Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

La caja púrpura de Jess por LePuchi

[Reviews - 22]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Notas del capitulo:

Bueno, bueno, bueno. ¿Qué está pasando? ¿Ilai publicando dos capítulos en menos de un año?


¿Qué quieren que les diga gente tras la pantalla? Yo también me sorprendo, la verdad es que sí. Pero no quería dejar pasar la oportunidad de ponerme a escribir como loca y ahora que tengo bastante tiempo libre hay que aprovechar.


Está recién sacado del horno así que disculpad si hay uno que otro error, espero que lo disfruten.

 

El agujero de las donas

 

Tal como había supuesto, ir a la estación y preguntar por Jessica fue imprudente de mi parte pues si sospechaba que le interrumpí en plena transmisión que tuviera que volver a entrar en la cabina apenas un par de momentos después me lo confirmó. Pero no volvió dentro sin antes aceptar mi invitación a por un café, nada menos que un completo milagro, sobre todo luego de que yo dijera aquella estupidez de: Se me terminaron los ositos de goma. Me alegraba que pese a todo hubiese dicho que sí, claro, pero apenas hubo cerrado la puerta tras de sí la incomodidad volvió a invadirme de nueva cuenta y los momentos que trascurrieron conmigo allí de pie, rodeada de tantos estrafalarios, fueron de los más incómodos vividos en mi vida.

«¡Demonios!», quise gritarles. «¡Ya lo sé! ¡No me veo como ustedes, lo sé!»

Parecía imposible y de hecho quizá no fuera más que producto de mi imaginación, pero aunque la estación estaba llena de gente me daba la paranoica impresión de que todos estaban, de algún modo, mirándome o susurrando algo contra mí.

«¡Claro que sí, Taylor!», pensé con ironía. «Cómo no si eres tan interesante…».

Ir hasta allí había dejado de ser una emocionante aventura.

La idea de huir era cada vez más tentadora y de no ser porque sabía que si lo hacía echaría a correr para no volver jamás me habría alejado a penas el chasquido de la cerradura hubo sonado.

—Maldición —mascullé atusándome la ceja.

Tal vez regresar donde los guardias se encontraban no sería mala idea. ¿Pero con qué pretexto volvería? No podía ir y simplemente soltar algo como: «¡Hey! Ahí detrás se está realmente solitario, creo que me quedaré aquí un rato. Ya saben, para no parecer tan patética allí de pie», por más verdad que fuera no podía ser tan penosa.

—Aguántate, ya estamos aquí… —murmuré. Bajito, por supuesto, ya bastante tenía con sentirme observada y juzgada como para que, además, corriese el riesgo de que agregaran demente al catálogo.

Divagaba profundamente, cuestionándome qué tan inmóvil tenía que quedarme para pasar por parte del papel tapiz, justo cuando la puerta contigua volvió a abrirse. Me parecía increíble porque, aunque se había sentido como una eternidad, no habían pasado ni cinco minutos desde que Jessica volviera dentro. Sabía que era demasiado pronto para que saliera y aun así gran parte de mí deseó que realmente se tratase de ella para poder dejar de sentirme tan jodida parada en el mismo sitio.

—Hola. —Claro que no se trataba de ella, sino de la mujer de aspecto hippie que momentos antes casi le estrella la puerta en la cabeza a la locutora—. Creía que te habías ido —dijo con sorpresa—. ¿Qué haces todavía aquí?

—Espero que Jessica termine su turno.

—Vaya —puso una mueca desaprobatoria—, fue un poco desconsiderado de su parte dejarte esperando fuera.

—Para nada —negué rápidamente—, soy yo quien vino a interrumpir su día.

—De hecho, es posible que tarde un poco más de lo usual. Tiene que hacer un par de pruebas ahí dentro. —Me sonrió con culpabilidad. Me lo temía, toda mi buena suerte se había agotado luego de escuchar el programa de Jessica en aquella cafetería—. Pero no tienes que quedarte aquí, puedes esperarla en la cabina si deseas. —Señaló la puerta a su espalda.

Por lo poco que alcancé a entrever de reojo cuando la puerta se abrió, detrás estaba efectivamente la cabina y aunque me daba curiosidad saber cómo era por dentro el temor de estar presente e interrumpir algo era más grande que la intriga que me generaba.

—Mejor aún, mientras terminan ahí detrás iré por un bocadillo ¿quieres venir? —ofreció—. Así podemos hacernos algo de compañía mutua. —Tampoco me apetecía acompañarla, pero entrar no era una opción y estar ahí de pie tampoco me gustaba así que moví la cabeza afirmando—. Estupendo, volveremos en un pispás ya verás. Soy Nochtli, por cierto.

—Taylor —dije y tuve que recordarme que no estaba en L’Scolo para poder suprimir el impulso de agregar Fernsby.

—Mucho gusto, ¿eres una vieja amiga de Jess?

—Yo no diría tanto, digamos que sólo somos conocidas.

Y aún con ello era decir más de lo que realmente éramos.

—Qué extraña.

—¿Disculpa?

—Ah, no lo dije por ti. Es la situación —explicó—. Es que a veces me jacto de conocer bien a mis locutores y como no me eres familiar por eso creí que eran viejas amigas. Que sólo seas una conocida hace más extraña la situación.

—¿Por qué?

—Jessica no acostumbra traer personas a la estación.

—En su defensa diré que en realidad llegué por mi cuenta.

—¿Tomaste el tranvía?

—Quiero decir que Jessica no sabía que vendría.

—Las visitas inesperadas son las mejores —afirmó con una enorme sonrisa.

No compartía su opinión. Para nada, estaba más acostumbrada a ser cita cada vez que quería visitar a alguien o simplemente no visitaba a nadie.

—¿Y hace mucho que se conocen tú y Jess?

—No, nos conocimos hace muy poco.

—Pues pareces agradarle mucho. —Sonrió pícaramente—. Lo digo porque cuando volvió a entrar parecía muy sonriente.

—¿No es así con todos todo el tiempo?

—Sí.

La charla cesó luego de aquello. No había entendido en absoluto a qué se refería, pero estaba acostumbrándome a no terminar de entender lo que querían decir las personas de por allí.

Mientras seguía diligentemente a Nochtli por los pasillos del edificio mi asombro iba en aumento con cada paso. Primero porque el lugar era más grande de lo que me había parecido. Segundo porque cada que nos cruzábamos con alguien, ya fuera una sola persona o un grupo, detenía sus labores un momento para dedicarle un saludo o una sonrisa a la mujer a quien seguía; ella devolvía ambas cortesías con gentileza.

También me saludaban a mí, un poco por descarte creo.

