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Traslape por Marbius

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3.- Reencuentro in crescendo.

 

Después de aquel fin de semana que Bill pasó en Hamburg hablando con Tom de los pormenores referentes al demo, su grabación, los arreglos, y la tentativa posibilidad de que estuviera listo en un par de meses si ambas partes se comprometían a ello en serio, su vuelta a Berlín le resultó tan deprimente como habría de ser regresar el pueblito de su infancia del que tan pocos recuerdos positivos tenía.

Con apenas tres días y dos noches de conocerse, Bill y Tom habían hecho clic, y aunque Bill no quería hacerse demasiadas ilusiones en un plano romántico, al menos en el platónico estaba seguro de que había hecho un amigo en Tom, y que sobraba decirlo, pero el sentimiento era mutuo.

La prueba de ello era el fuerte abrazo con el que se habían despedido en la estación de trenes y la promesa que habían hecho de mantener el contacto durante el mes entrante que los dos despejaran sus agendas para pasar juntos el resto de la primavera trabajando en el demo. Con gran apuro, Bill no había podido evitar musitar un “te extrañaré” cuando ya en su asiento el tren comenzó a moverse fuera de la estación, y a desconocimiento suyo Tom había pasado por un momento similar al tener que parpadear repetidas veces para librarse del repentino picor que le atacó en los ojos cuando observó el vagón alejarse más y más hasta que se convirtió en un punto en el horizonte.

Se avecinaban para ambos cuatro semanas interminables.

 

—Me apuesto el desayuno de hoy a que es Tom con quien te estás enviando mensajes, ¿verdad? —Adivinó sin problemas Natalie, la más íntima y vieja amiga que Bill tenía en Berlín, mientras los dos desayunaban en un cafetín al aire libre casi diez días después de que éste hubiera vuelto de Hamburg con el ánimo un tanto alicaído—. ¡Y no intentes negarlo! Pones una sonrisa dulzona que no podrías disimular ni aunque tu vida dependiera de ello.

Bill suspiró con dramatismo al ser atrapado in fraganti, pero no por ello dejó de escribir en su móvil.

—Son asuntos de trabajo, Nat. Sólo eso.

—Claro, y lo que yo tengo con Jonas es una simple amistad con beneficios. Pero oye… —Natalie picoteó de su quiché de espinacas y le apuntó con el tenedor—. Por lógica tienes que gustarle aunque sea un poco, ¿no? Que una cosa es enviarse mensajes de trabajo en horas de oficina, y otra hacerlo a todo lo largo y ancho del día. Ni tú eres tan adicto al trabajo como para eso.

—Mmm… —Continuó Bill escribiendo unos segundos más antes de enviar su mensaje y colocar el móvil sobre la mesa—. No quiero hacerme ilusiones al respecto. Me sentiría como un idiota si fuera el caso y resultaran ser sólo imaginaciones mías. Además… Tom se ha comportado como todo un profesional. De hecho me acaba de avisar que ha apresurado otros de sus trabajos para poder dedicarle más tiempo a mi demo…

—Eso es complicado, porque puede indicar que es un obseso de su trabajo o que le gustas y quiere pasar más tiempo contigo.

—Ah, ¿y por qué no ambas? —Murmuró Bill, que miró inapetente a su yogurt con frutas y mejor bebió un poco del café que había pedido como acompañante.

—Pueden ser ambas, cariño —dijo Natalie con optimismo—, que por lo que me has contado, no le eres del todo indiferente.

—Hicimos clic, Nat, pero fue como colegas de trabajo y tal vez como amigos. Tendría que bastarme con eso…

—Excepto que no lo hace y te frustra. Y no trates de ocultarlo, porque lo sé todo de ti. A ti te gusta ese tal Tom Kaulitz.

Bill sostuvo su taza de café a la altura de los labios y sopló el vapor que se elevaba. —Quizá…

Pero cauteloso como era, no estaba dispuesto a decir más.

 

—Planeta tierra a Tom… —Chasqueando dos dedos frente a Tom fue que Andreas, uno de sus más antiguos amigos de la infancia y por lo tanto confidente, consiguió sacarlo del mundo de fantasía en el que se había abstraído los últimos treinta segundos—. ¿Me captas, Tom, o has sufrido de una lobotomía?

—Idiota —apartó Tom la mano de Andreas de su rostro y volvió a la realidad en donde juntos revisaban varias posibles portadas para un disco electrónico que basaba su estilo en el medio urbano.

Básicamente esa era el área de Andreas, o Andy como le llamaban sus más allegados, pues se había sacado una carrera en artes y tenía una especialidad en diseño gráfico que le permitía dedicarse a su pasión sin comprometer su economía. A su favor había jugado el que Tom lo recomendara como un artista digno de confianza, y Andreas no lo había defraudado, puesto que tenía un sexto sentido para intuir las necesidades del cliente y presentarle justo (y a veces hasta más) de lo que estos tenía en mente.

