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Llámame por tu nombre por Camila mku

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Call me by your name

Verona, Italia

1983

Odio que papá traiga extraños a vivir a casa. Es arqueólogo y la Universidad de Verona le exige conseguir practicantes todos los veranos. Lo comprendo, pero no me parece motivo suficiente para echarme de mi habitación y dárselas a ellos, mientras yo me muero de calor en el altillo y los enjambres de mosquitos me comen vivo, ¡todas las noches durante un mes!

Si fuese para ayudar a personas indigentes, aceptaría. Incluso llegaría a aceptar entrometerme en sus aburridas excavaciones arqueológicas con todo su equipo de pelmazos, con tal de que esos practicantes durmieran en la sala de estar. ¡Pero no! Los que padecemos cada verano somos Marzia y yo. ¡Claro! Ni mis padres ni los padres de Marzia van a compartir su habitación con extraños.

Marzia es una gran amiga mía. La verdad es que estoy agradecido de tener a alguien tan bueno y comprensivo como ella en mi vida. Soy hijo único y, si bien es cierto que amo la soledad, la busco y la disfruto, a veces me sofoca. Y estar rodeado de gente mayor todo el tiempo, profesores, cultos, académicos… me hace sentir más solo de lo normal.

Los padres de Marzia, Carlota y Teo, también son profesores, como los míos. Nuestros papás se llevan muy bien, por eso ambos estuvieron de acuerdo en llevar a cabo este tonto "concurso de pasantías". El año pasado le tocó a Marzia ceder su habitación a un pasante. Tuvo que tirar un colchón en el piso del comedor y dormir ahí. La pobre se levantaba toda contracturada, ¡y ella feliz de la vida porque el sujeto era eslovaco y estaba buenísimo!

—Marzia… —le dije cuando me enteré—. El tipo duerme en tu cama, te babea la almohada, usa tu bata, te caga el baño y ni te saluda.

—¡Vos porque no viste los ojazos que tiene! —me dijo, sonriendo como tonta—. Ayer me hizo un guiño. Para mí que le gusto.

—¡Ay, Dios! —gruñí y rodé los ojos, pero ella estaba en lo cierto. Sí le gustaba, porque los encontré manoseándose en una esquina, una madrugada que salimos a bailar con mi grupo de amigos. Cuando me vieron se hicieron los desentendidos mientras yo deseaba internamente tener capacidades de desaparición.

Ahora mismo estoy frente al lago. Parecía ayer que sus aguas tranquilas me inundaban de paz y felicidad. Sin embargo, hoy me siento tan fastidiado que ni sumergir los pies ahí me sube el ánimo. Anoche me enteré de que van a sacarme el piano.

—¿Por qué? —les pregunté a mis padres durante la cena, ofendido.

Mafalda, nuestra casera, fue a la cocina a encerrarse. Siempre hace lo mismo cuando presiente que se avecina una discusión familiar.

—Porque voy a refaccionar la sala de estar para convertirla en un estudio arqueológico —me explicó papá. Odio cuando usa ese "tono de profesor" conmigo.

—¡Pero es mi piano! —insistí—. ¡Y la presentación es en dos semanas! Tengo que practicar, papá.

—Elio, querido —me dijo mamá—. Puedes practicar con el piano que está en la biblioteca municipal.

—¡Obvio que no! —gruñí—. Ese está viejo y desafinado. No suena como el mío. —Papá no me daba mayor importancia, comía como si nada. Agarré el tenedor y me lo llevé a la boca, pero estaba tan enojado que perdí el apetito—. ¿Cuánto tiempo va a tomar la refacción? —pregunté con desinterés, pegando la espalda al respaldo de la silla. Él se encogió de hombros.

—Una semana, quizás —contestó—. Espero tenerlo listo antes de que llegue el muchacho.

Enarqué una ceja. Su preocupación y detalle extremos por un insignificante pasante empezaba a hacerme enojar.

—Yo no voy a ayudarte —murmuré, y me llevé un pedazo de bistec a la boca. Hice fuerza para tragarlo.

—No, no lo harás tú. —Lo oí decir con regocijo—. Ya le dije a Pedro; mañana vendrá a darme una mano. Pero si no llego a tenerlo listo para la semana que viene, estoy seguro de que el americano estará encantado de hacerlo. Es un chico muy agradable. —Arrugué el entrecejo. ¿Un americano…? Sería la primera vez. Me lo quedé mirando con los ojos desorbitados.

—Pero si los americanos no te caen bien —le recordé. Y tampoco a mí. Su petulancia me ofende, su forma de expresarse como si se creyeran los reyes del mundo, su falta de modales…

No me escuchó o fingió no hacerlo. Siguió hablando con mi madre acerca de los "preparativos" para la bienvenida del tipo. De repente me miró, estaba sonriendo. No le importó mi descontento.

—Siempre hay una primera vez para todo —me dijo al cabo de un rato. Enarqué una ceja y decidí permanecer callado el resto de la cena. Aunque tampoco fue demasiado el tiempo que me quedé ahí. A los cinco minutos me paré, decidido a irme a mi cuarto, cuando lo escucho hablarme—: Por cierto, Elio, olvidé decírtelo: vas a tener que darle tu habitación.

