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La caja púrpura de Jess por LePuchi

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Notas del capitulo:

¡Qué tal gente tras la pantalla!


Ha pasado mucho tiempo, en verdad mucho tiempo.


¿Me pregunto si aún hay alguien que lea esta cosa? Aunque realmente eso no importa (¡Mentira! Claro que importa, mientras llegue a más personas mejor, pero ese no es el punto...) tal vez no sea la escritora más constante del mundo pero si de algo estoy segura es que las historias que empiece tendrán un final.


Conozco la horrible sensación que queda cuando una historia no se continúa, yo tambien soy lectora después de todo, así que si alguien, algún alma errante en estos lares del internet, sigue esta historia espero que el hecho de saber que le daré un final sí o también sirva un poco como paliativo para esa sensación de inacabado.


Pero bueno, que me lio sola... no entretengo más.


Sé que ha pasado tiempo pero: qué lo disfruten.

 

Extraño familiar

 

¡Es lunes por la mañana bahía!

Son las siete en punto y seguro que más de uno habrá dicho ya algo como: «No puedo creer que sea lunes otra vez». ¡Y lo habrán dicho al menos tres veces en lo que va de mañana!

Malas noticias, es lunes de nuevo, sí. ¡Pero! ¿Por qué medir la existencia en pequeñas y limitantes unidades como los días? No se dejen esclavizar por el calendario. ¡Dense un respiro de sus labores! O compren cerveza ahora para celebrar una semana más de vida, ¡yo qué sé!

 

—¿Quién querría celebrar un lunes? —le murmuré al espacio vacío de la sala de descanso de la oficina.

El cuartucho que mal llamaban sala de descanso no era más amplio que un armario para escobas, pero ahora la fragancia del café recién hecho flotaba en el aire y se respiraba serenidad. Allí dentro con el burbujeo del agua y la radio del móvil sonando a través de los auriculares en mis oídos el mundo se volvía grandioso.

La vida era buena.

Momentáneamente, al menos, porque en realidad seguía sin mejorar. Todavía era gris, llena de nubes taciturnas y el mundo continuaba obstinadamente tratando de ignorar mi existencia… pero por más empeño que pusiera yo misma en seguir hundida hasta las orejas en mi propia miseria, por mucho que me esforzara, de un modo cochinamente masoquista, en mantenerme aferrada al fondo pantanoso ya no podía negar que un insistente rayo de luz se había abierto paso entre toda la porquería y aunque de momento lo esquivaba como podía, no tardaría en alcanzarme.

Una luz breve que no era sino una mísera estación de radio. Aquella que encontré por mero azar, porque oírla por error en una de las cientos de cafeterías del rumbo, una a la que sólo había entrado porque era la más cercana a la oficina y que en lugar de las típicas pantallas que en realidad sólo servían como ruido de fondo porque nadie les prestaba atención tuviesen una vieja radio y que por suerte la barista fuese tan despreocupada como para no importarle sintonizar una estación de Saint Michael no podía llamarse de otro modo.

Era suerte por donde lo vieras.

Azar, puro y legítimo azar.

Más todavía cuando no la estaba siquiera buscando.

Y si algo tan sencillo podía servirme como tabla salvavidas sólo venía a confirmar lo vacía que era mi existencia… pero, en fin, no era nada que no supiera.

Lo peor de que la vida continuara del mismo modo era que mi tobillo seguía encadenado a esa oficina. No era agradable, pero de las pocas cosas buenas que tenía, la oscura cafetera que habían comprado un par de meses atrás como reemplazo urgente de la que había estado allí desde, al parecer, el inicio de la existencia, se llevaba el primer premio. Realmente se agradecía el cambio, al menos yo lo agradecía, el resto habían protestado todos pues con éste nuevo artilugio ya no podíamos usar la hora del café como pretexto para salir o subir al comedor y escaquear de nuestros deberes. Y como la mayoría se negaba a usarlo era aún más tentador ocuparle cada mañana para hervir mi dosis habitual porque era difícil cruzarme con alguien.

Además, era convenientemente gratuito. Mis finanzas lo agradecían.

Tener algo de tranquilidad en mi existencia, aunque no fueran nada más que un par de minutos, era como encontrar agua en un yermo: no imposible, pero si difícil y poco probable. Afortunadamente un par de veces al año Malone y el resto recibían auditoría y ya que yo era un elemento del que siempre estaban renegando no valía la pena ponerme a hacer nada que pudiera estropear la perfecta imagen que debía darse, así que esas contadas ocasiones me daban algo de quietud.

Ser aún más invisible durante un tiempo no tenía precio, pero aun así era mejor pasar ese periodo lejos de todo el bullicio… todos estaban tan concentrados en dar buenos resultados que el humor general se tornaba todavía peor, así que mientras todo mundo corría de un lado a otro yo me relajaba en la sala de descanso. Y ya que las últimas semanas habían sido de lo más extrañas, el respiro era bien recibido por mi parte. Todo a mi alrededor estaba sumido en una calma tirante, igual que el cielo antes de la tempestad; una quietud en la cual parecía que algo estaba a punto de suceder sin llegar jamás a ser verdad. Mientras esperaba que ese algo se presentara, tenía la mente en otro sitio casi a cada momento, por lo que la mayoría de mis obligaciones diarias las realizaba con la eficacia de un autómata descerebrado que no emite queja pero que no es tampoco muy avispado por lo que los errores no hacían que sucederse a lo largo del día, así que mi madre, Maximilian y Malone habían aumentado sus momentos para atosigarme. Sin embargo, aunque me fastidiaban más, no parecían más satisfechos o felices, al contrario, era de lejos la época más irascible que les recordaba.

