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Lázaro por EmJa_BL

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—Hola, Lázaro.— El elfo oscuro sonrió al ver las manos del bardo temblando. Tanto tiempo hacía que Diego no escuchaba ese nombre, que notó revolverse sus entrañas.

 

Después de que todos los recuerdos que había intentado evitar surgieran vívidamente en su memoria, su cuerpo se había quedado totalmente paralizado. Únicamente podía sacar fuerzas para intentar continuar respirando con normalidad.

 

—Lo siento, señor. Debe de haberme confundido con otra persona. —susurró con dificultad y retrocedió lentamente, sin dejar de mirarlo y por supuesto, sin atreverse a darle la espalda. Debía volver con sus compañeros, allí estaría seguro.

 

—No te preocupes— La voz del elfo oscuro salió de su sonrisa en un susurro que se clavó en Diego— Dejaré que huyas de nuevo, porque podré volver a encontrarte.

 

El humano soltó un jadeo de terror y entonces salió corriendo. Sabía que si el elfo oscuro lo deseaba podía haberlo alcanzado antes de que se perdiese por las callejuelas del pueblo y se adentrase en la posada, donde estaban sus compañeros, pero no lo hizo. Suspiró aliviado cuando los vio bebiendo en una mesa algo apartada, charlando animadamente entre ellos. Intentó calmarse y se sentó con ellos, evitando llamar la atención. West, un muchacho de su misma edad, de cabello oscuro y ojos castaños, se giró hacia él con la misma actitud risueña que solía acompañarle siempre, riéndose.

 

—¿Qué pasa con esa cara, Diego? ¿Te has encontrado con un dragón en la plaza?

 

Diego tardó un rato en serenarse y poder hablar con tranquilidad. En realidad, hubiera preferido encontrarse con un dragón a volver a ver a ese ser, pero no podía dejar que eso le afectase, ellos no debían saber nada.

 

—La recolección hoy no ha ido muy bien. Me parece que me vas a tener que invitar tú al vino. —bromeó, intentando parecer despreocupado.

 

—Vaya, vaya. Pediremos en ese caso el peor vino que tengan y nos emborracharemos hasta caer al suelo. Las penas se irán con el alcohol.

 

La respuesta de su amigo lo hizo sonreír. Eso era lo que necesitaba, beber hasta que todo se hubiese olvidado y estuviese tan borracho que solo pudiera vomitar en el suelo para después seguir riendo y bebiendo. Ingrid, la única mujer del grupo, de recia constitución y hermoso pelo rizado oculto tras un pañuelo, se adelantó y pidió un nueva jarra de vino. Pronto todos tuvieron en su vaso el néctar carmesí, fuerte y un tanto avinagrado, pero nada de eso importaba.

 

Bebieron hasta que la taberna quedó vacía y sus gritos fueron los únicos que hacían de ella un lugar ruidoso.

 

El tabernero tuvo que echarlos a sus habitaciones a regañadientes de los viajeros. Una vez en la pequeña y angosta habitación, Diego no pudo dormir, la inquietud se había vuelto a apoderar de él en la oscuridad de la noche.

 

Se giró para quedar tumbado hacia su compañero de cuarto, esperando tranquilizarse. Compartía habitación con el cuarto miembro del grupo: Alwersher. Al, como todos le llamaban cariñosamente, era el mayor con 26 años. Su constitución era fuerte, bien acompañada por su fuerza física cultivada en arduos entrenamientos. Era el hermano de West y casi ejercía como un padre deteniendo todas sus atolondradas ideas que solo podían acabar en desastre. A Diego le era imposible verlo así. Aunque lo había intentado durante mucho tiempo, sus ojos siempre se llenaban de lujuria al mirarlo y se odiaba a sí mismo por ello.

 

A veces, cuando se encontraba dormido, acercaba su cuerpo hasta casi rozarlo, pero sin atreverse a llegar a más. Esa noche no era una excepción.

 

Era un consuelo sentirse protegido por esa poderosa musculatura y contemplar su rostro dormido le transmitía una sensación de paz. Con delicadeza, Diego posó su mano sobre el brazo de Al y lo acarició superficialmente, notando el tacto del rizado vello a su paso.

 

—¿Ocurre algo?— La voz de Al le hizo saltar y retroceder. Sintió la punzada de su mirada castaña, acusadora, en su pecho.