Oh no. Suspiré.

—¿Qué…? —me giré y le pregunté.

—Que vas a tener que darle tu habitación —repitió con calma.

—¡Ya oí! No soy sordo, solo que… —balbuceé. No caía en la cuenta—. ¿Por qué la mía? —Lo escudriñé con la mirada.

—Por tres simples motivos —continuó él—: Tu habitación es la más grande, tiene vista al viñedo y quiero que el americano se sienta cómodo en su tiempo aquí. Y porque Carlota y Teo cedieron su casa el año pasado. Nos toca.

Quedé enmudecido. Me di la vuelta y caminé escaleras arriba en silencio y con mal humor.

—¿Para cuándo? —pregunté desde el segundo piso.

—Para la semana que viene —soltó. Su tranquilidad ante mi desconcierto me enervaba.

—¡¿Dónde voy a dormir?! —me quejé—. ¡No pienso volver al altillo!

—Entonces en la habitación del establo —soltó, bebió un sorbo de su copa de vino y continuó hablando con mi madre como si nada. Exhalé, esperando que eso me tranquilizara un poco. Caminé con decisión a mi recámara y no salí de ahí por el resto de la noche.

Me desperté esta mañana con el mismo mal humor. El altillo es el lugar más sucio de la casa y me molesta pensar que tendré que dormir ahí un mes, porque no pienso ir al cuarto del establo. ¡Ese sí se cae a pedazos!

Recogí un par de cosas, las puse en mi mochila y me vine al lago sin siquiera bajar a desayunar. No me malinterpreten. Amo a mis padres y sé que todo lo que tengo se los debo a ellos. Siempre adoré pasar los veranos acá en la estancia, al norte de Italia, junto a ellos. Dicen que hay un lugar en el mundo destinado a cada uno y yo estoy seguro de que el mío es Verona, con sus campos de pastos altos y sus lagos caudalosos. Verona, una ciudad rupestre, antigua, sofisticada… Algo descuidada por los años también.

Mis padres me ofrecieron las facilidades de una vida de lujos servida en bandeja a muy temprana edad. Amo los veranos en Italia porque puedo pasar los días de calor sentado frente al piano mientras intento hasta el hartazgo conseguir el Noveno Nocturno de Chopin. Me quedo horas en el living leyendo los libros de la biblioteca familiar, que tienen como mil años, algunos pertenecieron a mis bisabuelos, otros son más nuevos. Me los he leído todos, por lo menos, unas dos veces cada uno.

Toco el piano hasta la madrugada. A veces me obsesiono cuando una nota no me sale, cuando no la encuentro, cuando me siento perdido frente a la inmensidad de la música. Y vuelvo a intentarlo hasta que mis dedos se desgastan. Mi profesor, el encargado de llevar a cabo la orquesta todos los veranos, dice que soy un "alumno espiral", porque mi obsesión por alcanzar la perfección hace que me enrede en mí mismo hasta el punto de la agonía. Pero luego, cuando finalmente llego a un resultado que me satisface, salgo de ese círculo vicioso y, según él, resulto ser el mejor compositor de su equipo.

Me asusta no contar con los días de práctica suficientes para el show. Y más me enerva que a mis padres no les interese.


Ya ha pasado una semana. Según Pedro, el peón favorito de papá –por ser el más meticuloso haciendo su trabajo–, la nueva sala de estudios quedó en óptimas condiciones.

Marzia está recostada en mi cama. Mira por la ventana a cada rato y no deja de exhibir esa sonrisa de dientes perlados que me saca de quicio.

—No sé qué te entusiasma tanto —le digo. Sigo de mal humor—. Es solo un pasante.

—¡Uno de América! —dice con énfasis, como si tuviera algo de fantástico sobre lo cual todavía no caigo en cuenta—. ¿Crees que venga de Nueva York? —Se para y va a mirar por la ventana por decimonovena vez.

—Qué se yo… —Me encojo de hombros. No me queda más remedio que pararme a su lado. Mis padres se encuentran en el parque, tomados de la mano, viendo el sendero por el cual se ingresa a la finca.

—¿Crees que sea guapo? —me pregunta, pero no llego a responderle. Un taxi acercándose a lo lejos capta mi atención. Mi corazón se detiene en el mismo momento que el auto. El americano baja del taxi luciendo una camisa lisa color azul. Es rubio, alto, bronceado y usa anteojos negros. Marzia empieza a dar saltitos emocionada mientras mis padres ayudan al tipo a cargar las maletas adentro de la casa. El tormento de tener que dormir un mes en ese asqueroso altillo acaba de empezar.

—Va a ser mejor que ya me vaya a casa —me dice Marzia—. Nos vemos al rato, ¿sí? —Asiento con desánimo. Me abraza y me da un beso en la mejilla. Baja corriendo las escaleras y la escucho saludándolos. Me veo obligado, por fidelidad a mis modales, a hacer lo mismo.

Bajo las escaleras y me encuentro con los tres en la entrada del comedor.

