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Fairy Tales por Ivett

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Notas del fanfic:

Aquí traigo un nuevo fic. No se basa en ningún anime, sólo es una parodia yaoi de los cuentos clásicos que todos conocemos.

Subiré los caps los miércoles

Espero lo disfruten :D

Érase una vez, en un país de Mundo Espiral, un príncipe con una prodigiosa habilidad en el manejo de la espada, que siempre estaba pendiente de su buzón de correos, esperando mensajes de princesas que necesitaran ser rescatadas. Ese era el trabajo que se había autoimpuesto, pues decía que para ser príncipe no bastaba sólo con lucir bien ante sus súbditos.

Pero en toda la mañana no había recibido ni una sola carta, y temía que la lluvia lo empapara si se quedaba más tiempo fuera del castillo esperando al cartero. El cielo se había oscurecido y unas nubes grises amenazaban al reino con rayos y tormenta.

Se echó en el pasto luego de abrir la tapa del buzón y verificar que no habían hecho aparecer ninguna carta con magia.

El príncipe era un joven apuesto, gallardo y valiente; un caballero en el sentido estricto y elegante de la palabra, un as de la espada, el terror de los monstruos, el sueño de toda princesa… Sonrió ante la descripción de sí mismo. El príncipe tenía un concepto bastante alto de su persona y se esforzaba por mantenerlo y demostrarlo a los demás.

Su cabello rubio se regaba sobre la hierba y sus ojos azules contaban las banderas ondeantes de las torres. Suspiró, aburrido, al sentir el roce de su caballo en la mano. De seguro Rayo Veloz anhelaba una aventura tanto como él.

Ya comenzaba a arrancar el pasto de lo falto de trabajo que estaba, pensando que le daría un buen susto al cartero para que pensara dos veces la próxima vez que lo dejara esperando todo el día sin correo, cuando escuchó el estruendo de timbales y arpas al caer al suelo. Justo frente al portón del castillo pasaba la banda sonora más famosa del reino. Un grupo de cuatro chicos que tocaban desde baladas románticas en los bailes hasta música de ambiente en fugas, robos, persecuciones, e incluso habían acompañado al príncipe en la lucha contra un trasgo.

Se acercó mientras dos de los músicos se quejaban del más pequeño del grupo, en tanto otro lo defendía. Hablaría un rato con ellos para entretenerse, y si no recordaba mal, el percusionista le debía dinero.

Una vez estuvo frente a ellos, se sorprendió de la ropa que usaban. Uno vestía de árbol, otro era un arbusto de fresamora, un tercero llevaba el atuendo de un ruiseñor y al que acribillaban con reclamos ocultaba el rostro lloroso con un par de orejas de conejo. Supuso que irían camino a una presentación.

—¡No digas que son los guantes! Siempre eres así, parece que tuvieras las manos de trapo —rezongaba el arbusto con los brazos cruzados sobre el pecho.

—No lo traten así —replicó el ave—. A cualquiera le puede pasar.

—Más te vale que mi arpa esté bien, Umi —amenazó el árbol, señalando al conejo con un dedo y haciendo que un par de hojas se desprendieran de su disfraz. Dio un salto al sentir un jalón en la cabeza—. ¡Pero qué…! ¡Ah, me arrancó un pedazo!

Fulminó con la mirada al caballo blanco que masticaba un puñado de hojas de fieltro, mientras palpaba el agujero en su vestimenta.

—Más tarde te daré de comer —murmuró el príncipe mientras acariciaba el cuello del animal—. Saludos.

—Hola —respondió Ki en tono seco, apartando sus hojas del caballo.

—Buenos días, Príncipe.

—¿Cómo está?

—Aburrido —suspiró­­—. Las princesas ya no son tan imprudentes como antes —agregó sin tener en cuenta que apenas hace dos días había rescatado a una doncella de un ogro—. ¿Tienen un concierto esta tarde?

