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La miserable compañía del amor. por CieloCaido

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  Capitulo 9: La senda de mis pies.


En la casa de Luzbel, todo era un poco viejo. Casa vieja. Muebles viejos. Nevera y cocina viejas. Mesas viejas. Incluso las sillas lo eran, algunas de ellas estaban tejidas con mimbre y en algunos casos el tejido se había dañado, siendo así sustituido por algún otro color que daba a la silla un aspecto pobre y desaliñado. Sin embargo, había dos cosas en su casa que no eran viejas ni mucho menos.


Una de ellas eran los colchones y las sabanas. Eran completamente nuevos y de marca de las buenas. Ya saben, era ese tipo de colchones famosos que salen tantas veces en propagandas de la televisión. Luzbel tenía de esos. Suaves y firmes, así que cuando uno se acostaba se sentía súper cómodo. Las sabanas que los cubrían también eran nuevas y siempre olían a soflan. Siempre estaban limpias.


El otro aspecto era la comida. Nunca faltaba. Ya sé que la comida no debe faltar nunca, pero entiendan una cosa: cuando se es pobre pocas veces se te da la oportunidad de algunos caprichos; comida exótica, dulces de almíbar, frutas frescas. Me refiero a ese tipo de comida que se ve en los supermercados y que uno solo aspira a tener. Pues en la nevera de Luzbel, había de todo lo que se pueda imaginar. La nevera rebosaba de cualquier tipo de carnes y frutas, de toda clase de dulces. Cada día encontraba algo nuevo.


Eso era extraño. Es decir, su sueldo era poco como para permitirse ese tipo de caprichos. Cuando analicé la situación, llegué a la conclusión de que se gastaba todo lo que ganaba en comida y sabanas nuevas. Claro, también lo gastaba en pagar luz, agua, aseo pero mayormente gastaba todo en esas dos cosas. Ni siquiera se compraba ropa nueva, esta la adquiría de segunda mano en algún lugar del mercado.


A veces, en la tarde, cuando salía del trabajo, me lo encontraba de pura pasada por el camino y siempre llevaba una bolsa pequeña o grande con productos del supermercado. Al parecer se había convertido en un hábito comprar todos los días o puede ser que ese hábito se haya convertido en una obsesión. Nunca se lo había preguntado.


—¿Y qué piensas hacer esta noche, Teruel? —alguien me preguntó, sacándome a propósito de mis pensamientos.


Levanté la vista y observé a mi interlocutor: un hombre joven, de no más de treinta años. También trabajaba como celador. También trapeaba el piso. También huyó de su casa, de sus estudios y como resultado se convirtió en esto: un bedel. Un fracasado. Igual que yo.


—Nada —respondí con monotonía y seguí trapeando el piso.


—Aquiles, Emma y yo pensamos salir esta noche. Ya sabes, a divertirnos un poco. Es viernes, el comienzo de un lindo fin de semana —Aquiles y Emma eran otros compañeros de trabajo. Aquiles era el vigilante y Emma una maestra joven. Resultaba extraño que se formase un grupo de amigos como esos. Solían incluirme en sus actividades aun cuando yo fuese tan reservado—. La otra vez la pasamos bastante bien. ¿Qué dices, te unes a nuestra travesía?


Gustavo, así se llamaba el muchacho que me hablaba, era moreno y atractivo, de sonrisa fácil y caminar rápido. Era más hablador que un loro. No me molestaba, sin embargo tendía a hacer demasiado ruido.


Medité un poco su propuesta. Hacía mucho tiempo que no iba a ningún lugar salvo a casa para dormir. Seguro que me haría bien salir un poco. No creía que a Luzbel se molestase, después de todo nunca estaba de noche en casa.


—Por supuesto —contesté sin mirarlo y sin dejar de limpiar.


Ese era mi trabajo y no pretendía interrumpirlo solo para prestarle atención. Era un desconocido algo conocido. No podría considerarle un amigo. Hacía demasiado tiempo que no los tenía. En el hospital tenía varios, pero no quería recordarlos, a ninguno. Había desterrado sus nombres de mi memoria.