—Elio, él es Oliver —me dice papá alegremente. Miro fijo a Oliver. Me dedica una media sonrisa que intento devolverle y no me sale—. Oliver, él es Elio, mi único hijo.

—Un gusto, Elio —dice. Viene hacia mí y noto que me saca dos cabezas de altura. Ni siquiera se quita los anteojos para darme un beso en la mejilla y me golpea con el marco en la frente. Mastica un chicle con la boca tan abierta que hasta puedo ver que es de menta. Luego me da un par de palmadas en el hombro. Miro enojado a mi padre, que me devuelve una mirada de advertencia: «sé amable» parece que me dice.

—El gusto es mío —contesto con un susurro débil.

—Tu padre te menciona mucho durante las clases en la universidad. Eres pianista… —me dice sonriendo. Me digno a asentir con la cabeza como un muñeco a batería—. Estoy emocionado. La verdad es que Italia es más hermosa de lo que me contó, profesor —dice, y toma algo de distancia.

—Elio, ¿por qué no acompañas a Oliver a la habitación a dejar las maletas? —me pregunta mamá, y más allá de que su tono es dulce no puedo dejar de percibirlo como una provocación—. Así desempaca.

Me tomo un rato para reprimir el cúmulo de emociones que me invade.

—Claro —finalmente respondo, con los dientes apretados y la mandíbula tiesa. Exhalo un suspiro largo, sujeto una de las maletas y empiezo a subir las escaleras con Oliver siguiéndome. Cierro la puerta de la habitación después de entrar, para no tener que oír los murmullos de lo que hablan mis padres abajo.

—¡Qué bonita habitación! —dice él luego de que nos quedáramos solos, y recién ahora se saca los anteojos. Se tira en mi cama, agarra la almohada y hunde la cabeza en ella. Se cubre con mi frazada favorita. Ni siquiera se quita las zapatillas, ¡y está ensuciando toda la funda! Me lo quedo mirando un rato hasta que me doy cuenta de que no muestra intenciones de levantarse.

—¿No vas a desempacar? —le pregunto.

—Después —me dice con voz de entre dormido—. La verdad es que tengo bastante sueño. Voy a dormir una siesta. —Bosteza y deja de ponerme atención. Siento que mi presencia ahí sobra. Ruedo los ojos—. ¿Podrías decirle a tu madre si me despierta para almorzar? —me pregunta con la más absoluta falta de respeto. Quedo atónito.

—Claro —susurro, mientras intento reprimir la sensación de ofensa que me invade.

Salgo del cuarto. ¡Y hasta soy lo suficientemente amable para cerrar la puerta lo más despacio posible para no hacer ruido!

Camino unas escaleras más arriba y doy con el altillo, el lugar donde voy a tener que dormir de acá en adelante. Me pasé toda la semana intentando refaccionarlo, aunque ni así logré un gran cambio. Mafalda jamás limpia este lugar, ¡y la entiendo! Yo tampoco lo haría si corriera el riesgo de quedarme atrapado en una de las telarañas de los rincones, como me pasó hace unos días.

Voy al balcón del ventanal y miro debajo, donde está mi habitación. Lo imagino durmiendo, babeando mi almohada y pegándole el chicle a la funda. Siento una ira profunda. Decido ir al lago y me llevo la novela que dejé a medias para mantener mi concentración ocupada en algo mejor que estar amargándome con la presencia de ese americano.


«Parece natural en la vejez excedernos en la desconfianza, igual que es propio de los jóvenes andar escasos de juicio».

Leo la oración por segunda vez, y por tercera. Hasta una cuarta. Siempre me cautiva la forma poética de Shakespeare para expresarse. Lo único de lo que podría quejarme ahora es de no estar escuchando Chopin mientras leo Hamlet, son los acompañantes perfectos para una tarde de lectura. Pero no importa. Prefiero mil veces estar recostado en el césped, con los pies sumergidos en las tranquilas aguas de este lago, antes que estar en casa… ¡Mierda!

—¡Elio! —me saluda mi madre desde la ventanilla del auto. Mi padre va manejando; ambos sonríen con entusiasmo. Estacionan el auto a unos metros del lago y de la parte trasera baja él… Me da una punzada en la tripa verlo. Siento que mis músculos se tensan, lo que venía siendo una pacífica tarde de lectura de repente se convierte en una pesadilla.

—No sabía que te habías venido para acá —dice papá mientras saca del baúl del auto unas cañas de pescar—. Me hubieses dicho y nos veníamos todos juntos. —Me sonríe. Yo desvío la mirada. No estoy seguro de qué cara tengo, pero al ver mi expresión mi padre de repente se pone serio—. Te salteaste el almuerzo. —Yo, que estoy con una manzana a medio morder, se la enseño para que deje de molestarme—. ¡Una manzana no es suficiente! —Me dice, y me deja tranquilo con mi lectura. Se acerca a Oliver con una lata de carnada. Oliver echa un ojo a las lombrices que se retuercen en la tierra recolectada, y después levanta la mirada para apreciar el paisaje.

—Así que este es el famoso lago donde abundan los mejores peces de la zona —aprecia. Es la primera vez que le presto atención al color gris de sus ojos y a su mirada prepotente y soberbia. De la nada se descalza, se quita la camisa y, en shorts, se lanza al agua como bola de cañón. Me salpica el libro.