—Vamos a tocar para una película —respondió Umi, escondido tras las alas de Tori—. La estrenarán en otoño. Tiene que verla.

—Seguro —repuso, aliviado, pues él era uno de los primeros en recibir las invitaciones cuando la banda se presentaba en el foro, y ya temía ser olvidado. Aunque el cartero podría haber tenido algo en su contra ese día—  ¿Ya van de camino? ¿Les molesta si los acompaño?

El arbusto se encogió de hombros y encabezó la marcha.

—En absoluto, sería un honor para el elenco tenerlo ahí —dijo Umi luego que Ki le arrebatara el arpa de las manos, para refugiarse entre el príncipe, Tori y Rayo Veloz, a una considerable distancia de sus otros compañeros.

Cargaron los instrumentos en el caballo y recorrieron la calle de Las Flores que bordeaba el castillo. Ese era uno de los barrios más altos de la ciudad de Hanasawa. Zigzagueaba entre las innumerables mansiones de la colina, fuentes y parques, y los arbustos se asomaban a cada lado del camino, cargados de ramilletes. Las enredaderas trepaban los muros y balcones, y podían verse los estandartes de las familias nobles en lo alto de los tejados.

Hanasawa era una ciudad portuaria rodeada de bosque y mar. Las montañas se divisaban a lo lejos tan pequeñas como casas, con las crestas cubiertas de nieve. Decían leyendas que en sus valles moraban las amazonas y los gigantes, y más al norte de la cordillera habían países celestiales con criaturas misteriosas, seres inmortales y deidades que habitaban con gente común.

Pero los aventureros que se lanzaban a explorar en solitario, regresaban enfermos de soledad y vino, y no distinguían realmente lo que estaba frente a sus narices, por lo que sus vivencias eran recogidas por los bardos como historias no del todo ciertas para educar, o al menos era lo que se intentaba.

Pasaron frente a la plaza junto al arco de entrada mientras Ki afinaba su instrumento, y a medida que se adentraban en el bosque por el angosto camino de tierra que seguían los burros, más personas se asomaban a las ventanas para observarlos. Unos incluso salieron hasta la puerta para seguirlos, pensando que se trataba de algún desfile, hasta que vieron el ceño fruncido del arpista con lo que sus ánimos bajaron al subsuelo. La expresión de Ki enojado era de temer.

Se mojaron las botas al cruzar un riachuelo; y al doblar en el antiguo pozo de obsidiana, vieron a una chica con una capa roja que recogía margaritas mientras, tras un grupo de abetos, la silueta medio oculta de un lobo la vigilaba con la rapacidad de un depredador.

—¡Acción! —gritó alguien desde un árbol y en seguida apareció un hombre con la piel de un lobo cobrizo mal amarrada al cuerpo.

La chica gritó y se tropezó del susto mientras el otro le hablaba en tono zalamero.

El príncipe recorrió el claro con la mirada y vio al menos tres cámaras entre los arbustos. Eran toda una novedad en Hanasawa. Venían de los países que se encontraban en el borde mismo del mundo, donde la tecnología era innovadora, había minas de cobre como piedras en las canteras y el agua era aterradoramente dañina.

—¿Cómo se llama la película? —inquirió el príncipe en voz baja antes de detenerse tras unos pinos ante la señal del director. La cámara que tenían más cercana chirrió entre el tic-tac que hacían las ruedecillas a un costado y expulsó una voluta de vapor.

—Caperucita Roja —respondió Tori, y al instante los timbales cayeron estruendosamente del caballo delante de Umi, quien había palidecido ante la mirada de pocos amigos de Ki.

—¡Alto! —gritó el director, sentado en una improvisada litera en lo alto de un árbol. El hombre rubio los miró con frustración antes de ordenar—: ¡Se repite!

—Amárrenle las manos al conejo —masculló el arbusto y Umi agachó la cabeza, apenado.

