Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

Ignacio y Álvaro por TadaHamada

[Reviews - 7]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Notas del capitulo:

UxU

Gentecita, esta vez he tardado mucho en traer un nuevo capítulo. Tuve problemas con mi laptop nueva y tuve qué mandarla a garantía, pero pues COVID-19, se tardó siglos. Sumado a que hizo que se me acumulara el trabajo (hago edición de vídeos), pues ya sabrán xd

Les presento a mi bebé Raúl :3

 

Y pues nada, espero les guste el capítulo :3 <3

 

 

Álvaro seguía visitando con regularidad aquella pequeña y acogedora casa donde vivían Emiliano y Jerónimo. Le gustaba ir ahí, estar con ambos, compartir con ellos gratos momentos. Hubiera deseado que Ignacio se les uniera, pero conociéndolo, seguramente estaría profiriendo sus ya característicos comentarios mordaces con el afán de molestar al médico.

Prefería mantener las cosas como estaban. Con Ignacio convivía la mayor parte del día en el despacho y sentía que sería suficiente para empezar a superarlo. No era consciente de que la necesidad de su compañía para el mayor era enorme. Aún así, Ignacio ya no quería ser ridículamente infantil y no le cuestionaba a dónde iba ni quería estar encima de él todo el tiempo, siguiéndolo.

Con Emiliano y Jerónimo solía tomar el té. A veces se escapaba con el médico a la habitación de huéspedes para tener un poco de contacto más íntimo, pero era cada vez menos frecuente. Es más, Emiliano ya ni siquiera parecía tan insistente en ese tema. Quizá respetaba que Jerónimo estaba presente, pensaba Álvaro.

Jerónimo amablemente le enseñaba jardinería y había aprendido mucho de él, tanto que ya tenía en su casa su propio espacio donde había comenzado a cuidar algunas plantas.

Nunca había pensado que algo así sería tan relajante. Incluso le había llevado una pequeña macetita con geranios a Ignacio para mantenerla en la oficina. Para su sorpresa, Ignacio cuidaba esa pequeña planta con muchísimo esmero, siendo que había creído que terminaría cuidándola él mismo por la falta de interés del mayor.

Con el paso del tiempo, notaba los avances de Jerónimo. Su manera de hablar había cambiado un poco, había más palabras en su léxico, se expresaba de una forma parecida a Emiliano, tanto en palabras como en gestos.

Álvaro se esforzaba por acostumbrarse a la idea de que la boda de Ignacio estaba cada vez más cerca y a ratos sentía que lo estaba consiguiendo, pero como todo, tenía sus altibajos. A veces se ponía sumamente melancólico con la sola idea y quería abandonar todo, simplemente desaparecer del mundo.

Más aún porque Ignacio era cada vez más cariñoso. Los roces casuales con éste eran cada vez más frecuentes, pero Álvaro sentía que quizá el propio Ignacio tenía una necesidad inconsciente de mostrarle su cariño, de estar cerca de su mejor amigo antes de que las cosas dieran ese giro de 180° que les cambiaría por completo la vida.

La vida, el tiempo, todo iba a una velocidad vertiginosa, o eso sentía, porque cuando se dio cuenta, ya faltaba un mes.

Un maldito mes…

Emiliano tomó el teléfono aquella tarde.

¿Diga?

—Con Ignacio Lascuráin Montiel, por favor — pidió seriamente. Jerónimo le miraba desde su sitio en aquel sofá, justo frente a él, con atención.

¿De parte de quién?

—Soy el Doctor Landa, necesito hablar urgentemente con él — dijo. Quizá la doncella que le había atendido le daría más importancia si le mencionaba que era médico.

Al poco, Ignacio estuvo al teléfono. El tonto no se había percatado a la primera de quién sería, pensó Emiliano. Quizá ni había puesto atención al apellido cuando los presentaron, o quizá sólo era insana curiosidad de Ignacio por saber qué quería para ser capaz de llamarle si jamás lo había hecho.

¿Sí?

—Ignacio… Sé que tú y yo hemos tenido diferencias, pero me gustaría invitarte a mi casa a tomar café o un trago y discutir un asunto sumamente importante — le dijo de una vez. Esperaba varias reacciones, quizá el mayor le colgaría sin decir más, quizá sólo le diría que no estuviera molestando, quizá lo insultaría…

¿A qué hora quieres que vaya? — soltó luego de un silencio algo prolongado que le hizo pensar a Emiliano que simplemente había colgado, pero al oírle exhalar supo que ahí seguía.

—¿Te parece a las 5? — pidió.

Ahí estaré — colgó sin decir más.

Emiliano suspiró luego de colgar. Sería difícil hablar con él de un tema tan delicado, pero tenía qué hacerlo.

—Cuando llegue Ignacio, necesitaré que vayas arriba y te quedes ahí un momento. Tengo qué hablar con Ignacio de un asunto muy personal y no creo que le guste que alguien más se entere, ¿sí? — le dijo a Jerónimo mientras se sentaba a su lado y le tomaba las manos, como si le explicara a un niño.

—Sí, mi niño.

—Mientras, iré a comprar whisky. ¿Puedes quedarte aquí a preparar algo de café, por favor? Espero no tardar mucho — le acarició la cabeza al verle asentir —. Gracias, te traeré algo de chocolate.

—No hace falta, mi niño. Todavía tengo del que me trajo el otro día — agachó la mirada, apenado. Lo último que quería era que gastara de más en él.

—Eres tan dulce… — le acarició la mejilla —. Ya vuelvo — se levantó y tomó sus cosas para salir.

Jerónimo fue hacia la cocina para cumplir lo que le había pedido. Sus sentimientos hacia Emiliano permanecían ahí, siempre atizados por ese cariño que el médico le mostraba siempre. Esas caricias, esa forma amable de ser, esos brazos que siempre lo envolvían protectoramente.

Pero Jerónimo tenía claro que Emiliano quería más a Álvaro, tenía claro cuál era su sitio ahí, así que no se hacía ninguna clase de ilusión al respecto. Le bastaba con lo que Emiliano podía darle.