Supongo que incordiar a quien ni se queja, ni entristece, ni defiende o molesta y que de milagro recuerda cómo respirar no era tan gratificante. No me molestaba demasiado su irritabilidad, sabía bien cómo lidiar con ellos. Pero, en mi fuero interno, muy hondo, en el silencio y secretamente… estaba comenzando a cansarme de todo aquello.

El pitido del aparato anunciando que su labor había finalizado me sacó de mi ensoñación momentánea.

…si buscan resultados diferentes hagan cosas diferentes —concluyó el locutor justo cuando volví a prestarle atención—. Basta querer hacer para poder hacer.

—Cosas diferentes —repetí. Era un lindo consejo, un pensamiento que reconfortaba al punto en el que incluso los labios hormigueaban al decirlo, claro. Pero que también acarreaba una tristeza desoladora al saberme incapaz de hacer algo o quizás sencillamente incompetente al haberme acostumbrado tanto que no comprendía del todo el concepto de cosas diferentes—. No basta con querer algo, no es suficiente. —Le sonreí con melancolía a los audífonos que, tras quitármelos de un tirón, descansaban en mi mano—. Si bastara con eso yo ya no viviría con mi madre, no trabajaría en éste antro y esa noche yo…

«Te falta valor Taylor, ni siquiera puedes decirlo, cobarde».

Aparté ese tan desagradable como repentino pensamiento. Me gustaba oír la radio, pero también me crispaba los nervios cuando se ponían tan positivos.

El mundo era horrible, injusto e infeliz. Lo sabía, lo sabía muy bien. No necesitaba que nadie me dijese lo contrario. Serví el café con la misma poca convicción con que pensaba aquello, las manos me tiritaban por lo que por poco lo derramé.

—Con esto basta, es lo único que necesito. —Bebí, hervía, me hice daño, no me importó—. Lo único que quiero.

Pero era mentira. Había un millón de cosas que quería hacer, sí. Y eran diferentes y descabelladas, tanto como ir de fiesta un lunes. Tal vez hasta más. Mucho más.

De pronto y con la misma rapidez con que me arranqué los auriculares las lágrimas se me anegaron en los ojos impidiéndome ver con claridad, aun así, me esforcé por no derrumbarme. Eso no iba a arreglar nada.

Estaba acostumbrada a los ataques de pánico, pero nunca uno como aquel si es que de eso era de lo que se trataba. No sentía ninguna clase de pánico o ansiedad, simplemente estaba cansada. De todo lo que había pasado, pero también de lo que no había sucedido. Estaba harta. Tan harta que lo único que podía hacer era llorar sin consuelo en el cuartucho polvoso de una oficina fría en medio de una ciudad a la que no le importaba ni nunca le importaría.

«¿Qué puede hacer alguien como yo?».

Luchar era inútil, lo supe antes que pudiera hacer algo y cuando la primera lágrima cayó de lleno dentro del vaso que contenía el café supe que era el punto sin retorno, no iba a poder detenerlas porque ya me rodaban por las mejillas. Dejarlas fluir era la única opción que tenía, pero si quedaría sepultada bajo las sucias lágrimas lo haría en silencio. Antes de que empezara a gimotear me puse la mano contra la boca y mordí la piel de la palma tan fuete como pude. El dolor del mordisco a penas me llegó.

—No, no —murmuré, todavía con la piel entre los dientes. Con el dorso de la otra mano intenté enjugar mis ojos. ¿Qué diablos pasaba conmigo y por qué demonios estaba llorando tan de repente? ¿Cómo era que las cosas se habían torcido tanto como para que llorara? No había tenido un ataque en semanas. El último: la noche de mi fallida muerte en el Community. Desde entonces me bastaba recordar el incidente con la camiseta de la mujer que me había sostenido para querer al menos contener mis impulsos—. Maldición —gorjeé, la voz que brotaba de mi boca sólo conseguí alterarme más—, aquí no.

Alguien, cualquiera, podía encontrarme allí. Y si lo hacía las cosas, ya de por sí tambaleantes, se iban a derrumbar definitivamente.

—Por favor. —Pero no tenía tanta suerte.

—Hey huelo café, ¿podrías… —Una sombra cubrió el alargado rectángulo de la puerta, la poca luz que entraba disminuyó con su llegada. Y del mismo modo que el brillo se extinguía así lo hizo su voz—. ¿Taylor? —Tensé los hombros dispuesta a no moverme. Por alguna razón estúpida mi cerebro concluyó que, si no me movía, quien quiera que fuese el intruso, no podría verme—. Oh Dios Taylor ¿qué pasó?

Se acercó hasta mí, sus manos sujetaron mis hombros. Quise apartarme, pero a su agarre no le faltaba firmeza.

—Taylor… —Dejó que el eco de mi nombre se extendiera por la habitación, en su voz no pude percibir ningún rastro de burla. Sólo desconcierto—. Déjame tomar eso. —Quitó el vaso de mis manos, sólo entonces levanté la mirada para descubrir de quién se trataba.

Era Celia.

Me miró con ojos cargados de preocupación y aunque era una mirada muy similar a la que me había obsequiado mi salvadora del escarabajo amarillo, no eran del todo iguales porque en los ojos de Celia también se reflejaba una dolorosa lástima por el esperpento de persona que tenía delante.

No me gustaba que me mirara de ese modo, hubiera preferido que me mirase de cualquier otra forma. Cualquier otra. Con ira, con odio, con asco... pero no con lástima.

Sequé las amargas lágrimas de mi rostro e intenté escapar de allí.