 

*********

 

Kenji se abrochó la capa roja a la entrada de la casa y se colgó la cesta repleta de cartas al brazo. Despotricó contra las nubes, sus hermanastras y el príncipe mientras cerraba el portón a su espalda, rojo de vergüenza. Ese día no tenía previsto entregar el correo, había pensado quedarse en casa a esperar que la lluvia pasara y luego salir un rato a la calle de La Plata; lo normal que haría en su día libre. Pero a último momento habían llegado docenas de cartas, algunas para ser entregadas con urgencia, y todas tenían el mismo destinatario: el Príncipe Haruki en la calle de Las Flores.

Había pensado hacer la entrega lo más pronto posible, pero se demoró bastante buscando la única capa que tenía para luego encontrarla en el patio a medio enterrar, mientras el cúmulo de pelo blanco que era su perro danzaba alrededor de la tela verde. Y en vista que las nubes gruesas y oscuras proclamaban tormenta, no había tenido más opción que usar la capa roja que le había cedido su hermanastra Tomoe, riendo con burla. Y había preferido mil veces esa capa que la rosada de su hermana.

Se cubrió con la capucha cuando pasó ante un grupo de nobles que subían a un carruaje, y escuchó las risitas disimuladas al tiempo que apuraba el paso.

La calle del Lobo Gris era una zona bastante concurrida, pues constituía parte del centro de la ciudad. Tenía los jardines preferidos de la aristocracia para fiestas y reuniones, sastrerías de alta costura, ventas de pasteles y el foro al aire libre sobre un terraplén que daba una vista única de los tejados rojos y las calles serpenteantes de la ciudad baja, así como parte del puerto y los veleros mercantes.

Kenji gimió ante la multitud que pasaba con sombrillas y el tropel de carros que subía y bajaba por el empedrado, mientras cruzaba la plaza con el monumento al guardián lobo. ¡Aclamada fuera su suerte! Tan sólo esperaba que los “urgente” rotulados en grandes letras de tinta negra no se trataran de declaraciones de amor.

Esperó el carro comunitario bajo el arco dorado junto a un par de nobles cargados con cestas que le dirigían miradas curiosas, en tanto Kenji intentaba disimular los bordes de encaje. Hubiera preferido ir hasta el castillo por el sendero del bosque, pero bordeaba toda la parte alta de la ciudad, además de los ladrones que esperaban a los caminantes desprevenidos. Por esa razón sólo los burros salvajes deambulaban por esos caminos.

Cuando las primeras gotas empezaron a caer, Kenji se resignó a mojarse y andar a pie. Los carros usualmente no salían durante la lluvia. Y aunque la mayoría de la gente comenzaba a refugiarse en la calidez de sus hogares, no faltaban los curiosos asomados a las ventanas que se dedicaban a criticar a quien pasara frente a su calle. Y Kenji no quería estar en boca de nadie  por pasearse enfundado en una capa de mujer, por lo que optó en buscar un atajo entre las callejuela menos transitadas.

Corría de casa en casa para refugiarse bajo los aleros, cuando vio en una tienda de pasteles a una chica con una capa roja idéntica a la suya, completamente empapada y con las botas llenas de lodo junto a un hombre que, sin duda alguna, quería parecerse a un lobo. Eso lo extrañó. Que recordara no había ningún baile de disfraces ni se presentarían obras en el foro. Tampoco había escuchado que llegara el circo. Se encogió de hombros, preparándose luego para llegar al callejón más cercano, cuando, antes de dar el primer paso, una mano lo haló desde unos arbustos.

Kenji trastabilló y algunas cartas salieron de la cesta y terminaron en el suelo mojado.

—¡Oh, no! ¿Pero qué…? —Calló al instante al ver la criatura frente a sus ojos. Definitivamente no se trataba de un disfraz, ninguno podía ser tan perfecto. Las orejas postizas no se movían con esa naturalidad, y mucho menos una cola falsa de piel.