—Buenos días Zack. —Le sonrió a un muchacho bastante joven que empujaba un carrito repleto de paquetes y cartas, después de que él murmurase, con respeto casi reverencial, un saludo atropellado.

El tono con el que el chico habló me sorprendió, era el tono que usas sólo con las personas a las que tienes en una estima altísima o cuyo puesto es infinitamente superior al tuyo. Y por mucho.

—Excelente trabajo entregando esa correspondencia. —Dio una palmada a su hombro.

—Gra–gracias —tartamudeó, notablemente más nervioso pero también satisfecho.

—Que tengas un buen día —se despidió Nochtli siguiendo con nuestra marcha.

—Hasta luego —me despedí yo.

Estaba segura de que aquella mujer era la jefa en ese sitio, no había dudas. Y si no era la mandamás de todos al menos tenía un puesto lo suficientemente alto.

La jefa… y me había invitado a por un bocadillo. ¡A mí! Una desconocida intrusa que se había colado en su estación para interrumpir el programa. Tal vez mi suerte no se había agotado toda después de todo.

Los saludos y la caminata siguieron un poco más y al marchar a su lado casi me pareció entender el por qué Max Barebone disfrutaba tanto estar cerca de David Malone. Era obvio que los donnadies como nosotros difícilmente conoceríamos lo que Malone y Nochtli tenían que afrontar cada día, caminar a su sombra y recibir algo de ese respeto por pura asociación era lo más cercano al sol que podíamos volar sin miedo de que nuestras alas se derritieran, porque si andabas paseando con el jefe TENÍAS que ser importante.

«Pero no es completamente lo mismo», pensé. Y no, claro que no, cinco minutos con Nochtli habían sido suficientes para darme cuenta de lo diferente que era ella de mi propio jefe.

—Llegamos —anunció, deteniendo nuestros pasos, y mis pensamientos, frente a una máquina expendedora.

Enarqué las cejas. ¿A eso se refería con un bocadillo? ¿A una golosina de la máquina?

—Siento la caminata, pero sólo ésta pequeña tiene esas bellezas —Apuntó un paquete blanco con azul. Galletas de azúcar y nuez—. ¿Qué te gustaría? —preguntó mientras introducía un billete en el aparato.

—Uhm, yo… bueno, no estoy segura. —La máquina estaba a rebosar de cosas, todas lucían iguales a mi pobre criterio y no tenía predilección por nada así que decidir era realmente difícil.

Luego de unos minutos y un intenso debate mental, me decidí al final por un paquete de barritas energéticas de avena y fresa.

—Apuesto que no esperabas esto ¿no?

—Para nada.

Habíamos vuelto sobre nuestros pasos y estábamos sentadas en los pequeños bancos de concreto que había en un jardincillo relativamente cercano a la cabina. Era el lugar del almuerzo según me había dicho.

—¿Puedo preguntarte algo? Me carcome la duda desde hace un rato.

—Seguro, puedes preguntar.

—No eres de Mike, ¿cierto? —Levantó las cejas, con una sonrisa un tanto burlesca—. Eres de L’Scolo. —Aquello fue afirmación, no pregunta.

Inmediatamente el pánico se apoderó de mi cuerpo. Era evidente que lo era, pero no esperaba que alguien me encarase por ello. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Odiaría Nochtli a los residentes del otro extremo? ¿Iba a echarme de allí? ¿Quería hacerlo discretamente y por eso nos habíamos alejado de la cabina? Sabía lo que en L’Scolo pensaban sobre Saint Michael, pero qué pensaban los vecinos de Saint Michael acerca de L’Scolo estaba fuera de mi liga.

Había llegado tan lejos…

Y ahora iban a echarme.

No quería irme, no todavía, no sin conseguir las respuestas que necesitaba. Me maldije, maldije mi estampa y a la ciudad en que vivía por ser innovadora en muchos aspectos pero aun así tener una mentalidad tan retrógrada en cuanto a los vecinos.

Una suave risa, elevándose poco a poco a carcajadas, me trajo de vuelta del mundo de mis pensamientos al planeta tierra.

—¡Deberías haber visto tu cara ahora! —Era la jefa quien reía y cuando pudo dominar su risa dijo—: Tranquila, no me importa de dónde seas y si ciertamente eres de L’Scolo acaso eso hace que me agrades más.

—¿Por qué?

—Tienes coraje.

¿Coraje? ¿¡Coraje yo!? ¿¡Pero ésta mujer me había visto bien si quiera!? Yo era muchas cosas, la mitad de la lista que podía enumerar no era nada buena y a pesar de que tal vez tuviese una que otra cualidad positiva perdida por alguna parte; valiente no era, ni sería jamás, una de mis cualidades. Podía ser cualquier cosa, habría aceptado que dijese cualquier otro adjetivo, quizá hasta me lo hubiera creído, pero ¿coraje? Yo era de todos menos valiente.

—No tengo coraje.

—Oh, lo tienes, claro que lo tienes. —Asintió segura—. Casi ninguno de tus conciudadanos se habría planteado venir si no fuese realmente necesario, no hablemos de realmente atreverse a cruzar el Community.

—Me sobrestimas.

—No lo creo. —Sonrió—. Al parecer no les agradamos mucho. —No lo dijo con rencor ni en tono despectivo. Parecía más divertida con el hecho de que sus vecinos pensaran esa clase de cosas.

—Lo lamento.

—¿Por qué? Tú no eres todo L’Scolo ni creo que hayas impuesto esa tonta apatía por nosotros ¿o sí? Y es agradable ver que viniste a visitar a alguien aquí, por lo que asumo que al menos un poco sí que te agradamos. —Me guiñó como si acabase de pillarme cometiendo una travesura—. Además, aunque no recibimos muchas visitas, tenemos algún que otro radioescucha por esos lares. —Bajó la voz y en un susurro, como si fuese secreto, dijo—: Y aquí entre tú y yo no son particularmente pocos.

—¿No?

—En absoluto. —Su sonrisa se ensanchó con suficiencia—. Sospecho que en realidad un poco sí que le simpatizamos a más de uno. —Me guiñó de nuevo.

Yo no creía que L’Scolo o sus habitantes sintiesen simpatía por Saint Michael, si me preguntaban a mí hubiese dicho que era más envidia que otra cosa. Ellos parecían tan libres, tan despreocupados, tan alegres… ¿y qué teníamos nosotros? Opresión, estrés e infelicidad. Intentar comportarse y ser perfecto tal como lo requerían los estándares de mi ciudad era agotador, aburrido y potencialmente destructivo. Por supuesto que envidiábamos a los vecinos, deseábamos lo que no podíamos tener y ellos parecían poseer todo lo que nosotros no y ser todo lo que nosotros no podíamos.

