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Yo, pecador por GinebraWilde

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YO, PECADOR


Capitulo II: Sacrilegios.

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El traslado desde Aix-en-Provence hasta Arles lo había sumergido en el más profundo de los fastidios. El magistrado era del tipo de persona que no duerme en los viajes, y esto lo hacía por convicción, pues cabecear en los vehículos le parecía de lo más prosaico; sin embargo, hacerlo en esta ocasión le hubiese sentado bien, pues tenía un fuerte dolor de cabeza y pensamientos inútiles martillaban su cabeza. Se sentía mortificado desde que Shaka le hiciera esa pregunta.

El coche se estacionó frente al sombrío castillo del Conde. El viento soplaba, bamboleando el ramaje de los árboles circundantes a la enorme propiedad, y la luna lo bañaba todo con su plateada luz, dándole al paisaje un sórdido encanto. Camus bajó del carruaje y le dijo algo en provenzal al cochero; éste agradeció e hizo un gesto cortés.

Mientras caminaba dirigiéndose al vetusto baluarte, sentía desvanecer sus anteriores congojas al tiempo que un nuevo malestar se apoderaba de él: No le agradaba ni un poco volver a ver al Conde de Arles.

Guardaba una seguidilla de malos recuerdos sobre él, algunos inconfesables: Todo se inició en sus épocas colegiales en el Louis-le-Grand de París, donde Jean-Sebastien-Saga, Conde de Arles y él eran compañeros de clases. En esos tiempos, Saga ya había demostrado un comportamiento reprobable, además de una insoportable actitud de noble presuntuoso; no obstante, lo que más le repugnaba de él era su actual comportamiento desenfrenado y licencioso. Así, entre el pueblo y sus detractores, se ganó el epíteto de “El Conde Depravado”. Dio un suspiro antes de entrar al castillo: Ésta iría a ser una noche larga y soporífera.

Subió por las escaleras guiado por un lacayo, y fue conducido por largos pasadizos hasta llegar al improvisado teatrín que el noble mandó armar dentro de su recinto. Cuando entró, se sentó en una de las butacas posteriores, tratando de no llamar la atención.El Señor Presidente fue el último en llegar.

Era notorio que había mucha expectativa por  ver la nueva locura del Conde. Lo supo por la algazara y la impaciencia del público, que a lo más contaba con una veintena de hombres (la mayoría, ilustres calaveras y nobles libertinos).  Entre estos, Don Shura Xavier Balaguer y Oviedo, un hidalgo español, y el Conde Hans Christian von Rosen, el bello afeminado sueco al que sus allegados llamaban “Aphrodite”; les acompañaba aquel siniestro florentino apodado Thanatos. Estaban sentados en primera fila, hablando y riendo en voz alta.

Camus alcanzó a oír su conversación: Comentaban acerca de aquellas obscenas novelas que estaban escandalizando a todo el reino. Camus las había ignorado, no obstante, por los comentarios que sin querer había escuchado, podía ya imaginar el grado de perversión de su contenido. Nadie sabía quién era el autor; éste firmaba simplemente con el seudónimo de “Pólux”. De saberse su nombre, hacía tiempo que hubiera tenido que hacer frente a graves acusaciones y animadversiones de gente poderosa.

Despertó de sus cavilaciones al ver al Conde presentarse en el escenario, vestido de quitón y clámide. Las ideas del Conde eran así de extravagantes: Ponía en escena despreciables piezas teatrales que se traían abajo maravillosos mitos griegos.

Luego de que el Conde dijera algo que Camus no se esforzó en oír, el público aplaudió a rabiar. Este desapareció y, al cabo de unos segundos, se abrió el telón; frente a ellos apareció un Olimpo de cartón y, en el centro, un trono en el cual estaba sentado el Conde, interpretando a Zeus. No se podía ignorar que este hombre poseía una belleza espléndida: Un hermoso y varonil rostro, amén de una estatura impresionante; larguísimos cabellos azules y unos seductores ojos verdes. Sin duda, aquellos dones lo hacían un hombre irresistible para todo aquél que le observara, excepto para Camus, quien sabía que ese bello rostro ocultaba las más deshonestas intenciones.