El lobo le dirigió una sonrisa zalamera y se inclinó un poco hacia Kenji. Tenía el cabello gris y desordenado y una expresión ávida en los ojos oscuros. Una ligera bufanda azul se enrollaba en su cuello y la cola a su espalda se agitaba de un lado a otro, inquieta.

—Hola —saludó suavizando su voz hasta hacerla poco menos áspera que un gruñido—, tú debes ser Akai, ¿cierto? La linda Caperucita Roja.

Kenji frunció el ceño, ofendido. Una cosa era que lo miraran raro por no usar la prenda masculina que debiera, pero otra muy distinta era que lo confundieran con una mujer. A pesar que la capa era amplia y cubría casi por completo los pantalones, tenía rostro de hombre. O eso pensaba, pues a la tierna edad de diecisiete años se parecía bastante a su hermana gemela. Y ella sí que tenía facciones delicadas.

—No, me confundes con otra persona. Lo siento, pero tengo que irme.

Se disponía a dar media vuelta para regresar a la calle, pero la garra del lobo se cerró en su hombro.

—Espera, estoy seguro que eres Caperucita. No te confundiría con nadie más.

—Ya te dije que no —respondió el chico con brusquedad—. Soy Kenji, no Caperucita.

El lobo lo miró desconfiado aún sin soltarlo y Kenji se exasperó al pensar que se mojaba sin razón. Estaban a pocos pasos de la entrada del sendero por el bosque, flanqueado por arbustos de mora.

—¿Entonces no vas a casa de la bruja Yuuko? —inquirió la bestia con un dejo de escepticismo en la voz.  

—Por supuesto que no —se extrañó Kenji—. Todo el mundo sabe que no le gustan las visitas.

El lobo se quedó pensativo. Estaba seguro que en el claro, cerca del pozo, habían dicho que Caperucita iría a casa de la bruja pues estaba enferma y la niña le llevaría comida. Algo un poco extraño, ya que Yuuko podía curarse con su magia en un instante. Había pensado en esperarla en la cabaña, pero cuando la vio alejarse con un hombre rumbo a la ciudad, no lo pensó dos veces y se apresuró a seguirla. Aunque con tanta gente tuvo que esconderse entre los árboles y casi la pierde de vista.

Por suerte pudo encontrarla. Y esta vez, sola.

—¿Y a dónde vas? —señaló la cesta medio empapada de Kenji.

—Al castillo del príncipe, tengo que entregarle unas cartas. —Cubrió la cesta con la capa, pues lo que menos quería era llegar al castillo y descubrir que todas las cartas estaban arruinadas—. Si no te molesta, tengo prisa. —Hizo ademán de irse pero el lobo lo retuvo.

—Yo conozco un atajo, ¿sabes? Llegarías mucho más rápido y no te mojarías tanto.

La sonrisa del lobo lo alarmó un poco, y Kenji preguntó sólo para seguirle la corriente:

—¿En serio?

—Seguro. Es justo por el bosque. —Lo haló con suavidad hacia los árboles—. A mitad del sendero hay una bifurcación que casi nadie conoce. Es un camino muy corto.

—Pero es peligroso —dudó Kenji, que reprimió un escalofrío ante la mirada rapaz del lobo.

—No hay problema, yo puedo ir contigo. Nadie te atacará, y si te guío, ten por seguro que no te perderás.

Lo tomó por los hombros y lo hizo andar hacia el camino de tierra, ignorando los balbuceos de Kenji.

Los árboles formaban un toldo de ramas que los protegían casi por completo de la lluvia y daba la impresión de que caminaban por un túnel que parecía no acabar.

Con cada paso que daban, Kenji se sentía más nervioso. Un hormigueo recorría su estómago mientras una vocecita en su cabeza le gritaba, alarmada, que debía soltarse del lobo y salir corriendo. El chico negó mentalmente. Eso no serviría de nada, la bestia podría atraparlo de nuevo antes de pensar siquiera en un plan; era bien conocido que los lobos eran más rápidos que las personas.