Por eso, exactamente por eso, estaba allí. Quería averiguar si también yo podía lucir tan feliz como Jessica aparentaba, si había alguna fórmula para tener esperanza al final del camino, si podía huir de todo lo que se había vaticinado para mí y mi futuro. O si en cambio aquella explosiva felicidad estaba reservada únicamente para algunos afortunados.

Y como lo más probable fuese que no tuviese yo ninguna esperanza me era suficiente con pasar un rato fingiendo que durante un ínfimo momento no era tan infeliz.

—No sé de otros, pero a mí me agrada el programa.

—Así que eres una de nuestros radioescuchas ¿eh?

—Podría decirse.

—¿Y qué te parece?

—¿Sinceramente?

—Claro, aquí sólo se habla de ese modo.

—Es raro —comencé con temor, pero Nochtli no cambió de expresión—. No tiene ninguna estructura, ningún patrón y cada uno hace lo que le viene en gana. Al menos eso parece, pero es el espíritu de Saint Michael en estado puro y no esperaría menos de la mejor estación de toda la bahía.

—¡Ja! Gracias por el cumplido, significa mucho viniendo de un vecino. Y no creo que nadie lo haya definido mejor antes. Sólo te equivocas en algo —pausó sus palabras, levantando el índice—, no somos la mejor estación de por aquí. 

—¿Cómo qué no? —Creía que lo eran, lo eran para mí, pero tampoco podía compararlo con nada—. ¿La de mayor rating?

—Ni de lejos —negó con gracia—. La estación con más audiencia es Bay News y la de mayor popularidad es SM Beach, pero estamos después de ellas así que tampoco estamos tan lejos del podio.

Nochtli era muy agradable y era fácil charlar con ella porque no decía tantas sandeces ni me miraba raro por decir lo que pensaba. Así que, gracias al paseo, la espontanea merienda y la conversación, durante la cual la jefa siguió insistiendo que en realidad le parecía admirable que me hubiese animado a ir por esos terrenos, el tiempo que debía esperar por Jessica se hizo más ameno y soportable; por lo que antes de darme cuenta los minutos que le restaban al programa casi se habían consumido.

Sin aceptar una negativa de mi parte Nochtli me arrastró hasta la cabina de nuevo, pero esta vez no permanecí esperando fuera, sino que me hizo seguirla hasta el interior. Abrió la puerta con sumo cuidado y se volvió con el índice puesto contra los labios guiñándome, luego apuntó a Jessica y a un luminoso anuncio de neón que rezaba: Al aire.

La cabina era espaciosa y curiosa cuento menos. Se trataba de una estancia entera dividida en dos cuartos más pequeños separados por un gran vidrio trasparente. La habitación más amplia, la que estaba justo frente a nosotros y del otro lado de la ventana, tenía una especie de mesa circular al centro con muchos cables y aparatos sobre ella y un par de sillas que parecían realmente confortables alrededor; una de las cuales era ocupada por la locutora quien le hablaba al micrófono que tenía al frente y parecía responder al fragmento de alguna pregunta que o bien no habíamos llegado a escuchar o bien se la habían hecho a través de los cascos que traía puestos. Aunque sonrió cuando nos vio entrar su concentración volvió rápidamente a enfocarse en lo que fuese que escuchaba a través de los cascos, lucía muy profesional y cuando la jefa le hizo una señal con la mano lo único que hizo ella fue levantar el pulgar y asentir un poco.

El trozo de cabina donde nos encontrábamos nosotras era más pequeño y toda la parte al pie de la ventana era ocupada por una mesa con bocinas, micrófonos y demás artilugios extraños rematados por palancas y botones de colores.

Había dos hombres más ahí dentro, pero el espacio seguía siendo suficiente.

—Migue, Rush —llamó su atención—, ella es Taylor, amiga de Jess. Tay, él es Rush, uno de nuestros controles y Miguel el locutor de Breakfast.

—Cualquier amigo de Jess es bienvenido en nuestra estación —me guiñó el que parecía mayor. Tenía una perilla teñida de color verde y aunque Nochtli no lo hubiese mencionado podía recordarle como locutor gracias al sitio de internet de la estación.

—Pónganse cómodas, pero no mucho, no nos quedan más de unos minutos al aire. —Ofreció el otro sujeto bajando la diadema de los audífonos a su cuello. Nochtli se sentó frente a la consola y me señaló la silla sobrante para que me sentara junto a ellos, que miraban al otro lado a través de la gran ventana.

—Y ¿cómo vamos? —preguntó.

—Excelente jefa, el sonido está bien y la transmisión fluye como de costumbre.

—Déjanos oír, Rush, si eres tan amable. —El tipo llamado Rush presionó un botón. La voz de la locutora al otro lado del cristal resonó entonces por los altavoces justo para escuchar como despedía el programa diciendo:

—¡Matarches, cocodrilos! Nos escuchamos mañana, yo fui Jess sulocutorafavorita Sortis y siguen en sintonía con Galactic Dart Radio. —Jessica miró de reojo a dónde estábamos y sonrió—. Ciento cuatro punto nueve.

Cuando la siguiente canción comenzó a sonar el letrero de neón en el que ponía Al aire dejó de iluminarse.

—¿Puede oírnos? —preguntó Nochtli señalando un micrófono.

Rush asintió.

—El micrófono está abierto, nosotros la escuchamos y ella nos escucha.

—Y bien, Sortis, ¿qué dices?

—Me gusta la cabina, pero prefiero la vieja —respondió del otro lado—. Aunque estemos más apretados que sardinas en lata es más confortable.

Nochtli, Miguel y Rush soltaron una carcajada a viva voz por la metáfora de Jessica. En mi caso una sonrisa bailó en mis labios sin llegar a manifestarse del todo, me había parecido ingenioso y gracioso, pero reír a carcajadas era excesivo para mí.

—Ésta no está nada mal, pero le falta chispa.

—¡Caramba! No logro convencer a ninguno de ustedes.

—Los locutores somos huesos duros —afirmó Miguel con orgullo.

—Nostálgicos duros querrás decir, mira que no querer abandonar la caja de cerillas es una barbaridad. ¡Nos hemos ampliado! ¡La modernidad está aquí! ¡Siglo veintiuno, niños! ¿Tú te crees que estos son normales? —preguntó mirándome.

—¿No? —respondí dudosa.

—¡Ves! Hasta ella lo cree.

Mientras Rush reía, Jessica y Nochtli continuaron peleando a través de los micrófonos un rato. El contexto de la mayoría de las cosas que se decían superaba mi comprensión.