Gustavo me dijo la hora y el lugar donde pretendían verse. Yo asentí sin decir nada y él se fue a buscar a alguien más social y conversador. Continué limpiando y por un momento, me detuve a mirar el suelo, allí estaba mi sombra y mi reflejo que se veía empañado por el agua. Seguro que así lucía ante los demás. Algo demasiado impersonal, desprovisto de detalles y lujos. Silencioso como esos relojes de pared que solo marcan números, esperando a que la hora pase para volver a dar su vuelta. Una rutina asfixiante de la cual jamás se lograba huir.


Finalicé mi turno y me marché sin despedirme de nadie. Me fui a pie como empecé a hacerlo desde que mi moto ruidosa dejó de hacer ruido. Al parecer era demasiado vieja para soportar más tiempo. Mis zapatos dejaron de herir a mis pies, por lo que caminar luego de un día arduo de trabajo no fue tan mortificante.


El día era tan común y corriente como aburrido, el tipo de día que sabes que nada especial va a suceder. Los carros continuaban su rumbo sin mirar a los caminantes. El tráfico aumentaba conforme subía la hora. La brisa era refrescante como una templada sombra de un árbol. Las hojas se mantenían verdes, sin dormitar ni dejarse llevar. Fue por esos caminos, de esos que son tranquilos y adornados con árboles, que lo encontré; iba caminando mucho más delante de mí y llevaba una bolsa del supermercado. Como siempre, había ido a comprar algo.


Lo alcancé en tan solo unos minutos. No porque yo fuese muy rápido, sino porque Luzbel caminaba muy lento.


—Hola Franco, ¿Qué tal tu día? —me saludó con una sonrisa tranquila, de esas que lo caracterizaban. Me fijé en sus ojos, estaban rojos y en sus parpados había señales de lágrimas. Había estado llorando.


—Me ha ido bien —respondí sin dejarme convencer por las preguntas que morían por salir de mi boca.


—Eso está bien. Sería malo que te fuera mal. Te despedirían y no podrías pagarme el alquiler —dijo serenamente, mirando el largo camino que nos esperaba para llegar a casa. No había tristeza o vacío en su voz. O si lo había, era demasiado tenue para que pudiera apreciarlo, o estaba muy bien escondido. Se restregó los ojos con una mano, quitando las últimas señales de lágrimas y sorbió por la nariz—. Cerca de aquí hay un boulevard, allí hay muchos buhoneros. Vamos a ver si conseguimos algo lindo.


Desviamos un poco el camino para llegar hasta donde él quería. Yo iba en silencio y Luzbel hablaba de todo lo que había hecho en el día. Desde que se levantó y vio la dulce salida del sol hasta haber sentido el tibio calor del café después de hacer los quehaceres de la casa. Él solía hablar bastante, no era una persona tan callada como yo. Frecuentemente pensaba que era increíble lo mucho que hablaban las personas, y las pocas cosas que decían. Pocas frases valían la pena entre tanto ruido. Sin embargo, cuando Luzbel hablaba yo prestaba atención a todo lo que decía. Cada frase valía la pena.


Observé con atención su cabello despeinado del color del sol a la primera hora de la mañana, se movía con poco ajetreo. Algunos de sus mechones se filtraron en su rostro y él se los apartó con suma calma, sin darle demasiada importancia. Sus ojos miraban el frente y oscilaban entre mi persona y el camino mientras relataba lo que había hecho ese día. Y sus labios se movían pronunciando cada palabra. A veces sonreía, otras veces no. También reía en voz alta, era una risa preciosa y saludable, como la fruta.


En ese momento, sin quererlo, pensé que Luzbel era hermoso y hacía mucho tiempo que yo no veía nada hermoso.


De repente, sin avisar nada, giró bruscamente su rostro hacía mí y se me quedó mirando con esa extraña expresión en su rostro.


—¿Sucede algo? —Luzbel había dejado de hablar. Sus ojos como de luna me traspasaron, como si yo fuera un libro que él pudiera leer.


—¿Qué estás pensando?


—¿Eh? Ah, en las cosas que tendrán los buhoneros —mentí. No podía decirle lo que realmente pensaba. Luzbel asintió pensativo y se comió una de las fresas que llevaba en la bolsa del supermercado—. Es raro que quieras ir a comprar otra cosa que no sea comida.


—¿Qué quieres decir?


—Me he percatado de que solo te gusta comprar sabanas nuevas y comida.