Así que para distraerlo de las mil y un maneras de comérselo que de seguro estaban pasando por su mente, Kenji dijo:

—Bueno, ya que sabes mi nombre, también debería conocer el tuyo. Tú sabes, para entrar en confianza.

El lobo dudó un instante, como si intentara recordar.

—Okami.

—Y eh… ¿vives cerca de aquí?

—En el bosque por supuesto. ¿En qué otro lugar viviría un lobo?

Las garras de Okami sujetaban los hombros del chico con amabilidad, como si sólo pretendiera guiarlo, aunque de manera autoritaria. Quizá era la manera que tenía para no alarmar a sus víctimas. Pero el que lo mirara de reojo y se relamiera los labios cada tanto, le ponían los pelos de punta a Kenji.

Cerca del final del túnel, los árboles crecían más separados y había más espacio por donde se colara la lluvia.

Llegaron a un claro en el que Kenji no recordaba haber estado nunca. El lugar más cercano al bosque al que había llegado solo era el pozo de obsidiana, pero desde donde estaba, junto al lobo, no podía verlo por ninguna parte.

—¡Apúrate, es por aquí! —urgió Okami, halándolo hacia el sendero de la derecha.

—¿Seguro que sabes cómo llegar al castillo?

—¡Por supuesto! He ido miles de veces. —El lobo le dirigió una mirada que provocó un escalofrío violento en Kenji—. El agua está helada. Si nos apuramos, llegaremos antes de que te resfríes.

El chico tragó grueso al darse cuenta que no podría librarse, además que se adentraban en un bosque más sombrío y desconocido.

Ya empezaba a entrar en pánico cuando su mente se iluminó con una idea. Quizá no fuera lo más indicado, pero de algo ayudaría. Ya para encontrar en camino de vuelta al túnel si por alguna milagrosa razón pudiera escaparse de él, o para que alguien lo viera y fuera en su rescate.

Deslizó la mano en la cesta y dejó caer una de las cartas en el sendero lodoso. Cada pocos pasos hacía lo mismo, cuidando que el lobo no se percatara de nada. Tan sólo esperaba que hubiera alguien con tan poco sentido común como para adentrarse en el bosque en un día lluvioso y encontrarse con su rastro de cartas.

 

********

 

El príncipe Haruki maldijo su suerte por tercera vez desde que empezara la tormenta. Habían pasado casi una hora resguardados en la tienda del camarógrafo sin hacer nada más que mirarse los rostros. Maldijo la lluvia, los lloriqueos de Umi (que poco faltaba para que lo volvieran loco) y por sobre todo, al cartero. No había tenido un día tan aburrido en meses, y todo se debía a la puntualidad con que entregaban su correo. El cielo debía estar castigándolo por algún pecado que no recordaba.

Lanzó un largo suspiro y se dejó caer en el suelo de la tienda, cual saco de heno.

—La cámara se descompuso —murmuró uno de los camarógrafos.

Todos se volvieron al hombre, quien, según el príncipe, no parecía preocupado. Sólo miraba con seriedad al director, que parecía a punto de echar humo por las orejas.

—Deberíamos irnos —apuntó Ki con fastidio. Aún goteaba agua de las hojas de su disfraz—. Debe faltar mucho para que termine la tormenta, y antes que nos demos cuenta será de noche.

Tori y Midori asintieron. Umi ni siquiera se atrevió a hablar.

—Hagan lo que quieran —dijo el director con un gesto de la mano que dio a entender que le importaba muy poco si se ahogaban en la lluvia.

—En ese caso —dijo el príncipe, levantándose—, yo también me marcho.

Otro gesto de despedida por parte del director mientras se inclinaba sobre la cámara junto al hombre de la mirada seria para ver qué podían hacer por la máquina.

