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Intuición por lpluni777

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El clima allí era atroz. Ni siquiera un caballero tenía la capacidad de negar algo así pues no había rastro de humanidad hasta donde alcanzara la vista; tan solo el blanco del hielo y la nieve reinaba en ese lugar. Sobretodo en la época que podían considerar como invernal, de días interminables y tempestuosos, con temperaturas infrahumanas.

E incluso con tormenta, eran las once de la noche y el sol no daba pistas de querer desaparecer. A veces uno llegaba preguntarse si aquél sol era real, o solo un espejismo causado por la tempestad.

Eran las once de la noche cuando el hielo que cubría el mar se resquebrajó. El agua helada llegó a la superficie pegada al cuerpo de un ser humano, disfrazada en su ropa y su cabello. Un ser humano de aspecto lamentable, no por su físico, sino por su postura, andaba con la cabeza gacha, buscando ocultarse del mundo, y su caminar no era recto pese a que se dirigía a un sitio en concreto.

¿Qué había en aquél sitio a donde iba, que ese hombre no deseaba enfrentar?

El hombre no buscaba cobijo del frío polar y la escarcha, avanzaba entre ellos como si fueran su familia; aceptaba la nieve aunque ésta parecía no querer aferrarse a él por temor a ensuciarlo pese a que disfrustaba danzando a su alrededor. Caminó y caminó durante horas en una misma dirección, sobre bloques de hielo de varios metros de altura, sobre capas de hielo más finas al nivel del mar que parecían estar a punto de quebrarse con cada paso que daba el hombre. Caminó hasta ver algo más que blanco y destellos de azul.

Se detuvo un momento cuando vio una cabaña y la nieve pareció suspenderse junto a él. Estaba aún lejos de la construcción, mas podía vislumbrar un par de presencias en su interior, una luz encendida y una estufa prendida. Con inseguridad, retomó la marcha luego de mirar al cielo un momento.

Los Dioses, cualesquieran, no lo favorecían. Aunque cierto era que él no les había dado motivos para hacer tal cosa, incluso su fe en la diosa Athena parecía más sencilla de derretir que un copo de nieve que entró en contacto con la piel de cualquier ser vivo.

El hombre podía afirmar que el sol no se rendiría ese día, pues eran las tres de la mañana y seguía allí en algún sitio, iluminando todo, cuando llegó al porche de la cabaña.

Apenas estiró la mano para tratar de alcanzar la perilla, cuando la puerta se abrió con brusquedad. Esto no tomó al hombre por sorpresa, pues en algún punto del camino supo que él también había sido detectado por uno de los dos residentes del lugar, si no es que por ambos.

Por primera vez en horas, en lugar de ver al piso o al cielo, Camus de Acuario levantó el rostro y miró hacia el frente; miró a Afrodita de Piscis directamente.

No se preguntó qué hacía el caballero allí porque en parte ya se lo imaginaba, aunque resultaba obvio que Afrodita no entendía que era lo que hacía él allí, afuera de su propia residencia y sin ánimos de entrar para recibir cobijo del clima.

El caballero de Piscis se alejó de la entrada en un parpadeo, sin dar voz a nada de lo que le cruzaba por la cabeza. Acuario decidió entrar en ese momento, medianamente aliviado por la falta de exigencias por explicaciones, pese a que sabía que no tardarían en llegar.

Cuando Camus estaba cerrando la puerta tras de sí, cerró los ojos un instante, instante en el cual Afrodita regresó y puso algo sobre su cabeza; una toalla.

—Sé que no lo necesitas, pero te quedarás junto a la estufa un rato. Estás helado —dijo el rubio, sosteniendo sus hombros para enfatizar el contraste entre sus temperaturas corporales, así como de paso conseguir moverlo en la dirección que él deseaba.

Tampoco es que Camus tuviera la voluntad o energías para negarse.

Ambos se dirigieron a la habitación de estar, donde había una mesa, tres sillas de madera, una estufa, una radio y un pequeño gabinete que contenía productos de primeros auxilios. Solo lo escencial que podían llegar a necesitar los habitantes de esa cabaña, quizás incluso habían cosas de más. Afrodita acercó dos de las sillas a la estufa e invitó a Camus a sentarse antes de hacerlo él mismo.

El caballero de Acuario obedeció la voluntad de Piscis. Aunque en ese momento se preguntó por el paradero de su aprendiz, el cual de seguro debió encender la vieja estufa por Afrodita y hasta hacía no mucho tiempo había estado rondando entre la ventana, el pasillo de entrada y su habitación; habitación en la cual se encontraba en ese momento, fingiendo dormir. No podía culpar al chico por pensar que tuviera algo en su contra, nunca fue demasiado amable y últimamente se había vuelto incluso más desatendido para con él.

