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La miserable compañía del amor. por CieloCaido

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 Capítulo 7: Lo bastante cerca como para tocarlo.


No conocía muy bien a Luzbel, de hecho ni siquiera sabía de dónde era o qué era específicamente lo que hacia en su trabajo como sexo-servidor. Bueno, sí sabía lo que hacía: daba placer a cambio de dinero. Y también sabía que era muy directo y sincero. Pocas veces en la vida uno se encuentra a personas así, tal vez por eso me causaba inquietud, despertaba en mi muchas dudas, preguntas que quedaban en el aire y vagaban.


—¿Y bien, lo has deducido?


Él quería saber qué miraba.


—Todavía no.


Sabía que no le incomodaba que le mirase a ratos, pero a mí no me gustaba quedarme mirándole. No era cociente de ello, cuando me percataba ya era tarde porque él también me devolvía la cortesía. No era un juego ni tampoco un reto de miradas. Yo lo observaba intrigado, buscando respuestas y él me devolvía la mirada con una fría tranquilidad. 


Se volvió algo así como un hábito... 


Mi vista siempre escaneaba la casa, buscando su figura, aunque me repitiese que no debía mirarlo, que no era correcto, seguía haciéndolo. Era inevitable. Mis ojos lo buscaban inconscientemente. 


Volví a posar mis ojos en él, porque llamaba la atención de la misma forma que las chipas del fuego. Sabes que te quemaras si te quedas mucho rato cerca de ellas, pero resultan tan llamativas que es imposible ignorarlas. Sí, eso era, yo no podía ignorar a Luzbel. No porque él fuese llamativo, para nada, era tan simple que solía encontrar absurdo que llamase tanto mi atención. Sin embargo...


—¿Voy bien? —miré el cuaderno donde estaba practicando su escritura. 


Ese día repasamos un poco el alfabeto y luego nos pusimos a practicar la escritura, para ello escribí una oración: «Estoy practicando mi escritura en el comedor» Luzbel solo tenía que tratar de imitar las letras.


Y lo hacía, aunque era una letra fea, unas líneas temblorosas bordeaban cada palabra, pareciese algo escrito por un niño de primer grado. Además, había unas letras más grandes que otras. 


—Sí, así está bien —y él empezó a garabatear de nuevo, está vez no siguió la línea de arriba como una caligrafía, sino que escribió una palabra de su propio interés. 


Observé intrigado cómo se formaba cada palabra y abrí los ojos con sorpresa. La primera letra fue la F y luego empezó a seguirle la R y luego la A. Y así sucesivamente hasta que se formó mi nombre.


Las manos me sudaron al saber que mi nombre era una de las primeras palabras que escribía en su vida. Parecía absurdo que un hecho tan insignificante como lo es que alguien escriba tu nombre en un cuaderno, sea suficiente como para cortarte la respiración. 


—Escribiste mi nombre...


—Conozco a muchos «Francos»


Oh, vaya...


—No pongas esa cara —rió con gracia—, estaba pensando en ti cuando lo escribía—y me guiñó el ojo como quien ha ejecutado una travesura.


A Luzbel, le gustaba hacerme malas pasadas. Y esos actos bromistas me desestabilizaban. Hacia que mis pensamientos anduviesen hacia otro rumbo. 


—Una persona cualquiera le costaría entender tu letra, pero en el hospital te entenderían perfectamente —bromeé para cambiar de tema—. Los doctores escriben con los que, comúnmente, se conoce como garabatos


—¿Qué edad tenías cuando murió tu paciente?


Ese era un tema difícil de tocar. Nunca lo había hablado con nadie, ni tampoco tenía pensado hablar de ello con alguien. Sin embargo, con Luzbel, confesar un crimen como ese, estaba permitido.


