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Ido pero no olvidado por Sebastian Montes

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CAPÍTULO 4

Cindy lo miró con curiosidad desde un extremo de la cama, le meneó la cola; Ángel estiró la mano y recibió con afecto los lengüetazos de su cálida lengua. Al principio se había asustado ante la ruda expresión de la perra, creyó que estaba para vigilarlo, pero el animal no tardó en mostrarse dulce y amigable, incluso le parecía que le sonreía. Nunca se había preguntado si los perros “sonreían”, pero al ver el rostro congestionado por la alegría de Cindy al ver a su Amo Evans, estaba seguro de que no sólo sonreían, sino que también reían.

Un ataque de tos le obligó a apartar la mano, tomó un pañuelo de la caja que descansaba junto a la mesita y sofocó el ruido.

Una enfermera esperaba en la otra habitación, pero no quería alertarla. Le molestaba ser observado las veinticuatro horas del día, se sentía como un insecto bajo la lupa de un niño travieso divertido con diseccionarlo.

Lo habían instalado en esa habitación después de traerlo de la playa.

El hombre llamado Evans y aquel otro que lo recogió de la calle, le envolvieron en un par de mantas, gritaron a su alrededor y acostaron en esa cómoda cama. El resto le era confuso…recordaba personas vestidas de blancas, paños húmedos, agujas penetrando su piel y los rostros de todos aquellos que había conocido y a los que de alguna u otra forma quiso, su Madre, Brenda, Casimir, Blue…expresiones, gestos, ademanes que desde años luchaba por olvidar sin éxito.

Cuando finalmente despertó Evans, el mismo chico que vio al despertar del hospital lo esperaba junto a otro médico, uno mucho más joven que el viejo del hospital.

Le hicieron preguntas.

¿Cómo se sentía? ¿Deseaba algo? ¿Algún síntoma del que quisiera hablar?

Incluso si hubiera podido contestar no lo habría hecho, estaba demasiado cansado, el dolor de cabeza y las nauseas hacían que todo girará.

Ni siquiera alcanzó a llegar al borde de la cama para vomitar de tan débil que se sentía, expulsó sobre su mismo pecho una mezcla de ácidos gástricos, bilis, suero y sangre. Si le quedará algo de dignidad, quizás habría alcanzado a sentir asco de si mismo, pero había estado en tantas situaciones repugnantes en presencia de otras personas que una más apenas le importaba.

Con gesto resignado y cansado Ángel esperó el castigo que se merecía, pensó en suplicar y explicar que no había sido su culpa, estaba enfermo y…pero a ellos nunca les había importado, ¿qué sería diferente ahora? Incluso si era cierto que eran buenas personas y querían ayudarlo, no tenían por qué soportar tales asquerosidades.

Escondió la cabeza entre sus brazos y esperó cualquier cosa que fuera a pasar.

Para su sorpresa no sucedió nada, los hombres intercambiaron miradas preocupadas, hablaron entre sí en términos que no alcanzó a comprender y le acomodaron las almohadas. Escuchó algo sobre fiebre, sistema inmunológico y que sus esfuerzos se concentrarían en subir sus defensas y nada serviría más que él descanso y una alimentación equilibrada, seguiría un par de días con la hidratación y vitaminas intravenosas y continuaría en observación.

El hombre extraño de anteojos comentó que era un “muchacho fuerte como un tren, si había sobrevivido todo ese tiempo, lo que faltaba no sería más que un paseo por el parque”.

Rieron en medio de un silencio incómodo antes de despedirse.

No recordaba mucho más, supuso que le habían dado algo para dormir. Los días transcurrían en una extraña neblina de hermosos amaneceres y bellos atardeceres que veía desde el amplio ventanal con vistas a la playa, pastillas y jarabes que tomaba acompañadas de un montón de comidas insípidas y las voces, a veces amables, chillonas o infantiles de las enfermeras que permanecían sentadas junto a su habitación las veinticuatro horas del día.

No sabía donde estaba, pero no era la misma habitación del hospital. Esta habitación, aunque más pequeña era mucho más acogedora.

Un día despertó y descubrió que la fiebre no era más que una temperatura ligeramente elevada, el dolor de cuerpo un simple malestar y el vómito, nauseas que iban y venían con cierta regularidad. Fue entonces cuando fingió dormir y comenzó a espiar a las personas que entraban y salían de la habitación a lo largo del día y la noche.