Acabado el monólogo de Zeus, salió a escena Ganímedes, el aguador. Camus perdió el aliento la reconocer al actor: El bello ladrón que conociera en los barrios marginales de Aix. Vestido también a la usanza griega, sostenía una vasija de bronce llena de agua. Inútilmente, trató de no imaginar cómo había hecho el Conde para contratarle. Camus sabía bien del vil procedimiento del Conde: Recorría los barrios más miserables en busca de bellos jóvenes de ambos sexos, quienes, al no poder rechazar la gran cantidad de dinero que les ofrecía, se prostituían con él. Casi todos ellos terminaban debutando en sus nefastas piezas teatrales, constituyendo así un elenco de dudosa reputación. Claro que, después de aprovecharse de ellos, el Conde los echaba. Camus sintió lástima por el muchacho, pues era una pena que se dejase corromper así por tal perverso. Pero al fin y al cabo eso era inevitable: Su mala estrella de pobre le había condenado.

El público estaba cautivado por la belleza y sensualidad de aquel Ganímedes; sin embargo, interpretaba al personaje con un candor que conmovía pero que no convencía. Camus se sintió profundamente perturbado por su perfecta anatomía, insinuada por ese breve atavío y, al percatarse de ese indeseable sentimiento, se reprendió internamente.

Al terminar su declamo, el aguatero intercambió parlamentos de naturaleza erótica con Zeus, su raptor. La escena se tornó demasiado tórrida para el gusto del juez.

— ¡Dios nos coja confesados! —gritó Shura, con los ojos como platos; enseguida, el público estalló en risas. Camus permaneció inmutable. Los actores, que estaban abrazados uno delante del otro, por un momento, perdieron la concentración y sonrieron, apagando la risa discretamente

“Por Dios, qué burdo es todo esto”, pensó el magistrado.

Minutos más tarde, la función terminó. Los concurrentes salieron comentando bulliciosamente la  escandalosa piecilla que acababan de ver.  Más respetables audiencias hubieran censurado tan obscena comedia, pero aquél rosario de libertinos la había encontrado apenas morbosa y excéntrica, a imagen y semejanza de su autor. Entre bromas oscuras y picardías, su burda alusión al amor griego fue celebrada por los libertinos adeptos a él, que no eran pocos entre los invitados.

Luego de cumplimentar al anfitrión, los invitados fueron conducidos por los lacayos al “Saloncito Dorado”, como le llamaban a aquella estancia donde se podía libar vino a discreción, a la vez que se sostenían largas y triviales chácharas amenizadas por la música de una orquesta de cámara. Shura, Thanatos y Aphrodite dieron el alcance a Camus, formando un improvisado grupo de diálogo.

— ¡Ah! ¡Me encantó Ganímedes! ¡Qué buen mozo! ¡Tan apuesto! — dijo el sueco, altisonante y con la mirada soñadora. Pero luego, agregó con malicia: ­— ¡Aunque he visto troncos de leño con más talento!

 Su frase fue apagada por las risas de Shura y Thanatos.

— Y al final, hombre... ¿qué os ha parecido la faena? —preguntó  Shura a Thanatos,  no con poca picardía, codeándole en el costado.

Porca troia!  —masculló éste, con la mirada llena de lujuria.

— ¡¿Y qué piensa el Señor Presidente?! —inquirió el español a Camus, al ver que éste no ponía interés en la conversación.

— Las excentricidades de Su Excelencia me tienen sin cuidado, Don Shura.  

— Pues hombre, ¿qué esperabais ver? ¿Un auto sacramental? —dijo Shura, riendo sonoramente y agregó: — Esto no es teatro… ¡Esto es un burdel! —los tres hombres rieron y Camus levantó una ceja en señal de desaprobación.