—Sólo dime tus tres versiones favoritas y serán las que le envíe al cliente. Así podrás volver a tu mundo de fantasía —le chanceó Andreas, y tras propinarle un empujón, Tom barrió con la mirada la pantalla de su computadora y se decantó por cuatro de las imágenes que a su parecer eran las indicadas—. Seh, ya decía yo que tres eran muy pocas.

Tras seleccionarlas y escribir un correo que después envió al cliente, Andreas se recargó en su asiento y elevó los brazos al techo buscando así romper la tensión acumulada en sus hombros.

A punto estuvo Andreas de proponer una cena tardía, que después de todo todavía no era ni medianoche y Tom no era precisamente conocido por sus buenos horarios de descanso, cuando captó que éste volvía a sumirse en profundas reflexiones donde nada ni nadie lo alcanzaba. Lo cual no era poco habitual en él cuando se entregaba a su trabajo, pero esta vez era diferente. Había una especie de brillo especial en su mirada, y por debajo de su barba de dos semanas se adivinaba una sonrisa incipiente.

—Vale, ¿quién es la o el afortunado? —Preguntó Andreas en voz alta y Tom alzó la mirada con terror por haberse revelado con tal facilidad—. Oh, no pongas esa cara. Te conozco desde que éramos unos críos, y todavía puedo leerte igual que un libro. ¿Es alguien que conozca o se trata de una persona nueva?

—Es… No es… Uhm… —Tom se mordisqueó el labio inferior justo donde en su adolescencia se había perforado para tener un piercing y ahora tenía aros dobles—. Su nombre es Bill. Bill Trümper.

—Ajá —le instó Andreas a seguir, girando su silla para quedar de cara a cara—. ¿Qué más más me puedes decir de Herr Trümper?

—Es un amigo en común de Georgie y Gustav, trabaja en Berlín y quiere sacar un demo. Es letrista de canciones, y es bueno por lo que me ha mostrado, muy bueno de hecho…

—¿Pero?

—No hay ningún pero. Es realmente talentoso, y presiento que me va a gustar mucho trabajar con él. —«Puede que hasta más que eso…»

—¿Y entonces por qué tengo la impresión de que esa no es toda la historia que tienes para contarme? —Presionó Andreas por más información, y Tom resopló.

—Puede que, uhm, tenga el plus de ser atractivo. Realmente atractivo.

Andreas rió entre dientes. —¿So? No será el primer músico de los que han trabajado contigo con el que te enrollas. Puedo darte hasta una larga y detallada lista por si te olvidas de algún nombre.

Tom estuvo tentado de revelar lo mucho que Bill había empezado a significar para él en las últimas semanas en que su contacto por correo, mensajes instantáneos, y llamadas se había profundizado, pero temió sonar como un idiota haciéndose ilusiones sobre un terreno que todavía era pantanoso como para suponer más de lo que la vista abarcaba. Por todo lo que tenía claro, igual y Bill tenía una personalidad que inducía a sentirse especial en su presencia, y era él quien construía castillos en el aire al fantasear con la posibilidad de que su interés desmedido fuera mutuo.

—No me gustaría arruinar esto interponiendo trabajo y placer en uno —dijo Tom al cabo de unos segundos.

—Ya, ¿pero qué es ese ‘esto’ del que haces mención? —Tom permaneció callado y con los músculos del rostro en tensión—. Vale. Como quieras. No te presionaré salvo para… ¿Ese Bill del que hablas ya tiene en mente un concepto para su demo?

La tensión en Tom disminuyó un poco cuando una brillante idea le atacó. —Vagamente, pero ahora que lo dices… ¿Qué planes tienes para el viernes dentro de la próxima semana? —Una pausa, y luego una sonrisa ancha apareció en su rostro—. Puede que tenga un cliente potencial para ti.

Por su cuenta, Andreas también se vio contagiado de esa sonrisa. —No me perdería por nada del mundo conocer a tu Bill Trümper.

Y bajo ese título de propiedad, Tom tuvo que controlarse para no volver a perder piso.

 

Los arreglos para la estancia de Bill en Hamburg fueron de lo más relajados hasta que se llegó el momento de decidir si Pumba, su bulldog inglés de tres años, lo acompañaba o no. La respuesta inicial habría sido un rotundo sí, excepto que Bill se iba a alojar en el edificio de Tom, y de pronto la posibilidad de imponer la presencia de su mascota le resultó un tanto violenta de proponer.