Pasé por su lado golpeándole el hombro un poco, pero a la que salí me detuvo. Y sin previo aviso me abrazó. No esperaba eso y aunque su abrazo era menos reconfortante de lo que ella seguramente esperaba no fui capaz de mantenerme entera, así que seguí lloriqueando un largo rato en su hombro. Al menos lo suficiente para que el café se pusiera helado; y supe que lo estaba porque cuando me soltó volvió a colocar el vaso ente mis dedos y pude beber su contenido de un largo trago sin pausa. Después se sirvió un poco para sí misma y rellenó el mío.

Permanecimos en silencio, tomando el café a sorbos sin mediar palabra, aunque había puesto bastante la bebida se terminó pronto porque intentábamos ocultar nuestra incomodidad tras el vaso, bebiendo a sorbos cortos y aunque pudimos irnos ninguna lo hizo. Probablemente esperábamos que la otra dijese algo para zanjar definitivamente el tema.

—Celia, yo. —Me encogí entorno al vaso, acunándolo entre las palmas, buscando un poco de calor. Y de valor—. ¿Podrías no mencionar a nadie que…?

—Olvídalo Taylor —cortó—. Ni siquiera tienes que pedirlo. —Hizo aspavientos con la mano, luego bebió con incomodidad—. Si estás así por lo que dijo Barebone.

—¿Lo que dijo?

—Ya sabes, las tonterías que cuenta a todos sobre ti. —Por la cara que Celia ponía, el autoproclamado asistente del jefe no le hacía ninguna gracia—. Es un imbécil Taylor, lo que hace contigo es acoso. No puedo creer que Malone lo sepa y aun así no mueva ni un dedo. ¡Y todos los demás! Son una panda de cretinos.

—Celia…

—¡Idiotas sin criterio propio que no tienen empatía ninguna!

—¡Celia! —interrumpí—. Está bien.

—¿¡Bien!? ¡No, claro que no está bien! —Caminaba exasperada de un lado a otro, pero el cuarto era tan estrecho que apenas daba dos furiosos pasos tenía que dar vuelta—. Y yo, oh Dios, ¡yo! —Sus facciones se llenaron de enfado—. No tienes que aceptarlas, pero en verdad te pido disculpas.

—¿Por qué?

—Sé la manera en que todos te tratan y no he hecho nada al respecto.

—Jamás esperé que lo hicieras.

—Pero debí. —Me miró con intensidad—. Debí, Taylor. Debes odiarme.

—Claro que no. —Ahogué una risita—. No te odio Celia, apenas te conozco y esta debe ser la conversación más larga que hemos tenido.

—¿De veras? —Por la manera en que me miraba parecía arrepentida de verdad.

—Sí, además eres la única que nunca ha dicho nada sobre mí.

—Nadie tendría que decir nada de otros.

Asentí.

—¿Qué harás con Maximilian?

—Barebone es un imbécil, pero no me importa lo que diga sobre mí. —Entornó los ojos acusadora, no creía que esas cosas pudiesen ser insignificante para mí. No estaba del todo equivocada, dolía, pero no era un dolor que no pudiera soportar—. No me importa demasiado, toda la vida he convivido con insensibles, estúpidas y poco empáticas personas iguales a él. Incluso peores —murmuré recordando a Christian—. Ese tipo es sólo otro más.

—¿Qué te parecería escribir un reporte? Puedo escribirlo contigo.

—Ya lo hice, escribí cientos de ellos pero nunca sirven de nada. Sólo son un desperdicio de tinta, folios y tiempo.

—¿Y entonces?

—Entonces volveré al trabajo y con Barebone no hay nada que pueda hacer más que seguir lidiando con su estupidez lo mejor que pueda, justo como hasta ahora.

Celia no estuvo contenta con mi respuesta, pero no replicó.

—¿Segura que te sientes con ánimo de volver a trabajar? Puedo cubrirte si quieres, quizá volver a casa te sentaría bien.

Casa.

Era un concepto tan extraño.

No estaba segura de tener un lugar al que pudiera llamar de ese modo. Pensé en el apartamento. ¿Lo era? No, desde luego que no. Aquello no era una casa, menos un hogar. Era un sitio donde poder pasar la noche, como un hotel, pero incluso allí habría más calidez que la que yo había sentido en los últimos veinte años. «Cualquier cosa sería mejor que ese trozo de hielo con forma de apartamento», pensé. Reí, pero mi risa fue extraña. Fría, fuera de lugar. Como la música que va decayendo en las películas de horror y que se vuelve turbia, espeluznante y distorsionada justo antes de una escena horripilante. Más que risa era graznido.

—No, no quiero regresar a casa. —Pronuncié la última palabra con voz tan parca que el ambiente se congeló al instante.

—Bueno —carraspeó—, ¿qué haces normalmente luego de una crisis?

«Planear mi muerte o en el peor de los casos arrojarme de un puente», pensé con ironía. Si le decía esas cosas a Celia seguro que acabaría pensando que estaba loca. Más aún.

—Soportarlo —dije con el mismo tono parco. Estaba siendo espeluznante, lo podía notar en la forma que Celia me miraba, pero no era intencional.

—Y... —volvió a aclararse la garganta—. Uuhm, Taylor. No quiero entrometerme, pero si no es por lo de Barebone, ¿por qué estabas… aquí?

—Preparaba café —respondí rehuyéndole la mirada. Sabía que no se refería a eso, pero ni siquiera yo sabía por qué o cómo las cosas se me habían salido tanto de las manos; los ataques de ansiedad no eran raros en mí, ya se sabía. Sin embargo, hasta yo comprendía que éste en particular no había tenido nada de normal y había brotado de la nada.