 

Diego carraspeó, intentando lanzar una excusa convincente.

 

—Me parece haber oído un ruido en la ventana.

 

—Pues no lo ha habido. Y mi brazo, en todo caso, no tiene nada que ver.

 

Diego notó arder sus mejillas y agradeció estar amparado por la oscuridad de la noche.

 

—Lo siento, solo quería avisarte. Estoy algo nervioso.

 

Alwersher se tumbó boca arriba y extendió su brazo. Diego sintió más vergüenza aún al darse cuenta de que era tratado como un niño que necesitaba ser protegido, pero no rechazó su oferta. Se acercó a su pecho y apoyó la cabeza en su brazo. Cerró los ojos con fuerza y se dejó arropar.

 

—¿De qué estás tan asustado, Diego? Desde esta tarde...— El susurro de Al le provocó un escalofrío en la espalda— Ya no eres un crío. Sabes que no va a ocurrir nada en mitad de la noche, en una taberna.

 

—Al, hay algo que no os he contado. —su voz sonó cortada, amortiguada por el pecho del rubio. — Me he encontrado con un viejo conocido. Ya sabes de dónde vengo, pero no sabes por qué me fui, y a ti puedo contártelo, Al. No hay nadie ahora en el que confíe más. —siguió susurrando mientras se escondía cada vez más en su cuerpo. —Pero debes prometerme que mantendrás el secreto.

 

—Guardaré tus secretos— La respuesta fue firme y permitió a Diego comenzar a hablar sin temores.

 

—Trabajaba para un elfo oscuro. Era su sirviente y le ayudaba en sus negocios, que como te puedes figurar no eran muy legales. Sé que no debía haberlo hecho, pero no tenía a nadie en este mundo y aun era muy joven. Una noche hubo una gran trifulca con un cliente, forcejeamos. Se abalanzó sobre mi y yo lo aparté, con tan mala suerte que se golpeó la cabeza con una piedra y murió.

 

Diego tragó saliva, consciente de que aquello que había contado era tan solo una verdad a medias, pero no podía arriesgarse a perder a Al y al resto de sus compañeros. Sabía que no sería capaz de sobrevivir por sí mismo. Era consciente de su propia impotencia y se había acomodado en ella.

 

Esperó pacientemente una reacción por parte de su compañero y esperó además que fuese buena.

 

Su corazón dio un vuelco cuando las manos de Al lo apartaron. Su compañero se incorporó y se quedó sentado, con una mirada clara de severidad incluso a la luz de la luna.

 

—¿Estás en peligro, Diego?

 

—Sí. —afirmó mientras se le quebraba la voz. —Lo he visto.

 

—Recoge tus cosas— Antes de terminar la frase, Al ya estaba de pie— Nos vamos.

 

Diego no esperó dos veces para obedecerlo, guardando todas sus cosas con gesto nervioso.

 

—¿Qué le diremos a los demás?

 

—¿Cómo? Ellos vienen con nosotros, por supuesto.

 

—Pero no puedes decirles la verdad. ¡Al, me lo prometiste! —Diego arrugó la nariz como siempre que ocurría algo que lo disgustaba.

 

La respuesta que obtuvo, fue de lo más desconcertante.

 

—Eso ya lo veremos. Lo primero es salir de aquí.

 

Aquello no sirvió ni mucho menos para tranquilizarlo, pero era prioritario huir de aquel lugar. Después de todo el elfo oscuro se había dejado ver por alguna razón y no debía ser buena.

 

Como esperaba, West realizó toda clase de preguntas que su hermano Al prometió responder cuando estuviesen al menos a un día de allí. Ingrid, sin embargo, no dijo nada y al mirarla, Diego dedujo que no hablaba porque no había nada que quisiera saber. Tal vez lo había intuido todo por el llamado instinto femenino.

 

Al salir de la posada, Diego miró con inquietud el oscuro cielo. Era luna llena y las estrellas estaban ocultas tras una oscura capa de nubes. Un escalofrío le recorrió la espalda. Era exactamente como aquella noche.

 

Después de contemplar aquella escena de manipulación, la vida de Lázaro se había convertido en un auténtico infierno. Alruk le obligaba a atraer tantos hombres y mujeres como pudiera a su guarida, con el objetivo de realizar sus experimentos.