Algún día terminaría, lo sabía.

Puso aquella tetera con agua al fuego y fue hacia la entrada de la casa, donde alguien tocaba. Miró el reloj de la sala antes de abrir, aún no eran las 5, así que le extrañó aquello. Quizá Emiliano había vuelto porque había dejado sus llaves, se dijo.

*—*

Emiliano estacionó su auto y bajó. Llevaba en aquella bolsa de papel una botella de whisky fino y un par de barras de chocolate. Sabía que a Jerónimo le encantaba el chocolate, así que le gustaba consentirlo aunque éste se resistiera.

Aún no había podido verle sonreír ni una sola vez, así que pensaba que el trauma que tenía debía ser demasiado profundo y le impedía hacerlo. Iría poco a poco derribando esas barreras, se dijo. Mientras, podía notar el brillo de alegría en sus ojos cuando le prodigaba caricias y mimos y era más que suficiente para él de momento.

Sacó la llave de su bolsillo y la introdujo en la cerradura.

—Ya volví — se anunció.

—Niño Emiliano… Hay alguien en el consultorio que le está esperando — le comunicó Jerónimo en cuanto llegó hasta él para ayudarle con sus compras.

—No te preocupes, no es mucho — le dijo al ver que se ofrecía a llevar las cosas a la cocina —. Toma — sacó de la bolsa una de las barras de chocolate y se la tendió con una sonrisa.

El leve sonrojo en las mejillas de Jerónimo era como ver una sonrisa para él. Por el momento estaba bien. Fue hacia la cocina a poner el whisky en la mesa y buscar un par de vasos para servirlo.

Oyó que tocaban a la puerta y Jerónimo fue a abrir al estar más cerca.

—Buenas tardes, niño Ignacio, pase — le pidió al verle.

—Buenas tardes, Jerónimo — le saludó con una sonrisa y entró. Contrario a lo que sentía hacia Emiliano, Jerónimo le generaba mucha empatía.

—Pase a la sala — le pidió, guiándole hacia allá —. Ya viene mi niño Emiliano.

—Buenas tardes, Ignacio, agradezco que hayas venido — llevó hacia él aquella botella y el par de vasos —. Sólo discúlpame un momento, acabo de llegar también y hay alguien esperándome en el consultorio, no tardo — le pidió, apurado.

—Descuida — asintió, comprendiendo que quizá sería un paciente de último minuto.

—Puedes disponer de lo que gustes — le dijo y se retiró hacia el consultorio con prisa.

Ignacio podía ver desde el sofá la puerta del lugar al que se dirigía Emiliano y lo siguió con la mirada hasta que se perdió tras ésta.

—Con su permiso, niño Ignacio — se disculpó Jerónimo y obedeció aquella indicación que Emiliano le había dado más temprano. Fue hacia arriba, a la habitación que ambos compartían, y se puso a repasar algunas lecciones.

Ignacio se sirvió un poco de whisky y bebió aquel trago sin prisa. Miró el reloj, había llegado 10 minutos antes de la hora pactada. Estaba algo ansioso, pues no sabía exactamente de qué querría hablarle Emiliano, pero consideraba que era lo suficientemente grave o importante como para querer que acudiera a su casa. Tomó un diario que había en la mesita de centro y se dispuso a leerlo mientras esperaba, buscando distraerse un poco.

*—*

—Buenas tardes — saludó Emiliano al entrar al consultorio. Pudo ver a un hombre sentado frente al escritorio, de espaldas a la entrada. En un perchero a la entrada tenía su bata, así que se acercó para tomarla, pero cuando vio que esa persona se puso en pie y se giró hacia él, ya no fue capaz de mover un sólo músculo por un instante —. ¿Q-Qué haces aquí?

—Por fin te encontré… ¿No te da gusto verme? — Julio se acercó, sonriente, con los brazos abiertos.

—Por favor, vete — la sangre se le había ido hasta los pies de la impresión.

—Eres muy malo conmigo, y yo que estuve tanto tiempo buscándote. Incluso fui hasta París por ti… Eres un jovencito muy travieso — siguió acercándose hasta dejar a Emiliano contra la puerta. Éste había retrocedido y buscado con su mano la perilla, a tientas, pero había fracasado.

Julio era consciente del miedo que le hacía sentir, lo supo por aquella sonrisa triunfal.

—Voy a tener qué castigarte por todo eso, ¿sabes? — le dijo Julio en voz baja debido a la cercanía. Posó sus manos en la cintura del más bajo y lo atrajo un poco hacia sí.

—Vete… No quiero verte — murmuró y tragó saliva. ¿Qué sucedería si armaba un escándalo ahí? Ignacio estaba afuera y meterlo en ese lío no era correcto. Ni siquiera era su amigo como para pretender que metiera las manos al fuego por él de nuevo.

—Amor…

—No me llames así — masculló, se armó de valor y lo empujó, haciéndole trastabillar. Aún así no alzó la voz, pues no quería que nadie se diera cuenta.

—Vaya, te has puesto más rebelde de lo usual — se rió bajito, con sorna —. Dime, ¿te has vuelto así en la cama también? Me muero por probarlo — se acercó de nueva cuenta para tomarle la muñeca, pero Emiliano la apartó bruscamente.

—No entiendo cómo es que una persona con tu intelecto no es capaz de entender una negativa. Ya te dije que no quiero verte, lo nuestro se acabó hace mucho, ¿no puedes comprenderlo? No quiero volver a verte, ya me has hecho demasiado daño — masculló Emiliano, conteniendo las ganas de gritarle todo aquello.

—Amor, pero yo cambié, te lo prometo, yo…

—No me importa, ¿no puedes seguir con tu vida? ¿Por qué tienes esa imperiosa necesidad de joderme la existencia? Entiende, no quiero estar contigo, ni ahora, ni nunca.