Escucho a mis padres riéndose de su hazaña. Oliver está un momento más en el agua, chapuceando, y después sale. Camina hacia mi padre, se escurre el pelo y, ahora sí, elige una lombriz y la pone en un anzuelo.

—Después de lo que hiciste… —digo en voz alta—, dudo mucho que vayas a pescar algo. Ya espantaste a todos los peces. —Sostengo la mirada en el libro y finjo estar concentrado, pero hace rato perdí la atención en Shakespeare.

Miro de reojo a Oliver. Él se gira hacia mí y me observa con detenimiento, al igual que mi padre.

—Supongo que soy un idiota —dice, y sonríe.

—Supones bien —respondo.

—¡Elio! —grita mi madre espantada. Me mira con los ojos bien abiertos y expresión sorprendida.

Me mantengo callado mientras mi padre me observa con desaprobación. Me pongo de pie y guardo el libro en mi mochila. Camino hacia mi bicicleta y me monto en ella.

Me voy sin saludar.


Cuando llego a la finca me doy un baño frío para bajar la temperatura del cuerpo. El calor me da insomnio, pero esta noche estoy demasiado cansado para permanecer despierto. Me ruge el estómago del hambre.

Me seco el pelo con una toalla pequeña y me peino con los dedos. Miro mi reflejo en el espejo sucio del cobertizo. Me devuelve un reflejo deplorable de mi cuerpo desnudo y mojado, con hileras de cajas en las esquinas de la habitación, llenas con objetos rotos, viejos y abandonados hace años. Me apresuro a cambiarme de ropa y voy al balcón para apreciar el canto de los grillos. La temperatura bajó drásticamente y eso me alivia. Observo la luna, las estrellas y cierro los ojos para sentir con más intensidad la brisa fresca que me acaricia el rostro. Pero a los pocos segundos toda esa armonía es interrumpida por los bocinazos de un auto. Miro abajo y los veo acercándose a la finca.

Bajan todos del auto al mismo tiempo. Mi padre camina al lado de Oliver. Le rodea los hombros con un brazo mientras conversan y sonríen. Continúan con el mismo buen ánimo de la tarde, ¡o están incluso más alegres! Eso me hace pensar que la pesca fue un éxito, increíblemente.

No sé por qué, pero verlos juntos me hace sentir raro. Papá todavía no me deja entrar al living y yo estoy acá, padeciendo no poder tocar Para Elisa. Lo veo sonriendo junto a Oliver y no paro de pensar que ocupa el rol del hijo ideal: ambos comparten la pasión por la arqueología y disfrutan hablando de cadáveres desenterrados. Además, Oliver tiene una masculinidad exacerbada que se nota hasta en su voz, impone presencia, no como yo. Viene de América, el continente nuevo, cuna del rock and roll y las películas pornográficas. ¡Qué grandilocuencia!

Salgo de mis pensamientos cuando oigo que tocan a la puerta.

—Adelante —digo, y Mafalda se asoma.

—Ven abajo, querido —me dice con dulzura—. Estoy con los preparativos de la cena y hay que poner la mesa. Tu padre me mandó a llamarte. —Guarda un repasador en su delantal. Yo la miro por el rabillo del ojo con desinterés mientras busco los auriculares en mi mochila.

—¿Qué vamos a cenar? —le pregunto, como si no fuese obvio. Me siento en la cama y me pongo los auriculares en el cuello.

—Pez —me dice sonriente—, ¡no te imaginas cuánto han pescado! No creí que alguien pudiera batir el récord de tu padre, pero ese chico americano sí que es bueno.

Levanto una ceja mientras me hago el desentendido.

—La pesca me parece un acto salvaje —susurro. Le echo una mirada de reojo a Mafalda y noto que me pone cara rara.

—Pero siempre te gustó comer pescado asado con especias.

Miro la suciedad que me rodea en el altillo, luego desvío la mirada a la noche y la vuelvo hacia Mafalda.

—No voy a cenar —respondo, y ni siquiera me esfuerzo en inventar una excusa—. Gracias.

Ella me mira como si no comprendiera.

—¿Te sientes bien, querido? —me pregunta. La noto preocupada.

Me encojo de hombros. No le respondo. Vuelvo a sujetar Hamlet y hago de cuenta que estoy solo. Es todo para que ella entienda la indirecta. Sale de la habitación y cierra la puerta cuidadosamente. Me pongo los auriculares en las orejas y reproduzco el walkman. Subo el volumen a todo lo que da. Me recuesto boca arriba y cierro los ojos.

La radio que estoy sintonizando transmite canciones de pop estadounidesenses, así que la cambio inmediatamente por una radio italiana. Lo peor es que la música estadounidense me encanta, pero desde que vino ese americano no soporto estar en contacto con nada que lo simbolice.

Creo que pasaron cinco minutos desde que se fue Mafalda, y ahora veo a mi papá entrando en mi cuarto. Y, a juzgar por su entrecejo arrugado y su expresión de pocos amigos, noto que algo malo pasa. Me habla, pero no lo escucho por el volumen de la música. Apago el walkman y lo miro a los ojos mientras me observa en silencio, como esperando una respuesta.