Acabada la plática, entraron al “Saloncito Dorado”, donde se había formado ya un manojo de grupos de conversación. Camus notó la ausencia del novel actor. También advirtió que féminas galantes se les habían unido, seguramente contratadas por el inefable Conde. Vestían éstas llamativos vestidos de satén en vivos colores, vestidos que no ocultaban sus generosas curvas y sus apetitosos escotes. A los murmullos, que inundaban el salón, se sumaban las risas poco modestas de las mujerzuelas. 

En algunos grupos, sin embargo, se debatía acaloradamente acerca de la crisis financiera francesa y de los préstamos hechos a las ya independizadas colonias británicas de Norteamérica. La mayoría manifestaba estar de acuerdo con que era necesario humillar a los ingleses, aún si esto había empeorado el patético estado de las finanzas del reino.

Camus permanecía alejado de todos, pues había vuelto con fuerza su dolor de cabeza. Aphrodite, quien se había unido a un pequeño grupo de mujeres, se dirigió hacia él y le susurró al oído:

—Las niñas quieren platicar con Vuestra Señoría...

Camus miró hacia el grupo de mujeres, quienes le hacían señas y guiños para que accediera.

— Oh, Señor... pero eso sería indecoroso... —refirió el magistrado, en voz baja.

Cuando el sueco se disponía a replicarle, fue interrumpido por la altisonante voz de Saga:

— ¡¿No es así, Señor Presidente?! ¡Y que lo diga uno de los más liberales de la Asamblea de Notables!

El grupo de varones centró su atención en la respuesta de Camus.

— Disculpe, Vuestra Excelencia, no entiendo a qué asunto está refiriéndose. —preguntó Camus, con voz grave.

— Señor Presidente, ¿Es cierto que está de acuerdo con lo que piden esos vulgares, esos los del Tercer Estado? — inquirió otro noble allí presente.

— Sí, estoy completamente de acuerdo con la Convocatoria de los Estados Generales. Que se aprueben esas medidas fiscales de una buena vez, y que todos paguen sus impuestos en igualdad de condiciones. —manifestó el juez, con firmeza.

Aquellos nobles exhalaron un suspiro que denotaba sorpresa e indignación y, no obstante, Camus agregó: —Es más, en esa asamblea, el Tercer Estado debería doblar en representantes a los otros dos Estados. ¡Es lo más justo!

Ma… che sciocchezza! —exclamó Thanatos.

— ¡Pura canallada! ¡Esos ramplones no hacen más que quejarse! ¡¿Pero qué puede decir un “noble de toga”?! —exclamó, no con poco desprecio, el Conde de Arles.

Camus miraba desafiante a aquellos pajarracos; realmente le resultaban hediondos.

— Es más deseable vivir con soltura a costilla de otros… ¿A que sí, Señor Conde? —dijo Shura, riendo pesadamente. El vino había atizado rápidamente sus ánimos.

“No podía ser menos que Shura Balaguer, el caza fortunas que se convirtió en aristócrata gracias a las correrías de sus infames antepasados en las Indias.”, pensó el Conde, quien en más de una ocasión había sentido deseos de retar a duelo a ese español lenguaraz.

Äsch min Gud! ¡Esos asquerosos plebeyos no saben cuál es su lugar! —dijo el hermoso Aphrodite, con un gesto que denotaba repugnancia. Luego de decir esto, jaló a Camus hasta el grupo de las damas, acabando así con la acalorada discusión. El juez estaba echando chispas.

— ¡Señor! —exclamaron con complacencia las mujeres  —Queremos saber si ha leído la última novela de Pólux, ¿qué opinión tiene al respecto?

— No he leído nada de ese escritor. —dijo Camus, resoplando; Aphrodite había sido oportuno en sacarle de ese ruedo, de lo contrario, hubiera explotado.

— ¡Ah! ¿No ha leído “Bajo la sotana”? ¡Uy! ¡No sabe qué es aquello! —dijo con picardía el sueco— Narra las barbaridades de cierto cardenal bien provisto de meretrices y sus orgías. ¡Qué hombre tan vicioso! —agregó riendo.

— ¡He oído que los sacrilegios que en ella se narran son una auténtica barbaridad! —exclamó, escandalizada, una blonda de generosa pechuga y piel de porcelana.