—Amor… — le sonrió y le tomó el mentón con una mano, rudamente —. Nunca te vas a deshacer de mí… Estamos hechos para estar juntos, ¿no lo entiendes? — su sonrisa absolutamente demente le dio escalofríos a Emiliano, quien se quiso apartar.

—Suéltame, estás loco — pronunció aquellas palabras y de inmediato se arrepintió. El semblante de Julio se trastornó por completo y la ira se dibujó en sus facciones.

—¡No te atrevas a decirme eso de nuevo! — la bofetada que le propinó al médico fue tan fuerte que lo dejó tirado en el suelo, aturdido —. Tú y yo vamos a estar juntos… Sino… no tiene sentido la vida, ¿no lo entiendes? — se colocó a horcajadas sobre él.

Emiliano apenas se recuperaba de la impresión y del golpe cuando sintió aquellas manos alrededor de su cuello, apretándolo fuertemente, cortándole el paso del vital oxígeno. No era capaz de proferir ni siquiera un sonido para pedir ayuda. Julio era más grande y fuerte que él, por mucho. Sus manos sujetaban las muñecas de Julio con la mayor fuerza posible, intentando liberarse, pero ni siquiera clavándole las uñas en los antebrazos o la cara logró un poco de libertad.

Comenzó a patalear, intentando quitárselo de encima, hacerle perder el equilibrio aunque fuera un poco, pero todo parecía en vano.

Sólo podía ver frente a sí aquel rostro lleno de ira y odio. Julio le hablaba, pero él no era capaz de entender absolutamente nada de lo que decía. Percibía los sonidos amortiguados y cada vez más lejanos, un pitido ensordecedor comenzó a llenar ese vacío.

—Tú vas a ser siempre mío, de nadie más… Y si no eres mío, no vas a ser de nadie, ¿oíste? ¡De nadie!

Todo comenzó a tornarse más y más oscuro. Sus manos perdieron la fuerza gradualmente hasta que cayeron a sus costados. Sus pies dejaron de moverse, la fuerza se le había ido por completo.

De pronto sintió cómo pudo jalar aire y comenzó a toser. El dolor en su cuello era horrible, pero no tenía ni voz ni fuerzas para quejarse aún. En su campo de visión, que iba recuperándose poco a poco, pudo ver el rostro preocupado de Ignacio. La propia voz de éste iba haciéndose más sonora hasta que logró escucharlo bien pese al pitido en sus oídos.

—Voy a llamar a la policía — Ignacio se puso en pie y tomó el teléfono del escritorio. La policía tenía su servicio de ambulancias también, una especie de carruaje con una camilla dispuesta para los enfermos o heridos y un pequeño espacio para el paramédico. Otra persona conducía aquel carruaje que sería jalado por caballos.

Sería un lento y tortuoso camino hacia el hospital más cercano, lo sabía.

Emiliano intentó ver hacia donde estaba Julio, pero no podía moverse sin sentir aquella punzada horrible de dolor. Parecía estar inconsciente en el suelo, quizá Ignacio lo había noqueado de un golpe, pensó. No había podido siquiera darse cuenta en qué momento había entrado, pero lo agradecía tanto.

—Vienen en un momento, ¿está bien? — Ignacio se hincó junto a él, sin saber muy bien qué hacer.

Jerónimo no tardó en aparecer y acercarse, visiblemente angustiado. Se quedó junto a él mientras llegaban los paramédicos. Notó la sangre en la nariz de Emiliano, las marcas rojas alrededor de su cuello, el derrame en su ojo izquierdo que le había teñido de sangre la parte blanca.

Ignacio en algún momento se puso en pie y buscó algo para atar a Julio mientras aún estaba inconsciente.

Todo había pasado en eternos segundos...

¿Cómo se había dado cuenta Ignacio? ¿Serían los gritos de Julio? ¿Sería el golpe de su cuerpo al caer al piso de madera?

Le dolía horrible el cuello aún y pensó que quizá tendría algún esguince. No podría hablar o moverse en un buen tiempo, pensó, pero al menos seguía vivo.

*—*

Aquella mañana se despertó luego de una pesadilla, aún sollozando. Era uno de los días malos, o eso pensó al despertar de esa manera. Si bien parecía que su recuperación física estaba progresando, aún se encontraba bastante deprimido aunque procuraba aparentar frente a Raúl que todo estaba bien.

No quería darle más problemas. Suficiente había sido el haberlo tenido ahí por días enteros, pendiente de su salud, atendiéndole sin descanso. Sabía que Raúl no lo había dejado solo prácticamente nunca. Se había ausentado por minutos sólo para lo indispensable, pero rápidamente había vuelto a su lado para seguir vigilándole.

Le agradecía mucho, pero había ocasiones en que lamentaba el haber sobrevivido. Ojalá la fiebre hubiera borrado los recuerdos horribles.

Esa noche en particular había soñado con sus días en Lecumberri. Aquel castigo impuesto por su padre para hacerle cambiar de opinión respecto a sus preferencias no había surtido efecto en esos largos 30 días a pesar de que lo habían torturado y humillado durante todo ese tiempo...

Me dijeron que estabas aquí — la voz de aquel hombre al que tanto amaba le había devuelto en aquel breve instante las fuerzas para seguir, la esperanza. Se había levantado de inmediato del rincón donde siempre permanecía en esa diminuta celda, llena de otros desafortunados como él, y se había acercado hacia la reja, sonriéndole con las pocas fuerzas que tenía.

—Dago… mi amor…— había extendido sus brazos a través de los barrotes de aquella celda para intentar tocarlo, pero éste había dado un paso atrás y le había sonreído con cinismo.

—Eres una vergüenza para mi familia… Tenía la esperanza de que hubieras cambiado, pero en vista de que no cambiarás, te irás a Yucatán esta tarde la voz adusta de su padre había hecho eco en aquel pasillo y su figura había asomado a pasos lentos hacia la reja, hasta detenerse junto al hombre que su hijo amaba.

Gerardo palideció y miró a su amado, no queriendo asimilar lo que sucedía… ¿Sólo había ido a verle para demostrarle a su padre que todavía seguía siendo un depravado?