—Ah, lo notaste —y rió divertido por su comportamiento—. Es algo inevitable, pero como hoy es mi cumpleaños decidí comprarme algo bonito.


—¿Es tu cumpleaños? —pregunté perplejo. Luzbel se encogió de hombros—. No parece ser tu cumpleaños —me miró sin entender de qué hablaba—. Es que cuando una persona especial cumple años, se supone que el día es particular; el sol brilla más, la brisa es más templada y hasta el día es más alegre.


—Qué cosas dices, Franco —carcajeó ligeramente—. Yo no soy especial ni mucho menos. Es un día como otro. No hay porque hacer escándalo, es absurdo.


—Lo natural es comprar un pastel, cantar un cumpleaños feliz y apagar la vea, pidiendo un deseo —cavilé—. Es lo que normalmente haría.


—Así que tú pides deseos a una vela encendida... —comentó con aire distraído


Caminamos entre las personas, mirando con curiosidad cada tienda ambulante que se nos presentaba. Mayormente las tiendas pertenecían a hippies que vendían collares hechos a mano con dijes extraños. Otros vendían gorros tejidos de lana con variedad de colores. No había nada de mi interés. Nada que yo encontrara especial para regalarle. Suspiré frustrado.


—No te esfuerces tanto —oí que me dijo. Luzbel escogía entre una cadena y otra. Al final no escogió ninguna y se decidió por un pequeño reloj de arena—. Esto estará bien —le dijo al vendedor, dándole el dinero indicado.


Yo decidí comprar un par de cupcakes y nos sentamos en una de las bancas de allí, estaba un poco apartada de los vendedores ambulantes. Para entonces, eran las seis de la tarde y los demás vendedores de la noche llegaban: hombres con globos llenos de helio para venderlos a los niños, frascos con agua de jabón que hacían burbujas adorables, muñecos inflables y carritos. También llegaron heladeros y personas que alquilaban pequeñas motos y carros de juguetes para que los niños pasearan.


Saqué uno de los cupcake que había comprado y le coloqué una vela, encendiéndola con un mechero que también adquirí.


—De acuerdo, pero no cantes "cumpleaños feliz" — expuso, riendo. Miró la velita encima del cupcake e iba a apagarla.


—Para apagarla tienes que pedir un deseo —le recordé.


—Los deseos que pido nunca se han cumplido — dijo con una voz cansada que denotaba desaliento.


La vela siguió encendida por mucho tiempo, por minutos enteros que se alargaron hasta volverse intolerables. Temí que ya no quisiera apagar la vela y la dejaría consumirse hasta acabarse. El viento sopló y la llama se agitó violentamente, sin embargo, se negó a apagarse y Luzbel la observó con curiosidad. Pasado algún tiempo, sopló lentamente hasta que la llama se extinguió.


Eso era todo lo que yo podía regalarle. Le di el cupcake y saqué el otro que había comprado. Comimos en silencio.


—Realmente eres callado, demasiado reservado. Si sigues así las mujeres no te consideraran atractivo —comentó, rompiendo el silencio.


—Las mujeres me encuentran atractivo aunque lo sea —dije a modo de broma. Después de un par de meses de convivencia, me sentía un poco más libre para hablar con él. Luzbel parpadeó un segundo antes de reír abiertamente.


—No sabía que eras un engreído.


—No lo soy. Solo hay que reconocer que sí soy atractivo.


—Claro que lo eres —continuó riendo, le dio otro mordisco al cupcake y yo me quedé muy quieto.


—¿Tú piensas que soy atractivo? —él fijó su vista en mí, divertido, y luego enarcó una ceja.


—Lo eres. Si fueras un cliente seguro que más por dinero, lo haría por placer —habló sin darse cuenta de que yo estaba muy tieso en la banca por su reciente comentario. En mi mente solo resonaba la frase «Si fueras un cliente...»—. Pero si te soy sincero, prefiero a los viejos, aun con sus asquerosos estómagos redondos, pagan bien y se conforman con poco. En cambio los jóvenes piden cada obscenidad que es mejor ni pensar.


—Si yo fuera tu cliente, no te pediría nada fuera de lo común. Me gusta el sexo normal y en la cama —Luzbel pestañeó, sin encontrar palabras momentáneamente y yo sentí que me puse rojo hasta las orejas. Aquel comentario se me había escapado. Él rompió a reír y lo hizo por un buen rato.