— ¿Cuáles?— inquirió otra mujer, de aspecto judío; la rubia le murmuró al oído y a la otra se le desorbitaron los ojos — ¡Oh, Madre Santa! ¡¿En el confesionario, con el sacristán?!

Así, le narraron el contenido de aquella obra; sin duda, el contenido era escabroso, no obstante, no era la ofensa a la Iglesia lo que escandalizaba a Camus, sino las nefastas prácticas que en ella se describían con detalle.

— ¡El tal Pólux estará en graves problemas si se llega a descubrir su verdadera identidad! Muchísima gente se ha indignado e, inclusive, el Cardenal de Vendôme se ha tomado muy en serio el asunto, a tal punto de haber iniciado una feroz persecución. —dijo otra de las mujeres, que aparentaba más edad que las demás, luego añadió, a modo de confesión: —He sabido que no descansará hasta verle encerrado de por vida en La Bastilla.

— ¡Debe ser porque se ha sentido aludido! —bromeó Aphrodite. Todos rieron a carcajadas, menos Camus, quien se sintió irritado por el tono de la conversación.

Minutos después pidió dispensa para salir. Su dolor de cabeza iría a empeorar si no descansaba un poco, así que salió decidido a llamar al lacayo, para que le condujera sin más demora a su alcoba; sin embargo, a último momento resolvió tomar aire en el balcón del pasadizo exterior. Sus ojos se perdieron en la inmensa noche, suspiró largamente y pensó en Shaka.

— Vaya, vaya... ¡Qué sorpresa!

Camus volteó para ver quién le hablaba con tanta familiaridad: Era el hermoso ladronzuelo, quien vestía como un verdadero noble y se aproximaba a él con una confianza inusitada. Sus ojos se veían aún más celestiales que antes. El juez tembló un poco, sin saber por qué.

— ¡Ah! Sois vos... Para mí también ha sido una sorpresa. —dijo Camus, con fingida indiferencia.

— ¿Le ha gustado “Zeus y Ganímedes”? ¡Ah, pero qué descortés soy! No me he presentado debidamente: Mi nombre de pila es… ¡Bueno, no importa cuál es mi nombre de pila! ¡Nunca lo uso! —dijo Milo, risueño. Luego agregó: — Vuestra Señoría puede llamarme Milo, así es como todos mis amigos me llaman.

— Camus de Cadenet, gusto en saludar a Vuestra Merced. —respondió con desgano, ignorando a propósito la broma de su interlocutor —Y lamento mucho tener que interrumpir esta conversación, pero me disponía a retirarme a mis aposentos.

— ¡Oh! Entiendo... Pero... ¿No estará evitándome verdad?

— Por supuesto que no. No tendría razón para hacer eso. —dijo Camus, algo fastidiado.

— Es que... Aquella vez... 

— No soy quién para juzgaros. Lo que habéis hecho lo hicisteis porque era menester de acuerdo a vuestra necesidad. Nada tengo que decir al respecto.

—Podría mandar a azotarme si así lo deseara… — susurró Milo, con picardía. Jueces como Camus lo habían mandado a azotar innumerables veces en el pasado.

— Mi función judicial no tiene nada que ver con esto. —dijo Camus, con apatía— Bueno, debo retirarme. Con licencia…

Milo le detuvo, asiéndole por el brazo suavemente, y ambos cruzaron las miradas en silencio; Camus sintió perderse en ese diáfano cielo. Cuando hubo salido de su letargo, exclamó:

— ¡Pero qué atrevimiento el vuestro! —luego, dirigió una mirada inquisidora a la mano que le agarraba. Pero ni siquiera eso hizo que Milo le soltara.

— Por favor... No se vaya. Si lo hace, esta será una noche muy aburrida para ambos. ¿No lo cree?—rogó Milo, con la voz muy queda, al tiempo que lanzaba a Camus una mirada juguetona. — No hay nadie allí adentro con quien yo pueda entablar una conversación. Y al parecer, a juzgar por el hecho de que encontré a Vuestra Señoría aquí, me atrevo a pensar que estamos en la misma situación.  ¿O me equivoco? ¿Qué le parece si nos hacemos compañía para hacer esta velada menos aburrida? No querría Vuestra Señoría desperdiciar una noche tan encantadora…


— Oh… Yo… —dijo Camus, bastante nervioso por la innegable tensión sexual del momento.