—Dago… dile la verdad, ¡dile! — le había suplicado, con lágrimas en los ojos.

—¿Qué quieres que le diga? ¿Que me acosabas? ¿Que no me dejabas en paz por más esfuerzos que hice por mantener nuestra amistad intacta? Por más que intenté razonar contigo para que no ensuciaras la reputación de tu familia o la mía… Pensé que habrías cambiado a estas alturas y tenía la esperanza de que pudiéramos salir de aquí contigo, seguir nuestras vidas con normalidad, volver a ser amigos, pero ya veo que no es posible. Cuánto lo siento la cara de compunción del hombre parecía tan real.

—¡Eso no es cierto! ¡Dile la verdad! ¡Dile que tú y yo…!

—¡Ya basta! ¡Me das asco! ¡Olvídate de que alguna vez fuiste un Navarrete!había interrumpido el padre de Gerardo y ambos visitantes se fueron de ahí, dejando a Gerardo hundido en la más absoluta desesperación y soledad.

Luego de eso, había sido puesto en ese tren, junto con muchos indígenas y algunos mestizos.

—No sé lo que habrá hecho, pero lo compré por sólo quinientos pesos — había escuchado hablar a uno de los tipos que los habían subido.

—No te va a servir de mucho, de seguro no va a aguantar ni un mes allá. Míralo, es un riquillo, no sabe hacer nada de seguro.

—Alguno de los hacendados lo querrá para algo, lo que hagan con él no es asunto mío.

Sólo quinientos pesos… La última humillación de su padre...

Se había quedado sentado en un rincón del vagón de carga, abrazando sus piernas contra su pecho. Su ropa estaba completamente sucia, raída, sabía que debía oler horrible pero todos estaban en similares condiciones, así que no parecían perturbados por eso.

Había llorado en silencio durante mucho rato. Dago lo había traicionado de la peor manera y no una, sino dos veces. Primero en aquella fiesta a la que Dago mismo lo había invitado; cuando empezó el caos, Dago huyó sin él. Luego había ido a rematarlo yendo a mostrarle al señor Navarrete que su hijo seguía siendo un desviado. Sabía que definitivamente le había contado a su padre una historia totalmente torcida a su favor.

Haber llegado a esa hacienda había sido terrible. El calor insoportable le había hecho desmayarse varias veces, aunado al cansancio físico. La primera vez que se había enfermado, le habían enviado a trabajar a la troj descargando el vagón que llevaba el henequén seco a la banda que lo transportaba a la desfibradora. No había hospital, médico o remedios proporcionados por capataces, mayordomos o el administrador de la hacienda. Al reponerse un poco, le habían devuelto al campo. Enfermó varias veces en ese mes que estuvo ahí; por eso, cuando fue agredido, su cuerpo estaba totalmente debilitado y por poco había muerto.

—¿Qué pasa? — preguntó Raúl, con voz pastosa, sacándolo de sus recuerdos.

Gerardo no había sido consciente de que el mayor se había quedado dormido ahí en la habitación, en el mismo diván de siempre. Se había despertado al oír los sollozos.

—N-Nada… — se enjugó las lágrimas rápidamente —. Tuve una pesadilla — confesó por fin, al ver a Raúl arquear una ceja.

—¿Quieres que duerma a tu lado? — preguntó acercándose. Se sentó al borde de la cama, de frente a Gerardo, y le tocó la frente — No tienes fiebre…

—No te preocupes — murmuró —. Deberías ir a dormir a tu cama con tu esposa. Debe sentirse muy sola.

—No tengo ganas.

—Me estás usando como pretexto para evadir tus responsabilidades maritales, ¿cierto? — negó con la cabeza, de mejor humor.

—Puede que sí — encogió los hombros —. Han sido unos meses muy tranquilos para mí gracias a ti — le quitó los cabellos de la frente con cuidado.

—Gracias, eso me hace sentir un poco más útil — soltó, irónico. Raúl sonrió sesgadamente un instante.

—Duerme — le instó con más seriedad —. Son las 4 de la mañana.

—Gracias por estar aquí conmigo — murmuró Gerardo y cerró los ojos con cansancio. Se sintió más tranquilo con la presencia de Raúl y pudo conciliar el sueño casi de inmediato.

Raúl dejó escapar una sonrisilla y se levantó. Volver al diván no se le antojaba demasiado, era incómodo, pero prefería eso que ir a su habitación a dormir con Catalina. Miró la cama donde reposaba el durmiente Gerardo y se dijo a sí mismo que había espacio más que suficiente, así que suavemente se recostó junto a él.

Gerardo debía estar sumamente cansado, pues ni se inmutó, pensó Raúl.

Se quedó dormido al poco, también cansado. Llevaba semanas sin poder dormir cómodamente, así que esa cama le había resultado demasiado confortable.

Cuando Raúl abrió los ojos, se encontró con que Gerardo estaba despierto, mirándolo. Le vio dar un respingo, como si hubiese sido descubierto e incluso juró que las mejillas se le habían puesto ligeramente rojas. Se rió bajito por su reacción y se incorporó.

—Me quedé dormido — murmuró ante una pregunta no formulada, pero que sin duda Gerardo habría querido hacer —. Bajaré a pedir el desayuno — dejó la cama y estiró los brazos un poco.

—Está bien — asintió Gerardo sin mirarlo, aún avergonzado.

—¿Quieres algo en especial? — se giró a verlo. Gerardo comía poco, pero ya toleraba comer cosas más sólidas y eso le aliviaba.

—Lo que hayan preparado está bien, no te preocupes — desvió la mirada.

—Bien — le dedicó una sonrisa y se fue de ahí.

Gerardo permaneció ahí recostado; la mañana era algo fresca, bastante poco usual. Quizá habría tormenta pronto, se dijo. Cerró los ojos un momento, se sentía tranquilo de cierta manera. Era la presencia de Raúl la que le daba seguridad y tranquilidad, lo sabía.

