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Nadie a quien amar. por Duriel

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Notas del capitulo:

Hace tres años escribí una historia. Hoy, luego de tanto tiempo, traigo la historia tras ese relato. 

El universo de Hetalia, maravilloso, por cierto, no me pertence

 

I

 

Iván tocó su pecho, cubierto por el paño grueso de su abrigo, y sintió sus manos heladas. “¿Es mi corazón?”. Se preguntó.

 

Su bufanda larga danzando al son de una ráfaga helada de su Tierra, ladeó su cabeza y suspiró por un largo tiempo, dejando escapar de sus labios el sentimiento de una angustia tan fuerte que no tenía precedente.

 

Inventó para sus adentros que la brisa infernalmente gélida le murmura “No”. Y la pregunta quedó allí, escondida en el medio de su corazón volviéndose un trozo de carbón esperando una chispa para arder hasta consumirse toda su alma. Iván acordó, si su Tierra no quiere que él lo admita, no deberá hacerlo.  No lo hizo, aunque mantenía en la punta de su lengua la afirmación; su corazón se estaba congelado y no habría reparo.

 

II

 

Se encontró a sí mismo sosteniendo su brazo para que dejara de temblar. La reunión continuaba su ritmo y nadie en el gran salón se percataba de sus ojos clavados en su extremidad, y la tonalidad violácea de sus iris volviéndose cada vez más opacos, fríos, perdidos. Se perdía a sí mismo y lo sabía. Allí empezaba su castigo.

 

Necesitaba ayuda, calor, y no podía pedirlo. Ese semblante suyo era el karma por un pasado tormentoso que siempre es mejor olvidar. Su reputación y la forma en la que los demás lo veían era su condena, la más dura. “¿Es hora de rendirse?”. La cuestión cruzó por su cabeza como una bala disparada. Dudó, por primera vez en mucho tiempo, de pretender recibir lo que merecía.

 

III

 

Estaba ahogándose. Su coche no volcó ni se estrelló contra una laguna congelada. Son sus sentimientos, o la falta de ellos, abrazándolo con la fuerza más infernal existente; ¿Quién hubiese pensado que el infierno sería helado? Él no. Su infierno personal, o él pensaba, sería todo lo contrario a su Tierra apresando su cuerpo contra la nieve y esperando que lentamente se vislumbrara en la oscuridad de la tormenta.

En realidad, tenía un nombre y un apellido: Alfred F. Jones. Allí estaba él frente a la puerta de su cuarto de hotel esperando fallidamente que le abriera el condenado pórtico y tal vez burlarse o quién sabe qué atrocidad cometerle ―en un sentido un tanto estadounidense―.

 

Las fuerza y su querida fortaleza habían abandonado su cuerpo como si solo se tratase de un sucio antro en las más altas horas de la madrugada. No podía ponerse de pie. Pero quería que parase, quería dejar de oír los insistentes toques que interrumpían la penumbra que resultó ser su pesar y él, oliendo a alcohol de unos cuantos miles de dólares, unidos por una decisión tomada y la bata que cubría su cuerpo.

Su Tierra había tomado forma, allí estaba para tomarlo y convertirlo en un copo de nieve más. O, tal vez, por todo lo que había logrado, en un animal del bosque o en una flor bonita.

 

IV

 

Alfred sabía que debía alejarse de ese tipo. Lo tenía más que claro. Lo que sentía no era amor, los años que llevaba viviendo le habían explicado que el amor era algo tonto y no existía si no eras un humano ¿Entonces? Su corazón hervía cuando se acercaba a él y no había forma de ignorarlo, buscaba respuestas. Nunca, pero nunca, había colocado en su figura un semblante tan serio como ese. Nunca había sentido tanta decisión recorriendo cada centímetro de su cuerpo.

Tocó la puerta repetidas veces, anunciando el nombre de Iván. Nunca se abrió. Los minutos, y la frustración, se abrían paso. La vida continuaba. Como tonto, se marchó, diéndose por acabada su búsqueda.

 

V

 

No habría nadie a quien amar luego de esa noche.

 


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