—¿Qué? —le pregunto.

—Baja a cenar. Es una orden —dice con tono amenazante. No es necesario que le dé motivos, sabe perfectamente por qué me niego, lo veo en el reproche de sus ojos. Mi padre no es de enojarse, rara vez está de mal humor. Pero su postura cambia a una muy diferente cuando le llevo la contraria.

—No tengo ganas —digo, y pongo los brazos detrás de mi cabeza.

—No te lo estoy preguntando. —Y por la cara que me pone noto que se trata de una advertencia seria. Me río, y eso parece sacarlo todavía más—. Elio… —murmura.

—Voy a comer acá —le digo.

—Vas a bajar y a cenar junto a todos. Es mi casa y yo doy las órdenes —continúa—. Cuando seas mayor y pagues el lugar donde vivas podrás tomar tus decisiones. Mientras estés bajo mi techo vas a hacer lo que yo te diga. —Continúa mirándome con amenaza—. Baja en este instante —repite.

—No quiero estar en el mismo lugar que él. —Desvío la mirada hacia cualquier lado con tal de no enfrentar sus ojos severos—. No lo soporto —confieso.

—Pues, lo siento, pero vas a tener que hacerlo —me dice con las manos puestas en la cintura. Dominante—. No te ha hecho nada como para que te portes así.

Pongo los ojos en blanco y lanzo un suspiro.

—¡Sí, claro! —gruño—. ¿Y sacarme mi cuarto qué fue?

—A esa decisión la tomé yo, Elio —me dice con énfasis, y noto que está llegando al límite de su paciencia.

—Lo sé, ¡lo mismo pasó con el piano! —le recuerdo. Cruzamos miradas amenazantes en completo silencio—. ¿Por qué no me dejas entrar al living? Pedro ya me contó que terminó de repararlo. ¡No te importo nada!

—No vamos a empezar ahora a discutir eso. ¡Baja ya! —me dice, y esta vez gritándome.

Me lo quedo mirando unos segundos.

—De verdad no te importo nada —le digo al fin, y paso caminando por enfrente suyo con dirección a la puerta. Bajo trotando las escaleras y entro a la cocina. ¡Siento bronca! Y eso hace que me lleve por delante una silla sin darme cuenta. Me siento con ímpetu al lado de mamá. El americano está sentado frente a mí. Me observa en silencio. Mafalda también está sentada a la mesa, con la mirada gacha y mamá tiene expresión seria. Los tres habrán oído los gritos.

Lanzo un suspiro. No voy a intentar simpatizar, no me nace. ¡Y estoy seguro de que debo tener una cara de fastidio indisimulable! Me cruzo de brazos mientras papá baja las escaleras, y se nos une sentándose en la punta de la mesa. Mira a Oliver, que le sonríe de regreso. ¡Ahí los tienen!

Paso la cena en silencio mientras papá y Oliver hablan acerca de excavaciones que tienen planeadas llevar a cabo una vez que empiece el año escolar, en marzo. Mamá no deja de hablarle a Oliver y no permite que haya ni un segundo de silencio incómodo. Tal vez porque está nerviosa o, quizás, porque intenta hacer de cuenta que la tensión en el ambiente no es tan grave como parece.

—Esa es una muy buena idea —dice mi padre, sonriendo ampliamente. Nuestras miradas se cruzan. Noto que la ira ya no lo invade. Me mira risueño y extiende una mano hacia mí para acariciarme el cabello.

—¿Qué hay de ti, Oliver? —pregunta mamá—. ¿Te gusta la música clásica?

El americano parece incomodarse.

—La verdad es que no sé nada de música clásica —confiesa. Mamá lo mira con pena. Yo sonrío para mis adentros, me lo esperaba.

—Te estás perdiendo de lo más hermoso de la vida —dice papá, echándose sobre el respaldo de la silla—. Menuetto de Chopin, Allegro… Son verdaderas joyas.

Oliver pone cara de no tener idea de cuáles son esas dos sonatas.

—Es americano, solo sabe de rock y pop —susurro con menosprecio. Pero lo que dije fue lo suficientemente audible para que llegara a oídos de todos. Oliver me mira fijamente, y yo finjo estar muy concentrado en la comida.

—Pues, sí... así es, Elio —me dice con su voz grave de «hombretón»—. Solo sé de rock y pop.

Me siento hecho con esa confesión. Creo que es la primera vez en el día que sonrío de verdad. Mi padre me mira con desaprobación.

—El rock tiene muchas combinaciones de sonidos —dice mamá—, no es un género fácil a la hora de componer. —Se lleva un trozo de pez a la boca—. ¿Sabes tocar algún instrumento, Oliver?

—La verdad es que yo solo sé de arqueología, filósofos y pensadores —responde—. El arte no se me da bien. No soy como Elio. —Me clava la mirada de manera desafiante. Siento la ironía en sus palabras.

—Eres un alumno brillante —dice papá—, dudo que algo se te complique. Aprenderás cuando te lo propongas.