Lo primero que le llamó la atención fue que las enfermeras no eran como las chicas de las películas, bonitas y de expresión siempre agradable, sino señoras de edad que cumplían con su trabajo con eficiencia. El hombre de anteojos venía a verlo dos veces al día, por la mañana y noche, no le gustaba tocarlo y prefería hablar con las enfermeras e intercambiar comentarios con Evans, cualquier tarea extra como extraerle sangre se las encargaba a las señoras vestidas de blanco. No sabía cómo ni el porqué, pero Ángel sabía que el médico de anteojos le odiaba, habría preferido estar en cualquier otro lado antes que atendiéndolo, pero ante Evans se mostraba amable y solícito. Existían personas así, clientes que contrataban sus servicios y terminaban odiándolo por lo que él representaba para ellos. Nunca los entendería.

Evans, aparentemente el dueño de la casa y al que todos obedecían porque pagaba las cuentas sólo venía dos horas al día. de cuatro a las seis de la tarde. Se sentaba con la espalda recta y la pierna cruzada con su perro a sus pies y leía un libro en silencio, despedía a las enfermeras y se encargaba de cambiarle las comprensas de agua fría sobre la frente o darle baños de espuma en ocasiones. Su expresión adusta se suavizaba cuando dirigía su mirada al perro que llamaba Cindy; sus dedos largos y delicados se arrastraban por su piel con gentileza y lentitud, sin la aspereza y ansiedad de las enfermeras que ansiaban terminar un trabajo para pasar al siguiente. Le costaba fingir que continuaba inconsciente bajo ese toque, carente de malicia e intención de lastimarlo, una parte de sí lo buscaba con la misma desesperación que un hombre en el desierto anhela agua.

Fue él quién días atrás descubrió su treta.

—No tienes que fingir que duermes— le dijo mientras enjuagaba la esponja en la pileta de agua—. Hace tiempo que las enfermeras se dieron cuenta, decidimos respetar tu decisión, pero no creemos que sea bueno para tu salud permanecer inmóvil todo el tiempo. No las culpes, son profesionales, llevan toda una vida dedicadas a atender pacientes.

Lentamente abrió los ojos, sentía los párpados pesados y las pestañas pegajosas. Escondió la mirada sintiéndose avergonzado de enfrentarse a aquellos ojos verdes que le mirarían con reprobación.

—No quiero hacerte sentir incomodo bañándote o qué creas que estamos dañando tu intimidad, pero es necesario, estabas desarrollando una infección en la piel cuando llegaste. Tan pronto te recuperes podrás hacerlo por ti mismo, ¿de acuerdo?

Si recordará como hacerlo habría reído.

Hace mucho que no tenía intimidad, el orgullo y la dignidad eran lujos que seres como él no podían darse.

Evans terminó de bañarlo, le untó una crema en la piel mientras le explicaba que hidrataría su piel y ayudaría a combatir la infección y lo vistió con una sábana de hospital.

—Mi abuela murió de enfisema pulmonar, supongo que es normal cuando fumas una cajetilla de cigarros diaria durante más de treinta años. Yo la cuidé hasta el final, aprendí un par de cosas sobre cuidar enfermos.

Ángel había probado el cigarro a instancias de un cliente en más de una ocasión, pero no le gustaba, le dejaba mal sabor de boca y no lo atontaba lo suficiente, el alcohol era algo completamente diferente, le encantaba la sensación confusa y alegre que le producía, casi hacía la vida tolerable. Pero la mayoría de sus Amos insistían en que era muy joven para tomar y además arruinaba su bonita piel, por lo que en muy contadas ocasiones se lo proporcionaban.

— ¿Cómo te sientes?

Abrió la boca, movió la lengua, luchó porque algún sonido saliera de su garganta, pero finalmente se dio por vencido. Si realmente lo hubiera querido Ángel habría podido hablar, pero en un segundo decidió que sus pensamientos, sentimientos, necesidades y sobre todo voz nunca le había servido de nada. Si hablaba lo lastimaban, si callaba también lo harían. No obstante, estaba cansado de pensar en la respuesta correcta, aquella que acarrearía menos dolor, nunca la encontraba y siempre recibía una paliza sin entender la causa o el motivo exacto.

Pues ya no más.

Hablar era una pérdida de tiempo.

Que hicieran lo que quisieran.

Miró las sábanas blancas, jugó con las sábanas y no contestó.