—No nos conocemos mucho —empezó a decir—, pero la gente suele decirme que soy buena escuchando. Guardar las cosas dentro de uno no ayuda y lo que digas dentro de este trastero no saldrá de aquí. Al menos no de mis labios, Taylor. —Volvió a mirarme con empatía, esta vez no había tanta lástima en su mirada—. Lo siento, no quiero molestarte.

—No, está bien. Estoy bien, es sólo qué…

Suspiré. Celia seguía observándome, necesitaba una respuesta y aunque yo no tuviera una sabía que no iba a conformarse con decirle eso. Podía ser que sólo fingiera preocuparse por mí para correr a decirle los otros cuan patética era, no podía confiar en nadie. No al cien por ciento.

Pero tampoco podía perder mucho más.

—¿Hay algo que pueda hacer?

—La verdad es que estoy teniendo un par de malos días. —Me froté la ceja—. Tengo esta cosa que no he podido sacarme de la cabeza y está volviéndome un poco más loca de lo habitual, es algo bastante tonto, a decir verdad. —«Y tanto que lo es», pensé. Una estúpida estación de radio estaba haciendo estragos conmigo, de hecho, si necesitaba culpar a alguien de mis repentinos cambios bruscos de humor, culpaba a la estúpida Galactic Dart.

Un momento ¡eso era... la estación! No, no la estación sino uno de sus locutores.

—Creí que estaba segura de lo que tenía que hacer, de lo que quería y de lo que era. Pero de un momento a otro ya no sabía que creer o si debía creer en algo. —La ardorosa sensación de las lágrimas me regresó a los ojos—. Lamento contarte estas estupideces.

—No son estupideces, yo… —titubeó—. Yo también sé lo que se siente tener una imagen de ti misma y que venga alguien a reventártelo. Solía pensar que era fuerte ¿sabes? Que estaba hecha de roca, que podía vencer el destino que todos me auguraban y demostrarles que era más que una cara bonita. —Torció el gesto en una mueca de desilusión—. Cuando conocí a Malone dudé si realmente era más que eso, creí que con tiempo y esfuerzo reconocerían mi talento, pero para todos aquí soy la chica rubia y tonta de cara bonita. Casi hacen que lo crea, pero cuando me pusieron a tu cuidado y vi todas las cosas malas que se contaban ya sobre ti totalmente destruidas bueno… —Me sonrió y esta vez todo rastro de lástima se había esfumado de su mirada—. Lo que quiero decir es que lo que las personas crean de ti no define quien eres Taylor. Y yo no creo que seas nada de lo que dicen, soportas esta maldita oficina todos los días y eres la única que no se doblega ante Malone o Maximilian. Eres una revolucionaria Taylor, una luchadora, mucho más valiente de lo que te reconoces.

Todos con los que cruzaba palabras últimamente parecían empeñados en decir de mí todo lo contrario a lo que estaba acostumbrada. Aún no me preguntaba si tenían razón o no, pero cuando menos era curioso que después de tantos años de escuchar cuan incompetente era o tonta o inútil o estúpida o fea o gorda o tantas otras cosas malas viniese alguien a decirme que nada de eso era verdad.

—¿Estás bien?

—Sí, sí, lo estoy, sólo pensaba. —Cosas diferentes—. ¿Qué hora es?

—Las once, tal vez medio día ¿por qué?

—Porque creo que hay alguien a quien debo visitar.

—¿De verdad? —El ánimo pareció regresarle.

—Aún no sé si sea buena idea, pero sí.

—Si no lo haces no podrás averiguar si es buena o mala idea.

Su optimismo no se parecía en nada al que la mujer del puente tenía. El de Celia era mucho más moderado, no tan explosivo y aunque el de ella podía entenderlo más no me parecía ni de lejos tan brillante.

—Pero mi turno no ha terminado.

—Olvídate de eso. —Hizo un aspaviento con su mano, los hacía mucho—. Todos están bastante liados con lo de la auditoría, nadie va a notar que no estás aquí y si lo hacen yo te cubriré.

—No tienes que hacerlo.

—Insisto, esos tarados te la deben.

«…si buscan resultados diferentes hagan cosas diferentes». Había dicho el locutor.

—Supongo que puedo intentarlo.

—¡Así se habla!

—Te devolveré el favor.

—Olvídalo, con que me invites a un buen café basta. —Apuró el último trago de su vaso. Hice lo mismo. Sí, el aparato con el que lo hacíamos era bueno pero el café que producía seguía siendo mediocre.

Arrojé el vaso a la papelera y le agradecí una vez más.

—Taylor, espera. —Me detuvo—. ¿No pensarás ir así cierto?

—¿Qué quieres decir?

No respondió, lo que hizo fue recoger un bolso del suelo y hurgar en su interior hasta dar con un pequeño cuadrado plástico que me ofreció de inmediato. Era un espejo.

—No —dije, no me gustaba verme en los espejos. No podía reconocer a la persona que se reflejaba allí así que los evitaba tanto como podía.

Pero Celia no desistió y continuó tendiéndome el objeto.

Lo acepté a malas ganas. Al abrirlo y ver mi cara reflejada en el cristal entendí perfecto lo que quería decir.

—Demonios. —Mi cara era un espanto, es decir, más de lo usual. El poco maquillaje que me dignaba a ponerme cada mañana de mala gana, más por costumbre que por convicción, se había corrido dejando tras de sí un par de marcas negras sobre los pómulos.

