajo a arriba, cosa que me pareció muy grosera, aunque no existía aprensión en sus ojos, solo una pizca de curiosidad—. ¿Piensas quedarte todo él día aquí? Yo supuse que trabajabas para pagar el alquiler. No creo que Luzbel le haga gracia tenerte aquí sin recibir ni un centavo. No le gusta mantener a nadie y dudo que tú seas una excepción. 


—A mí nadie me mantiene —respondí con tono mordaz—. Trabajo y pago el alquiler. No he salido porque no quería dejarlo solo. Pero si usted está aquí supongo que es porque es su amiga y ha venido a cuidarlo. 


Ya estaba vestido, listo para irme. Me había aseado y alistado antes de preparar el café por si Luzbel se levantaba y veía que sus signos vitales se encontraban estables. 


—¿Qué te hace pensar que soy amigo de Luzbel? —Marcela sonrió y su sonrisa me recordó a las medias lunas que se posan en el cielo, blanca y extraña, no era adorable sino que estaba llena de una misteriosa diversión. Sus ojos negros reflejaban astucia—. Te daré un consejo caballerito: jamás confíes en mí. Es un error fatal ser tan confianzudo, no todo el mundo es bueno. Tú que fuiste medico deberías saber eso. El hospital es testigo fiel de la crueldad de las personas. 


—Es que... yo... pensé que usted era... —sus palabras fueron tan rotundas y sinceras que me cayeron como un trago de whiskey caliente.  Ella hizo un ademan con la mano, restándole importancia a su propio comentario.


—Mejor ve a trabajar, chico. Ya veo que destilas dulzura por todos los poros de tu piel. Te falta mucho por aprender —poseía un lunar pintado con lápiz negro encima de la comisura de sus labios, apenas era un punto y se movía cuando hablaba. También su cabello caía a raudales por su espalda. Un cabello largo y rizado, yo supuse que era un cabello postizo. Usaba pantalones azul eléctrico apretados y camisa negra de lentejuela. Además, disponía de zapatos de tacones altos de color rojo. 


Definitivamente su atuendo era una explosión de colores. 


Me marché de allí, despidiéndome y Marcela apenas hizo un ademan de adiós con la mano sin prestarme demasiada atención, ojeaba con interés una revista de moda. 


El resto de la mañana y de la tarde pasaron lentamente, casi de una forma torturante. Deseaba regresar a casa para comprobar que Luzbel estuviera bien. Era una lástima que él no tuviera celular para comunicarme. Una vez se lo pregunté y me respondió que para qué iba a tener una cosa de esas si él no sabía leer ni escribir. Era absurdo. Sin embargo, como estaba aprendiendo a hacer ambas cosas, me pareció que ideal que empezara a tener uno, aunque yo suponía que no tenía tantos amigos. De hecho, Marcela era la primera persona que pisaba aquella casa desde que me había mudado allí. Quizá no tuviera tantos amigos puesto que ni los vecinos se acercaban a pedir una taza de azúcar. 


Luzbel estaba siempre solo. 


Atribuí ese detalle a que él era demasiado sincero como para que las personas lo encontraran agradable. Al parecer, ser tan sincero en una sociedad tan superficial era un problema que debía ser corregido, pero Luzbel no pretendía cambiar su forma de ser para ajustarse a los demás. Él era así, inherente su naturaleza humana.


Pedí permiso para retirarme temprano, les dije que tenía un familiar enfermo y que debía ir a casa. Ellos me creyeron y me dejaron ir. Para entonces, eran las tres de la tarde. Era extraño que mintiese por una causa así y aun más, que me sintiese ansioso por regresar a casa. Sí, a casa. Tal vez eso era lo más raro, por varios años no tuve la sensación de tener un lugar al cual regresar. 


—Regresas bastante temprano. Más de lo normal —su voz me recibió en casa y fue como tomar un trago dulce de vino, tibio y reconfortarte cuando hace demasiado frío. 


Verlo en la cocina, tomando una taza fría de café, me alivió. Significaba que se encontraba bien.


—¿Quieres que te sirva café? —preguntó con su voz suave de terciopelo. 


—No me gusta el café. Quería regresar temprano —me senté en una de las sillas, a una distancia prudente de él. Me observó con sus ojos hondos, analizándome, estudiándome. 


