Fue una noche de primavera preñada de calidez, henchida por la luz pálida del cielo estrellado y aroma a jazmín. Ella, insistía e insistía en abandonar por unas horas la tranquila paz del campo, ir a divertirse a la ciudad atestada de ruidos y calor humano. Yo, al ver aquella brillante sonrisa en sus labios sonrosados no me pude negar...
Mucho más hermosa que la noche estrellada, infinitamente más dulce que el olor tenue de las flores. Así me parecía su imagen recortada contra la claridad nocturna, mientras conducía sobre carreteras desiertas en pos de la urbe perfilada pocos kilómetros frente a sus ojos radiantes de emoción.
Alcé la mirada topándome con el reflejo claro que me dedicaba el retrovisor. Vi mis labios rojos por el carmín sonreírle como respuesta a algún comentario; quizá una pequeña palabra cariñosa, de esas que tanto abundaron aquella ocasión; pero a las que mi mente renuncia temerosa ocultándolas incluso al recuerdo.
¿Cuántos minutos consumió ese pequeño silencio creado tan repentinamente en el interior del cálido coche?, uno quedo y carente de incomodidad. Nunca lo supe, jamás lo sabré, si bien, al buscar sus ojos oscuros mi corazón quiso morir por volver a ver la expresión triste que me carcomía y la consumía desde hacía ya tantos días, semanas extrañas, difíciles para ambas, pues el abismo que nos separaba creía, profundizándose sin remisión.