—Tranquila, podemos repararlo. —Me guiñó y luego, empleando el mismo bolso por segunda ocasión desplegó un pasmoso arsenal de maquillaje—. Recárgate aquí, prometo que será rápido. —Señaló el borde del mueble que soportaba la cafetera.

Ahí dentro con trabajo si cabían dos personas. Y apretadas. Pero durante los siguientes veinte minutos Celia volcó toda su atención sobre mi rostro. Trabajaba con avidez, limpiando aquí y allá, recolocando mi cara con estudiada precisión cada que hacía falta y abriendo la boca sólo para murmurarme alguna orden concreta. Cierra los ojos, sujeta esto un momento, mira hacía este lado, ahora hacía el otro y cosas por el estilo.

—Bien, ya está listo —anunció—. Puedes mirarte si quieres.

Juzgando por la cantidad de cosas que había sacado y todo el trabajo que había hecho esperaba un resultado que desentonase con lo que usaba normalmente y fuera, quizás, excesivo. Me equivocaba. Cuando miré mi reflejo en el pequeño espejo casi ni me reconocí, de hecho, me llevó un par de minutos acostumbrarme a ello. El conjunto era contundente pero discreto. La sutil sombra, el perfecto delineado, la maravillosa combinación de tonos y el ligero rubor me hacían parecer alguien completamente diferente. La vieja Taylor de mirada irritada y ojeras cansadas, la mujer del rubio cabello deslustrado, aquella de piel mortecina y pálida a la que evitaba mirar en los reflejos se había evaporado, en su lugar un extraño y familiar rostro apareció ante mí.

«Conozco ese rostro», pensé. Lo conocía, claro, era un desconocido familiar, un inesperado extraño que había desaparecido hacía mucho tiempo atrás y ahora estaba de nuevo frente a mí, igual que en los viejos ayeres, como si el tiempo no hubiese pasado sobre él y nada le hubiese alterado. Ese reflejo de ojos curiosos y aspecto armonioso que me devolvía la mirada era yo, era yo hace muchos años, era yo antes de que todo se hiciera tan complicado, era Taylor amante alérgica de los gatos, la Taylor Fernsby que tenía ansias de comerse al mundo, la chica cuyo sueño era ser jardinera...

Era una Taylor antigua.

Una que había muerto.

O al menos que yo creía muerta.

Y sin embargo ahí estaba ella, mirándome con los castaños ojos heredados de los Fernsby.

Quise llorar de pura nostalgia, pero seguro que estropearía el bonito trabajo de Celia así que resistí el impulso.

—¿Estás bien?

—Sí —suspiré—. Sí estoy bien, sólo un poco sorprendida. —«No tenía ni idea de que aún podía verme de este modo», agregué para mí.

—Y, ¿qué te parece? —preguntó, el timbre de su voz era ansioso, hasta temeroso.

—Es increíble Celia —respondí con sinceridad—. Eres jodidamente buena en esto. —Reí, todavía embelesada—. Hasta lograste que parezca una persona decente.

—Realmente no hizo falta mucho, tienes un rostro muy bonito Taylor.

—Ahora sí. —Asentí—. Gracias.

—No fue nada. —Sonrió y comenzó a recoger todo lo que había usado, guardándolo con pulcritud dentro del bolso—. Ahora sí estamos preparadas.

—¿Segura que no te importa cubrirme?

—Claro que no, vete, anda. Deja de preocuparte por esos idiotas. —Señaló tras su espalda.

—Te lo agradezco mucho, en serio. Todo. —Celia simplemente me guiñó antes de marcharse.

Por primera vez en la vida al salir de la torre sabía dónde debía ir. Era una estupidez, pero si lo pensaba demasiado no lo haría así que, sin pensarlo, ni planearlo o ser plenamente consciente de ello abordé el primer autobús con destino a Saint Michael que se cruzó en mi camino. Para cuando el acero del Community se dejó ver caí en cuenta que no conocía nada del otro lado de él y aunque sabía lo que buscaba no estaba muy segura de cómo llegaría hasta allí, así que dispuesta a no cometer el mismo error escribí Galactic Dart en el buscador del móvil. Pocos segundos después tuve las respuestas en la mano: dirección, teléfono y una ruta más o menos entendible para llegar.

Volví a colocarme los auriculares.

Galactic Dart era una estación difícil de definir y creo que hubiese sido complicado hacerlo incluso para los que trabajaban allí; porque a diferencia de las emisoras de L’Scolo que solían enfocarse en la difusión científica y noticias variadas o las de la propia Saint Michael que principalmente eran programas de música, GDR no tenía un patrón establecido del todo. Había música sí, pero no de un género definido. Podían poner música retro, rock, clásica, metal, pop, algunas canciones que posiblemente sólo los locutores conocían de tan extrañas que sonaban e incluso una vez un bloque entero de cantos gregorianos y otro de gaitas. A veces daban noticias y tenían programas especializados en tal o cual tema, asumían también, de tanto en tanto, los clásicos reportes del clima y de tráfico. Pero el concepto como tal era extraño y generalmente todos hacían lo que les venía en gana.

—Se tienen bien ganada la mala fama. —murmuré con moderado desagrado. La verdad era que el programa me encantaba, pero ni muerta lo iba a admitir, así que por muy raro que fuese eso no impidió que yo escuchara cada uno de los programas que componían el formato, con escalofriante fidelidad, desde que los descubriera.

No era raro entonces que a esas alturas supiera seguro que la mujer que me rescatase en el Community trabajaba ahí.