Evans lo observó un momento antes de asentir y agregar:

—De acuerdo. Sólo no finjas que duermes, no es sano y más que dificultarnos el trabajo, retrasas tú curación.

Evans volvió a sentarse, tomó su libro y continuó su lectura.

De eso hacía una semana.

Sus días pasaban con una rutina y pasividad que no le era extraña a Ángel, más si desconcertante. Desayuno por la mañana, almuerzo al mediodía, merienda en la tarde y cena en la noche. Cuatro comidas al día, era difícil creer que ahora tuviera tanto que llevarse a la boca cuando hacía menos de dos semanas estaba en las calles buscando en la basura sobras junto a las ratas y cucarachas. Y nunca tenía que rogar por ella, se la llevaban antes de que siquiera él se percatará de que tenía hambre. Era un cambio tan extraño como aterrador a los años de rogar y mendigar por un pedazo de pan duro.

Junto a su cama tenía un puñado de libros y el control remoto de un televisor conectado a Internet, pero no se atrevía a tocarlos. Le parecían objetos extraños, provenientes de un universo donde no había cavidad para él, un mundo donde las personas eran libres, felices y seguros y no vivían con el temor constante a ser asesinadas.

No sabía cuanto duraría ni cual era el uso que le darían, pero estaba dispuesto a disfrutar de su descanso, largo o breve. Después de todo lo habían traído de vuelta cuando intentó escapar, no estaban dispuestos a dejarlo ir. Había escuchado historias de chicos que conseguían huir y eran ayudados por la policía, pero supuso que en el mundo real las cosas no funcionaban así. Los finales felices no existían para personas como él.

Un día escuchó la voz airada de Evans desde el primer piso. El hombre le atemorizaba y fascinaba a partes iguales, con él era sobrio, amable, incluso dulce, pero a veces en presencia de otros estallaba de repente.

—Necesito que sean más amables con el chico, intenten que hablen, léanle un libro, enciéndanle la televisión. No quiero volver a verlo temblar como gelatina la próxima vez que las vea con él.

No gritaba, pero Ángel podía escuchar el enfado en su voz, ese tono propio de las personas que están obligadas a ser obedecidas en todo momento y no aceptan el “No” como respuestas.

Esa misma tarde la mayor de las enfermeras, una señora de aspecto imponente y sonrisa maternal entró a la habitación cargando un puñado de libros, cuadernos y juegos de mesa. Midió sus signos vitales con su característica eficiencia, le puso un nuevo suero y le dio a tomar un par de pastillas.

—Tengo una hija como de tu edad— le dijo cuando terminó y se sentó a su lado—. Se llama Mollie y ríe como si cualquiera de estos días un rufián le fuera a robar su risa y toda felicidad en el mundo le vaya a ser negada para siempre. Me recuerdas a ella. Lo que le podría haber pasado. No he sido justa contigo, muchacho, pero es de humanos equivocarse y también ratificarse. ¿Me perdonas?

Ángel asistió con gesto imperturbable a la escena, inseguro de lo que se esperaba de él. En su mundo, las personas libres, aquellos que los atendían, alimentaban, amenazaban y golpeaban no se equivocaban, nunca pedían disculpas. Estaba confundido, pero toda una vida satisfaciendo a personas al azar le decía que nunca debía contradecir a un adulto. Asintió tímidamente con la cabeza, la señora le sonrió, estrechó sus dedos entre si y los beso con maternal afecto.

—Eres un buen chico.

La frase le estremeció por dentro, inundándolo de terror, aunque ni su cuerpo ni su rostro lo demostraron, después de todo en el pasado,  ser un buen chico nunca le había servido de mucho. Quizás lo mejor habría sido que se comportará como un “mal chico” y lo hubieran matado de alguna golpiza.

— ¿Sabes leer? — le mostró un libro.

Prefirió no responder, su Madre había muerto cuando él era muy pequeño, le enseñó a leer y escribir, pero por la falta de práctica terminó por olvidarlo, distinguía un par de palabras, pero no más.

La mujer abrió un libro al azar y terminó leyéndole un libro sobre una niñita negra que deseaba fundirse con las estrellas, la historia terminó por aburrirle, pero Ángel la escuchó fingiendo un gran interés. Supuso que era un cuento para niños de cinco años y hacía mucho él había dejado de serlo. La mayor parte de su vida había transcurrido al margen del mundo, no tenía la menor idea de lo que debería gustarle o desagradarle.