Decir que Lázaro sentía pena por aquellos pobres desdichados significaba sacar conclusiones muy precipitadas. La realidad era que el muchacho estaba más preocupado por lo que el elfo oscuro pudiera hacerle que por lo que le pasara a esos humanos. Eran ellos o él.


El interés amoroso que había llevado a Lázaro casi a entregarse a Alruk había desaparecido por completo y evitaba a cualquier precio el contacto, incluso apartaba la mirada cuando el elfo oscuro buscaba la suya. Ya ni siquiera dormía en la cueva sino en la caravana, con el resto del grupo de maleantes. Los comentarios mordaces de todo tipo no se hicieron esperar, pero Lázaro intentó ignorarlos y mostrar su rostro más inexpresivo, para no dar lugar a que la llama se avivase.


De repente se hizo evidente algo que había estado negándose a sí mismo, a él únicamente le atraían los hombres, uno de los peores pecados según la religión Sinal que predominaba en esas tierras, y ahora era un secreto a voces.

Aquella noche debía haber sido como cualquier otro en el que realizaban una actuación, pero no fue así.


La que ahora era la jefa al uso de la banda en ese tiempo lo mandó llamar a medianoche y cuando Lázaro se presentó en la caravana, vio que la mujer tenía visita. Era un hombre alto y corpulento, pero no pudo distinguir nada más, pues una capa le cubría el rostro.

 

—Lo prometido es deuda, ahí lo tienes.

 

Lázaro se quedó muy quieto, sin llegar a comprender qué estaba ocurriendo, hasta que el hombre lo agarró del brazo con una fuerza que le hizo gritar.

 

Cuando vio debajo de la capucha que aquél ser era un completo desconocido, sus piernas comenzaron a temblar. Intentó zafarse de él con todas las fuerzas que la situación le permitía, pero se vio impotente ante aquella bestia. La desesperación se apoderó de él. El desconocido desenvainó con rapidez la cimitarra de su cintura y Lázaro imaginó el frío filo recorriendo sus entrañas.

 

Sabía que no era tiempo de pensar. Con gran celeridad agarró la silla que tenía a su derecha para estamparla contra el cuerpo del hombre mientras lanzaba un grito de terror. Era solo una distracción antes de huir.

 

El hombre tropezó y cayó a causa del golpe. Cuando Lázaro se dio la vuelta para correr, este le agarró del tobillo con tanta fuerza que Lázaro pensó que sus huesos se habían roto. Lo apretó y lo zarandeó hasta que también acabó tumbado sobre el mugriento suelo.

 

La mujer pasó por delante de la puerta sin inmutarse, e incluso pisó en el proceso a Lázaro, quién bramó enfurecido.

 

—¡Maldita zorra! ¡¿Qué es todo esto?!

 

—¡Cállate, bastardo!— La mujer miró al desconocido y le habló sin que su voz mostrase emoción alguna— Encárgate de él también. Te daré unas cuantas monedas más.

 

Lázaro volvió a chillar cuando el hombre lo arrastró por el suelo para acercarlo más a él mientras la mujer desaparecía por la puerta de la caravana.

 

—¡Suéltame, por favor, haré lo que quieras!

 

El hombre no respondió. Comenzó a golpear su estómago con fuerza y certeza, hasta que Lázaro estuvo a punto de vomitar.

 

El muchacho se revolvió intentando liberarse, la cabeza le daba vueltas y buscó en la sala algo con lo que defenderse. A espaldas del encapuchado estaba su cimitarra, pero se encontraba demasiado lejos. En un intento desesperado, se impulsó hacia arriba, intentando echársele encima.

 

El movimiento no funcionó, pero sus rostros habían quedado cerca, de modo que aprovechó la oportunidad para morder su cuello tan fuerte como pudo. A pesar del dolor de sus dientes, continuó apretando hasta que desgarró la carne. El hombre soltó un alarido de dolor y Lázaro aprovechó la oportunidad para pasar sobre él y blandir la cimitarra.

 

Era la primera vez que sostenía un arma entre sus manos, pero no vaciló un solo instante en clavarla sobre el pecho del hombre. La carne hizo resistencia, pero siguió presionando mientras gritaba hasta que ya no pudo más.