—Eso está bien. Me gusta la gente que aprecia el sexo normal —dijo, comiéndose el último trozo de cupcake.


Sus labios tocaron la textura del dulce y eso produjo en mí una gran ansiedad por besarlo. Sus labios me distraían, me hipnotizaban. Recordé los besos que habíamos compartidos y me preguntaba si, después de todo, sería un sueño. Tampoco se lo pregunté. No tenía valor de hacerlo. Desvié la vista y miré la muchedumbre.


Y nos quedamos así, cada uno en su puesto, observando a lo lejos la multitud de personas que se acumulaban. Luego de varios minutos de silencio, se puso de pie y se estiró.


—Ya es tarde, lo mejor es que regresemos —asentí y también me puse en pie.


—¿Qué deseaste? — pregunté por decir algo.


—Hmm, pedí ser en mi siguiente vida un árbol —pestañeé sin encontrar lógica en sus palabras—. ¿Tienes idea de por qué? —su sonrisa era ladina y su pregunta sonaba a reto.


Yo medité mi respuesta. Una que estuviera a su altura y a su manera de pensar.


—Creo que es porque quieres ser como un Sauce, con un tronco solido, con raíces que se afirmen a la tierra. Con hojas que se muevan a la voluntad del viento. Un árbol hermoso. —él me miro sonriente y negó con la cabeza.


—No quiero ser un Sauce, ni tampoco un árbol con raíces firmes. Si de árbol se tratara, prefiero ser un pino o un roble. Son arboles que talan y utilizan para hacer muebles, estantes, mesas. Y así me talarían para convertirme en una bonita mesa de comedor. ¡Sería útil!


Quedé con los ojos muy abiertos por semejante idea. Nunca pensé en ser árbol y mucho menos uno al que talarían. Y desde luego, tampoco esperaba ser una mesa. Definitivamente jamás entenderé cómo piensa este chico.


—Estás de broma, ¿Cierto?


—Claro que no. Seré un árbol y me convertiré en mesa. Es mi deseo de cumpleaños.


El reflejo de las hojas verdes de los arboles en sus ojos, me hipnotizó. Él era un chico raro, extraño, su lógica no parecía tener ni pies ni cabezas. Sin embargo, su actitud removía algo muy dentro de mí, como esas piedras firmes debajo del agua que se movían a causa de la corriente y para ese momento, yo estaba dejando de remar en contra de la corriente. La corriente que me arrastraba hasta él.


—Nunca pensé en eso.


—Eso se nota. Tú piensas cosas muy diferentes.


Ignoraba si pensaba cosas muy diferentes. Hasta entonces, creía que mis pensamientos eran igual al de los demás, o al menos igual al de las personas ordinarias. Porque yo era una persona ordinaria, común y corriente que vivía su vida como lo dictaba la sociedad; complaciendo a sus padres, estudiando en la universidad, hasta tenía una bonita novia. No había nada de especial en eso. Nada.


Y suponía que tampoco había nada de especial en mi vida actual; era un bedel que trabajaba de lunes a viernes, vivía alquilando una pieza a un prostituto barato. Sentía que no existía nada de especial en eso. No hasta que lo conocí a él y supe que no era una persona ordinaria como el resto. No era opaco como los demás. Había algo en él que resplandecía, tan parecido a esas motitas de luz que brillan como diamantes en el manto azulado del mar cuando el sol sale.


Y esas motitas de luz capturaban mi atención de una manera que nunca imaginé. Era fascinante y esa fascinación también me asustaba. Pensaba cosas distintas, cosas que no se deben pensar cuando uno ve a un hombre, a un hombre prostituto. Quizás debería de alarmarme por sentir de esa forma, seguramente mis padres enloquecerían y se supone que también debería estar enloquecido y enojado conmigo mismo por sentir así. Pero no lo estaba. Si me asustaban esas emociones que repentinamente aparecían, sin embargo, no me asustaba tanto como para querer salir corriendo. Cuando fui médico aprendí a ser de mente abierta, a aceptar todo tipo de personas sin importar su religión, sus pensamientos o su orientación sexual.