—Galactic ha crecido mucho en el último año —explicó Miguel, supongo que al notar mi cara confundida—. Noch cree que deberíamos dejar de usar la vieja cabina y mudarnos a ésta que es más sofisticada, pero como verás algunos de los locutores no estamos muy de acuerdo.

—¿Por qué?

—La estación empezó allí. —Se encogió de hombros—. Ese cuartucho es como un miembro de la familia, pero es verdad que no cabe ni un alfiler más ahí dentro, con suerte cabemos un control y un locutor por vez, pero cuando es la hora de los programas a dúo o cuando vienen los invitados o alguien a quien entrevistar es un lío. Casi que se tiene que sentar en las piernas de alguno de nosotros. Es un completo lío.

Parpadeé confusa, a mi modo de ver las cosas no había allí un gran problema.

—¿Han considerado utilizar ambas? —cuestioné.

—¿Ambas?

—Sí, bueno, el problema es que no hay espacio en la vieja cabina ¿no? Pero, corrígeme si me equivoco, no todos los días son más de dos personas en el programa así que para los días que tuvieran invitados o cosas especiales ésta es perfecta. Pero el programa puede seguir en la otra cuando sea normal ¿no es así?

El silencio se hizo y todas las miradas se volvieron hacia mí.

—¿Cómo…? —preguntó Jessica desde el otro lado. Habló con un tono tan extraño que temí haber dicho una barbaridad pues aparte de ella todos me miraban con gesto grave y duro, pero fue entonces que la locutora exclamó—: ¡Eres una genio!

—¿Qué?

—Bueno, sí —murmuró Nochtli—, podríamos.

—Habría que mudar Basura Refinada y Existir Hoy permanentemente —añadió Miguel—, pero el resto de los programas podrían hacerse desde la vieja caja de fósforos.

—Gal, Astrid, Ness, Ethel y Trigo agradecerían el cambio. 

Después de un par de discusiones más, y de que todos acordaran una tregua y alguna especie de reunión para ajustar los nuevos cambios, la locutora abandonó la sala grande de la cabina.

—¿Cómo se te ocurrió una idea tan buena? —preguntó Jessica cuando salió a nuestro encuentro.

—La verdadera pregunta es cómo no se les ocurrió a ustedes.

—¡Ja, tiene razón! —ironizó Rush.

—Supongo que estábamos demasiado centrados en el problema como para ver la solución —Miguel se atusó la barba mientras hablaba—. Aún y cuando estaba bajo nuestras narices.

—De cualquier modo, gracias por arrojarnos algo de luz —dijo Nochtli sonriendo de manera maternal.

—N–no fue nada. —¡Un halago de la jefa! «Con que así es como se siente», pensé.

—Sí, bueno, bueno. Paren de acapárala —protestó Jessica—. Mi turno ha terminado así que ya podemos ir por ese café.

Quizá, si hubiese sido un poco engreída, habría jurado que Jessica estaba bastante entusiasmada con la idea de poder salir por allí conmigo. Pero no lo era, así que atribuí su emoción a la manera en que, de por sí, se comportaba.

—¿Tienes algún lugar en mente? —Negué—. En ese caso conozco un buen lugar cerca. ¿Estaría bien si vamos allí?

No iba a negarme claro, por mí como si quisiera llevarme a un bar de playa, me daba igual. Ya había llegado muy lejos como para frenarme por nimiedades.

—¡Andando entonces!

—Oye, oye, aguarda un minuto —Nada más dar medio paso Miguel alcanzó a tomar la camiseta de Jessica deteniéndola en seco—. ¿No olvidas una cosa?

—¡Marcaré mi salida antes de irme, señor! —Jessica se llevó una mano a la frente y le hizo un saludo militar.

—No hablo de eso.

—¿Entonces?

—Drew y lo que tiene que llevar —dijo Nochtli, bajando considerablemente la voz.

La locutora se quedó pensativa unos segundos hasta que la cara se le iluminó, casi me pareció que una de esas bombillas como las de los dibujos animados se encendía en su mente. Chasqueó los dedos y dijo:

—¡Oh, claro! ¡Drew y la cosa! Esa cosa secreta, sí —asintió satisfecha y segura el principio, pero después se detuvo y enarcó las cejas—, ¿esa cosa verdad?

—Sí, esa cosa. —Le miró con seriedad—. No vayas a olvidarlo.

—No te preocupes, lo encargó hace dos semanas y Jolly prometió tenerlo listo para hoy tarde. —Levantó el pulgar—. Me aseguraré de no lo olvidar recordarle no olvidarlo.

Espera, ¿qué?

—Tay —me llamó Nochtli—, sé que no nos conocemos mucho, pero ¿podrías asegurarte de recordarle a esta cabeza dura que no olvide lo que hay que hacer?

—¡Oye! No tengo la cabeza dura —se quejó y se dio unas palmaditas leves en la frente—. ¡Ah! Retiro lo dicho si tengo la cabeza dura.

—Sí, claro, se llama cráneo —murmuré yo impulsivamente.

Casi estaba arrepintiéndome de lo dicho cuando las carcajadas de todos estallaron, incluso las de la propia Jessica.

—¡Pffjajaja! ¡Buena esa! —Sonrió, al unísono las risas del resto volvían a sonar y mis mejillas dejaban de ser mejillas para ser puro sonrojo—. ¡Choca esos cinco!

Levantó la mano y la dejó en el aire esperando. Con tan poca convicción como de costumbre levanté la palma para chocarla con la de ella.

—Bien, vayámonos. —Se volvió hacia los demás para despedirse—. Nos vemos después jefa, Miguel, Rush.

—Hasta luego —dije yo.

—Tengan un lindo día —nos despidió Nochtli.

—Adiós —sonrió Miguel—, espero volver a verte por aquí otra vez.

—Paz —dijo Rush.

Tras las despedidas volvimos a poner rumbo a la salida. Jessica iba silbando con alegría y quizá porque a diferencia del resto a ella no era la primera vez que la veía me sentía cómoda en su compañía. Los nubarrones angustiosos se habían esfumado y daban paso a un sosegado arcoíris.

—¡Hey, Jess! ¡Aguarda un minuto! —Una voz tras nosotras detuvo nuestros pasos e hizo que nos girásemos de nuevo hacia el interior. Era Jerry, la guardia del mohicano rosa—. Roxx dice que olvidaste esto en la cabina. —Le entregó una pequeña caja—. Oh y tú —me señaló con su índice—, ten. Noch dijo que te llevaras esto. —Puso un pequeño trozo de papel rectangular sobre mis manos—. Un recuerdo de tu visita.