No volvemos a tocar el tema de la música otra vez en lo que va de la cena. Se hacen las once y Mafalda levanta los platos.


Amanezco a eso de las diez. Lo malo del altillo es que ni siquiera tiene cortinas, así que despertar con la luz del sol dándome en la cara es inevitable. Me pongo boca abajo y cubro mi cara con la almohada para evitarlo, pero algo me escoce en la pierna derecha. Lo toco para ver qué sucede…

—¡Ay, mierda! —grito. Me destapo para ver, ¡tengo un moretón enorme! Me di fuerte con la silla ayer. Estaba tan enojado que en el momento ni siquiera lo sentí.

Eché la cabeza hacia atrás y suspiré. Un día nuevo… no tengo ganas de levantarme, pero en cualquier momento vendrá Mafalda a tocar la puerta y a anunciar que está listo el desayuno. Aunque no estoy seguro de cuándo porque el sol apenas está saliendo. Me pregunto si habrá alguien levantado.

Decido dormir un poco más. Llevo una mano detrás de la cabeza y con la otra toco el bulto que se formó después del golpe. Me insulto a mí mismo por ser tan torpe. Cierro los ojos y empiezo a respirar con más calma. Arrastro la mano lentamente hacia arriba. Más y más, con suavidad. Empiezo a tocarme la entrepierna. Las imágenes de una mujer desnuda me atraviesan como puñaladas. Me sonríe y se me acerca. Y cuando la imagino caminando hacia mí ya no es una mujer… es un hombre. Es alto, atlético y endiabladamente varonil. Me sonríe, y su sonrisa es lo más hermoso que vi en mi vida.

Se me acerca al oído y me susurra; me pregunta si quiero una mamada. Asiento y él se agacha. Me baja la cremallera y me complace, lentamente. Empiezo a tocarme despacio. Él me mira con sus ojos desbordando lujuria y yo lo sujeto del cabello y lo atraigo hacia mí con determinación. Entonces aumenta la intensidad, y empiezo a tocarme con fuerza y desesperación.

Él sigue a un ritmo salvaje. Yo lo domino, lo atraigo a mi erección.

Un poco más.

Más.

Escucho que tocan a la puerta con insistencia.

—¡Carajo! —insulto, y creo que fuerte. La inspiración se me acaba de ir al caño. Me subo la ropa interior con enojo y me visto deprisa—. ¿Qué? —grito con la respiración entrecortada.

—Está listo el desayuno, Elio. —Como adiviné.

—Ya bajo —le digo, y me tomo un segundo para tranquilizarme y volver a respirar con normalidad.

Aparezco en la cocina a la media hora. Mamá está sentada a la mesa, pero Oliver y papá no están.

—Se fueron a buscar unos mapas a la ciudad —me dice luego de preguntarle—. Salieron bastante temprano, ya deben estar por llegar.

Agarré una tostada y la unté con mermelada. Mafalda me acercó la leche desde la cocina. Le sonreí y ella me besó la frente.

A los quince minutos veo el auto de papá estacionando en el jardín. Levanto la vista. Oliver carga una pila estrafalaria de mapas que no le permite ver por dónde pisa ¡y con los anteojos de sol puestos menos!, así que papá lo ayuda a caminar en línea recta para no caerse.

Vuelvo a sentir esa sensación de incomodidad extraña.

—Buen día —saluda Oliver cuando entra en la casa. Otra vez su voz grave de «hombretón» resuena en cada rincón. Su tono transmite seguridad, y no sé por qué eso me molesta.

Tengo la boca llena, así que no contesto. Le echo un vistazo mientras camina hacia donde le indica papá. Tiene puesta una camisa celeste desabotonada, muestra todos los vellos rubios de su pecho. No puedo evitar mirar mis antebrazos. Son tan lampiños como mi rostro.

No sé por qué hago esto internamente cada vez que lo veo. No dejo de compararme. ¿Serán celos…? ¡No! Me prohíbo pensar esa estupidez. Yo no celaría a un bruto como él.

—¿Ya desayunaron? —les pregunta mamá cuando pasan enfrente de la mesa. Noto que Oliver dirige la mirada hacia mí, a pesar de los lentes. Yo lo esquivo.

—Todavía no —responde papá—. Enseguida nos sentamos. —Entra en el living y le pide a Oliver que deje los mapas en cualquier parte. Él los pone a un lado del piano—. Después los acomodaremos en su lugar. Comamos algo.

Vienen y se sientan a la mesa. Oliver vuelve a elegir el asiento enfrente de mí. Se sube los anteojos, me mira y me sonríe.

—¿Estás nervioso por el show que darás en el teatro? —me dice. Le echo un vistazo a papá.

—Acabas de llenar el piano con esos mapas, ¿en serio te importa?

—Elio no empieces —me dice mamá. La sonrisa en la cara de Oliver se borra al instante.

—No están encima, están al lado —me contesta. Parece descolocado.

Papá se pone de pie.

—¿A dónde vas? —le pregunta mamá.

—A sacar los mapas del piano —responde papá con cara amarga—. Los pondré arriba del sofá o del escritorio.