Tal vez por eso no me resultaba tan caótico aceptar que un chico pudiera gustarme. Aún así seguía asustando un poco..., en ocasiones me alarmaba y reprendía porque no era un carácter que debía adoptar. No era una orientación "honorable" que un médico debía de tener. Pero entonces, recordaba que ya no era médico y por ende tampoco era el mismo de antes. Era otro Franco y ese Franco si podía aceptar que un chico prostituto pudiera gustarle.


—Antes lo has preguntado. Has preguntado en qué pensaba y yo te he mentido.


—Lo sé


—Si lo sabías, ¿Por qué no me dices qué es lo que yo pensaba?


—¿Por qué no me lo dices tú?


Caminábamos uno al lado del otro, como esas parejas románticas que van tomadas de la mano. Aunque Luzbel y yo no nos parecíamos en nada a eso.


—Pensaba en ti —tragué saliva—. Pensaba en que eras hermoso —él no dijo nada y su semblante se mantuvo tranquilo, imperturbable—. Pensaba también en que pareces alguien especial, en que me gustas.


—Estás apuntando a otro lado. Se sincero. Concéntrate —dijo e hizo un ademan quitándole importancia al asunto.


—Te quiero —dije, pero mis palabras salieron temblorosas. Luzbel negó.


—Sigues apuntando a otro lado. Inténtalo de nuevo —me detuve a pensar un minuto, cavilé en lo que él me causaba.


—Creo que estoy empezando a quererte.


Mi respuesta pareció convencerlo. Asintió lentamente. Había dado justo con lo que pensaba.


—Siempre se empieza desde cero y se avanza hasta llegar a mil. Puedes llegar hasta el infinito si quieres... Pero las emociones no poseen números así que uno debe aprender a controlarlas antes de que se desborden. No debes avanzar, no debes quererme. No es correcto —me miró seriamente—. Hoy me has regalado un pastelito y un deseo, pero me gustaría que me regalaras otra cosa. Cuando lleguemos, quisiera que me leyeras algo. Eso sería muy bonito. Es lo único que pediré de ti.


—Te leeré lo que quieras.


—Bien. Pero eso será mañana. Ahora es muy tarde y debo salir.


Yo sabía muy bien a donde iba, sin embargo, no recriminé nada. No tenía por qué hacerlo. Ese era su trabajo. Ser un sexo-servidor y yo era un simple celador. Esto era así y no cambiaría por muchos deseos que uno pidiera.


Me bañé y alisté para salir. Luzbel no me preguntó nada y aún así le dije que iba a salir con unos amigos. Se encogió de hombros y me dijo que me cuidara. También me deseó buenas noches y tras esto me marché. Supuse que "mis amigos" irían a una disco como la vez pasada y allí encontrarían con personas que tuvieran sus mismos intereses. Tal como lo pensé, así fue. Yo me mantuve reservado la mayor parte del tiempo, limitándome a responder con monosílabos. No porque fuese muy tímido, sino que sus temas no eran de mi interés.


Hacía la medianoche ya estaba más que aburrido. Había recibido un par de propuestas indecentes que, educadamente, rechacé. No tenía muchos ánimos para ir a tener sexo con cualquiera. Ni siquiera el ambiente jovial y electrizante de la disco alargaba mis ánimos.


—¿Le sirvo algo más, señor? —me preguntó el barman.


Me encontraba sentado cerca de la barra mientras observaba con aire distraído las botellas de licor. Lo miré un segundo y una pregunta se formuló en mi paladar.


—No quiero nada más —el chico asintió y limpió la mesa con un trapo de hilo. Abrí y cerré la boca como un pez dorado, no sabía si preguntar lo que iba a preguntar—. Por aquí quedan burdeles cerca, ¿Cierto? —la respuesta era afirmativa, esa zona de discos estaba en la misma cuadra que los burdeles. Pero mi interés oscilaba en otra cosa.


—Sí señor. Caminando derecho, más allá del puente, se encontrara con la zona rosa. Allí están los burdeles más concurridos.


—Ya veo. ¿Y...? —me mordí el labio y luego suspiré. El muchacho me miraba atentamente—. ¿Qué tipo de burdeles hay allí?


—¿Tipo? Bueno, la mayoría son donde habitan mujeres, solo hay un par donde hay prostitutos hombres —Listo, había llegado al punto que quería.