Era una calcomanía. Alargada y con los dibujos de una espiral, un dardo y una radio; sobre todos ellos la frecuencia de Galactic Dart. Se trataba de una de esas pegatinas que puedes poner en el parachoques de un auto así que el objeto era doblemente inútil en mis manos pues yo no tenía ni auto ni ningún otro sitio donde colocarlo. Aun así, se lo agradecí con una palabra seca y un asentimiento temeroso antes de que la locutora me hiciera seguirla fuera del edificio.

Caminamos a penas media calle en el sentido opuesto al que yo había llegado, en silencio. Ella iba delante, con paso desgarbado y seguro mientras que yo, un par de pasos por detrás, caminaba un poco menos cohibida pero aún expectante.

—Es ahí —anunció deteniéndose y señalando en el otro lado de la acera un local de grandes ventanales ocultos tras las mesas de la terraza y sus sombrillas coloridas.

Jessica comenzó a andar en pos del lugar, pero yo me quedé plantada en el mismo sitio sin saber, de repente, si debía seguirla o no.

—¿Qué te pasa? —Se detuvo en mitad de la carretera mirándome con el rostro ladeado y los brazos en jarras. Luego volvió hasta mí y me tomó de la muñeca—. Ven, vamos, es bueno, lo prometo.

Conforme nos acercábamos a la cafetería me permití pensar en lo cotidiano que de repente parecía todo y en el hecho de que por primera vez desde que había entrado en Saint Michael no me sentía una invasora.

—Las damas primero —anunció abriendo la puerta con un gesto exagerado—. Pide lo que desees —sonrió con gentileza apuntándose el pecho con el pulgar una vez tuvimos el mostrador frente a nosotras—, yo invito.

—No —negué, si de por si no acostumbraba salir a ningún lugar con otro ser humano, y la situación ya me ponía tan de los nervios como se podía estar, que Jessica fuese así de amable rompía con todos los estándares que tenía—. Yo pagaré mi parte.

—¿¡Qué!? Claro que no, ¿acaso estás demente? Noch y Migue no aceptarían que tú pagaras luego del favor que nos hiciste a todos en Galactic.

—No hice nada.

—Claro que sí, nos ayudaste a evitar una gran disputa. Comprarte donas y café es lo menos que puedo hacer y además fui yo quien sugirió venir aquí así que la cuenta la pago yo. —Eso era mentira claro, quien primero había sugerido ir a por un café había sido yo, no ella. Pero, aunque lo hice, no había contemplado si tenía suficiente dinero como para invitarnos a ambas

—¡Ni siquiera esperaba que aceptara! —grité provocándome que todos los clientes, el joven tras la barra y la locutora centraran su atención en mí. «Oh maldición», pensé, lo había gritado a todo pulmón en lugar de pensarlo. «Eres una imbécil Taylor», me regañé.

Pero Jessica empezó a reírse con muchas ganas.

—Eres muy rara, rara y divertida. —Me sonrió—. Ignórala Marty, yo pago.

—Tú mandas. —El muchacho me guiñó un ojo, asintió y aceptó el billete que Jessica le tendía.

—Pero yo–

—Nada, no te preocupes. —Movió la cabeza negando—. La próxima invitas tú ¿qué dices?

¿Próxima? ¿Qué le hacía pensar que habría una segunda vez? No, definitivamente no, no iba a haber una próxima vez, esto era una locura de una vez en la vida. Éramos agua y aceite. Nuestros mundos estaban en lados opuestos del espectro. De ninguna manera iba a existir una próxima vez, no importaba cuan desconcertantemente agradable fuese todo aquello.

—Es un trato entonces. —Me estrechó la mano, sonriendo todavía.

—Aquí tienen —anunció el mozo.

—Gracias Marty —dijo ella.

—Gracias Marty —murmuré yo.

Al final, luego de comprar un café regular para mí, un batido de piña para ella y una insana cantidad de donas para compartir, Jessica, feliz con su triunfo, cargó con todo hasta una de las mesas al fondo del local. A diferencia de los coloridos parasoles que daban sombra a las mesas de la terraza el interior del lugar era más bien sobrio y daba la sensación de ser más una pequeña cafetería oculta entre las calles de un pueblo boscoso que un sitio en plena bahía.

—Y bien, ¿qué haces exactamente aquí chica sin nombre del puente?

—¿No te dije mi nombre?

—Oh sí, lo hiciste. —Abrió la caja. Eran más donas de las había visto reunidas, incluso más de las que había imaginado Sospechaba, de hecho, que me saldrían caries gratuitamente de sólo mirarlas mucho tiempo.—. Taylor ¿verdad? Lo recuerdo, te dije que me gustaba. Pero chica sin nombre del puente suena mejor ¿eh, a que sí? Más poético, misterioso y con más drama.

—Mi nombre es Taylor, por favor úsalo.

—De acuerdo, Taylor será. —Se encogió de hombros—. ¿Sabes por qué las donas no tienen centro? —preguntó de pronto, hurgando en la caja de donas.

—No —respondí sincera, jamás me lo había preguntado—. ¿Tiene explicación? ¿No es que simplemente así son las donas y ya está?

—Mi abuela dice que todo en esta vida tiene explicación chica del– —se interrumpió antes de acabar de decirlo y se corrigió—: Taylor. —Carraspeó sosteniendo una dona con glaseado púrpura y cubierta con chispas de chocolate blanco frente a su cara, mirándome a través del agujero que tenía en el medio—. ¿Dónde estaba? ¡Ah sí, mi abuela! Ella dice que todo tiene explicación y que basta con que alguien se pregunte el por qué de algo. Tiene setenta y cuatro años así que digo yo que algo sabrá al respecto ¿no crees? —Mordió la azucarada masa con un enorme gesto de satisfacción—. Pienso que tiene razón y todo puede explicarse, si uno hace las preguntas correctas. Yo, por ejemplo, no me explico tu visita. Pero puedo preguntar: ¿qué haces aquí?

—Andaba por el rumbo.

—Estoy ultra–hiper–súper segura que eso es mentira.

—¿Por qué?

—Nunca dije dónde trabajaba y dudo que anduvieras por casualidad en la estación. Además, tampoco te había visto antes por la ciudad.

—Claro y tú conoces a todos en la ciudad ¿verdad?

—Ni siquiera conozco a todos en mi edificio —rio—, pero si te hubiese visto por ahí no creo que se me hubiese olvidado. De todos modos, es por un marinero holandés del siglo XIX, lo de las donas digo, hasta antes de eso no eran más que sencillas bolas de masa frita.

—¿Por qué el cambio?

—¿Cocinas?

Negué con la cabeza.

—Sé preparar mi propio café y eso ya es un logro, el resto de la cocina no se me da bien y generalmente no paso mucho tiempo por el apartamento en que vivo así que termino comiendo fuera casi siempre.