El olor a comida le hizo abrir los ojos y se encontró con Raúl entrando a la habitación, con aquella bandeja donde llevaba dos platos, una jarra y dos vasos.

Gerardo se incorporó aún con dificultad. Por todo el tiempo que había permanecido en cama, sus músculos parecían haberse atrofiado y ahora tenía qué empezar a fortalecerlos un poco. Raúl solía llevarlo por las tardes a la planta baja a intentar dar unos pasos en la terraza. Aún no era capaz de ponerse en pie por su cuenta y comenzaba a desesperarse, pues dependía casi totalmente de Raúl.

Le pesaba ser una carga para él, que un día se fastidiara y simplemente se marchara. Le gustaba estar con él, conversar, conocerlo aún más de lo que ya lo conocía, porque Raúl le estaba mostrando un lado muy diferente al que solía mostrar en sociedad. Raúl siempre había sido visto como alguien altanero, con un humor bastante ácido, egoísta, siempre con una sonrisa cínica. Pero ese que veía todos los días parecía alguien muy diferente.

Sí, seguía siendo muy directo al decir las cosas, algo parco, algo cínico, pero demostraba que se preocupaba por alguien más que por sí mismo y no era un amargado y resentido social como siempre había mostrado.

—Aún recuerdo cómo eras tú quien ponía en orden las cosas entre todos — mencionó Raúl largando una risilla y negando con la cabeza, divertido.

—¿Me estás diciendo mandón? — Gerardo frunció el entrecejo, fingiendo molestia.

—Sí. Eres muy mandón — se rió al verle entrecerrar los ojos, ofendido —. No tan mandón como Ignacio, pero eras el más centrado de todos. Entre Enrique y yo poníamos de cabeza todo, más aún cuando molestábamos a Álvaro e Ignacio salía a defenderlo… Éramos unos idiotas inmaduros — mencionó, aguantándose la risa.

—Todavía — puntualizó —. Recuerda cómo fueron las cosas en la fiesta de compromiso de Ignacio, mi amigo, y de eso no hace demasiado tiempo… Tenía días sin verte sonreír así — señaló Gerardo.

—No tenía muchas razones para hacerlo — encogió los hombros —. Pero verte mejorar me anima mucho.

—Estabas preocupado — aseveró el menor, algo sorprendido.

—Por supuesto que sí. Durante la última recaída estuviste 4 días dormido, creí que no volverías a despertar — agachó la mirada —. Pensé que de verdad ibas a morir…

—Debo estar demasiado débil aún — exhaló —. Muchas gracias por cuidarme…— arrugó con los puños la sábana que lo cubría.

—Por eso debes comer bien… — le tocó la mejilla —. Todavía estás muy demacrado… Ni siquiera eres capaz de sonrojarte apropiadamente — apartó su mano, sabía que Gerardo se había sentido incómodo y avergonzado y no quería causarle más sentimientos negativos.

Gerardo simplemente asintió, sin mirarlo. El escalofrío que le había provocado aquella mano en su mejilla había sido terrible y no era agradable, pero había sido suficientemente capaz de controlarse y no apartarlo o apartarse. Lo último que quería era que Raúl se sintiera ofendido.

Cualquiera podría pensar que, por el simple hecho de que Raúl lo había tenido qué tocar muchas veces para curarlo, ya estaría acostumbrado a su tacto, pero no era así. Gerardo sufría verdaderamente en esas ocasiones en las que la fiebre ya no era demasiada y le permitía estar más consciente.

No quiso pensar más en eso, así que se abocó a comer un poco.

Raúl se sentó de frente a él, en el borde de la cama, y procedió también a comer.

—¿Crees que puedas recibir visitas? — preguntó Raúl.

—¿Quién será? — todo el mundo lo daba por muerto, así que no creía que fuera alguno de sus amigos.

—Mi hermano vendrá el fin de semana con su esposa — mantuvo su vista fija en su plato, para fortuna de Gerardo, que se puso más pálido si era posible.

—No me siento bien aún, lo siento — murmuró y tragó saliva.

—Descuida, no sabe que estás aquí. Sólo pensé que si venía podría ser una sorpresa grata el saber que estás a salvo. Se puso muy triste cuando supo que te habían arrestado. Él siempre te tuvo mucho cariño — mencionó Raúl, totalmente ignorante de todo aquello que Gerardo comenzaba a sentir y recordar.

Manuel Iturbide era el 3er hijo del primer matrimonio del padre de Raúl. Eran medios hermanos, pero habían crecido juntos y se tenían el cariño que se le tiene a un hermano.

Manuel tenía 5 años cuando Raúl nació. La madre de Manuel había muerto poco más de un año atrás y el señor Iturbide no había tardado mucho en encontrar a otra mujer para sustituirla. Teniendo 3 hijos pequeños que cuidar, era lo más natural según la sociedad. Un hombre de negocios cargando con 3 hijos solo no era admisible, así que le habían presentado a una mujer 15 años menor que él y en seguida se habían comprometido.

Raúl creció rodeado de sus medios hermanos: Manuel de 5 años, Ángela de 7 e Isabel de 9. Manuel tenía buen carácter, era extrovertido, amable, muy inteligente. Era el favorito de su padre a sucederlo en el negocio, pero Manuel no había querido seguir sus pasos precisamente, así que Raúl tuvo qué cargar con esa responsabilidad al ser el único varón disponible.

Raúl siempre había sido más serio, indiferente, malhumorado, parco, muy inteligente. Cuando conoció a Enrique, había encontrado en él a su mejor amigo y solían divertirse mucho. Enrique era el único que parecía capaz de sacarle sonrisas, de hacerle quitar su cara de mal humor.

A los 15 años, Raúl ya conocía a su círculo de amigos más cercano: Enrique, Ignacio, Álvaro, Gerardo, Diego. Con ellos solía ir a todos sitios y armar fiestas que escandalizarían a la sociedad porfiriana.

Se había interesado en Álvaro nada más verlo, pero sabía que, además de ser algo imposible, éste parecía tener puesta su atención sólo en Ignacio —aunque no tenía idea de que Álvaro sí estaba enamorado del mayor de los Lascuráin.