Afrodita se mantuvo un rato observándolo antes de descubrir que era más interesante mirar al techo con cara de pocos amigos. Camus no lo cuestionó, prefiriendo dar uso a la toalla sobre su cabeza y comenzar a secarse el pelo, teniendo el cuidado de entretanto peinarlo de la forma que prefería.

En algún punto Afrodita decidió ponerse de pie y caminó hasta quedar detrás suyo. Camus prefirió dejarle el trabajo sin rechistar y el rubio intentó ser cuidadoso al revolver el cabello desde su flequillo hasta la nuca. Entonces, se detuvo un rato.

—Pareces haber escapado de un chapuzón en el Cocito, Acuario —al pelirrojo le pareció una metáfora apropiada, así que no buscó rectificarlo—. Tu chico parecía preocupado por ti, aunque insistía con bastante fervor en que ibas a regresar pronto.

—Hyoga es un niño muy animado.

—Si no fueras tan buen amigo de Milo, no me creería que acabas de decir eso con cariño —Camus juraría que no había dicho aquello en ningún tono particular, pero una vez más, lo dejó pasar—. Aunque, pensaba que regresarías con tu otro aprendiz, me sorprende ver que no está aquí.

Camus recordaba haber escrito cartas mensuales al Patriarca punteando su situación, incluyendo una sobre el día en que encontró potencial en un chico de Finlandia durante su recorrido por el norte de Europa. Había estado muy orgulloso de sí mismo cuando escribió aquello, hacía algunos años ya.

Todavía no había encontrado la fortaleza para enfrentar su lamentable trabajo como tutor y escribir una nueva carta donde se detallara su pérdida. El papel y la tinta estaban en su habitación, impecables dentro de una cajonera.

Sabía que esa era la razón por la cual Piscis estaba allí. Porqué era Piscis y no Escorpio. Porqué era un caballero en el cual el Patriarca confiaba más que en cualquier otro, en lugar de su mejor amigo. Lo sabía y no le importaba.

—Isaak ha muerto.

Afrodita continuó frotando la toalla en silencio por las puntas de su pelo hasta que dio la tarea por acabada. Camus se preguntó si había sonado tan triste como se sentía en esa ocasión.

—Entiendo —el rubio se alejó para regresar la toalla al baño de donde la sacó y regresó en poco tiempo, sentándose junto a Camus una vez más. Tenía una expresión de concentración dibujada en el rostro. Estaba pensando en cómo proseguir con el interrogatorio—. ¿Hace cuánto ocurrió?

—Dos meses.

—¿Cómo ocurrió?

—Fue un accidente. No fue culpa del entrenamiento ni de alguna pelea, debí haber sido capaz de... Prevenir que ocurriera.

—Entiendo. Camus, ¿en dónde está el cuerpo?

—Lo mismo me pregunto yo. Sigo sin encontrarlo.

Acuario pudo verlas en el rostro de su compañero, ver la duda mezclada con la empática tristeza. Era inconveniente el no haber encontrado la prueba más crucial de su historia. Camus había recorrido ambos polos junto a su primer aprendiz durante el primer año que estuvieron juntos, mas nunca lo había acercado al santuario para que el mismo Patriarca lo juzgara como apto para volverse un caballero.

Aún así, el pontífice había demostrado tener una gran confianza en el caballero de oro, no exigiéndole nada más que una carta al mes para mantenerla.

—Al menos necesitas un testigo.

—Hyoga tuvo una gran participación en el accidente, Aftodita, no deberías preocuparte por eso. Pero yo no quiero que testifique si no es necesario.

—A esta altura resulta necesario.

—O, podrías matarme y ahorrarle el disgusto.

—Si te matara, el niño buscará vengarte. Y nada te asegura que le permita vivir una vez que ya no estés aquí para protegerlo.

—Lo sé.

Mantuvieron el contacto visual, mas no dijeron una palabra más al respecto. No se trataba tanto sobre lo que debían hacer, pues para empezar, esa conversación debía haber sido pura formalidad; lo que realmente importaba, para ellos, era lo que querían hacer. Camus lo vio en los ojos de Afrodita, la posibilidad de una nueva ruta: la intención del rubio de desertar y abandonar la vida que llevaba hasta entonces.

De cualquier modo no era más que un destello de esperanza, la chance de que decantara por esa opción se presentaba mas bien remota.

El silencio de sus voces les permitía oír el viento, recuerdo de la tormenta reciente, chocando suavemente contra las ventanas; la respiración acompasada de Hyoga en la habitación contigua, que en algún punto perdió interés en intentar entender sobre qué conversaban, pues su conocimiento del griego antiguo no estaba tan desarrollado como para seguirles la pista; el sonido del generador de energía intentando mantener la estufa encendida, el de los copos de nieve cayendo en el exterior, incluso el de las partículas que vivían a su alrededor. Podían oír el cosmos del otro, así como el propio.