Casi como si se dispusiera a confirmar mis pensamientos cuando estábamos en pleno puente un anuncio pre–grabado con la voz de la dichosa mujer se escuchó de repente, consiguiendo alterarme de nuevo. Y escucharlo sólo trajo a mi mente la alocada idea que llevaba varios días barajando, la cosa loca y diferente que quería hacer. O, al menos, una de ellas, la que tenía más posibilidad de ser estúpida pero al mismo tiempo la más segura de todas.

Y que, contra todo pronóstico, estaba llevando a cabo.

«Basta con escucharla todos los días, aunque sea por la radio. No necesito más», había repetido eso al menos una vez al día desde que descubriera Galactic Dart y más específicamente el programa locutado por Jessica Sortis.

La mujer del puente, nada menos.

Y oírla fue suficiente durante varias semanas... «No necesito más, no necesito nada», pensaba, pero mientras más escuchaba, mientras más oía las rarezas que decía menos entendía por qué me había salvado y menos aún por qué había estado dispuesta a saltar junto a mí. Toda una serie de preguntas que deseaba hacerle me rondaban la cabeza sin cesar, venían, se iban, y regresaban con mayor fuerza. Pensamientos recurrentes que por muy muy poco no caían en lo obsesivo. Se sentía como si mis acciones fuesen las de una adolescente con los pensamientos ofuscados por querer conocer cada aspecto en la vida de la celebridad del momento, sólo que ni yo era una adolescente ni ella una celebridad.

Pensar en la locutora podía no ser saludable para mi estabilidad mental, tampoco le iba de mil maravillas al resto de esferas en mi vida cuando lo hacía, pero a una parte de mí le sentaba excelente. Así que como vil enfermo que necesita una desesperada cura para una enfermedad que no entiende y nadie se ha tomado la molestia de explicarle, me había lanzado en un viaje que tenía todas las probabilidades de salir mal al otro lado de la bahía con la esperanza de que esa mujer pudiera arrojar algo de luz a mis ensombrecidas preguntas.

¿Por qué demonios estaba tan desesperada por volver a escucharla o verla?

«Fue gentil…», pensé.

Además, estaba perdida, seguía estándolo, lo había estado siempre. Pero era la primera vez que deseaba que alguien me encontrara. Necesitaba saber la verdad, una verdad cuya pregunta no podía siquiera concretar, aunque sabía que una vez tuviera la verdad, no sabría qué hacer con ella.

Descubrir que quien hablaba al otro lado de la radio y quien me había dado un paquete gomitas en forma de oso se trataba de la misma persona no fue difícil, Jessica tenía una voz muy característica… además de una insana e inconfundible manía de decir estupideces. E incluso si eso fallaba en el sitio de internet de la estación había un apartado en el que podía consultarse la información de los programas que incluía una imagen y la descripción de su respectivo locutor.

Una de esas imágenes mostraba a una mujer con un gorro tejido que le cubría la mitad del rostro y aunque no era el mismo con el que la recordaba, porque éste a diferencia del otro no tenía coletas, y aunque sólo pudiera ver su mentón y parte de su nariz sabía que se trataba de Jessica.

Habría apostado por ello.

El resto de locutores no eran menos extraños, había un hombre de barba verde, una chica con largas rastas rubias, otra con casi tantos piercings como tatuajes y un sujeto cuya delgadez, ojeras y la extraña sombra que sus cejas proyectaban alrededor de sus ojos le hacían parecer un muerto viviente. Irónicamente el que lucía más normal era el presentador de La Mazmorra, un espacio dedicado a todo el mundillo de los videojuegos, el anime y los comics.

Por personas como aquellas a L’Scolo no le faltaba intención de cerrar las fronteras con los vecinos, pero por más que lo deseara no podía hacerlo, seguían siendo parte del mismo país después de todo y la diplomacia entre ciudades era importante.

Las separaban apenas un par de kilómetros de mar, pero de todas formas el cambio de una a otra era drástico y lo suficientemente rápido para que ni siquiera necesitaras llegar al centro de ninguna para notar que no eran en absoluto parecidas. Para llegar a la más animada había que cruzar la mitad oeste del Community y ya las diferencias empezaban sencillamente con el asfalto de la carretera, el que llevaba rumbo a Saint Michael no estaba en mal estado, no era de un tono diferente de gris ni nada por el estilo, pero de algún modo se sentía distinto bajo los neumáticos del autobús.

Cruzado el puente el recorrido terminaba, el transporte público de mi ciudad no se aventuraba más allá. Bajar fue como poner pie en otro planeta, las personas, los edificios, las calles, hasta las señales de tránsito emanaban una vibra extraña y colorida. A pesar de lo que dijeran la ciudad vecina no estaba desorganizada, tenía un orden, pero ese orden parecía sólo ser entendido por sus habitantes, para el resto de nosotros no era más que una ciudad revuelta e intrincada que se había ensanchado sin planeación, un laberinto que iba creciendo conforme pasaba el tiempo pues Saint Michael era tan despreocupado como L'Scolo era rígido.

Puede que no hubiera ni dos kilómetros entre ellas, pero hasta las personas socialmente desplazadas como yo sabían que en realidad estaban tan distantes como Plutón lo está del Sol.

Me tomó sesenta y tres minutos más –luego de cruzar el puente en apenas diez– llegar hasta el edificio desde donde se transmitía el programa. Quizá hubiese podido encontrarlo más fácilmente si hubiese tenido el coraje para preguntar a alguien las indicaciones, pero temí que las personas, aún con sus pintas raras, pudieran juzgarme o reírse. Así que deambulé en círculos por un par de calles tantos minutos que me sorprendió nadie llamara a la policía informando que una loca con cara de psicópata andaba merodeando frente a sus casas. Uno no podía hacer esa clase de cosas allá en el viejo L'Scolo donde las conductas inapropiadas no eran toleradas y del otro lado de la Bahía de la Comunidad, allí en la utopía Desjardin, todo era considerado una conducta inapropiada.