—Bueno, las bolas de masa frita tienen un gran problema —comenzó a explicar—. El exterior se cocina, pero el interior a veces queda crudo y eso es un asco.

—Entonces le quitaron el centro.

—Exacto —asintió ofreciéndome una dona—. Según dicen Hanson Gregory fue quien lo hizo primero, se hizo popular también porque así podías colocarla en el timón mientras pilotabas el barco y el resto es historia.

—¿Por qué sabes eso? —Elegí una con glaseado de chocolate.

—Curiosidad.

¿¡Curiosidad!? ¿Qué clase de persona buscaba esas cosas por curiosidad? Podía entender que se hicieran investigaciones ridículas sobre cosas absurdas, pero algo tan específico era más que raro. Nadie en su sano juicio iba por allí preguntándose por qué las donas no tenían centro. Claro que Jessica no parecía ser la persona más cuerda del mundo, pero... «Estas pensándolo demasiado», me dije.

Miré a la locutora, estaba encantada jugueteando con la pajilla de su malteada.

«No tiene caso, Tay, déjalo estar».

De pronto, como si acabase de recordarlo, se puso en pie de un salto y comenzó a toquetear los bolsillos de sus pantalones en busca de algo. Cuando halló lo que buscaba, su móvil, apuró el último trozo de su dona y me dijo:

—Discúlpame, debo hacer una llamada. —Pero antes de alejarse completamente señaló la caja y dijo—: Cómete todas las que quieras, vuelvo en un minuto.

Un segundo más tarde estaba fuera del local. Gracias a los ventanales pude verla en la acera contigua mientras hablaba y aunque no lograba verle del todo sí podía ver cómo andaba de un lado a otro moviendo enérgicamente la mano que le quedaba libre, sin importar que su interlocutor estuviese tras un aparato y no pudiese verla.

Tras unos minutos durante los que parecía explicarle o pedirle algo a quien quiera que estuviese tras la línea se giró hacia donde estaba nuestra mesa. Como de costumbre mi cerebro hizo corto circuito en la situación menos adecuada y en lugar de abandonar mi absorta contemplación de la locutora tan pronto ella se volvió en mi dirección me quedé aguantándole la mirada como alguna clase de espía poco competente cuyas mejillas ardían en vergüenza.

Un par de parpadeos míos y una sonrisa poco disimulada suya después me obligué a bajar la mirada rogando que la tierra me tragara y me escupiera en otro lugar, a ser posible en uno muy muy apartado de allí.

Gracias al cielo Jessica no mencionó nada al volver a entrar, no mucho después. De hecho, ni siquiera volvió a sentarse, sino que cerró la caja de donas y dio el último trago a su malteada.

—Bueno, vámonos.

Aquello me tomó por sorpresa. En ningún escenario de mi mente, que tampoco eran muchos, nuestra convivencia se extendía más allá del protocolario café al que la había arrastrado. Si aún quería ir de paseo significaba que no se había hartado de mi poco interesante ser, eso ya de por sí era digno de celebrar. ¡Hurra! ¡Un milagro! Pero, por otro lado, la cafetería era algo que podía controlar, no era tan desconocido ni tan estrafalario ni había sorpresas, pero qué si en verdad quería llevarme a un bar ¿entonces qué? Nuca había ido a un bar playero, no sabía cómo se comportaban uno en un sitio como esos, ¿y si hacía el ridículo? ¡Hacía años que no bebía otra cosa que no fuese vil vino de caja! ¡Ya ni siquiera recordaba si lo embotellaban en vidrio o sólo eran mis imaginaciones! Pero estar con la locutora era agradable, hablaba mucho, sí, pero no esperaba que yo hablase y eso era poco común. ¿En verdad, qué tan malo podía ser ir a otro lugar con Jessica? ¿Estaba bien? ¿Debía? ¿…quería?

«Cálmate, Taylor, no caigas en pánico.

Respira, uno inhala, dos exhala.

Sólo pregunta a dónde»

—¿A dónde? —murmuré, con voz tan trémula y queda que ni siquiera yo estuve segura de haberme oído. Carraspeé—. ¿A dónde?

—Dijiste a Ray y a Jerry que te debía una gabardina ¿no?

—¿Có–cómo lo sabes?

—¿Qué cosa?

—Que les dije eso.

—¡Ah! Jerry me lo dijo cuando fue a buscarme a la cabina. Por eso iremos a conseguirte una nueva, si te parece bien. Podemos ir en mi auto.

—No voy a ir contigo a ninguna parte, apenas nos conocemos. —Bueno sí, aquella fue la excusa más idiota que se me pudo ocurrir porque Jessica me conocía más que un poco. Me había visto tener un ataque de ansiedad, me había visto llorar y más importante: ¡me había salvado el maldito trasero!

—¡Pero sí viniste conmigo aquí!

—Sí, venimos andando. —Excusas, excusas—. Pero subir a tu auto es otro tema.

—Cielos, eres precavida, no lo esperaba pero me gusta eso.

Volvió a sentarse y durante unos minutos largos estuvo cabizbaja mirándose las manos, cavilando cosas que, aunque me compartiera seguro que no comprendería. Su mente iba a muchas más revoluciones que la mía.

—Bueno, creo que ya lo tengo —soltó de pronto—. Vamos a empezar de nuevo ¿qué me dices? —Se reacomodó en el asiento, carraspeó para aclararse la garganta y ajustó el gorro que traía puesto, que era incluso más extraño que el que llevaba la noche en que nos conocimos pues el de ahora era literalmente una gallina—. Mi nombre es Jessica Sortis Muguruza, nací un 29 de febrero así que mi signo es Piscis, tipo de sangre B Rh negativo, locutora a tiempo completo de GDR, conduzco un Volkswagen tipo 1 del 67 en color amarillo, vivo en el último piso de un bloque departamental que antes era una fábrica en la esquina de Octopus Avenue y Coral Park. Me gustan las gomitas, el pollo agridulce y el aderezo de queso. No tengo antecedentes ni alergias ni enfermedades raras. —Habló rápido, sin pausas, por lo que algunas palabras salieron algo atropelladas de sus labios, cosa que sin embargo no impedía comprenderla—. ¿Me olvido de algo? ¡Ah! Mi color favorito es el verde lima.

—T–Taylor Fernsby Madden, Leo, oficinista, adoro el café.

Al notar que no diría nada más Jessica tomó mi mano entre la suya estrechándola con firmeza.

—Un placer, ya habrá tiempo de que me cuentes lo demás. —Sonrió—. Ya no somos desconocidas ahora así que vayamos por esa gabardina.

—¿Ahora?

—¿Tienes algo mejor que hacer?

