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Eine Kleine por Dragon made of Fullmetal

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EINE KLEINE

―fragmentos de una vida―

VI

| CICATRICES |

«Si hay amor, las cicatrices de la viruela son bellas como hoyuelos».

Proverbio japonés.

XXX

Cinco años al lado de Alphonse han significado días colmados de tranquilidad, de luz que acaricia la retina y de yacer a salvo en el espacio sagrado de sus brazos, días y semanas y meses que Roy nunca podría enumerar sin que sus propias lágrimas felices le impidan ver con claridad.

La magia, no obstante, de esa noche en particular se consagró al instante: en una suerte de golpe carente de dolor, a Roy lo asestó la seguridad de que ya no existían razones algunas para temerle a la soledad, a lo descolorido y a fríos espacios sin rellenar; sentir con libertad, sin vergüenza ni consecuencias algunas, estaba finalmente al alcance de sus dedos.

La caricia de sus labios que de mil abismos lo salvaron.

Alphonse le hacía el amor durante una noche lluviosa, de ráfagas y serenidad. Los ocasionales truenos, vibrantes en la piel desnuda, actuaban de trasfondo a los gemidos dispersos en el aire e iluminaban con magia los contornos del cuerpo de Alphonse. Cada vez que un relampagueo de luz le permitía apreciar su figura, la desesperación de Roy por sentirle se volvía más aguda.

No existía otra tortura que estuviese a la altura.

Y entre más lo observa, oh, la convicción de Roy tan sólo aumenta, acelerando la velocidad de los pensamientos en su cabeza: cada ocasión la mente de Mustang recorría el mismo camino.

Cuando Alphonse se encontraba en desnudez, cuando éste se desvestía o cambiaba de atuendo o hacía cualquier cosa que diera pie al más mínimo exponer de su piel, los kilómetros de suavidad que envolvían su ser despedían luz, colores, música que daba respuesta a preguntas desesperadas.

Roy lo sabía: algún día no muy lejano, sus manos arderían en llamas por el hecho de que se atrevía a tocar a Alphonse.

En la balanza en cuyos extremos yacían ellos dos, existían cicatrices adquiridas a lo largo de una vida en comparación a una piel-lienzo que, mientras su dueño viviese, nunca se mancharía. El rozar de dos cosas que no estaban destinadas a tocarse.

Las marcas en la piel de Roy Mustang tenían autoridad propia, contaban historias de mil cosas que pudo haber obrado mejor y de aquello sobre lo que no tuvo control alguno.

Y del mismo modo en que Alphonse era el ángel de la relación, su cuerpo era perfecto, superior, iba más allá de lo que jamás podría ser descrito por un experto en versos. Su cuerpo era lo único que en instantes inspirados hacía nacer en Roy el delirio de que una deidad suprema podría ser una posibilidad, acaso en un plano existencial que los superaba: porque sólo dedos divinos serían capaces de darle forma a él.

En el exterior de sus cavilaciones, Alphonse alcanzó un punto delirante de profundidad en su cuerpo. En respuesta, Roy lloró sin derramar lágrimas algunas, bramó con los labios sellados y sintió que Alphonse se introducía hasta el núcleo de lo que era: sintió que Alphonse le hacía el amor a su misma esencia.

Roy miró la forma en que la luz momentánea de un rayo lo iluminó: su corto cabello, sedoso y desordenado cual oro despuntado, le rogaba ser acariciado y sus ojos dorados eran los dos péndulos que guiaban los pasos de Roy.

Esto era la dicha.

El placer, sin embargo, pasó a segundo plano, pues sus pensamientos eran la daga venenosa que se auto-clavada en los más felices instantes: ¿era Roy Mustang el hombre digno de amarle? ¿Era su agrietada piel merecedora de envolverle en brazos y rehusarse a soltarle?

¿Y si algún día lo arruinaba?

¿Y si algún día lo arrastraba al mundano nivel que Roy habitaba?

¿Y si...?

Los labios de Roy temblaron. Un parpadeo después, Alphonse descendió su rostro: lo besó con el cuidado de quien toca una cautivadora mariposa.

Un consuelo para un corazón necesitado.