— A menos que considere que mi humilde origen es un óbice para entablar una conversación…  ¡Pero debería saber Vuestra Señoría que soy muy entretenido!

Camus palideció. ¡Qué desvergonzado e insolente era ese pícaro! ¡Quería abofetearlo! ¿Así era como encantaba y estafaba a sus víctimas? ¡Tal vez el bribón sí merecía una azotaina!

—Disculpe, Vuestra Merced, pero estoy muy cansado por el viaje y no deseo otra cosa que descansar. Quizá en otra oportunidad podamos conversar. Gusto en conocerle. ¡Con licencia!

—No se vaya… Por favor…

Milo asió de nuevo a Camus por el brazo. La sensual mirada de Milo le agujereó el alma como una aguja incandescente. El juez se estremeció. Los ojos de Milo se le antojaron provistos de cierto magnetismo que no podía explicar. Luego de algunos segundos, cayó en cuenta de que el pilluelo se ganaba la vida robando, estafando y engañando a incautos, y que este magnetismo era una herramienta de trabajo, una habilidad bien desarrollada a falta de otros medios de supervivencia. Resultaba obvio que el rufián buscaba manipularlo con sus encantos para conseguir algún beneficio económico. Si no se alejaba de inmediato, terminaría siendo estafado o asaltado.

— ¿Cuántas monedas queréis para dejarme en paz, truhan? Decidme la cantidad y dejadme en paz. No tengo tiempo para vuestros jueguitos insulsos.­­—  susurró Camus, con una mirada llena de dureza y un tono glacial en la voz. Cuánta frialdad. Milo fue quien esta vez se estremeció.

— Disculpe, Señor Presidente. — dijo Milo, herido. —Sólo quise tener alguien interesante con quién conversar esta noche. Ý disculpe mi atrevimiento. Es que en mi tonta cabeza todas las personas somos iguales. Pero los nobles creen que un pergamino viejo y polvoriento les da una excusa para considerarse superiores. Por alguna razón, tras haberlo oído allá adentro discutir, creí que Vuestra Señoría esgrimía las mismas ideas. Creí oír a Rousseau en vuestra voz. Pero ya veo que el ilustre y muy distinguido Señor Presidente es un noble después de todo…

Camus estaba estupefacto. ¿Un pícaro que hablaba de Rousseau? ¡La mayoría de pícaros ni siquiera sabían leer! Pero además, se sentía avergonzado y mortificado de que el muchacho señalara la aparente contradicción entre su discurso ante el Conde y su séquito y su mala disposición para con él, un joven plebeyo.

Que tenga muy buenas noches, Vuestra Señoría. —dijo Milo, apoyándose en el balcón y mirando distraídamente hacia los exteriores del castillo. Hubo un silencio álgido luego de que Milo se despidiera. Camus resopló, avergonzado:

— Bueno, yo… Disculpadme… He sido grosero con vos… Yo… —dijo, dejando inconclusa su frase; simplemente, procedió a tomar la misma postura contemplativa de Milo: Apoyó su cuerpo en el balcón y distrajo la mirada en el firmamento nocturno. Ambos hombres se quedaron un rato en incómodo silencio; Camus trató de romperlo haciendo una pregunta sin importancia:

— Ehm... pues... decidme... ¿Habéis participado en otros montajes teatrales?

— Oh, no; esto ha sido circunstancial.

— Pues... Para ser la primera vez, no lo habéis hecho tan mal que digamos... —dijo Camus.

Milo soltó una carcajada.

— Soy un desastre como actor… ¡Pero le agradezco el bondadoso comentario! Es Vuestra Señoría muy benevolente con mi falta de talento. —agregó Milo, aún risueño.

— Es que Su Excelencia, el Conde, no es precisamente un dramaturgo a quien yo admire...