Cargaron los instrumentos sobre Rayo Veloz y los cubrieron con el disfraz de Tori a falta de lona. Llegarían juntos hasta el pozo de obsidiana y de ahí cada quien seguiría su camino.

—Umi, por lo que más quieras, no te acerques al caballo —amenazó Ki en tono venenoso.

El príncipe sintió lástima por el chico, pero pronto se olvidó de él cuando empezaron a empaparse. La lluvia caía a cántaros bajo un cielo sombrío y no había indicios de que fuese a escampar pronto.

Seguían una marcha lenta, casi sin poder ver más allá de un metro. Haruki empezó a despotricar contra todo de nuevo; Midori se abrazaba el cuerpo, intentando darse calor con el traje de arbusto; Umi caminaba mirando el suelo para no mojarse el rostro y se sujetaba del hombro de Tori. Ki, mientras, fulminaba todo con la mirada.

Después de más de unos cuantos minutos caminando, Umi se aventuró a decir:

—Estamos caminando en círculos.

Todos se volvieron a él con el ceño fruncido.

—¿Q-qué? —tiritó Midori.

—¿A qué te refieres? —dijo Tori.

—¿Por qué lo dices? —inquirió el príncipe.

Ki sólo lo miró.

—Bue-bueno —empezó nervioso—, hay unos papeles un poco más atrás, en el lodo. Los hemos pasado como tres veces.

Tori puso los ojos en blanco.

—¿Por qué no lo habías dicho antes? —masculló el príncipe, regresando hacia donde señalaba el chico. Se detuvo ante un montón de sobres pisoteados y, desde allí, intentó ver más allá de la cortina de agua, pero la verdad es que no sabía dónde estaba. Probablemente ninguno tenía idea.

Estaban rodeados de árboles y zarzas, todos iguales, creciendo muy juntos. Ni siquiera el sendero se distinguía, pues el lodo se regaba en todas direcciones.

Una brisa helada voló el disfraz de ruiseñor y los instrumentos quedaron expuestos.

—¡No! —gritó Ki y se abalanzó sobre el caballo, dispuesto a proteger el arpa con su cuerpo. Tori se apresuró a ayudarlo—. ¡Las cuerdas, que no se mojen!

El príncipe se inclinó a recoger el disfraz, sucio de barro, cuando distinguió la palabra “urgente” en grandes letras de tinta negra en uno de los sobres. Lo cogió, olvidándose del traje, y se sorprendió al leer su propia dirección como destino.

¡Eran sus cartas! Toda su correspondencia debía estar tirada por el bosque.

—¡El traje, rápido, rápido! —vociferaba Ki.

Haruki no se dio cuenta cuando Umi lo tomó del suelo. En su mente una idea muy macabra iba tomando forma.

—¿P-príncipe, se encuentra bien? —preguntó Midori, muerto de frío, al notar que Haruki se había puesto serio de pronto.

—Algo se comió al cartero.

A Umi lo recorrió un escalofrío tal que no sostuvo bien las correas y el disfraz se fue abajo de nuevo junto con los timbales. Ni siquiera Ki rezongó, sólo mantuvo la mirada fija sobre la carta que sostenía el príncipe.

—¿Es correo de hoy? —inquirió Tori.

Haruki asintió luego de leer la fecha.

El tiempo pareció paralizarse un instante, donde la lluvia, el frío y los instrumentos ocuparon un segundo plano (al menos unos segundos para Ki), y lo único que cruzaba por sus mentes era que ojalá la criatura devora humanos se llenara con el cartero.

De pronto se escuchó un grito agudo que los dejó helados. Umi gritó, Rayo Veloz se encabritó y el príncipe sacó su espada. Una figura encapuchada salió de entre los árboles y chocó contra el caballo. El mango de la guitarra atravesó un tambor y dos cuerdas del arpa se rompieron. Todo se llenó de lodo al caer.