—Entiendo. ¿Cómo los identificaría si quisiera ir allí? —el chico me miró largamente, falto muy poco para que fuera una mirada grosera, la sostuve. Tras un minuto el joven barman me respondió.


—En ese distrito solo hay dos. Uno de ellos se llama "Placer salvaje". Tiene una pinta más elegante que la otra, tengo entendido que se presta más para bailarines y strippers. El otro es más... es más sexo que baile, supongo. Lo identificará porque tiene luces de neón rosadas con el nombre del lugar, Nueva Babilonia —no dijo más y continuo su labor de limpiar la mesa. Yo asentí levemente. Tenía la información que deseaba.


Me fui sin despedirme de nadie. Todo lo que había en mi cabeza era "Si fueras un cliente..." esas palabras resonaban una y otra vez en mi mente. Se repetían igual que un eco. "Pero yo no soy un cliente" razonaba, sin embargo, no me detenía. Miré el extenso camino que me esperaba, era una carretera larga y oscura, iluminada por neones discontinuos, bombillas, farolas en exceso alejadas unas de otras. Me encontraba un poco nervioso, podía ver sombras moviéndose en los callejones oscuros.


Los bares rebosaban respiraciones entrecortadas, murmullos y besos, pubs con música reggaetón y otros tanto con música rap.


Respiré profundo y aceleré el paso, tratando de ignorar todo aquello, y a unas cuantas proposiciones deshonestas que me dirigieron por el camino. Continúe caminando y llegué justo al lugar que me indicaron. Un local que parecía de mala muerte, con un cartel iluminado con las palabras "Nueva Babilonia", en la entrada estaba un corpulento hombretón de piel morena.


—Aquí esta "Nueva Babilonia" ¿Será que aquí trabaja? —me pregunté intrigado.


Una parte de mi, esa que deliraba, deseaba entrar en aquel lugar. Pero mi parte razonable me decía que no debía entrar. Me encontraba en una encrucijada.


Suspirando cansinamente, me fui a sentar en la orilla de la sucia acera de al frente. Detrás de mi había otro local, con música extraña y con luces de neón que tiritaban. Observé la entrada, vacilante. El hombre corpulento me miró, alzando una ceja. No le puse demasiada atención y contemplé las insignias que brillaban en neón, ¿Nueva Babilonia?


—Hace referencia a esa ciudad prostituta de la biblia —me informó una voz familiar. Ojeé detrás de mí y caí en cuenta que había una persona que se apoyaba en la pared. No distinguí mucho sus facciones—. ¿No entraras, solo miras?


—¿Marcela? —indagué confuso.


—Veo que me recuerdas, muchacho —caminó despacio hasta llegar a mí. Esta vez usaba una peluca rubia llena de ondas, una camisa de lentejuelas negras y una minifalda con medias de rejilla. Su mano estaba ocupada con una vaso lleno de algún licor, me ofreció un poco—. ¿Quieres? —iba a estirar mi mano para tomar un trago. A mitad de camino, me arrepentí.


—No, gracias —ella sonrió de medio lado, irónica.


—Estás aprendiendo, caballerito. Si yo fuera tú, tampoco confiaría en una prostituta que me ofrece un vaso de licor. —tenía una cara cínica y un rictus irónico en la sonrisa. Dio un sorbo a su bebida.


—¿Por qué estás aquí afuera? Es decir, deberías estar adentro. Junto con todos... Disculpa, no debí decir eso, no quise ofen...


—¿Ofenderme? Olvida eso, niño. Soy prostituta ¿Por qué debería ofenderme por ese cometario? Yo solo estoy tomando un poco de aire fresco. La pregunta correcta es, ¿Qué hace un caballerito como tú por estos lares tan mundanos? —me quedé callado, sin saber qué responder, ¿Por qué estaba allí? Ni yo mismo lo sabía.


—No estoy seguro.


—Claro que lo estás, pero eres tan cobarde que no te atreves a expresar tus pensamientos en voz alta —dijo como si me informara. Me incomodaba su tono de voz; acido y atrevido, sin una pizca de vergüenza o cordialidad—. Admítelo, has venido aquí por Luzbel. Quieres entrar y pagar para que realice contigo lo mismo que hace con todos sus clientes.