Tocarlo y ser tocado por él era un regalo, ningún otro que el equivalente exacto de un hombre que, tras décadas de vivir en el más cruel encierro, recupera su libertad sin haber dejado de sentir esperanza ni por un día, de pie y con los brazos extendidos bajo la lluvia. El sentir se repetía cada que la espalda de Roy caía contra la cama.

Pero entonces lo innegable salía a la luz, tan claro, tan reluciente como la tonalidad de la espalda en la que yacían las alas de Alphonse: sus manos asesinas nunca iban a merecer acariciar esa piel, pues no harían más que mancharle de un rojo coagulado.

Roy era inferior, en todo y en cualquier sentido, a la inmensidad de deidad de aquel que lo acompañaba en cama.

A pesar de las voces que en cada ocasión conseguían hacerle sangrar, cuán fácil fue sentirlo verdad... Cuánta honestidad imperó en la escena, en el momento, en las cuatro paredes del dormitorio que los encerraban. Honestidad, sí, así era, pues los labios de Alphonse jamás serían capaces de expresar algo que no fuese realidad ante su mirada dorada.

Aquella fue una noche sin igual que pareció no tener final: en el centro de la cama, transcurridos unos segundos de haberse perdido en la neblina para después reencontrarse en la cima, Alphonse permaneció sentado sobre su cuerpo, sus pieles ardiendo ante lo realizado hace algunos instantes. Roy acariciaba sus caderas, le alaba con el color oscuro de sus ojos.

No pudo entender la razón, pero lo recordó, juro verlo escrito y firmado en el aire, aquel arcaico pedazo de poesía que había leído en su juventud, en los tiempos en que sus manos no goteaban pecados. En su mente se encendió, pues los sentimientos del autor era un reflejo exacto, eran los propios latidos del corazón de Roy transmutados en palabras. Un canto al dorado:

Porque cuando en ti me encuentro le hago el amor al mundo entero ―recitó. Su pecho estaba expuesto, vibrante, abierto de un modo en que ante ningún otro ser lo estaría. Continuó―: entre el ayer y las lágrimas que pronto fluirán, ¿qué hay por decir ya, si de tus poros brotó la esencia de la felicidad...?

Oscuridad, silencio, calma.

Con los ojos expandidos, Alphonse se quedó sin aliento, se estremeció para luego adoptar la inmovilidad de una fotografía. Sonrió, oh, con conmovedor esplendor y una lágrima dulce descendió por su mejilla derecha cuando Roy elevó una mano que lo acarició.

Así, sin más, Alphonse descendió su rostro. Alphonse lo besó. Alphonse unió sus frentes, dejó salir un suspiro, sus manos fueron a parar a las mejillas de Roy. Alphonse lo estaba sanando con muy poco. Incapaz de frenarlo, el mayor sintió cómo su espalda se arqueaba ligeramente contra el colchón.

Un trueno retumbó en el cielo, gotas de lluvia y Alphonse habló:

― ¿Crees que no sé lo que piensas? ―murmuró Alphonse. Manos sagradas trazaban los músculos de su abdomen y Roy se moría: nacía una vez más levantándose de cenizas que aun ardían. Lo que Alphonse le decía, no obstante, capturó toda su atención―. Tus ojos... tus hermosos ojos son tan fáciles de leer, Roy. Lo veo todo ―la emoción apretaba su garganta―. Tú me adoras demasiado: más de lo que deberías y no entiendo cómo puedes hacerlo hasta ese nivel. No entiendo ―susurró. Y el cielo, el Infierno mismo pareció desatarse en el reducido espacio entre sus cuerpos: Alphonse se mecía, adelante, atrás y después volviendo a empezar. Con manos temblorosas, Roy enterró sus dedos en las caderas de Alphonse. Sus ojos, entonces, se encontraron: transparencia. ¿Qué acaso no entendía, Alphonse, que ni el paso de mil años obrarían un cambio en su adorar por él?―. ¿Crees que tu cuerpo no me parece hermoso también?

Silencio: la única respuesta en la que Roy pudo pensar. La electricidad le recorría entero, azotaba su cuerpo, dejándole al borde de nada más que tragar saliva.

«Desnudez» es un término que puede definirse de múltiples maneras, mas el tipo de desviste que deja el alma expuesta es el más estremecedor: ¿qué tanto podía ver Alphonse reflejado en sus ojos...?