 

Grandes lágrimas caían sobre el pecho de aquél hombre, que ahora yacía muerto. Lázaro estaba temblando, asustado, sin poder creer lo que había ocurrido.

 

Sus manos soltaron la empuñadura, y se apoyaron vacilantes en el suelo, haciéndolo resbalar. Gritó desesperado antes de conseguir levantarse y salir corriendo. Fuera estaba la banda, alrededor del fuego cenando. A la distancia a la que se encontraban era imposible que no hubieran oído nada, y sin embargo ninguno miraba hacia aquel lugar.

 

Respiró profundamente el aire de la noche e intentó calmarse para pensar con racionalidad. La líder de aquellos hombres había ordenado su muerte. A pesar de los golpes y los gritos ninguno de ellos se había molestado en, siquiera, girar su rostro. Con ellos, no sobreviviría. Debía huir, desaparecer.

 

Desesperado, se adentró en el bosque buscando la cueva donde había pasado tantas noches con Alruk. No podía correr y apenas sí podía andar mientras se agarraba el vientre magullado, cojeando a causa de su tobillo. Pero, aunque jadeante, no se detuvo. Pudo tardar horas en llegar a aquél paso pausado. Cuando vio la cueva a lo lejos, se alarmó al comprobar que una tenue luz salía de ella. Si el elfo oscuro hubiese estado solo, aquella cueva habría estado negra como las tinieblas.

 

Lázaro finalmente se quedó quieto. Por un lado necesitaba la protección de Alruk, la deseaba como un bálsamo para las heridas, pero por otra parte quién si no era el mismo Destino quien aguardaba en la cueva. Definitivamente no tenía fuerzas para entrar y averiguarlo por sí mismo. 

 

Temeroso, se agachó con dificultad y gran dolor para agarrar unas cuantas piedras y comenzó a lanzarlas a la pared de la cueva. No fue hasta pasado un largo rato cuando Lázaro pudo ver una sombra asomarse de la cueva. Se detuvo, con una piedra en su mano, a punto de ser lanzada. La figura encapuchada se acercó a él con parsimonia. Cuando estuvieron frente a frente, Lázaro suspiró de alivio al ver a Alruk frente a él. Escuchaba que la voz salía del elfo oscuro, pero no oía nada. No podía entender nada. Cuando el elfo oscuro le rodeó con los brazos, Lázaro se desmayó.

 

Cuando despertó estaba lejos de la cueva, en la única taberna que existía en el pueblo donde había actuado la última noche. Estaba apoyado en la puerta cuando las primeras luces del alba le deslumbraron el rostro y le hicieron despertar entre gran confusión.

 

—¿Amo? —llamó Lázaro en un susurro trémulo. Al principio no fue capaz de ver nada por la ceguera momentánea, pero a su sensible nariz llegó enseguida el olor de cerveza y orín del local, olores que se mezclaban confusamente con el del pan recién horneado. Tardó algún tiempo en reaccionar, pero cuando lo hizo, se levantó de repente asustado, lo que le hizo marearse. Ya había gran multitud por la calle, pero ninguno parecía prestar especial atención a su figura. Sin duda lo habían confundido con un borracho cualquiera. Después de todo, no era algo extraño verlos cerca de la taberna.

 

Dejó pasar el tiempo, confundido y aletargado, mientras la gente pasaba delante de él, algunos empujándolo, otros incluso llegaron a escupirle. Cuando notó que sus músculos recuperaban algo de fuerza, escarbó en sus bolsillos. Tenía unas cuantas monedas, no muchas, las suficientes como para que el tabernero le diese algo de bebida y comida del día anterior. Se separó de la pared en la que se había apoyado para no caer y tomó rumbo a la taberna. Dentro, el ambiente estaba viciado, se hacía difícil respirar. Un extraño silencio se hacía dueño del local, solo roto por los ronquidos de algunos borrachos de la noche anterior que habían bebido hasta caer rendidos y unos cuantos cuchicheos de otros que aún resistían con la pinta en mano. Lázaro no se fijó mucho en los presentes, solo deseaba reponerse, después pensaría en lo que le había ocurrido y cómo había llegado allí.