Bien, ahí me había atrapado. No, la respuesta siempre era no.

Algo en mi cara debió de transmitírselo porque se levantó y me ofreció su mano para que la siguiera.

—Eso imaginé.

Tomé su mano, después de todo si ya me había arriesgado para llegar allí era mejor vivir la experiencia Jessica Sortis completa de principio a fin; y una ida a alguna tienda de ropa tampoco sería tan malo ¿verdad? Al menos ese sería un campo más neutral y que no me era tan desconocido.

—Lo bueno de las donas es que son portátiles —comentó mientras recogía la enorme caja.

—¿Las pondrás en el timón de tu barco?

—No me tientes, Taylor.

Regresamos al aparcamiento de la estación. Y por extraordinario que fuera su auto no era el que más resaltaba de todos los estacionados allí; de hecho, parecía mucho menos vistoso entre carros de color salmón, rosa fluorescente y uno azul con forma de tiburón.

Era la primera vez que subía a un escarabajo y me sorprendió descubrir que, aunque no demasiado, era más espacioso de lo que hubiese imaginado. Por dentro todo lucía la agradable tonalidad de la arena clara, el interior olía ligeramente a una fragancia de menta que provenía de un pequeño pino verde colgado en el retrovisor y aunque lo había imaginado tan o más desordenado que la manera en que su dueña se comportaba en realidad estaba muy ordenado.

Luego de ajustar todo emprendimos el camino y una vez fuera de los límites de la estación encendió la radio.

—Oh disculpa —dijo al notar que la frecuencia era justo la de Galactic Dart —, es la costumbre, puedes poner lo que tú quieras.

—Está bien no me molesta.

—¿Has escuchado la estación?

—¿Cómo crees que te encontré si no?

—¿No dijiste que estabas por el rumbo? —Enarcó las cejas, divertida por haberme atrapado con la guardia baja—. ¿Y, te gusta el programa?

—Sí.

—Tu programa favorito es el mío ¿verdad, a que sí?

Claro que lo era, pero no iba a darle el gusto de escucharlo.

—Breakfast es mejor.

—¿Por qué?

—Miguel tiene una barba verde.

—Yo tengo un gorro de gallina, ¿ves? —Se apuntó la cabeza.

—Nada le gana a una barba verde.

—¡Pero es una gallina!

—¿Es una gallina verde? —Daba miedo lo fácil que me resultaba hablar con ella y más aún seguirle el juego—. No, así que punto para la barba.

—Ahora que lo mencionas, no sería tan mala idea —Detuvo al escarabajo frente a un cruce, teníamos la luz roja—. Lo de la gallina verde, quizá teja uno igual, pero con estambre verde. ¿Qué dices? —Me miró expectante.

—¿Tú los haces?

—Algunos.

—Estamos a más de veinte grados, ¿no tienes calor?

—El calor está en la mente, igual que el frío. —La luz volvió al verde así que su mirada también—. Si creo lo suficiente en que hace frío entonces el sol no puede hacer nada. Es pura lógica, Taylor. Lógica básica.

—¡Vaya lógica! —reí con rechazo.

—¡¡Es cuestión de fe!!

La población de L'Scolo y Saint Michael era más o menos la misma, pero la cantidad de automóviles que veía tras la ventanilla no concordaba con eso, había poquísimo transito llenando las calles por las que Jessica conducía.

—¿Por qué no hay automóviles? —Jessica me miró confusa como si la pregunta la hubiese tomado por sorpresa —. En la calle —expliqué—, no hay tantos, ¿es por el horario?

—Oh no, a las personas de por aquí no les gusta mucho usar el auto. Prefieren andar, usar la bicicleta o tomar el tranvía si tienen que desplazarse mucho.

—Qué raro —dije—, no escuchar los bocinazos o las maldiciones y gritos constantes de los otros.

—¿La gente hace eso? —preguntó. Tenía el ceño fruncido y parecía en verdad desconcertada, como si la idea de conductores iracundos nunca se le hubiese pasado por la cabeza—. ¿Maldecir y gritar mientras conducen?

—Todo el tiempo.

—¿Por qué? —preguntó, pero más que hacia mi parecía cuestionárselo a ella misma—. Conducir es relajante, ¿por qué alguien estaría enojado al hacerlo?

—Estrés, prisa, horarios ajustados y pilotos idiotas.

—¿Y conducen así?

—Supongo que te acostumbras.

—Yo no podría acostumbrarme a eso.

El resto del trayecto lo recorrimos en silencio... bueno algo parecido al silencio pues de tanto en tanto la voz de Jessica llenaba la quietud con un suave tarareo al ritmo de las canciones que sonaban por la radio.

Llevábamos unos treinta minutos de camino cuando lo noté: las calles por las que transitábamos eran diferentes. No sólo por las construcciones al otro lado de la ventanilla, también habían aún menos autos y los negocios que pasábamos no tenían ni de lejos el bullicio que esperaría de un centro comercial. Casi todos los colores habían desaparecido para dar paso a la elegante uniformidad del beige; cuando, tras un giro, nos incorporamos a un amplio camino bordeado con palmeras innaturalmente simétricas y perfectamente cuidadas supe que aquel camino definitivamente no nos estaba llevando a ninguna tienda.

Todo se veía como salido de alguna revista o película o algún programa de televisión donde mostraban los lugares más lujosos del mundo.

¿A dónde diablos íbamos?

Casi como si el universo hubiese escuchado mis pensamientos unas letras doradas en lo alto de un arco blanco formado por filigranas de acero me dieron la respuesta un momento después:

 

Bienvenidos a Stingray Bay

 

Por supuesto sabía que Saint Michael tenía sus barrios turísticos, sus barrios comunes y sus barrios lujosos. Todas las ciudades, sin importar que tan grandes o pequeñas, tienen zonas más acaudaladas que otras; se sabe. Saint Michael no era la excepción, pero Stingray Bay era otra cosa; había mansiones, tiendas elegantes, clubs de yates y los habitantes de ese distinguido barrio no conocerían nunca lo que es sufrir para llegar a fin de mes. Era un suburbio considerado de los más exclusivos del país y, quizá, hasta del continente. Además, su playa estaba catalogada como una de las mejores de la costa este de Glykyrrhiza.

Incluso a mi muy acaudalado cuñado le costaría sólo rentarse una pequeña propiedad ahí, ni hablar de comprar. Yo era oficinista y ella una locutora, ni en sueños podríamos pagar una sola cosa de ese lugar, hasta el pobre Volkswagen que nos transportaba estaba completamente fuera de sitio y siendo realistas no era digno siquiera de pasar sobre los guijarros del suelo porque seguro que cada uno costaba más que él, así que ¿por qué diablos habíamos ido allí?