Se había interesado en jovencitas también, pero no lo suficiente como para desposar a alguna de ellas algún día.

Además, ¿qué jovencito de 15 años estaba interesado en sentar cabeza? Él sólo quería divertirse con sus amigos.

Aún no llegaban al nivel de hacer las fiestas clandestinas en la hacienda de los Castelli, pero bebían más de lo que debían y hacían destrozos muy seguido.

La primera vez que fueron a divertirse a la mansión de Raúl, la propuesta fue una sesión espiritista —muy de moda entonces — pues la vieja mansión tenía un par de docenas de habitaciones y aparentemente había ocurrido algo muy terrible muchos años atrás.

Ahí les había presentado a Manuel, su hermano mayor. Éste se había mostrado entusiasmado por el tema y les había compartido algunos libros sobre espiritismo que guardaba en su biblioteca personal. Habían dejado las luces de la mansión apagadas, habían encendido velas y quinqués y se habían quedado en la sala a intentar llamar a los espíritus.

El más asustado era Álvaro, como Raúl había supuesto. Ignacio se había pasado la velada entera pegado a él, tranquilizándolo. Enrique parecía inmune al miedo y a todo buscaba la lógica, especialmente cuando los ruidos en la casa comenzaron a ser más y más frecuentes. Cosas que caían, pasos, murmullos, etc.

Diego Castelli estaba sumamente intrigado y corría hacia donde oía ruidos, a investigar. Tenía algo de miedo, pero no el suficiente. Gerardo intentaba guardar la calma, pues también era un poco escéptico y pensaba que quizá alguien provocaba esos ruidos por orden de Raúl, aunque cada que le tomaban por sorpresa no podía evitar asustarse.

—Tranquilo, quizá fue el viento — le dijo Manuel, sentado a su lado.

—Caballeros, yo propongo que demos un recorrido por la mansión — habló Enrique, jovial.

—¿¡Estás loco!? — expresó Diego Castelli.

—No suena mal — replicó Raúl y tomó uno de los quinqués —. Yo voy con Enrique. Nos vemos aquí a las 4 am.

—¡Yo también! — se apresuró Diego, pues sabía que Enrique no tenía miedo y le mantendría tranquilo con sus explicaciones, había pensado.

Enrique y Raúl se miraron, cómplices. Comenzaron a andar por uno de los largos pasillos de la mansión, perdiéndose en la oscuridad.

—Vamos, Álvaro — le instó Ignacio y lo llevó del brazo. Tomó otro quinqué y comenzaron a andar.

—Pues eso nos deja a nosotros como el “equipo 3” — Gerardo se puso en pie y tomó un quinqué. Se giró hacia Manuel y éste le sonrió.

—Me encanta la idea — le revolvió los cabellos y ambos comenzaron a andar hacia otro de los pasillos.

Enrique y Raúl comenzaron a asustar a Diego, fingiendo que escuchaban ruidos y veían sombras. El pobre Diego terminó en un rincón de la biblioteca, llorando de miedo.

Mientras tanto, Ignacio le pidió a Álvaro que cerrara los ojos y se sujetara bien de su brazo. Lo llevó hacia el jardín, a una de las hermosas y enormes fuentes de la mansión de los Iturbide. Ahí permanecieron hasta que dio la hora de volver. Ignacio comenzó a hablarle de cualquier cosa, para distraerlo y que quitara esa cara de miedo que tenía.

Mientras, Manuel y Gerardo anduvieron por algunos pasillos en silencio un momento.

—¿Quieres ir al sitio más tenebroso de la casa? — preguntó Manuel de repente. Gerardo asintió, intrigado. Su corazón latía fuerte por el miedo, pero le podía más la curiosidad.

Manuel tomó el quinqué y lo guió por aquellos pasillos que a Gerardo se le antojaron laberínticos. Llegaron a una enorme puerta y Manuel la abrió con una llave plateada. Ambos ingresaron y Manuel volvió a cerrar la puerta. Era el estudio de su padre.

—Sígueme — le pidió Manuel y se dirigió hacia uno de los muros. Presionó la pared con ambas manos y ésta se deslizó hacia atrás un poco. Manuel empujó aquella puerta falsa hacia un lado e iluminó con el quinqué lo que parecía una escalinata —. Dicen que en esta mansión hace muchos años había un hombre que secuestraba mujeres y las torturaba en su sótano, ¿quieres ir a ver? — preguntó.

—¿No deberíamos ir por los demás para que vean? — preguntó Gerardo, emocionado.

—Mejor míralo tú primero — le instó a seguirlo y comenzaron a bajar por aquella escalinata. Todo estaba oscuro y parecía no haber ni una sola ventana en aquel lugar. Las gruesas paredes eran de piedra; el ambiente se sentía muy húmedo y frío, demasiado frío.

Gerardo recordó que decían que los sitios donde había espíritus tendían a ponerse muy fríos, así que temió que la historia de Manuel fuera cierta.

Lo poco que iluminaba el quinqué le permitía ver que había muchas cosas en aquel sótano. Manuel le tendió el quinqué y Gerardo se acercó a ver, había cadenas en las paredes, rotas y oxidadas. Había cajas de madera sospechosamente grandes, como si fuesen ataúdes.

Dio un respingo al pensar en esa idea y se giró, para irse, pero se topó de frente con Manuel.

—Tranquilo — le dijo éste, rodeándolo con sus brazos.

—Gracias — respiró hondo, intentando normalizar los latidos de su corazón. Sólo hasta que se calmó un poco fue consciente de lo cerca que estaba de Manuel y se sintió abochornado.

Quiso pensar que la sensación de la nariz del mayor pegada a su cuello era simplemente casualidad.

—Deberíamos irnos — murmuró Gerardo, incómodo.

—Sí, tienes razón… Aunque, ¿no te da curiosidad ver qué hay dentro de esas cajas? —se apartó de él un poco.