—¿Por qué? —esa pregunta parecía profunda en sus labios, pero yo no quería reflexionar. 


Me encogí de hombros, aparentando indiferencia. No lo miraba a los ojos, no solo porque me inquietaba esa mirada, sino porque me apenaba lo desvergonzado que yo era. No había pensado en ese beso durante todo el día ya que estaba más preocupado de cómo estuviera su salud. Pero ahora que veía su boca tocar la tacita de porcelana, dando ligeros sorbos, me hizo pensar en la suavidad de sus labios.


—Marcelo me dijo que te fuiste tarde. 


—Ella dijo que se llamaba Marcela. 


—Claro, en realidad es Marcelo. No creo que seas tan estúpido como para no fijarte que era un hombre —no existían reproches en su voz, mantenía la misma serenidad de siempre, aunque sus palabras fuesen duras como una piedra—.  Es un travesti. Se viste de mujer pero sigue siendo hombre, aún tiene un pene que cuelga en medio de sus piernas. Fuiste médico y mataste a alguien en medio de una operación, debes de saber eso. 


Ya era extraño que no comentase eso. No dije nada más, tan sólo me relajé un poco con su presencia y miré sus manos, quietas y pálidas, aunque no fuesen suaves. 


—Quiero hablar contigo sobre lo que hiciste anoche —dijo él, de repente. 


—¿Qué hice? —por un momento todos mis órganos vitales dieron vueltas, las piernas me temblaron y la boca se me secó. Quizá no estaba tan inconsciente como pensaba. Puede que si recordara el beso y me iba a echar en cara mis desfachatez y abuso.  


—Fuiste a buscarme en la madrugada. 


—Ah...—me relajé, suspiré tranquilo—. No ha sido nada. 


—A mí me parece que si fue algo. Has sido amable en ir a buscarme. No todo el mundo hace esas cosas, ¿Por qué lo hiciste? 


¿Qué por qué? Pues porque me había habituado a dormir con él. Era culpa suya por domesticarme y acostumbrarme a su calor corporal y a su cabello de hilos de miel esparcido en la almohada. Era culpa suya por hacerme saber que sus pasos eran distintos al de los demás.  Por llegar a la misma hora de siempre, poniéndome ansioso su regreso. 


—Estaba preocupado.


—¿Por qué? —El tono de la pregunta era más de curiosidad que acusador. Yo sabía la respuesta, pero era hombre y decirlo frente a ese chico que parecía no tener tacto resultaba denigrante. 


—Te he tomado cariño. 


Luzbel miró la sustancia del café en su taza, observo impertérrito su reflejo en aquel líquido, analizando mis osadas palabras. Supongo que era absurdo y estúpido que le tuviera cariño a alguien que conocía muy poco. Apenas llevaba dos meses viviendo con él. Me parecía increíble la capacidad que tuve de adaptarme a Luzbel y sus comentarios. 


—No vuelvas a hacerlo —dije con voz apagada. Él levanto la vista hacia mí—. No vuelvas a drogarte. Las drogas son malas. 


—Esa es una petición estúpida. Y viniendo de ti, lo es aún más —dio un sorbo pequeño y luego dejó la taza sobre la mesa. 


—¿Entonces, no la dejaras? 


—No —se encogió de hombros, indiferente. No parecía molesto. 


—¿Por qué lo haces?—sentía temor de que siguiera en ese camino. Las drogas eran sumamente perjudiciales y no quería que cayera bajo, más bajo de que ya estaba. 


—¿Franco, sabes lo qué es un prostituto? —enarcó una ceja y me miraba como si yo fuera una criatura particularmente estúpida. 


—¡Claro que lo sé! —exclamé ofendido. No era idiota—. Eres una persona que da su cuerpo a quien quiera pagar por él. 


—Es más que eso —se levantó de la silla y fue a servirse otra taza. Volvió a tomar su puesto. El café humeaba así que no se lo tomó mientras todavía estaba caliente. En cambio me inspeccionó atentamente—. Se trata de abrirle las piernas a cualquier desconocido. ¿Tienes idea de lo traumatizante que eso es? ¿Lo desgastante que se vuelve? Supongo que no la tienes, así como tampoco tienes idea de con cuántos he estado. Ni siquiera podrías imaginártelo. 