Cuando la mujer dejó de leer sonrió satisfecha de sí misma.

—Eres un chiquillo encantador— agregó acariciándole la frente—. Mi nombre es Mina, por cierto.

Le arropó, le cubrió con las sábanas y lo dejó dormir. Por un momento Ángel tuvo una breve visión de su Madre preparándolo antes de ir a dormir, cerró los ojos y se sujetó a la pequeña migaja de un pasado que creía perdido.

Después de ese día las enfermeras se volvieron mucho más amables con Ángel, no es que antes lo tratarán mal, sólo que ahora parecían mucho más cómodas en su presencia. Tarareaban para sí, encendían la televisión en algún programa de música y bailaban por toda la habitación, dejaban que Cindy entrará sola y permitían que Ángel la acariciará. Mina trajo un día una novela con la portada rosa y le confesó entre risillas que era una romántica sin remedio y amaba las historias de amor. Comenzó a leerla ese mismo día. Las escenas de sexo le incomodaron y la parecieron exageradas, a decir verdad, pero el resto le gusto. Le servía para romper el tedio y acabar en parte con el aburrimiento.

Evan continuaba viniendo, igual que él Médico de anteojos, pero ahora parecían más distantes y malhumorados con Ángel. Como si su sola presencia los enfadará.

Ángel lo prefería así, disfrutaba mucho más en compañía de las enfermeras que la de Evans: este último lo hacía sentir incómodo, como sino valiera nada.

Cindy continuó lamiendo su mano, su lengua le daba cosquillas y una pequeña sonrisa se dibujaba en los labios de Ángel.

Evans entró a la habitación acompañado de Mina, empujaba una silla de ruedas.

—Hoy daremos un paseo— anunció llamando con una seña a Cindy quién corrió a su lado.

Lo sentaron en la silla de ruedas, al llegar a las escaleras, la señora Mina tomó la silla y Evans lo cargó en su espalda.

—Te sentará muy bien el Sol— añadió Mina una vez estuvieron afuera. Le colocó una manta sobre los hombros y otra sobre las hombros—. Para que no te entré el frío a los huesos.

Evans dejó a Cindy con la señora Mina y comenzó a empujar la silla por la arena con cierta dificultas. El viento movía sus cabellos y acariciaba sus mejillas, el crujido de la arena al pisarla le divertía y el olor a mar al que no terminaba por habituarse le recordaba a días cálidos de verano que no había disfrutado.

Evans se detuvo en la orilla del mar, extendió una enorme toalla y lo ayudó a sentarse sobre la arena.

Ángel todavía se sentía demasiado débil e incapaz de caminar, las acciones más sencillas lo dejaban completamente agotado.

—Me gusta este lugar— comenzó Evans—. Cuando era niño pensaba que si podía sumergirme en el mar y comenzar a nadar y nunca paraba me alejaría de todo cuanto me entristecía. Lo intenté una vez, pero solo conseguí terminar en la sala de urgencias, casi muero de ahogamiento—. Evans rio de su propia broma—. Pero es un buen sitio para pensar. Tengo algo que decirte Ángel. He estado pensando en los últimos días sobre cómo hacerlo, cuando me llegó la confirmación. Pensé en edulcorar la noticia, quitarle gravedad o esperar a que te recuperarás por completo, pero creo que hay historias que sin importar como la cuentes no sientan bien.

Ángel cerró los ojos y escuchó desde algún lugar distante las palabras de Evans, las escuchaba, las comprendía e intentaba que le importarán, pero se sentía tan cómodo en aquel lejano lugar mecido por las olas del mar que le costaba desentrañar el verdadero significado.

—Probablemente habría sido mejor que te lo dijera Nicolás, pero a veces los médicos son tan fríos y ese hombre es un auténtico témpano de hielo— prosiguió Evans dejando traslucir cada vez más su ansiedad—. Y yo realmente quiero ayudarte, ¿sabes? Es sólo que…

Ángel decidió mirar la causa del nerviosismo de Evans, le vio fijamente y espero.

—Eres VIH positivo Evans y al menos en este momento tienes SIDA. Lo siento mucho.

Ángel esbozó una gran sonrisa y miró al mar. Decidió que no valía más la pena guardar su voz, pronto todo terminaría y nada más importaría.

—El mar es hermoso— añadió Ángel volviendo la mirada al rostro desconcertado de Evans.

 

 

 

Notas finales:

Gracias por leer.


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