—No, prefiero que vengan los demás, ya me asusté suficiente por hoy — se rió nerviosamente.

Volvieron arriba y le contaron a los demás. Al final, dentro de las cajas sólo había herramientas y todos volvieron a la sala para compartir lo que habían visto y oído.

Desde ese entonces, Manuel y él se llevaban bien. Eran muy cercanos como Raúl y Enrique o Ignacio y Álvaro, tenían mucho en común.

No era raro para nadie que ambos se llevaran bien. Aunque Manuel estudiaba en otro país, volvía cada verano y solía salir con Gerardo a algunos sitios. La diferencia de edad no parecía pesar demasiado, pues se comprendían mucho.

Sólo era una amistad. Así lo veía Gerardo. Estaba tan acostumbrado a ver a Ignacio y Álvaro ser tan cercanos que, cuando Manuel se acercaba demasiado no le resultaba tan incómodo, lo tomaba todo de manera amistosa.

Gerardo inició su relación con Dago Luján a los 20 años. Éste era mayor que él por 2 años y se habían conocido en el Jockey Club. Dago era un joven ambicioso, serio, distinguido, que siempre cuidaba su imagen pública, por eso no era demasiado cariñoso salvo en privado. Gerardo lo entendía, así que no le exigía lo que no podía darle.

Aquella relación de 4 años parecía ser la definitiva. Gerardo siempre había pensado que sería con Dago con quien compartiría el resto de su vida, pues éste no tenía prometida ni planes de casarse pronto. Él siempre decía que una esposa e hijos entorpecerían sus aspiraciones.

Pasaban el verano en la finca de los Luján, a las afueras de la ciudad. Dago siempre le había jurado a Gerardo que lo amaba, que haría cualquier cosa por él.

Iban a esas fiestas clandestinas para gente como ellos. Se divertían, se demostraban su amor sólo el uno al otro. Incluso habían viajado al extranjero y Dago le había regalado un costoso anillo como muestra de su amor.

Aquel anillo le había sido robado en aquella redada, cuando lo habían detenido. Por más que había implorado que se lo devolvieran, sólo se habían reído en su cara.

Gerardo había pensado que habían detenido a Dago y que se lo habían llevado, en medio de aquel caos, pero supo más temprano que tarde que no había sido así. Cuando comenzó a preguntar a los demás por él, un par de asistentes de la fiesta le dijeron la verdad. Dago lo había abandonado ahí.

Aquellos días en Lecumberri habían sido duros, pero no tanto como los días en la hacienda. Sentía que ya no podía más. Cada día en que no cumplía con la cuota de 2 mil hojas de henequén, era azotado junto con los que tampoco habían logrado la cifra. Sus manos estaban tan lastimadas, sus pies llenos de ampollas, su espalda llena de heridas. Su sistema inmune apenas podía con las infecciones por la falta de higiene. Cuando tenía oportunidad, lavaba esas heridas con un poco de agua, pero no ayudaba mucho. No era agua limpia como la que tenía en casa de sus padres.

Llegó el momento en que no sabía si soportaría más, en que prefería morir que seguir ahí. Tenía miedo de la hora de la limpia, que era cuando los formaban a todos en el patio y les castigaban con azotes por sus faltas, pero a la vez deseaba que lo mataran de una buena vez.

Su piel padeció los inclementes rayos del sol y oscureció un poco —a comparación de la de los indígenas que le acompañaban en esos días de miseria. Con o sin fiebre, día a día tenía qué ponerse en pie para ir a trabajar. Abrían la puerta del “dormitorio” —que era más una celda que otra cosa— a las 4 de la mañana todos los días. Salían aquellos hombres a pasos lentos y cansados, con sus morrales terciados.

La última vez que le vieron enfermo, le enviaron de vuelta a la troj, a descargar vagones de henequén seco. Fue ahí donde el señor Iturbide se fijó en él. Lo distinguió de entre los niños y los adultos indígenas porque a pesar de tener la piel quemada por el sol, aún se veía demasiado blanco entre aquellos indígenas. Notó enseguida aquellos ojos claros.

Fue en uno de sus recorridos para ver que estuviera en orden la hacienda, ante la ausencia prolongada de Raúl por su luna de miel.

Gerardo no lo reconoció al instante porque la fiebre no le permitió recordar con claridad al hombre. Hacía años que no lo veía, pero sentía vergüenza de que cualquiera supiera quién era y por qué había terminado ahí.

—Soy pianista — le había dicho. Se tambaleaba un poco, pero fue capaz de acompañar al hombre y tocar aquella hermosa pieza para comprobarle que no mentía.

—Mira, Manuel — llamó a su hijo mayor para mostrarle.

—¿Qué pasa? — se acercó a donde su padre le llamaba y se sorprendió un poco — ¿Por qué tienes a este hombre aquí? — lo miró, con algo de lástima.

—Es un pianista, pero terminó aquí en la hacienda. De seguro hizo algo que no le gustó al presidente o algún gobernador — respondió el anciano.

—¿Lo conservarás? — preguntó Manuel. El rostro macilento de aquel sujeto se le hacía muy familiar, así que lo miró con detenimiento.

—Le diré a Raúl, sino lo llevaré yo a casa — encogió los hombros.

—Sería bueno que tome un baño, ¿no crees? — sugirió — Yo lo llevo — ofreció. Le instó a seguirlo escaleras arriba, a una de las habitaciones.

Gerardo recién pareció consciente de quiénes eran ellos, pero no podía hacer nada. Cuando estuvo a solas en aquel baño, llenó aquella bañera con agua fría y se metió. El agua se sentía tibia debido a su estado febril. Quizá sería la única oportunidad que tendría de darse una ducha decente, se dijo. Procuró limpiarse lo mejor y más rápido que pudo, poniendo especial atención en sus heridas abiertas.

Manuel entró al baño y le dejó una toalla limpia solamente.

—Puedes quedarte un rato más — le dijo y salió.

Gerardo se mantuvo cabizbajo, deseando que no se dieran cuenta de quién era. La fiebre parecía ceder con aquel baño de agua fresca.

