Encuentro I:
Ese algo llamado Amor
Levi Ackerman, a sus treinta y cinco años, tiene muy claro que no cree en ese algo llamado amor. Claro que reconoce que existen la atracción física y el deseo sexual, son cosas con las que está familiarizado, ¿pero el amor? ¡Demonios, no! Eso son tonterías. Es solo el cerebro liberando oxitocina de forma desmedida y confundiéndolo, nada más. Que el corazón, que las emociones… joder, solo son estupideces.
Aun así, esa mañana acabó dejándose convencer por Hange para asistir a la jornada de «Adivinación del Amor» que tendrá lugar en su cafetería aquella tarde como actividad especial por San Valentín. Ella prácticamente se lo rogó, y Levi, ansioso porque lo dejase en paz, aceptó a regañadientes. Además, el local de aquella desquiciada mujer está emplazado justamente frente al suyo, y Hange ha prometido regalarle la cena a cambio de ir durante una hora y dejarse leer la mano por su adivina.
Ja, como si aquellas mierdas no fueran más que charlatanerías.
A las seis en punto decide dar por terminada la jornada y cerrar la librería ya que las ventas de esa semana en general han sido buenas. Un montón de pretendientes e ilusos enamorados que optaron porque un libro era un mejor obsequio que las típicas flores o los chocolates. Levi no aprueba esas demostraciones absurdas y comerciales, pero reconoce que para el negocio vienen bien. Y un libro es siempre un gran obsequio.
Nada más cruzar la calle y entrar en la tienda de su amiga, tremendamente decorada con globos brillantes y cintas rosas, rojas y blancas, Levi siente deseos de dar marcha atrás y desaparecer de allí. Ni la cena gratis merece ese sacrificio, ni siquiera el saber que deberá soportar a Hange lloriqueándole su poca solidaridad; pero recordar todas las veces que ella se ha quedado ayudándolo con las cuentas, a cubrir turnos o lo que sea que necesitase, acaban por convencerlo; así que, dejando escapar un suspiro cansado, entra al local e intenta fingir que no vomitará en cualquier momento.
Joder, la ilusión de ese algo llamado amor es una verdadera mierda.
Los gritos de Hange al verle son prácticamente tragados por las risas histéricas que suelta un grupo de quinceañeras cuando uno de los meseros se acerca a atenderlas, así como por la incesante cacofonía que reina en el local. Hay parejas por todos lados ocupando las mesas mientras consumen los menús especiales de ese día, regalándose ridículas miradas acarameladas.
Lo dicho, la ilusión de ese algo llamado amor es una basura.
Finalmente, Levi acaba comiendo en la barra y soportando la incesante conversación de una joven pelirroja llamada Isabel, cuyas desordenadas coletas asemejan un nido de pájaros y cuyos ojos verdes tienen el brillo travieso de un niño antes de una aventura. Ella le cuenta que tiene veintidós años, que estudia Gastronomía en la universidad de Shiganshina y que su primo, dos años menor, también trabaja allí. Ella le habla sin parar de las veces que lo ha visto fuera de su tienda, de los libros que ha leído y del por qué el cielo es azul y las nubes blancas, mientras él finge oírla, masticando desganadamente su sándwich de ensalada de pollo y bebiendo su té negro al tiempo que lanza miradas asesinas de tanto en tanto a Hange, que no lo nota siquiera.
Casi media hora después de aquella tortura, su amiga levanta la mano y le hace una seña para llamar su atención, instándolo a que se acerque.
Hange está de pie junto a una mujer anciana, cuyo blanco y largo cabello luce algunas trenzas con abalorios entrelazados, a juego con su vestido negro y el colorido chal que lleva. El sonido tintineante de sus innumerables pulseras al mover las manos es atrayente y relajante, y Levi sabe que aquello es parte del juego de esta para engañar a sus pobres víctimas.
Tch, como si él fuese a caer en una idiotez así. Pero lo ha prometido.
Soltando un pesado suspiro se sienta en la silla cuando Hange le indica que es su turno, extendiendo la mano derecha hacia la otra mujer como esta le indica. La anciana recorre sus líneas, trazándolas una y otra vez ante lo que Levi se estremece con un poco de repulsión. Odia que lo toquen, sobre todo desconocidos, y como si lo percibiese, la anciana le dedica una enigmática sonrisa que le hiela la sangre.
—El que no cree en el amor será cazado —suelta esta con una voz baja y rota que envía escalofríos por su columna—. Solo basta con que abras los ojos y mires a tu alrededor. Lo que necesitamos muchas veces está más cerca de lo que en realidad creemos.
Una mueca de fastidio curva los labios de Levi y se pone de pie bruscamente, arrancando su mano de las de la anciana con poca delicadeza.
—Puras mierdas —farfulla, a Hange, a la anciana, a quien quiera oírlo, pero nada más decirlo, lo oye.
La risa de alguien, un chico probablemente. Es fuerte sí, pero no estridente como la de Hange. Es más clara y nítida, más bonita incluso. Y cuando sin poder evitarlo sus ojos se vuelven para descubrir quién es el propietario de aquel sonido, lo ve.
Es un chico en sus veinte. Alto y delgado, de piel ligeramente morena y largo cabello castaño oscuro sujeto en una desprolija coleta corta. Es guapo y aún está riendo de algo que Isabel ha dicho, pero es cuando sus miradas se encuentran un segundo o dos o cien, que el tiempo parece detenerse y desaparecer. Porque Levi siente que puede perderse en aquellos ojos verdes que lo observan con curiosidad y reconocimiento; en aquella mirada que le dice «al fin».
Levi no cree para nada en ese algo llamado amor, claro que no, solo son idioteces. Pero tal vez, solo tal vez, podría comenzar a replanteárselo. Porque el chico de los ojos verdes lo sigue mirando, y él podría llegar a creer que esta es su persona correcta.