— Dígame algo, Vuestra Señoría... ¿Cree que yo podría llegar a ser un hombre de bien, si me lo propusiera? —preguntó Milo, cambiando radicalmente de tema.

— Uhm… Por supuesto… No lo dudo —dijo Camus, algo sorprendido por la repentina pregunta.

— ¿Lo dice realmente de corazón?

— Sí, lo creo firmemente… Sin embargo lo que yo crea es irrelevante. Todo depende de vos; si deseáis dejar esa mala vida, si realmente os lo proponéis…  

— Sabe, Vuestra Señoría, yo no me siento bien llevando esta clase de vida… Pero son las circunstancias las que me han empujado…

— Eso lo entiendo perfectamente… Sin embargo, no tenéis que justificaros ante mí. No os juzgo...

—  El Señor Presidente es muy compasivo. Pero sepa que de haber nacido con una buena estrella, me entregaría al bien con fervor, sin dudarlo… Ha habido ocasiones en que si bien la necesidad apremiaba, he resistido y he preferido no delinquir y, más bien, he recurrido a inocentes trucos que no dañaron a nadie… Si me resultaran bien todo el tiempo, dejaría el oficio de pícaro…

Camus no dijo nada pero hizo un gesto de curiosidad, lo que conminó a Milo a seguir. Y así, empezó Milo a contar una retahíla de anécdotas en las cuales Milo usó su ingenio, más que malas mañas, para poder sobrevivir. Una de ellas fue aquella en donde inventó la leyenda de que una fuente ordinaria concedía deseos al echársele monedas. Las personas echaba irrisorias cantidades que en realidad no significaban una gran pérdida para ellas, pero como eran muchos los supersticiosos que acudían a la fuente, Milo obtenía grandes ganancias.

—No dude, Vuestra Merced, que rezo todos los días para que los deseos de estas personas se cumplan… -dijo Milo, riendo. En realidad, bromeaba. No era cierto que rezara.

Camus no pudo evitar reír. Milo continuó contando sus divertidas anécdotas, y Camus las iba hallando más y más inverosímiles, pero hubo una que no dejó de hallar muy jocosa: Fue aquella en donde Milo, al encontrarse en Marsella sin un solo centavo y con la urgente necesidad de ir a Paris, se dejó ver en público con un costal de arena con la siguiente inscripción: “Veneno para el Rey”. Fue apresado inmediatamente y llevado a París de forma gratuita. Un noble, divertido por su ocurrencia, pagó la fianza y luego Milo pudo salir en libertad.

Luego de terminar de contar su anécdota, Camus no pudo evitar liberar una sonora carcajada como nunca antes en su vida.  

—Sin duda yo habría pagado vuestra fianza de haber conocido a tiempo vuestra hazaña…—respondió Camus, sonriéndole con complacencia. En ese momento, se dio cuenta que su dolor de cabeza había cesado por completo. Cuánto bien le hacía la sola compañía de ese bello pícaro.

—Gracias, Señor Presidente.

—Mirad, muchacho, no dudo de vuestra voluntad de convertiros en un hombre honrado, pero no creo que haciendo esas diabluras lo logréis… —  agregó Camus, aun sonriendo pero con un tono de voz que Milo halló bastante paternal. ­ — Sin embargo, sé que esta empresa vuestra de encaminaros por la senda del bien os sería muy difícil de realizar sino contáis con apoyo… Pienso que nada me costaría ayudaros…

—Vuestra Señoría, no era mi intención…

—Lo sé… —interrumpió Camus —Sé que no estáis pidiéndome nada pero quiero hacerlo… Merecéis una oportunidad…

—No, Señor Presidente… No puedo aceptar nada de vos…   

—Sois un tontuelo. Dejad el orgullo. —dijo Camus, aún con tono paternal.

—No quiero que penséis que me he acercado a vos con este fin… Sólo quise tener la oportunidad de conoceros un poco… Sé que soy un insolente por acercarme así…  —susurró Milo mientras iba acercándose lentamente al juez. Éste adquirió una expresión confusa y se mostró visiblemente perturbado por sus palabras y su cada vez más cerca presencia.