Cuando el modesto lugar apareció por fin ante mis ojos creí que me había equivocado, no era ni de lejos tan raro como lo esperaba. Tenía una fachada bastante sosa hecha de grisáceo hormigón desnudo y algunas ventanas sencillas, al edificio lo rodeaba una cerca metálica de puntas tipo flecha en cuya base crecía un seto de arbustos altos y bien cuidados, coronados con hibiscos rojos. Lo único que destacaba eran las grandes parabólicas blancas del techo y las letras GDR hechas de acero amarillo empotradas en la marquesina de entrada.

No lo acostumbraba, pero cada vez que intentaba algo nuevo una sensación extraña me invadía el cuerpo, una mezcla incontrolable de adrenalina y terror. Quería correr porque a pesar de que el sitio era bonito, extrañamente normal, tuve la impresión de que, una vez que entrara en ese edificio, ya nunca volvería a ser la misma.

Yendo contra mis instintos más básicos, entré. Lo peor que podía imaginarme que me pasaría dentro era morir y eso ya lo quería ¿verdad? Así que no había problema. No tenía nada que perder.

Dentro seguía siendo inusualmente común, con las paredes blancas que contrario a mi lugar de trabajo aquí sí que cumplían el objetivo de hacer parecer el espacio más amplio de lo que era. En la pared que había nada más entrar algunas letras metálicas pintadas con un degradado de turquesa a púrpura rezaban Galactic Dart Radio, bajo ellas un viejo escritorio de madera ornamentada hacía las veces de recepción. Sentado tras él un muchacho con el cabello rapado de un lado y la otra mitad, la más larga, pintada de amarillo fluorescente que empezaba a desteñir, expansiones en los lóbulos de ambas orejas, brazos tatuados y una ristra de arillos en la nariz me recordó en qué lado de la bahía me encontraba.

El muchacho estaba leyendo alguna especia de libro colorido con el dibujo de un pato en la portada, parecía muy entretenido y realmente no quise molestarlo de inmediato por lo que me quedé allí de pie sin decir nada. Simplemente mirándolo con la esperanza de que él notara mi presencia antes de que yo tuviese que hacer algo. Su apariencia en conjunto habría sido amenazante de no ser porque era demasiado delgaducho. Los nudillos huesudos le abultaban la piel de las manos, el rostro alargado y afilado, la clavícula se marcaba notoriamente bajo su camiseta negra. La delgadez y el cabello deslavado y despeinado le daban más un aire de vagabundo estrambótico que de confiable guardia de seguridad.

—Hola —le saludé quedamente luego de entender que si no lo hacía bien podía estar parada allí todo el día.

—¿Qué hay? —dijo sin mirarme.

—Busco a alguien.

—Igual que todos, camarada. —Esta vez me miró. Tenía una sonrisa en la cara, pero más que parecer alegre por mi presencia creía que era por algo de lo que había estado leyendo—. ¿A quién cazas hoy?

—En realidad no estoy segura de sí aún está aquí. —Miré el reloj de la pared—. Se me hizo algo tarde.

—¿De quién se trata?

—Sortis.

—¿Sortis? —Asentí—. Me suena, claro que me suena, pero Sortis, ¿aquí? —Movió el cuello negativamente. Después giró su silla hacía el interior del lugar y gritó—: ¡Oye Jerry! ¡Jerry! ¡Jerrss!

—Cálmate hombre. —Una nueva guardia apareció entonces. Esta era mucho más amenazante que su compañero, bastante alta y de hombros anchos, fornidos. Para aumentarle el mohicano pintado de rosa que lucía, contrario al rubio desteñido del otro, sí aumentaba su aura de peligrosidad—. Hola —me saludó cuando reparó en mí, allí de pie, luego miró a su compañero y mientras le alborotaba el rubio pelo con la mano cual si de chiquillo se tratase le dijo—: ¿Qué te pasa?

—¿Conocemos a algún Sortis?

—Sortis… ¿No es así como se apellida Jessica?

—¿Jessica?

—Jess.

—Ah, sí, la buenaza de Jess. ¿Te refieres a ella? —Asentí otra vez—. Por ahí hubieras empezado mujer, si buscas a Jess sí, está aquí todavía. —Y bien, sonreí, aquella travesía no había resultado tan difícil. Los extravagantes sujetos de Saint Michael no eran tan peligrosos como te hacían creer, eran un poco raros sí, pero también amables. «Quizá no estaría mal hacer cosas diferentes iguales a ésta más a menudo», pensé con alegre esperanza—. Aun así, no puedo dejarte entrar. —Y es así como mis esperanzas fueron aplastadas de un solo golpe.

—¿Por qué?

—Mi trabajo es vigilar que nadie con pinta sospechosa entre a la estación.

—¡Todos ustedes parecen recién salidos de un maldito carnaval! —protesté.

—Pero tú no te pareces a los demás ¿verdad? —Levantó las cejas examinándome de pies a cabeza sin siquiera molestarse en disimular—. De hecho, comparada, tú te ves muy corriente ¿no? —Pude haberme ofendido por la manera tan cínica con que lo dijo, pero estando rodeada de gente estrafalaria y viniendo el comentario de un sujeto con pinta de vagabundo y el pelo teñido de amarillo fluorescente era más un halago que otra cosa.

—Deja a la chica en paz Ray, ¿no eras tú quien decía que cada uno era libre de vestirse como le viniera en gana? —le reprochó su compañera—. Si la señorita aquí —me señaló— quiere vestirse como uno de esos oficinistas sin alma de L’Scolo es su problema, qué más te da eso a ti.