—Tenía veintidós. Era el doctor más joven del hospital. Me gradué a temprana edad, ya que muy pocas veces tenía vacaciones. Mi padre decía que no debía de perder tiempo porque la carrera de medicina es muy larga. Cinco años para sacar la medicina en general y luego cuatro más para sacar alguna especialidad, así que hacia intensivos para reducir la cantidad de años. Eran caros, pero mis padres podían costearlo.


—Sí que eras un niño consentido.


Y para qué iba a negarlo si era verdad. Era hijo único, de modo que trataban de complacerme en todo y yo trataba de complacerlos a ellos en mis notas, en mi carrera y en mi vida en general. Eso fue lo que me hizo huir, trataba de ser tan perfecto, olvidando que solo era un simple hombre. Veía de mí ese lado humano como algo aberrante, corrupto e imperfecto y trababa de estar lo más lejos de esa parte. Supongo que debí ver mi lado humano como algo no tan malo. Sin embargo, así lo veía y así seguía viéndolo...


—¿Y cuánto tiempo llevas huyendo?


Suspiré. Él nunca tenía tacto para decir las cosas o para hacer preguntas.


—Casi tres.


—Así que tres años—hizo algunas cuentas mentales—, debes tener como veinticuatro  o más y usas la máscara de un bedel para esconderte. Realmente eres un niño.


Y qué más daba. Me escondía, sí, porque no encontraba cómo enfrentarme ante la adversidad. Y aún entonces, después de tres años, seguía sin poder dar la cara. Usaba una máscara para que nadie me encontrara.


—Ya sé que las máscaras son peligrosas. Eso cualquier idiota lo sabe. Nos convertimos en lo que decimos ser—me miró algo sorprendido por mis repentinas palabras—. Un día te despiertas y ¡zas! La máscara tras la cual te ocultabas se convierte en tu rostro y mi máscara se ha convertido en el mío. Sé muy bien que me he convertido en un bedel, y lo que es peor: un bedel fracasado. No soy doctor, una vez lo fui, pero ya no.


Era una de las primeras veces que hablaba tanto. Suponía que cualquier persona se hartaría de tanta palabrería, se marcharía para dejarme con mi fracaso y con mi máscara. Sin embargo, Luzbel siguió garabateando el cuaderno como si yo no hubiese hablado. Paró un momento de escribir, me miró un instante y luego observó la pintura abstracta que estaba inacabada. Esa que se encontraba tirada en un rincón, esperando a que su amo la retomara. La observó por largos minutos con ojos apacibles.


—¿Y cuánto tiempo piensas huir?


Yo también me hacia esa pregunta y aún no tenía respuesta. Era obvio que tarde o temprano dejaría de correr.


—Las máscaras nunca se convierten en nuestros rostros. Ellas son falsas y están diseñadas para una ocasión especial. Son máscaras al fin y al cabo. Tarde o temprano se caen y el juego termina —expuso tan calmadamente que su voz parecía la superficie de un lago: tranquilo y lleno de motitas de luz. Pero si escuchabas el trasfondo era diferente; oscuro, frío y profundo.


—Luzbel, ¿Tu..., usas alguna máscara? —él me escuchó, me miró y sonrió. 


— Dime tú, ¿Qué máscara crees que uso?


Cambié de postura en la silla, un tanto turbado. 


—Bien, ya es hora —cerró el cuaderno y se fue a bañar. 


Yo sabía bien qué hora era: hora de ir a trabajar. Primero se bañaba, duraba como medía hora bañándose. Salía desnudo del baño y se iba directo a su cuarto mientras se secaba con una toalla el cabello dorado. No lo veía vestirse, aun así me imaginaba que no ponía mucha pega en elegir la ropa. Se colocaba sus gastadas zapatillas verde olivo. Suponía que al final se miraba en el espejo, observando su reflejo y procedía a perfumar su cabello con cremas.