Hasta ese momento habían procurado mantener una relación profesional en todo aspecto, salpicada aquí y allá de datos personales que sólo despertaban más el interés del uno por el otro, pero habían evitado adentrarse en temas personales, y la posible existencia de sus mascotas era una. Por deducción era que Bill tenía claro que a Tom no le eran indiferentes los gatos, pero tenía cero información en cuanto a su relación con los perros, por lo que dos días antes de dirigirse a Hamburg decidió abandonar su cobardía y preguntar directamente si la inclusión de Pumba era excesiva durante su estancia y lo mejor era buscar un alojamiento diferente o…

—Si dice que no, no será el fin del mundo, pero sí motivo para que este crush que siento por él se desvanezca como humo al viento —murmuró Bill para sí mientras escribía su mensaje y aguardaba a una respuesta.

Pumba fue quien hizo más tolerable aquella espera, pero también contribuyó a que el corazón de Bill se rompiera a la mitad cuando su mascota puso su enorme cabeza sobre su regazo y le miró con ojos tristes a sabiendas de que su dueño estaba molesto.

Si resultaba que Tom no podía aceptar la presencia de Pumba en su edificio, Bill lo iba a acatar sin rechistar, y en sus planes inmediatos estaría buscar un nuevo alojamiento y mientras tanto dejar a Pumba con su padre, aunque dicha fuera la verdad es que prefería no tener que llegar a eso. Antes se inclinaba a no tener que separarse de su mascota, pero entendía bien que los perros no eran para todos, aunque… Se llevaría un chasco terrible si por casualidad Tom era de esa clase de persona, pues la tomaría como una señal de que el bobo enamoramiento que había ido desarrollando por él en el último mes tenía una fecha de expiración inmediata.

Con el estómago hecho nudos, Bill esperó paciente a que su teléfono le indicara que tenía un mensaje nuevo, y al revisarlo encontró la respuesta que buscaba de la manera más increíble posible.

En la pantalla apareció primero la imagen de un rostro canino bonachón y abajo el nombre bajo el que se le conocía: Capper.

“Este es Capper, mi braco alemán de pelo corto por los últimos siete años. Así que claro que Pumba puede venir contigo. Yo también tengo a Capper viviendo aquí conmigo, y estoy seguro de que los cuatro sabremos llevarnos bien.”

Liberando una bocanada de aire que no recordaba haber estado conteniendo, la mayor preocupación de Bill con respecto a ese viaje se volatilizó apenas escapó de sus labios.

De pronto, la perspectiva de pasar en Hamburg el siguiente mes se triplicó en felicidad.

 

El primer encuentro entre Pumba y Capper fue tentativo, con mucho olisquearse mutuamente el trasero y al final regalarse el uno al otro una lamida en los morros que selló su convivencia como positiva.

Una reacción similar fue la que tuvieron Bill y Tom al cruzar el dintel de entrada del edificio, y con una naturalidad de la que pronto se sentirían orgullosos, demostrar su alegría por ver al otro con un abrazo que tuvo una duración mayor a la que se darían de no haber de por medio ciertos sentimientos a flor de piel.

—¿Cómo estuvo el viaje hasta aquí? —Preguntó Tom con Bill entre sus brazos, y éste no hesitó en responder desde el mismo lugar.

—Sin contratiempos.

—Genial.

—Sí.

El abrazo se prolongó unos segundos más, y con pesar fue que se separaron, aunque no por mucho al mantener todavía el roce; Bill con su mano en brazo de Tom, y Tom con sus dedos en su hombro. Y así habrían de seguir, cautivados por el instante de no ser porque sus mascotas se reunieron con ellos para celebrar el estar los cuatro reunidos, y eso los orilló a por fin separarse.

—Ahora mismo tengo gente hospedándose en los primeros dos pisos —comentó Tom mientras ayudaba a Bill con su equipaje y juntos se dirigían a las escaleras—, así que te quedarás conmigo en el tercer piso. Preparé una habitación de huéspedes que espero sea de tu agrado. Y del de Pumba, por supuesto —agregó agachándose unos segundos para rascar al bulldog en las orejas y continuar su ascensión.

La llegada de Bill al tercer piso incluyó la clave de acceso para subir y bajar a su libre antojo, así como el delicioso aroma de comida en el horno y esperando por él.

—Pensé organizar una barbacoa en tu honor con un par de personas que conocerás mientras te quedes en la ciudad, pero imaginé que estarías cansado luego del viaje en el tren y que seguro preferirías instalarte del todo antes de poder conocer a mis amigos, así que… —Tom le dirigió una mirada cargada de intensidad—. Esta vez sólo seremos tú y yo, y los perros, claro está. Si es que te parece bien…

Bill se estremeció de pies a cabeza, y asintió una vez. —Será genial.

Y lo fue.

 

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