—No es así. Yo...


—¿Ah, no? ¿Y por qué estás aquí si no es para comprarlo por un rato? —Dio un sorbo a su bebida—. No creo que él se moleste porque lo compres. Tal vez hasta se sienta a gusto contigo. Después de todo, Luzbel da su cuerpo a quien quiera pagar por él.


—Yo no quiero eso. Nunca lo tocaría sin su permiso —Marcela levantó una comisura de la boca, componiendo una sonrisa satírica.


—Entonces sí admites que quieres tocarlo —enmudecí.


Era verdad. Quería tocarlo. Deseaba tocar más allá de sus labios y hasta entonces no me había dado cuenta. Nunca había notado esa intensidad que atenazaba mi estomago. Marcela terminó de beber y el hielo dentro del vaso de cristal hizo ruido


—Mira allí, en esa ventana con cortinas rojas —levanté la vista y dirigí mi vista donde me indicaba—. Ese es el cuarto que le han asignado a Luzbel como puta hoy. Allí es donde van todos los clientes que quieren tener sexo con él. Claro, si ellos quieren allí. Otros optan por irse a otro lugar pero la mayoría prefiere no pagar por un hotel. Justo ahora debe de estar cogiendo con un cliente. Un sujeto gordo y más viejo que matusalén, con una pija arrugada y hedionda que de seguro Luzbel debe estar chupando. Asqueroso, ¿No?


—No es verdad —dije en un hilo de voz.


—Claro que lo es. Él es un prostituto. Que nunca se te olvide eso —removió el vaso y los hielos se agitaron inquietos, como despertando de un letargo—. Ah, mira. Ha llegado.


Un carro algo ostentoso se había parado frente al local. Un hombre alto, moreno y atractivo se abajó del auto. Las canas blancas apenas se asomaban en su cabello negro como de tinta. Sus ojos grises electrizantes se fijaron en Marcela, quien le hizo un saludo con el vaso. Luego se fijó en mí y finalmente decidió entrar al burdel. Iba acompañado de un par de sujetos


—Ese es el verdugo de tu "especial" Luzbel.


—¿Verdugo? — entonces recordé la historia que él me había contado. Esa en la que un hombre de facciones elegantes y amables lo hizo entrar a un auto a cambio de dulces y lo violó. Sentí una oleada de horror y rabia al saber que quería volver a hacerle daño—. No podemos dejar que entre, ¡Le hará daño! —quise ponerme en pie y salir corriendo en su ayuda, pero Marcela me detuvo.


—Eh, quieto allí —posó su mano en mi hombro y me obligó a permanecer sentado—. Él viene por el cuerpo de Luzbel y él se lo da a cambio de dinero. Así es este negocio. Esto es lo que es él, ¿Acaso no te dije que no olvidaras que Luzbel es prostituto?


Eso era cierto. No se podía hacer nada a pesar de que mi estomago era un nudo de pavor. Permanecí sentado largo tiempo. Marcela se adentró al burdel y me quedé solo, aun así continúe allí, esperándolo.


Las jóvenes de quince y dieciséis años pasaban frente de mí, como un desfile, sin embargo, yo miraba la ventana con cortinas rojas. Esperándolo. Pasaron varios borrachos, diciendo incoherencias, no les puse atención, seguía sentado en la orilla de la acera. Esperándolo. Incluso las luces blancas del manto negro, brillaron con más intensidad, haciéndome compañía y yo continuaba allí. Esperándolo.


Lo esperé hasta que se hicieron las dos y media de la madrugada. Justo a esa hora, vi salir una silueta diminuta, su cabello dorado era escandaloso para el negro de la noche. Yo lo observé absorto, sin levantarme, estaba demasiado ensimismado. Él caminó unos pasos y luego levantó la vista, como si alguien lo hubiese llamado. Miró de derecha a izquierda y viceversa, luego miró en mi dirección y pestañeó momentáneamente.


—¿Franco? —incluso en la oscuridad me distinguía. Supuse que era porque había reconocido la forma en que yo lo observaba constantemente.


—Hola —dije nervioso.


—Hola —respondió sereno.


Me levanté y fui hasta él. Creí que me iba a preguntar por qué estaba allí o qué hacía esperándolo, pero no dijo nada de eso. Solo me evaluó con sus ojos de luna y después miró el camino.