Si dudaba en salir o no, yo no lo sabía. Él se veía tranquilo, relajado así que deducía que estaba acostumbrado a la vida que llevaba. A una vida callejera, porque él era como un gato que conoce la oscuridad de la noche. Que conoce las calles solitarias. Estaba acostumbrado a caminar por el borde de la pared sin miedo a caerse.


—Oh no, mini-Franco, no puedo llevarte —el gato se enredaba en sus piernas, ronroneaba complacido al sentir la mano acariciar su peluda espalda—. Ya no eres un gato callejero, ahora eres un gato domestico y tienes que quedarte en casa, ¿De acuerdo? —el gato maulló—. Ya sé que quedan las cicatrices, pero tienes que dejar esa vida y me encargaré de que no vuelvas a ella.


—Bueno, los gatos que han sido callejeros siempre vuelven a ella.  Tienen una casa, pero la calle los llama. Está en su naturaleza —hablé sin percatarme del significado que aquello tendría.  Hablaba, más bien, por la experiencia de años atrás, cuando mi mamá rescató a un gato de la calle. El gato se mantuvo tiempo con nosotros, sin embargo, de vez en vez, se iba a la calle porque allí perteneció una vez, porque allí había nacido y porque uno nunca debe olvidar de donde ha venido.


Me senté en el gastado sofá de aquella sala sin darme cuenta de que Luzbel se quedó pasmado por mis palabras. La sorpresa no duró mucho y así como vino, así se fue, dejando al final su rostro tranquilo, inalterable como la luna.


—Buenas noches, Franco.


Siempre me decía eso antes de irse y yo no entendía porque cada vez que lo decía, sentía un nudo, esos de los que se aprietan en la garganta como una piedra.


—Buenas noches, Luzbel.


Antes de que se marchara, percibí la colonia barata que usaba así como su ropa de segunda mano. No era extraño que también fuese un prostituto barato. No se vestía ostentosamente a pesar de ser un prepago. Tampoco parecía llamar mucho la atención su atuendo, aun así seguía captando mi interés y seguro que, así como captaba el mío, captaría el de muchos. En otras palabras, no se disfrazaba para salir a la calle, no usaba máscara, solo era él mismo y eso era suficiente para que reluciera como una vela.


Aunque uno se olvida que las velas, por más relucientes y llameantes que se vean, también pueden apagarse.


Cuando se hicieron las dos con cuarenta minutos de la madrugada, mi cuerpo, por inercia, se despertó, esperando el momento en que escuchase el cerrojo de la casa abrirse y a continuación oiría con cuidado el sonidos de sus zapatos chocar contra el piso. Oiría también el sonido de la regadera cuando se bañara y finalmente sus pasos acercarse al cuarto hasta que se acostara a mi lado, en la cama. Sin embargo, esa noche no sucedió. 


Cuando no llegaba al cuarto era porque se encerraba en el suyo a llorar. Y esa noche no fue el caso. Por eso me extrañé de no escuchar el cerrojo o la regadera. Él no era tan cauteloso con esos detalles.


Me levanté, buscándolo, pensando que quizás no había oído nada y él ya había llegado. Pero no. Él no estaba allí a pesar de que era la hora indicada.


"Tal vez esté atendiendo a un cliente de más" pensé, tratando de mitigar la ansiedad. Porque sí, sentía ansiedad. Era normal. Respiré hondo y me dispuse a esperar...


El tiempo pasaba y pasaba y él no llegaba. Y si no llegaba, yo no podría dormir. Percibiría su ausencia. La notaría en la cama. Y me movería de un lado a otro, buscando calma. Realmente acostumbrarme a él fue muy fácil. Tanto que me asustaba pensar en eso. Era su culpa, él me acostumbró a eso; a su presencia, a su calor prudentemente cerca del mío. 