—Muchacho… Qué cosas decís… —susurró Camus, aturdido. Milo se había acercado demasiado a él. Ambos cuerpos estaban muy cerca. Milo se le acercó aún más, cogió su rostro delicadamente con los dedos y le clavó una mirada terriblemente seductora. Estaba nuevamente aletargado; no podía mover una sola fibra de su cuerpo. De pronto, sintió unos labios cálidos y húmedos besando los suyos. Todo había pasado tan rápido. Eran tantos sentimientos encontrados, tantas emociones indescriptibles atribulando su ser. ¡Había un hombre desconocido besándole y él no estaba haciendo nada por detenerle!

En segundos, las manos de Milo estaban acariciando su espalda con suavidad. Camus había permanecido inmóvil; no obstante, percibía cada vez más cerca ese cuerpo ardiente. Milo no tuvo dificultades en penetrar y explorar de canto a canto la boca de Camus, al mismo tiempo que sus traviesos dedos jugueteaban con sus sedosos cabellos azulinos.

Milo deseaba llegar aún más lejos, así, le apretó firmemente por la esbelta cintura haciendo que ambos cuerpos se adhirieran completamente. Camus exhaló un suspiro de excitación y gimió casi imperceptiblemente; sin embargo, ambos tuvieron que separarse con brusquedad al percibir un ruido. Era Shura, quien venía maldiciendo en su buen castellano:

— ¡Joder, hijo de puta!   —profería, sumamente irritado; luego, se percató de la presencia de los dos hombres y les dijo: — ¡Eh! Y vosotros… ¿Qué estáis haciendo aquí?

Camus y Milo se miraron; apenas si habían tenido tiempo para recuperar el aliento. Milo recobró en segundos una actitud tranquila y se presentó ante Shura; se saludaron y conversaron brevemente de algo trivial.

Camus aún no podía salir de su turbación. Y se le notaba. La sangre le corría por las venas a tal velocidad que sentía que iba a estallar... ¿Qué había hecho? ¡¿Cómo pudo dejar que todo aquello sucediese?! Ahora estaba claro que no se había equivocado al inicio, cuando sospechó que el único objetivo del pícaro había sido embaucarlo. ¡¿Cómo pudo haberse dejado manipular?! Comprendía que se había portado como un estúpido. Se recriminaría la vida entera.

— Pues hombre, habéis dejado aquel ruedo a tiempo… ¡No hay quién tolere las sandeces de Arles! —se dirigió Shura directamente a un aturdido Camus.

Justo en ese momento, llegó el lacayo; Camus se sintió salvado, lo único que quería era escapar de allí.

— Don Shura, con licencia, me retiro a mis aposentos para descansar; mañana debo partir muy temprano. Qué Vuestras Mercedes tengan buenas noches. —al decir esto, Camus hizo una señal al criado y éste le condujo por otro pasadizo. Milo se quedó mirándole con ansiedad: La presa se iba sin ser cazada aún. ¡Qué ganas sentía de ahorcar a ese español entrometido!

Los dos hombres que quedaron, se despidieron. Milo, por un momento, pensó en escabullirse a la alcoba de Camus; definitivamente, eso no podía acabar así, tenía que hacerlo suyo costara lo que costara. No obstante, en ese momento recordó con amargura que el Conde de Arles había comprado sus noches. La situación se le había ido de las manos.

*˜*˜*˜*˜*˜*˜*˜*˜*˜*˜*˜*˜*˜*˜*˜*˜*˜*



(Continuará)

(*)

Porca troia!: Interjección de grueso calibre. (italiano)
Ma... che sciocchezza!: Pero ¡Qué tontería! (italiano)
Äsch min Gud!: ¡Oh, Dios mío! (sueco)

(**)

La gran mayoría de los títulos de marquesados, condados, ducados, baronías, señoríos y cardenalatos han sido modificados intencionalmente en esta historia para no chocar con personajes reales.

 

(***)

 

La divertida anécdota que Milo contó (“Veneno para el Rey”) sucedió en la vida real y fue protagonizada por el escritor François Rabelais.


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