La tensión vuelve a dominar el ambiente. Oliver se pone de pie de repente.

—Mejor yo voy —dice—. Después de todo, yo los dejé ahí. —Sonríe, pero esta vez de manera forzada. Papá toma asiento en su silla. Yo sujeto la taza y continúo bebiendo de mi café.


Este día pasó volando. Luego de almorzar fui al lago. ¡Qué magnífico apreciar toda esa naturaleza en soledad! El sol, el sonido del agua, las caricias del viento, los versos de Hamlet… Todo eso sirvió como inspiración para que repasara las partituras de Para Elisa una y otra vez. Repasé las notas en mi cabeza para cuando llegara a casa ponerme con el piano de inmediato. Pero cuando llegué me enteré de que no iba a ser posible.

—Lo siento, Elio —me dijo papá—. La sala sigue sin estar habilitada. Oliver y yo estamos poniendo los mapas en la pared y hay demasiado olor a pegamento —se excusó y me cerró la puerta—. Espera a mañana.

Mierda.

Fui al altillo. Me acosté en la cama y empecé a repasar las partituras en mi cabeza. Me pone nervioso pensar que, quizás, no estoy practicando tanto como debería, y entonces mi imaginación me traiciona y se vuelve contra mí, como siempre. Empiezo a imaginarme arriba del escenario. Mi profesor me pide el solo y yo no puedo tocarlo porque… ¡no lo sé!

Suspiro. A la media hora Mafalda me avisa que baje a cenar. En la mesa Oliver, papá y mamá hablan tan animadamente como siempre. Yo solo pienso en ir al altillo y seguir repasando las partituras. Termino de cenar y voy a mi habitación. Estoy apenas una hora con los auriculares puestos y me quedo profundamente dormido.


Despierto. Todavía es de noche, por lo que puedo apreciar. Acabo de desvelarme. Veo la hora; apenas es la una de la madrugada.

Me levanto con sed y decido ir a la cocina por un vaso con agua. Bajo las escaleras algo atolondrado, todavía estoy dormido. Me miro y me percato de que me acosté con la ropa puesta, ni siquiera me puse el pijama. Las luces siguen encendidas, supongo que Mafalda todavía no ha terminado con sus quehaceres.

Entro en la cocina y me sirvo el agua en un vaso, pero un sonido familiar me saca de mi abstracción… ¿es el piano?

Dejo el vaso sobre la mesada y camino con ímpetu hacia la puerta del living. El sonido se hace cada vez más audible, así como la sangre en mis venas, que bulle como lava.

Definitivamente… es mi piano.

Empujo la puerta con fuerza. Oliver dirige la mirada con sorpresa hacia mí.

—¿Qué estás haciendo? —le pregunto. A juzgar por su expresión, mi cara debe ser lo menos amable que vio en la noche—. ¡Aléjate de mi piano! —gruño.

Noté que no supo cómo reaccionar. Lo tomé por sorpresa.

—Lo siento, Elio —susurra. Es la primera vez que su voz de «hombretón» suena encogida—. Me puse a trabajar con los mapas y vine acá solamente a despejarme. Estuve apenas un minuto, ni lo toqué.

—No es cierto. Desde que llegaste estás metido en mis cosas —suelto con amenaza.

—¿Qué…? —me pregunta estupefacto. Se pone de pie lentamente—. No estarás dormido, ¿no? —Sonríe, pero mi expresión lapidaria hace que su sonrisa se borre gradualmente. Escucho que la puerta del living se abre. Miro por encima del hombro.

—¿Qué está pasando? —pregunta papá. Carga una pila de papeles en las manos—. Elio, te dije que no podías entrar aquí.

—¡Claro! —Pongo los ojos en blanco—. Yo no puedo venir a tocar el piano, ¡pero él sí puede! —exploto. Le dedico a mi padre una mirada de puñal. Él me devuelve una de sorpresa—. ¡La presentación es en una semana, papá! —Creo que estoy gritando. No estoy seguro, pero…—. ¿Por qué él sí puede entrar? ¡Tenía las manos puestas en mi piano! ¡Es un maleducado como todos los americanos! ¡No quiero que se acerque a mi piano! —Sí, estoy gritando.

—¡Elio, estás insoportable! —grita papá mientras deja la pila de papeles sobre el escritorio y se vuelve hacia mí—. Desde que llegó Oliver te estás portando como un niño. ¿Qué te pasa? —Se pone justo delante de mí.

—¿Qué me pasa…? Le diste mi cuarto, ¡eso me pasa! —El eco de mi voz retumba en las esquinas—. Desde que está él aquí te importan una mierda las prácticas y me obligas a dormir en ese sucio altillo. —La cara de mi padre enrojece.

—Estoy llegando al límite de mi paciencia contigo, Elio —me amenaza.

—No me interesa —asumo con desprecio—. Quiero mi habitación de vuelta, ¡ahora! —exijo, y veo que mi padre alza la mano con intenciones de darme una bofetada, pero Oliver se interpone entre nosotros y lo detiene.

—Aguarde, no —le pide mientras le sostiene la mano—. No lo golpee, por favor —susurra, y cierra los párpados—. Todo esto es por mi culpa —dice, abatido. Cruzan miradas.