Ambos necesitaban consuelo, algún tipo de contención, una guía.

—Afrodita —Camus no se veía capaz de ofrecer respuestas a sus dudas en su estado actual, por lo que escogió ofrecer cosuelo—. Tengo frío. Vamos a mi habitación.

Piscis arqueó una ceja cuando lo vio ponerse de pie.

—¿Acaso tienes otra estufa en tu habitación?

—Tengo una cama.

Por un momento, Camus temió al rechazo, pero no planeaba dar marcha atrás. Se acercó a Piscis y le tendió una mano. El rubio tardó tres parpadeos en aceptarla.

El cosmos glaciar de Camus lo hacía propenso al frío, era lo más natural para él, pero el cosmos ponzoñoso de Afrodita se sentía cálido y dulce a su lado; en ese momento, Camus lo necesitaba y no tuvo vergüenza en pedirlo.

En lo que se deshacían de la ropa, llegó a preguntarse si sobreviviría aquella noche o ese sería su último recuerdo, que no se presentaba como uno malo; ver a Afrodita en todo su esplendor ante él por primera vez. Esa noche, en la cual el sol seguía presente por un fenómeno en la rotación terrestre, pensó que no estaría tan mal dejar su vida en manos de alguien más; olvidar por un momento su amor por su diosa y reemplazarlo con el de aquél hombre que parecía salido del mito de Narciso.

También llegó a presentarse el miedo y el morbo de saber que Hyoga podía despertarse en cualquier momento, la necesidad de mantener en silencio su encuentro en conjunto con el deseo de vivirla al máximo siendo que era posiblemente una experiencia única en la vida. La culpabilidad y el placer resultaron abrumantes a cada segundo.

Pero las horas pasaron, su encuentro culminó, y el sol continuaba allí afuera oculto tras nubes blancas. Camus de Acuario se sentía renovado y no encontraba una explicación razonable para ello, Afrodita de Piscis estaba durmiendo a su lado, oculto bajo tres capas de frazadas y un cuero de oso.

Acuario podía matarlo en ese momento.

Mas no pensó mucho en eso y prefirió levantarse con cautela para no despertarlo. Se vistió y fue a la cocina, tenía hambre pues no había probado bocado en dos días. Luego de tomar un paquete de carne seca del gabinete superior, su vista se dirigió por casualidad al secaplatos, donde dos cuencos parecían haber sido usados no hacía mucho.

Debía agradecerle a Afrodita que se tomara la molestia de cuidar a Hyoga en su ausencia. Supuso que una visita a Grecia no los mataría.

El caballero de Piscis entró a la cocina en ese momento, medio dormido y vistiendo un abrigo enorme que algún día un sujeto amable le obsequió a Camus por haberlo salvado de un oso pardo.

—Al fin alguien le da un uso apropiado —comentó antes de pensar. Afrodita lo miró extrañado un segundo pero acabó por sonreír.

—Supongo que ahora es mío.

—Si lo quieres —Camus estiró el paquete de carne en gesto de invitación y su compañero se acercó a tomar un par de tozos—. Gracias por alimentarlo, por cierto.

—Habría sido de mala educación que simplemente lo dejara verme comer. Me tomó un tiempo encontrarlos aquí, te has escondido bien —se quedaron allí simplemente comiendo la carne hasta que escucharon como un par de pies tocaban el suelo de madera en otra habitación, indicando que Hyoga se había levantado—. No tiene que testificar ante el Patriarca, pero, para eso yo necesitaría ir a la ciudad más cercana por una grabadora e interrogarlo personalmente. Me perderé si voy solo.

—Podemos llevarte, pero las tiendas de electrodomésticos no abren hasta las diez.

—¿Tienes más carne? —preguntó Piscis al tomar el último trozo del paquete.

—Iremos de compras también.

—Al menos pareces estar de mejor humor —vieron a Hyoga salir de su cuarto con los ojos entrecerrados y caminar así por el pasillo hasta el baño, sin siquiera prestarles atención—. Ya que solucionamos los malentendidos, ¿puedo preguntar sobre tus uñas?

Camus arrojó el paquete vacío a la basura y tras oír a Afrodita estudió sus propias manos un momento.

—Dijiste que el rojo me sentaba bien.

—Y no me equivoqué.

 

Notas finales:

Una cosita sobre el Cocito: según el mito es el río de los lamentos que corre por el Hades junto a otros, pero en la versión de Kurumada es la octava prisión del inframundo y a donde generalmente van a parar los caballeros por enfrentarse contra los dioses.

También, cronológicamente esto va antes del capítulo anterior, aunque esa aclaración seguro está de más.


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