Cuando salió, solamente se puso aquella toalla a la cintura. Se quedó en el umbral de la puerta del baño, esperando a que Manuel volviera. Esperaba que con el cabello largo y la barba crecida no le reconociera ahora que se había dado una ducha. Quizá ni lo haría, se dijo, pues estaba demasiado flaco, ya ni él se había reconocido en aquel espejo del baño.

Volvió hacia dicho espejo y vio aquellas marcas en su cuerpo, en su pecho, en su abdomen. No podía verse las de la espalda pero aún sentía algunas abiertas. Sus piernas y brazos también estaban llenos de ellas. La cuerda de henequén trenzado y mojado no distinguía dónde pegaba y cortaba durante los castigos. Al capataz poco le interesaba ese aspecto también.

—Tienes muchas marcas — Gerardo dio un respingo y vio en el reflejo del espejo a Manuel. Agachó el rostro, con vergüenza y rogando que no lo hubiera reconocido, pero fue en vano —. No pensé que terminarías aquí… — se acercó y puso sus manos sobre los hombros de Gerardo, que dio un respingo.

Gerardo se mantuvo en silencio. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero se aguantó lo mejor que pudo. Dio otro respingo cuando sintió los labios del mayor en su cuello. Alzó la mirada y en el reflejo del espejo lo vio, Manuel besándole suavemente la piel lastimada.

Quizá por los constantes castigos físicos, quizá porque una parte de sí necesitaba algo de cariño, no se apartó, pero tampoco se sintió demasiado a gusto. Sentía extraño que él estuviera haciendo eso, siendo su amigo. Las manos de Manuel le sujetaron por la cintura con suavidad y lo pegaron al cuerpo de éste.

—¿Q-Qué haces? — inquirió cuando sintió la dura hombría del mayor clavándose en su espalda baja.

—Hace tanto tiempo que quería tenerte así — susurró contra la piel de Gerardo.

—N-No, no quiero — murmuró e intentó apartarse, pero Manuel sólo lo giró y lo sujetó con fuerza por los brazos.

—Ya no eres Gerardo Navarrete… Ahora eres propiedad de mi padre y puedo hacer contigo lo que yo quiera y no habrá nadie en el mundo que se oponga —masculló y le sonrió, mirándolo a los ojos —. Te he esperado por demasiado tiempo, ya fue suficiente.

Gerardo quedó atónito. ¿Manuel estaba diciendo esas cosas realmente? Negó con la cabeza suavemente, implorando que sólo fuera una broma de mal gusto. Sus ojos se anegaron en lágrimas cuando entendió que no era ningún juego y negó más enérgicamente.

—No, no lo hagas, por favor — suplicó, temblando, con voz quebrada.

—Cállate. Todos estos años solamente has estado jugando conmigo, tentándome, pero ya se acabó.

—Eso no es cierto, yo no…

—Claro que sí… Siempre respondiste a mis caricias, a mis abrazos… — hundió su nariz en el cuello de Gerardo y lo mordió suavemente para dejar una marca. Gerardo luchó con la poca fuerza que tenía para apartarlo, pero no consiguió nada. Manuel, con pasmosa facilidad, lo llevó hasta la cama y lo recostó sobre ella para luego ponerse entre sus piernas e inclinarse hacia Gerardo, buscando sus labios.

Gerardo apartó el rostro cuanto pudo, pero Manuel lo sujetó con fuerza, dejándole marcados sus dedos en las mejillas.

Gerardo intentó defenderse incluso con las uñas, dejándole algunas marcas en la cara a Manuel únicamente. Gracias a eso se ganó una bofetada que lo dejó suficientemente aturdido como para no intentarlo de nuevo. Sólo podía sentir los labios del mayor recorriendo su cuerpo a placer, su hombría entrando sin preparación previa, destrozándolo.

Se desmayó en algún momento y despertó sólo cuando ya todo había terminado. Manuel se había ido y le había dejado ahí en la cama, sangrando. Quizá hasta pensó que había muerto.

Con las piernas temblando, se había vestido con su ropa vieja y sucia y había bajado. No quería estar ahí, no quería encontrarse con Manuel si éste volvía; aunque tampoco era como que Manuel no pudiera encontrarlo en la hacienda de su propia familia.

No había sido capaz de llorar en ese momento, la sensación de irrealidad le acompañaba desde el preciso momento en que había abierto los ojos de nuevo, pero había una desesperación inmensa haciéndole un nudo en el pecho.

El capataz, al verle salir de la casa grande, lo había llevado de vuelta hacia la troj para seguir trabajando, aún en su estado.

Había sido hasta el día siguiente, por la tarde, que el señor Iturbide había pedido llevarlo de vuelta adentro para mostrarle a su nuera y su hijo lo maravillosamente bien que tocaba el piano. Manuel se había ido la tarde anterior con demasiada prisa.

—Gerardo… ¿estás bien? — le preguntó Raúl. Sabía que Gerardo tendía a perderse por momentos en sus recuerdos, pero nunca lo había visto llorar por ello, no de esa manera.

—Sí… Sólo recordé algo. No me siento bien — se excusó y dejó el plato en la mesita de noche —. Perdón…

—Descuida… Llevaré esto a la cocina — tomó los platos y los puso en la bandeja.

—Gracias — murmuró Gerardo y sollozó.

Raúl supo que había algo realmente mal, así que sólo dejó la bandeja en la mesita de noche y se sentó de nueva cuenta.

—¿Necesitas algo?

—No, está bien…

—En serio, lo que necesites…— alargó su mano hacia la mejilla del menor y lo miró, con suma preocupación.

—¿Puedes abrazarme? — le miró asentir. Sentir los brazos de Raúl, su mentón apoyado suavemente en su hombro, sus manos frotando su espalda con suavidad… Gerardo se dio hasta entonces el permiso de llorar en voz alta.

—Tranquilo, estoy contigo… todo va a estar bien...



Notas finales:

Gracias por leer UwUr<3333333333333


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).