Rayo Veloz relinchó y tres de los músicos se tiraron al suelo.

El príncipe escuchó un gruñido entre los arbustos y se volvió, al tiempo que un lobo gris se abalanzaba sobre la encapuchada. Lo apartó de un empujón y dio un tajo a la criatura, pero sólo logró rasgarle la bufanda azul. El pelo del lomo lo tenía erizado y Haruki se dio cuenta, aún a través de la lluvia, que no perdía de vista a la chica de rojo.

El lobo gruñó y embistió el flanco izquierdo del príncipe, esquivó la estocada y se lanzó hacia el grupo de músicos. Tori abanicó la guitarra frente a la bestia, que sólo buscaba la capa roja.

—Caperucita —canturreó en un áspero gruñido—, sólo quiero jugar contigo. Déjame probarte.

La chica se parapetó tras el grupo, intentando quitarse la capa con manos temblorosas.

—Ven, linda Caperucita.

El príncipe se giró para atacar de nuevo, pero resbaló en el lodo. Estiró el brazo y golpeó la pata trasera del lobo, quien dio un salto y miró al hombre de reojo. Se preparó para embestir a Caperucita, pero Haruki se arrastró por el barro y le dio un tajo en el costado.

La bestia aulló y retrocedió, gruñendo y mirando con furia, al tiempo que el príncipe se incorporaba. Pero antes que pudiera golpearlo en la nuca, el lobo saltó y se perdió entre las zarzas.

Haruki estuvo a punto de seguirlo, pero no vio a Rayo Veloz por ningún lado, así que envainó la espada enlodada y se dirigió a la chica que acababa de salvar. Era un revoltijo de lodo y ropa rasgada, y tenía la capa mojada muy pegada al cuerpo. Se aferraba a los hombros de Tori, quien aún sujetaba la guitarra con manos temblorosa.

—¿Eres la Caperucita de la película? —preguntó Midori en tanto Ki abrazaba con dolor su arpa rota.

—¡No! El lobo se confundió, no soy ninguna Caperucita.

Se bajó la capucha y dejó ver un enmarañado pelo castaño, corto y mojado, que caía sobre una frente enlodada y un ceño fruncido. A pesar de las suaves facciones, no se confundiría con una mujer.

—¡Eres un chico! —exclamó el príncipe con los ojos muy abiertos. Estuvo a punto de tomarle la mano, pero retiró el brazo como si se hubiese quemado. ¡Y pensar que segundo atrás creía haber salvado a una doncella!

—¡Sí, lo soy! —enfatizó—. Pero gracias…

—¡Perfecto! —gritó alguien desde los árboles.

Todos se voltearon al ver a un hombre correr hacia ellos. El cabello rubio se asomaba bajo la capucha oscura.

—¡Perfecto, cuánta emoción! —exclamaba el director, chapoteando barro en cada salto que daba para estrechar la mano del príncipe y los músicos. Un poco más rezagado, bajo el refugio de un árbol, el hombre de la mirada seria sostenía la cámara envuelta en la tela de la tienda—. Aunque lamento que… ¿Eh? —Se detuvo al tomar la mano de Kenji—. Tú no eres mi Caperucita, ¿quién eres?

—No, yo soy un chico.

Levantó el brazo para aplacarse un poco el cabello y el príncipe se dio cuenta que tenía una cesta, de la cual caían sobres al suelo.

—¡Eres el cartero! —lo acusó.

—Cartero, ¿eh? Mitzukuni —llamó el director. De inmediato el camarógrafo estuvo a su lado—. Envía una carta a la bruja Yuuko, dile que su escena en la película fue cortada. Que disculpe las molestias. Ya sabes, hazlo con tacto.

El príncipe aún miraba a Kenji con la mandíbula desencajada, mientras los músicos lloraban sus instrumentos. ¡Tenía que ser el cartero! 

Notas finales:

Saludos n.n


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