El rubio desteñido murmuró una protesta contra su compañera y volvió a enfrascarse en su lectura.

—¿Por qué buscas a Jess? —me preguntó la mujer.

Y allí estaba, la pregunta del millón. ¿Por qué estaba buscándola? ¿Para qué? ¿Qué iba a decirle cuando la viera? ¿Y si lo del número había sido una formalidad? ¿Qué si no me recordaba? No creí que pudiera pasar olvidarse de alguien a quien has salvado de arrojarse al vacío en mitad de la noche, pero podía pasar que sí y si verdaderamente no me recordaba iba a subir unos cuantos peldaños en la escala de lo patético.

«Piensa, Taylor».

—Me debe una gabardina. —Sonreí al decirlo, cómo sí hubiese dicho la cosa más inteligente del mundo en lugar de aquella estupidez.

Ambos guardias enarcaron las cejas e intercambiaron una mirada, luego la del mohicano rosa se encogió de hombros y al perecer fue el gesto con el que ambos decidieron ignorar mi torpe comentario.

—¿Prometes no hacer nada malo si te dejamos entrar?

—Claro —dije—, yo sólo vengo a ver a Jessica. No pretendo quedarme mucho.

—¡Lo ves! —exclamó el rubio—. ¡Es muy aburrida! Ninguno de esos sujetos habría dicho eso. —Señaló a la calle por donde iban pasando algunos tipos ataviados con bermudas y cargando enormes tablas de surf—. Ellos se habrían reído en mi cara y dicho algo como que yo no los mando o que las reglas hay que romperlas.

—¿Saint Michael sólo acepta anarquistas o qué?

—Ignóralo —dijo la guardia llamada Jerry—, ha estado irascible desde que empezó a leer ese libro del pato.

Comparado a la seguridad que algunos lugares de L’Scolo tenían aquel par no era nada y si querían alguien que rompiera las reglas entonces podía intentarlo. Ya había llegado muy lejos como para retractarme ahora así que iba a entrar a como diera lugar.

—Voy a entrar —dije—. Tengo que entrar y lo haré con su permiso o sin él.

—¿Lo ves? Esa actitud ya me gusta más. —Ray se volvió al recibidor y pasando medio cuerpo sobre él rebuscó algo detrás—. Diviértete ahí dentro —dijo, pasándome por el cuello el pequeño cordel que sostenía un gafete de visitante.

Estaba por preguntar cómo llegar a donde fuera que estuviese Jessica hasta que la mujer del mohicano se adelantó diciéndome:

—Yo te escoltaré.

Pasando el puesto de seguridad el resto del edificio sí que se acercaba más a lo que cabía esperar de Saint Michael, el blanco de las paredes dio lugar a una cantidad epiléptica de colores. Los empleados eran igual de extravagantes que los guardias y Ray tenía razón, quien desentonaba, de un horrible y bizarra forma, era yo, con el soso suéter color crema y los pantalones negros.

—Es aquí —anunció—, aguarda un momento. —Tocó la puerta con los nudillos antes de abrirla un poco y entrar.

Unos minutos después la puerta volvió a abrirse. La guardia salió, seguida por la mujer a la que le debía una segunda vida.

—Yo debo volver a la entrada. —Jerry se deslizó sobre sus talones para dar la vuelta, antes de irse me sonrió con gentileza—: Nos vemos —dijo y se fue, despidiéndose con la mano.

Cuando desapareció entre la multitud de empleados Jessica y yo volvimos a quedarnos en silencio. Hasta que sonrió de medio lado alzando las cejas con una mirada divertida que tenía la pregunta ¿Qué estás haciendo aquí? implícita.

—Se me terminaron los ositos de goma. —Me sonrió incrédula—. ¿Quieres acompañarme por un café?

—No bebo café, pero podemos ir por uno para ti si quieres.

—Hey Jess, ya tenemos que– —Una mujer de aspecto un tanto hippie, con un par de grandes plumas como pendientes salió de pronto, abrió la puerta tan intempestivamente que estuvo a punto de golpear a la locutora—. Uy, perdona, no te vi —rio, pero se interrumpió al verme—. No sabía que tenías compañía. —Enarcó las cejas, parecía divertida—. Hola —saludó sonriente.

O era mi impresión o en Saint Michael todo mundo sonreía mucho.

Quizá sólo era que yo sonreía muy poco.

—Tómate un minuto más —dijo a Jessica guiñándole.

—Gracias Noch, pero volveré en un segundo.

—Te esperamos dentro entonces.

—Perdón —murmuré cuando volvimos a quedarnos a solas.

—¿Por qué?

—Estás en pleno programa. —Era obvio que ella estaba trabajando y yo venía a interrumpirla. Si había salido a verme, intuía, era porque los cortes comerciales se lo habían permitido, pero ahora que habían terminado tenía que volver—. Creo que será mejor que me vaya.

—¿Irte? —Parpadeó desconcertada—. ¿Pero y el café?

—Dijiste que no bebes café.

—También dije que podemos ir por uno para ti si quieres —recordó—. Seguro que yo encontraré algo bueno. —Sonrió, después miró por encima de su hombro—. Tengo que volver ahí dentro —anunció y pareció levemente desilusionada por la idea—, pero dame unos veinte minutos y volveré ¿sí? —Moví la cabeza en un torpe asentimiento, no podía impedírselo, yo era quien importunaba después de todo.

 

Notas finales:

No prometeré que será pronto pero tarde o temprano he de volver.


-Ilai out.


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