Cuánto lo amaba Roy, más que a sí mismo u a la vida.

Alphonse, tras sus palabras, se incorpora sobre la cama. El mayor gruñó en desaprobación cuando la piel de Alphonse se separó de la suya y, de repente, todo pareció transcurrir a la velocidad de un sueño: Alphonse descendió por su cuerpo con gracia digna de una bailarina. Roy enloqueció por completo, arqueándose contra la cama, al sentir la respiración de Alphonse acariciar su vientre y es que nada, ni siquiera años de anticipación, podrían prepararle para lo que Alphonse hace a continuación: una criatura dulce, angelical, etérea, besó tiernamente la enorme cicatriz rojiza, una telaraña de pecados entretejidos, que cubre la región baja de su torso.

La prueba de que la inmortalidad pasajera de un homúnculo no es rival ante el fuego que proviene de un corazón en luto.

―Te amo. A ti y a todas tus cicatrices.

Roy sintió que todo mutaba, se limpiaba, resplandecía: sintió que ambos se elevaban de la cama. Roy lo miraba sin saber qué decir o pensar o sentir. Sólo que sí sabía qué habitaba en él, sí: pero no había manera humana de darle forma, concepto o método de expresión a todo el amor que sentía. Alphonse pareció saberlo de alguna manera, pues esbozó una sonrisa de dolorosa perfección y, esta vez, son los propios ojos de Roy los que nadan en un mar de sentimientos.

Años, décadas incluso, vivió con un peso sobre sus hombros conformado por un sinfín de cosas que le otorgaban una humanidad que él nunca se reconocería: inseguridad, temores, apatía, rencor, dolor, desesperanza.

Anhelo silencioso por algo de color en su vida.

Y sencillo ha sido aquello que le significó la solución a todo y a más y a lo que le sigue, a cosas que aún no se han alzado sobre su vida: bastaba con que fuesen los labios de su ángel haciéndole el amor a su piel. Bastaba con que fuese él, ningún otro, quien entrase en su vida.

Esto era la felicidad. A salvo estaba: estará.

―Gracias...

La oscuridad predominante casi puede delinearse con los dedos, pero su figura es inconfundible: apoyado sobre sus manos cual ángel clavado en el cielo, Alphonse sonríe, con el dorado brillante de sus ojos asemejando estrellas en el cielo y los propios ojos negros de Roy resplandecen al verlo.

¿Cómo vivir sin el otro?

Elevando una mano que, poco a poco, se volvía más digna de tocarlo, Roy acarició a su ángel.

Sentires complejos, abrazadores y que nunca antes había experimentado hasta ese límite burbujeaban en su garganta: Roy deseó abrir su pecho y extirparse el corazón si, al hacerlo, podía recuperar el control de su propia humanidad. No lo hizo: pues sentir equivalía a estar vivo. En su lugar, su corazón inspeccionó al ser que se alzaba sobre él, detuvo su latir, perdió la razón por la felicidad.

El corazón de Roy Mustang se abrió:

―Sin ti no hay vida en mí.

Lluvia tanto dentro como fuera: una lágrima, azucarada y feliz, impacta contra la mejilla izquierda de Roy, una lluvia bajo la que Mustang se siente completo y en paz con el mundo.

Como si ya resultase insoportable el no tocarse, Alphonse se derrite sobre el hueco de su cuello, lo devora entero sin provocarle dolor alguno a Roy, da formas nuevas al cuerpo bajo el suyo, uno que ante sus ojos dorados no lo necesita, pues ya es perfecto en toda su extensión: nunca antes existió un acto más honesto, más conmovedor, que el de aquellos dos seres al volverse uno.

Anulado, Roy se deja amar por él; mas logra prometer, con cada parte del corazón y con titánica determinación, que llegará un día en que sea Alphonse lo único que habite en su mente en los instantes en que hagan el amor, no inseguridades físicas que ninguna razón tienen para existir.

Porque las cicatrices, desde cualquier ángulo, no representan más que superficialidad: el amor, por el contrario, existe desde antes que ellos nacieran.

Éste lo es todo en sus actuales vidas: ¿qué más podía importar?

XXX

Notas finales:

♥ ¡Muchísimas gracias por leer! ♥

 


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