 

Fue atendido con rapidez, recibiendo por su dinero un vaso de vino rancio y unas gachas hechas con los restos de comida de varios días atrás. No se podía decir que fuera la comida más deliciosa que hubiera probado nunca, pero quitaba el hambre y eso era lo único que le importaba. Devoró con avidez su plato y apuró hasta la última gota de su bebida. Entonces miró a su alrededor de reojo, de nuevo nadie le miraba, nadie sospechaba, pero él no estaba tranquilo.

 

—Tabernero...—le llamó de forma débil, como si pretendiese contarle un secreto — ¿ha pasado por aquí un extraño hombre de pelo blanco y piel violeta?

 

Antes de contestar, el hombre le miró con desconfianza.

 

—Tapado con una túnica. Si quieres problemas, búscatelos fuera.

 

Lázaro se apresuró a callar y se apartó de la barra. En realidad estaba deseando huir, pero Alruk parecía seguir allí. Debía haberlo traído por algún motivo y por ello tenía que encontrarlo. Pasó casi una hora hasta que Lázaro escuchó la voz de Alruk, procedente de las escaleras que tenía a unos metros a su izquierda. Se levantó de golpe, dispuesto a seguirla hasta encontrar a su amo, pero una voz extraña, proveniente del mismo lugar, le detuvo.

—Entonces, dime otra vez a quién quieres que encarcele.

 

—Ya lo sabes; al asesino— La voz de Alruk le puso los pelos de punta.

 

—Pero ningún guardia vio nada, aun menos yo.

 

—Y por eso te pago.

 

Lázaro estuvo a punto de gritar al oírlo, pero se llevó la mano a la boca, asustado. Sabía quién era el elfo oscuro y sin embargo había sido tan estúpido como para confiar en él. Si perdía un solo instante más lo atraparían y por nada del mundo quería pudrirse en una mugrienta cárcel y después morir. Con pasos cautelosos se alejó, intentando no hacer ruido y solo se permitió correr cuando ya había salido de la taberna. Las lágrimas inundaban su rostro, pero no eran lágrimas de dolor, sino de rabia. Alruk lo había traicionado.

 

Diego sacudió de su mente todos los pensamientos confusos. West se quejaba, pero su hermano Al le ordenaba callar con calma, debían alejarse de allí. Ya se habían adentrado en el bosque, camino a un sendero secundario que, supuestamente, conduciría a una cabaña abandonada que Ingrid conocía. Pasarían allí el resto de la noche y planearían lo que hacer en adelante.

 

Durante todo el camino, Diego había estado pensando en Alruk. Varias veces, le había dado la sensación de verlo entre las sombras, como un siniestro espectro. Se había estado convenciendo de que aquello era solo su imaginación. De otro modo, Alruk ya habría ido a por él.

 

Suspiró mientras apretaba el paso tras Al. Deseaba alcanzar su mano, sentirse protegido, aunque fuese únicamente un pequeño contacto. En un descuido, tropezó con una raíz que sobresalía en el suelo. No llegó a caer, pero aminoró el paso a causa del tambaleo. Se detuvo. Podía notar a Alruk detrás de él. Cuando se giró, confirmó sus peores terrores. Una figura alta, de porte noble, oculta tras la capa que un día cubrió su propio cuerpo.

 

Alruk destapó su cabeza y dejó a relucir su melena blanca bajo la luz de medianoche, y Diego quedó paralizado, por el miedo que le producía y por su belleza. Buscó con la mirada al resto de sus compañeros, pero el grupo le había dejado atrás. Solo, con su pasado.

 

—Márchate...—susurró suplicante. Consiguió fuerzas para mostrarse digno. Para detener el temblor de su cuerpo y evitar llorar.

 

Alruk permanecía impasible. Por un momento, Diego dudó de que le hubiese oído, hasta que el elfo oscuro sonrió. No era una sonrisa frívola, pero a Diego lo paralizó. Pocas veces había visto sonreír a Alruk y ello le hacía recordar fragmentos de su pasado que había intentado olvidar con todas sus fuerzas.

 

Justo antes de que el elfo oscuro hablase, comenzaron a rodar lágrimas por las mejillas de Diego.

 

—Bienvenido de nuevo, Lázaro.

 

Notas finales:

Tal vez en un futuro decidamos realizar una continuación de la historia, pero por el momento esto es el fin. Esperamos que os haya gustado.


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