Sin contestar a mis preguntas silenciosas Jessica estacionó su escarabajo frente a un lugar de fachada inmaculadamente clara, unos enormes y ornamentados caracteres plateados que representaban un par de letras p estaban estampados en las ventanas y en la puerta. El lugar, fuera lo que fuera, parecía tener muchísima clase.

—¡Llegamos! —anunció jovial—. Puedes bajarte.

—¿¡Aquí!? ¿¡Quieres que me baje aquí!?

—Claro.

—¿¡Pero sabes siquiera donde estamos!?

—Uh, claro en Stingray Bay, ¿por qué?

—No puedo bajarme aquí, ¡el aire aquí vale lo que yo gano en un año!

—Sólo es un barrio, además no creo que el aire tenga precio.

Pasando completamente de mis protestas Jessica se bajó del carro. Y esperó pacientemente a que se me terminaran los argumentos antes de caminar hacia la tienda, si es que un término tan corriente como tienda se le podía aplicar a cualquiera de los establecimientos allí.

—¡Pam! —gritó mientras cruzaba la puerta.

Por fortuna, con excepción de una alta mujer acomodando un par de abrigos, la tienda estaba desierta.

—¿Es qué no sabes mantener la compostura en ningún sitio? —le reprochó ella.

Nah–ah —canturreó Jessica—. Mira, te traje una nueva cliente.

—Eso veo. —La mujer me dedicó una mirada inquisidora y analítica—. Bienvenida, ¿qué puedo hacer por ti?

—Una gabardina, necesitamos una gabardina ¿no te lo dije por teléfono hace rato?

Así que era ella con quién hablaba.

—Sí, pero necesito más detalles para hacerla. Como el color o qué tan larga y necesito medirla antes de hacer nada.

—¿Medirme?

—¡Pues claro!

—Creo que no te dijo a dónde iba a traerte. Mi nombre es Pamela Pembendry, diseñadora y podría decirse que amiga de ésta cerebro de maní.

—¿Podría? —preguntó Jessica—. ¿¡Cómo que podría!? ¡Eres mi amiga del alma! ¡Cómo una hermana con otros apellidos!

—Tú ya tienes un hermano.

—¡Pero no es igual!

Ignorando completamente los alegatos de Jessica, Pamela me ofreció su mano.

—Pamela Pembendry, diseñadora y pseudo hermana de la cosa con el gorro de gallina. —Una mueca divertida se formó en sus facciones, pero no sonrió. No todos teníamos esa facilidad para las sonrisas después de todo.

—Taylor Fernsby. —Estreché su mano—. Somos conocidas.

—Un placer, ahora cuéntame qué es lo que te gustaría que haga.

—¡Qué una gabardina mujer!

Pamela suspiró con pesar.

—Oye Jess, Drew está en el Kroc’s del final de la calle, ¿por qué no vas a buscarlo?

—¡Lo haré! —Y salió a la calle gritando el nombre de la persona que se suponía debía estar en algún otro local.

Sin la locutora el lugar parecía ser mucho más grande y el aura amenazadora que emitía Pamela no ayudaba mucho.

—No voy a morderte —dijo—. Puedes relajarte.

—Claro.

En realidad, me sentía intimidada, sí, pero la actitud de Pamela era diferente de todas las otras personas que había conocido ese día. No había sonreído completamente ni una sola vez desde que cruzáramos la puerta, su semblante era incluso más serio que el mío y aun así era más fácil sentirme cómoda con ella precisamente porque no actuaba tan eufórica como el resto.

—¿Qué es el Kroc’s?

—Oh, una hamburguesería.

—¿Los ricos también comen hamburguesas?

—¡Claro! Sólo que las de ellos cuestan miles de billetes. —Aunque las comisuras de sus labios se curvaron hacía arriba, su perfecta dentadura se mantuvo oculta—. Andrew y yo no somos ricos, ¿por qué lo pensaste?

—Tienes una tienda en Stingray Bay.

Se encogió de hombros, restándole importancia y en lugar de responder preguntó:

—¿Cómo conociste a Jess?

¿Debía decirle la verdad? No estaba segura de cuánto de nuestro encuentro había divulgado Jessica, pero suponía que si eran tan cercanas no debería haber problema.

—Me salvó de morir —confesé—. Iba a lanzarme del puente de la bahía, pero ella me detuvo, luego ella intentó lanzarse y yo la detuve.

Pamela abrió los ojos un poco, después asintió.

—Sí, suena como algo que ella haría. —No sonaba impresionada—. Entonces fuiste tú quien destrozó su camiseta ¿sí?

Lo había olvidado y ahora ella estaba ayudándome a reponer mi vieja gabardina cuando en realidad era yo quien le debía una camiseta.

—No te preocupes, puedo hacerle otra y si te hace sentir mejor puedes pagarla tú.

—Dudo que pueda pagar algo de lo que vendes.

—¿Por qué?

—A penas puedo pagar mi café de por las mañanas.

—¿Negro?

—¿Disculpa?

—El café, ¿lo tomas negro?

—Claro.

—¿Azúcar?

—¿Y opacar el sabor de los granos? No gracias.

—Ah, me agradas. —Sonrió y esta vez fue más efusiva—. Hagamos esto, si quieres devolverle la camiseta te cobraré una buena taza de café.

—¿De dónde?

—De donde tú digas, confío en tu buen gusto.

Primero coraje y ahora buen gusto… o estas personas tenían una terrible percepción de la realidad o veían algo que yo no. Quise decirle que no se fiara mucho de mí, pero no quería contraríala así que sólo se lo agradecí.

—¿Tú hiciste la camiseta que… —titubeé— destrocé?

—Sí, no era su favorita, pero tenía a Toribio.

—¿Toribio?

—Aunque te presentas como su conocida en realidad no la conoces mucho ¿verdad?

—Es la segunda vez que la veo.

—Si te sirve de algo le agradas.

No se lo dije, pero a mí también me agradaba ella.

 

Notas finales:

Acabo de notar que es el capítulo seis y se llama cinco... que ironías.

Por cierto, ¿nadie se ha preguntado por qué tienen una numeración tan rara?

En fin, espero que les haya gustado. Probablemente no tarde mucho con los siguientes, pero no aseguro ni prometo nada (ya sabemos como termina eso de prometerles capítulos). Aquí entre ustedes y yo me hace bastante ilusión escribirlos.

Espero que les haya gustado.

Cuídense mucho, coman sus vegetales y laven sus manos.

-Ilai out.

(ahora Ilai irá a comerse una dona porque con todo el tema de la cafetería terminó por darle hambre)

 

 


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).