—Caminaré hasta la avenida para tomar un taxi, ¿Vienes? —no esperó mi respuesta y continuó caminando. Yo seguí sus pasos, estaba algo decepcionado de que no preguntara nada.


—¿Estás bien?


—Sí. —Luzbel lucía algo apagado y mi corazón se estrujó con dolor. No sabía cómo ayudarlo. Caminamos en silencio. Una caminata lenta. Él se movía con cuidado, como quien tiene una herida reciente.


—¿Te duele mucho? —me atreví a preguntar con preocupación.


—Sí.


—Deberíamos ir primero a una farmacia, ya sabes, para comprar analgésicos y cremas que alivien tu dolor.


—En casa tengo todo lo que necesito —dijo sin ningún tono particular—. No es la primera vez que salgo así.


Reparé en el largo camino que nos aguardaba hasta llegar a la avenida. Nos faltaba demasiado y yo quería que ya no sintiera tanto dolor. Lo único que podía hacer era eso que pensaba, así que me incliné bastante, ofreciéndole mi espalda.


—Puedes subir. No soy tan debilucho y puedo cargarte hasta la avenida —Luzbel me miró atentamente, sin decir nada—. Es para que lleguemos más rápido, es que caminas muy lento y tengo algo de sueño —me apresuré a añadir en un atado de nervios.


Él no dijo nada y se subió. Sus brazos rodearon mi cuello y sus piernas mi cintura. Allí, justo en ese momento, podía sentirlo tan cerca. Me levanté y caminé con él a espaldas mías. Pesaba bastante, más de lo que imaginaba, más no me quejé ni un momento. Su aliento me rozaba la oreja y tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano en no pensar cosas indebidas.


—Eres siempre tan prudente...—dijo, suavemente.


Llegamos a la avenida y tomamos un taxi. Cuando llegamos a casa, él fue directo al baño. Yo sacudí la cama, ordené las sabanas y me senté en la orilla de la misma, esperándolo. Después de unos quince minutos, oí que el ruido de la regadera cesaba. Luego de cinco minutos, apareció en el umbral de la puerta, el pijama le iba grande, como un montón de tela. Por un momento pensé que se trataba de una escena de película, donde el protagonista está esperando a la novia para tener su primera noche de bodas.


—Me gustaría que leyeras para mi ahora —me informó, de hecho traía un libro en sus manos.


Yo asentí. No me molestaba leer ahora. Luzbel se acostó en la cama, dándome el libro. Encendí la lámpara y me dispuse a leer el capítulo indicado.


—¿Es un capítulo especial? —indagué curioso. Él no me miraba, se encontraba de espalda a una distancia prudente. Era así como se acostaba cada noche y yo respetaba ese espacio.


—Bastante especial —dijo sin ningún tono particular en su voz.


Observé las letras y me puse a leer aquel capítulo del cuento "El Principito" que, sin saberlo, me decía algo que yo, obstinadamente, me negaba a creer.


"Pero sucedió que el principito, después de haber andado largo rato a través de las arenas, las rocas y la nieve, al fin descubrió un camino. Y los caminos conducen todos a donde están los hombres.


—Buenos días —dijo


Era un jardín colmado de rosas.


—Buenos días —dijeron las rosas.


El principito las observó. Todas se parecían a su flor.


—¿Quiénes son ustedes? —les preguntó él, estupefacto.


—Somos rosas —dijeron las rosas.


—¡Ah! —exclamó el principito.


Y se sintió muy desdichado. Su flor le había contado que ella era la única de su especie en el universo. ¡Y he aquí que había cinco mil, todas semejantes, en un solo jardín!


«Se sentiría humillada, se dijo, si viera esto..., tosería estrepitosamente y aparentaría estar muriendo para escapar del ridículo. Y yo estaría obligado a aparentar que la protegía, pues, si no, para humillarme también a mi, ella de verdad se dejaría morir...»


Después se dijo aún: «Yo me creía rico con una flor única, y no poseo más que una rosa ordinaria. Ella y mis tres volcanes que me llegan a la rodilla, y de los cuales uno, es posible, este extinto para siempre, eso no hace de mi un gran príncipe...» Y, tendido sobre la hierba, lloró"


 

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