Para cuando se hicieron las cuatro de la madrugada, no pude soportar la espera. La angustia atormentaba mi alma. Tomé un abrigo para salvaguardarme del frío y, sabiendo lo absurdo que era, salí a buscarlo. Caminé por aquella solitaria calle, mirando intrigado de un lado a otro. Todo permanecía en silencio, las calles eran iluminadas por la luz mortecina y anaranjada del poste. Cada una de las casas estaba en mute, con las luces apagadas. No había nadie en las aceras, pues resultaba una hora muy peligrosa para deambular en las calles. Me pregunté cómo es que Luzbel llegaba a casa sano y salvo con tanto vandalismo suelto. Suspiré otra vez al tiempo es que escuchaba a un perro ladrar en el fondo de un callejón.


Fruncí el entrecejo. Quien dijese que la noche era bonita es porque no ha conocido este barrio en penumbras.


No ha visto lo mudo que se vuelven los callejones. No ha percibido el silencio de los arboles. No ha advertido el sonido de su propia respiración resonar como si te delatara, como si fuese el único sonido del mundo. 


"Lo único bonito es el fino manto oscuro bordado de estrellas... Y la luna, pero esta noche la luna se ha ausentado"


Entonces, al cruzar la esquina, lo pude ver. Estaba todavía muy lejos y lo único que pensé era que se veía como una burbuja de jabón, frágil y vulnerable, que flotaba en la negrura del barrio. Tal vez no era un gato callejero como lo creí, sino una burbuja que esperaba tropezar con algo filoso para así explotar y extinguirse.


Corrí para llegar a él y antes de hacerlo, un individuo salió detrás de unos arboles o tal vez una casa. Seguramente venía siguiéndole desde antes. Se acercaba con sigilo a Luzbel, casi camuflando sus pasos con los de él. Advertí, desde mi distancia, el filo brilloso de una navaja. Pensaba robarlo. Este tipo de cosas eran muy comunes en un barrio. Uno donde por más que grites, nadie vendrá en tu auxilio. Apuré el paso pues el tipo le había dado alcance y tiró de él como quien tira de los brazos de una muñeca. 


—¡Déjalo, déjalo! —traté de apartarlo cuando logré darle alcance, pero sólo conseguí un empujón que me tumbó al suelo. 


Aproveché que estaba allí y le di un empujón de regreso, pateándolo con los pies. La calle estaba demasiado oscura como para poder distinguir a mi agresor. Logré apartarlo, aunque no precisamente por mi fuerza física, sino porque el tipo estaba borracho. El olor en su ropa delataba su vicio. El sujeto trastabilló, soltando la navaja. Me levanté, tomé a Luzbel de la mano y salí corriendo. Fue lo mejor que pude hacer dadas las circunstancias. Era la primera vez que me encontraba en un embrollo de tal magnitud, no se me ocurría otra cosa sino correr y correr como si la vida dependiera de ello, y la verdad es que no distaba mucho de la realidad.


Después de mucho correr, y quedar con la lengua de corbata, decidí esconderme entre los arbustos salvajes de una casa. Respiré agitado, me faltaba el aire. Me encontraba nervioso, asustado mientras Luzbel, a mi lado, reía sin motivo alguno, como si la situación fuese de lo más graciosa y realmente no tenía ni una gota de gracia.


"Seguro que también está borracho" pensé nervioso, cubriendo su boca con mi mano. Sentía sus labios moviéndose en mi palma, cosquilleándome. Afuera, en la calle, escuché los pasos casi insonoros del sujeto, oliéndonos como si fuera un sabueso, tratando de ir tras nuestras huellas. Escaneó los arbustos y apretó el puño de la navaja. 


"Mierda" yo que nunca me metía en problemas, de repente, estaba metido en uno. "Esto me pasa por acostumbrarme a la gente"


Suspiré de puro alivio al ver que apartaba la vista de donde nos encontrábamos y continuó su camino, siguió buscando huellas que delatasen nuestro paradero. Pero no me fiaba, esperé y esperé hasta el momento prudente. Era mejor así, ya habían sido muchos casos en los que por salir de apurado, te atrapaban. No quería eso. Me encontraba tan asustado y nervioso que no tenía ni idea de qué podría hacer si me veía acorralado. A mi lado, Luzbel permanecía en silencio, su risa se extinguió, dejándolo taciturno. No olía a licor, de modo que no había bebido. Él olía a otra cosa. 