—Lo lamento. 


—Eres un chico de clase, ¿Qué podrías saber tú de lo que el bajo mundo significa? 


La cocina se llenó de un silencio denso y abrumador. Había quedado como idiota (más de lo que él pensaba que yo era) al no comprender las razones que le llevaban a injerir esas sustancias tan perjudiciales. No debía ser fácil su trabajo y yo había sido un miserable en aprovecharme de su estado para besarlo. 


—Hay algo más que pasó anoche...—dije dispuesto a confesar mi crimen, sabiendo que esa declaración podría llevarme a la horca. A un camino sin retorno. Intenté relajarme, no lo conseguí—. Anoche nos besamos. Es decir, yo te besé...


—¿Hubo lengua?—preguntó tranquilo, sin perturbarse.


Ya se imaginaran mi cara ante semejante pregunta. Me quedé con la boca ligeramente abierta por el asombro. Había pensado en que me lanzaría el café encima o me voltearía la cara de una cachetada, aunque creo que esas cosas solo las haría una chica. 


—No. 


—Bien —se tomó el café restante de un solo trago. 


Luego se levantó y por un momento pensé que iba a servir más. Luzbel era adicto al café, tendía a beberse una olla entera él solo, sin embargo, no sirvió más. Lavó la tacita de porcelana y la dejó sobre la platera. Se quedó un largo minuto callado, así de espaldas, frente a la platera. Meditando, pensando en qué decirme, en cómo sermonearme, para que algo así no volviera a pasar. Sea como fuese,  giró sobre sus talones, observándome pulcramente.


—Escúchame bien, Franco. Jamás vuelvas a besarme sin mi permiso —dijo con una voz absolutamente calmada—. Solo dejo que quienes me pagan hagan de mi lo que quieran —caminó despacio hacia mí. Voz calmada. Ojos fijos—. No vuelvas a hacerlo, ¿Bien? 


Asentí sin decir nada, sintiéndome desconcertado por aquel brusco cambio de actitud. No me había arrogado el café encima ni me había dado una cachetada, sin embargo, sus palabras, perforadoras como un taladro y calmadas como el mar, hicieron del ambiente algo terrorífico. 


Pasó de largo y se encerró en su cuarto. Finalmente el ambiente denso se disipó y pude respirar tranquilo, sin poder evitar pensar en el beso, en sus labios, en la dulzura y suavidad que me transmitieron. Pasé el resto de la tarde suspirando y repasando sus palabras que vagaban en la casa sin que el viento se las llevara. 


Tal vez Luzbel me estaba empezando a gustar y esa idea no me agradaba. 


—¿Tu qué opinas mini-mí? —acaricié el gato, quien ronroneó acostándose en mis piernas. 


Cuando llegó la noche, lo vi dirigirse al baño para empezar a alistarse, aun en contra de su voluntad. El suplicio silencioso. La rutina nocturna diaria.


—Buenas noches, Franco —dijo antes de marcharse, tan tranquilo y sereno. 


—Buenas noche, Luzbel —le dije con tono indulgente. 


Nunca acostumbro a rezar antes de dormir. Mi madre me obligaba de niño ya que ella era muy católica y quería inculcarme ese hábito. No lo logró. Yo rezo a mi modo, sin que nadie me vea y sin arrodillarme frente a la cama como hacen algunas personas. Mis rezos eran silenciosos como el humo de la cocina. Imperceptibles como el viento. Y esa noche recé para que él no volviera a drogarse. Ya sabía que su vida era difícil y su trabajo traumático, aun así recé para que él tuviera voluntad de no caer en eso. 


Y esperé su regreso como cada noche, esta vez más ansioso de que regresase a tiempo. 


En la intimidad de mi cama y en el tibio regazo de las sabanas, contemplé su figura avanzar hasta la cama, era la hora indicada. Cerré los ojos para que no se diera cuenta de que siempre lo esperaba despierto e hice como si durmiera. Esa noche si había llegado a tiempo y por lo que veía, se encontraba en sus cabales. Suspiré tranquilo. 


