Aquilina tocó la puerta del despacho, esperando que alguno de sus ocupantes le diera permiso para entrar.
— Adelante —resonó la voz de su padre.
Procurando hacer el mínimo ruido posible, abrió la puerta y procedió a dejar la taza de té del invitado en el escritorio. Durante el proceso este no dejó de analizarla con la mirada de arriba a abajo, sin ninguna clase de disimulo o respeto.
Aquilina se despidió con una leve reverencia, claramente molesta, y dejó a los dos hombres solos.
— Su hija es muy hermosa —comentó el más joven—, y está muy bien educada. Muchas mujerzuelas podrían aprender a ser tan sumisas como ella.
El señor Schiller se acomodó en el respaldo de la silla, observando con aire crítico a su interlocutor.
— Sí que es hermosa. Pero no ha venido aquí a hablar de mi hija ¿verdad? Dígame que es lo que quiere de mí, Wyles.
El susodicho apoyó los codos sobre la mesa y entrecruzó los dedos, adoptando una posición arrogante y segura.
— ¿En serio no sabe para qué he venido? ¿Es que no recuerda a que se dedicaba hace apenas cinco años?
El anciano tardó un momento en reaccionar, pero cuando lo hizo pasó a mirar a Wyles como si fuese una serpiente mortalmente venenosa.
— Supongo que no me va a decir cómo ha averiguado quién soy o quién le ha conducido hasta mí.
— Supone bien.
— Y me da igual. Lo único que quiero es que se marche ahora mismo, yo ya no soy ese hombre del que usted está hablando y tampoco puedo ayudarle con su proyecto sea lo que sea lo que pretenda hacer.
— Creo que si puede hacerlo, Astram. Después de todo aún poseé gran parte de su fortuna y sigue siendo un miembro influyente en las altas esferas…
Schiller se levantó de su asiento, con la vena de la cien palpitante y la cara roja de ira.
— Márchese ahora mismo, no quiero escuchar nada más.
— Creo que sí que quiere. Después de todo… tengo información referente a lo que le sucedió a Xavier.
El otro hombre se quedó blanco de repente. Retrocedió hasta la pared agarrándose el pecho, como verificando que su corazón siguiese palpitando como lo hacía antes, y miró asustado a Wyles.
— Ese es el nombre de su hijo, ¿me equivoco?
— ¡¿Qué sabe de él?! —gritó Shiller golpeando el escritorio con fuerza, haciendo caer la taza de té y mojando parte de los documentos que habían sobre la mesa.
— Siéntese y relájese, señor Astram, de veras que tengo una oferta que le puede interesar —dijo sacando una pequeña caja negra del bolsillo de su chaqueta—. ¿Ha oído los rumores sobre el meteorito que cayó en el monte Fuji y sus efectos sobre los humanos?
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Aquilina se apartó de la puerta lentamente.
Su padre y ese rastrero habían empezado a hablar muchísimo más bajo, como si hubiesen caído en la cuenta de que alguien podía escucharles, haciendo que ella ya no pudiese enterarse de la conversación.
Chasqueó la lengua, molesta. De verdad que quería entrar de nuevo y sacar a patadas a Wyles de su hogar pero, en el fondo, sabía que si tenía información sobre Xavier su padre no le permitiría hacer eso. Nada ni nadie le importaba tanto como Xavier… ni siquiera ella.
Abrió la tapita de su colgante y observó el rostro de su madre.
Con los ojos llenos de lágrimas y sintiéndose inútil y miserable se alejó de allí. Dentro de poco tendría que acostar a los niños y no podían verla llorando, tenía que calmarse para evitar que se preocuparan por cosas que no tenían nada que ver con ellos.