—¿Luzbel? —el silencio de la noche me respondió. Algo le pasaba. 


—Tengo miedo.


—Tranquilo, ya se fue —le tranquilicé. 


—Tengo mucho miedo —insistió.


—Está bien, yo estoy aquí. No dejaré que algo malo te pase.


—Tengo muchísimo miedo.


Algo en su voz me decía que no era miedo típico a lo que pudieron haberle hecho. Era un miedo que iba más allá de la extensión de las estrellas. Era casi palpable, tan perceptible como el sonido de nuestros corazones. 


—Vamos a casa.


Se dejó llevar. Estaba muy dócil y eso fue raro. 


Le tomé la tensión, examiné su respiración, revisé sus ojos y los iluminé con una linterna. Tuve que quitarme la mascara de bedel y ser lo que era: un médico. Y brindarle primeros auxilios porque las pupilas que no se dilataban con la luz ni el tacto que no sentía dolor, me revelaron lo que mi experiencia sospechaba.


—Estás drogado...—dije en un hilo de voz—. Voy a llevarte al hospital, no sé cuánto has-


—Sólo estoy algo anestesiado —me interrumpió—. Ya se me pasará. Un hospital no. Quiero dormir, por favor quiero dormir —y en cuanto terminó de decir eso, un rosario de lágrimas abandonó sus ojos.


Frágil y vulnerable. Sí, como una burbuja de jabón.


—De acuerdo, no te llevaré —se relajó un poco, aunque seguía hipando de vez en cuando. 


Le quité la ropa y lo vestí con prendas más cómoda. Coloqué un cubo cerca por si quería vomitar. Al final, lo acosté en mi cama, porque claro, no iba a dormir sin él. No iba a hacer tanto drama para nada. Lo necesitaba allí para poder conciliar el sueño, aunque lo que menos hice fue dormir. Así que me acosté a su lado para vigilar sus signos vitales. Si veía que algo iba mal, lo llevaría al hospital por la fuerza. 


Él dio un respiro más profundo que los anteriores y yo estuve atento por cualquier anomalía. De repente, me miró y fue como si ya no estuviera drogado, pero lo estaba y seguía teniendo esa mirada que me incomodaba.


— Siempre me has tratado con mucha gentileza —dijo, acelerando las palabras. Sus ojos estaban fijos en los míos—. Nunca nadie me había tratado de una manera tan linda. Eres un buen chico, Franco. Siempre pensando en mí... Gracias...


Sus palabras me dejaron ido, casi embotando en sensaciones extrañas. Sentí un atisbo de gusto por su cercanía e hice lo peor que se me pudo haber ocurrido hacer: dejarme llevar. Moví las manos lo suficiente para rodear su nuca y atrayendo con simpleza su rostro, uní sus labios con los míos, sintiendo mi boca arder ante semejante contacto.


Un beso sutil e inesperado. Un beso correspondido en semejantes circunstancia.


Me separé apenas un poco, Luzbel no hablaba, sin embargo aquellos ojos se tornaron acuosos, como si quisiese echarse a llorar. En esa mirada hipnótica y hermosa, percibí una suplica silenciosa, detrás de ella se escondía una tristeza más profunda e interminable que el mismo universo.  


— No llores. Estoy aquí. No te dejaré... 


Y estaría allí mucho más tiempo del moralmente correcto, aun sabiendo que ambos éramos pasantes del tiempo que se habían encontrado y que pronto tendríamos que separarnos para continuar nuestro rumbo.


Después de todo, su cielo y el mío eran completamente distintos...


 


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