A manera de costumbre, se había bañado antes de ir a la cama y su cabello alborotado, del color del sol, olía a frutas, algo que se hizo más evidente cuando se acostó y se acercó tanto que su calor corporal me quemaba. Estaba tan cerca que pude identificar las frutas que utilizaron para hacer el shampoo: pera, durazno y algo de almendras. 


—Franco...— susurró y ese susurro erizó los vellos de todo mi cuerpo. 


—¿Qué? —seguía con los ojos fuertemente cerrados, si los abría y veía sus labios tan cerca de los míos, como una fruta prohibida, me lanzaría sobre él.


—Bésame. —dijo y yo abrí abruptamente los ojos, desconcertado por su petición. 


Es asombroso que una palabra tuviese la capacidad de derrumbar mi propio equilibrio, de cortarme la respiración, de asombrarme tanto, tanto como para mirarlo y darme cuenta de que Luzbel estaba ofreciéndome sus labios. 


Allí estaban, dulces y rosados, tentadores y suaves como una pluma. Me estaba dando permiso para besarlo y sin pesar siquiera en las consecuencias, sucumbí ante el anhelo que florecía en mí y que se profundizaba del mismo modo que las raíces de un árbol en la tierra. 


Los toqué, un roce sutil que lo hizo suspirar y abrigué con mis labios su textura. Entreabrió su boca, permitiéndome entrar y abarcar más allá de lo que el cielo y la tierra pueden.  Comenzamos una danza lenta y complicada que fue intensificándose hasta volverse casi violenta, casi como si ambos quisiéramos arrebatarnos la respiración. Luzbel jadeaba de vez en cuando en medio de una dura pelea y yo mordisqueaba con ansia sus labios. 


Lo besé una, dos, tres veces. Tal vez lo besé más veces de la que puedo contar con los dedos. Mi lengua saboreó su paladar y se perdió en la dulzura de su aliento. Una batalla entre lo carnal y lo divino. Quería acostarme arriba de él y seguir comiéndole la boca, deslizar mis labios a su cuello y saborear su piel, dejar que mis instintos primarios tomaran el control. 


Pero me contuve. No lo besé más allá de sus labios. Luzbel me había dado permiso de besarlo solo allí y eso hacía, sin atreverme a ir más allá de lo que su piel cremosa me incitaba. Sin dejarme convencer por la palidez de su cuello o la pulcritud de sus hombros. Aunque debí de hacerlo. Debí besarlo más allá de lo propuesto, tal vez así me ahorraría mucho sufrimiento y la lamentable situación de lo que sería nuestra primera vez. 


Esa madrugada nos besamos una y otra vez hasta que nos quedamos dormidos, hasta que amaneció...


La verdad, no estaba muy seguro de lo que Luzbel causaba en mí. Cuando me encontraba cerca de él, me sentía aliviado y al mismo tiempo, confundido. Hacía de mis emociones una montaña rusa con una bajada emocionante y aterradora. Quería gritar y reír. Quería vomitar y bajarme. Quería seguir hasta el final del juego. 


Esa mañana, actuó como siempre, sin dar señales de que unas horas atrás nos habíamos besados como dos amantes de toda la vida. No lo entendía. Creo que nunca podré comprenderlo. Puede que allí residiese mi fascinación por él. 


A veces, creía que le tenía lastima por su vida difícil. Otras veces, creía que lo consideraba un amigo cercano. Sin embargo, otras veces, creía que me gustaba. Me gustaba más allá de mirar el manto azul del cielo. Y eso era peligroso. No estaba bien porque Luzbel era sincero y cruel del mismo modo que el otoño lo es cuando desnuda a los árboles. 


Y también porque él era prostituto. 


Respiré hondo. No debía desear más allá de lo que tenía. "Tengo el olor del café" pensé al observarlo, Luzbel volvía a hacer ese ritual con su bebida. Él al ver que lo miraba, me sonrió cariñosamente, "También tengo su sonrisa clara como el agua"


— Franco, mataste a alguien mientras lo operabas, que no se te olvide eso. 


"Y también tengo sus palabras, eso debe ser suficiente. Tiene que ser suficiente


Pero no lo sería porque cuando te dan más allá de la caricia de una mano, de un beso, quieres más y yo desearía más, mucho más.


—No. No se me olvida...


 


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).