El silencio que nos inunda es incómodo, pero no llego a sentirlo porque los latidos de mi corazón están ensordeciéndome. Estoy enojado, acalorado, nervioso… No me quedo para escuchar lo que tienen para decir, ni tengo ganas de comerme un sermón. Salgo del living a la velocidad de un rayo y subo las escaleras a los trotes hasta el altillo.


Despierto con el llamado de Mafalda a la puerta, avisándome que el desayuno está listo. Me levanto, me visto y decido que más tarde voy a darme un baño, tal vez me alivie un poco el malestar que me invade.

Cuando abro la puerta me encuentro con un panorama extraño. Hay una maleta a mitad del pasillo.

—Elio… —Escucho. Me giro, aunque no necesito verlo para saber que se trata de él—. Buen día —me saluda.

—Buen día —le digo. Es demasiado temprano para soportarlo. Sin embargo, parece no venir en ese plan. Me sonríe.

—Hablé con tu padre anoche, después de que te fueras a dormir —dice, y mantiene la mirada firme—. Creo que es mejor idea ya no seguir con esto. Siento que te estoy invadiendo, así que lo convencí para devolverte tu cuarto.

—¿Te… vas? —balbuceo, y no puedo evitar cierto regocijo en mi tono. Él suelta una risa estrepitosa.

—No de Verona, si esa es tu pregunta. Tu padre y su ayudante me darán una mano hoy para dejar listo el cuarto que está al lado del establo. Me mudo.

—Ese cuarto es un galpón. Tiene una cantidad estrafalaria de cosas —reflexiono en voz alta—. Jamás terminarán para hoy.

Él parece no escucharme.

—Estoy seguro de que entre los tres lo tendremos listo para esta noche —me dice, y vuelve a sonreir—. Lamento haberte hecho sentir incómodo todos estos días. Espero que a partir de ahora podamos empezar a llevarnos mejor. —Inclina una mano hacia mí. Al principio siento desconfianza, pero su actitud de querer revertir las cosas hace que termine compadeciéndome. Me ablando y acabo estrechándole la mano.

—De acuerdo.


Durante el desayuno papá me avisa que además de refaccionar el cuarto del establo para Oliver, se había tomado un tiempo por la mañana temprano para sacar el piano del living y, con ayuda de Pedro, lo llevaron a la sala de té.

—Así puedes practicar tranquilo, y no te molesta todo ese hedor a pegamento —me dice sonriendo—. Todavía no se va del todo. —Me siento gratificado. El alma me vuelve al cuerpo como por arte de magia y, con ello, el sentimiento de impotencia va abandonándome—. ¿Qué tal si traes a Marzia y a Chiara para practicar esta tarde? —sugiere. Mi expresión cambia de una sorprendida a una ilusionada.

—Por supuesto que sí, papá.


Mi, Re. No me suena.

Mi, Do. Aguarden, estoy seguro que era Re.

Mi, Re. Definitivamente no.

—Paren —les digo de repente. Marzia me mira con el entrecejo fruncido. Chiara detiene el violonchelo y yo quito los dedos de las teclas del piano—. Eso se oyó horrible —gruño.

—No estuvo tan mal —dice Chiara despreocupada.

—No di en la nota —insisto, algo abrumado.

—Yo ni me di cuenta —comenta Marzia y vuelve a fijar su atención en el violín.

—Faltan solo dos días y no consigo atinarle —exclamo con fastidio.

—¡Deja de preocuparte tanto! —dice Chiara acercándose a la ventana—. Habrá demasiado ruido como para que alguien del público se de cuenta de que no encontrás la nota. —En parte admito que tiene razón. Practiqué Para Elisa toda la mañana y la diferencia de sonidos, si bien no es la misma, es ínfima. Me duelen los dedos—. Eres uno de los mejores, Elio —continúa—. No vas a fallar. —Se da vuelta y por poco se recuesta sobre el marco de la ventana.

—Chiara, ¿qué haces? —le pregunta Marzia.

—Intento inspirarme con esta espectacular vista —responde, y por su sonrisa insinuante intuyo que es algo que no tiene nada que ver con el viñedo. Marzia se pone de pie y camina hacia ella para ver—. Está sin remera.

—¿Quién? —pregunto.

—Oliver —dice Marzia mientras Chiara se muerde el labio inferior.

Me rehuso a ponerme de pie para acompañarlas. Mi orgullo me lo prohíbe, aunque una curiosidad extraña me invade repentinamente y me obliga a dejar el piano para ir hacia la ventana.

—¡Está buenísimo! —dice Chiara, pronunciando cada palabra con deseo.

Miro a Oliver. Está junto a papá y Pedro extrayendo cajas del cuarto del establo, y tienen para rato. Hay demasiadas cosas. Por otra parte, es cierto que está sin remera y todo sudado por estar debajo del sol, que para colmo se siente más fuerte hoy que en días anteriores. Me invade cierto sentimiento de… culpa.

—¿Creen que si lo invito a salir, acepte? —pregunta Chiara. Se sostiene el mentón con una mano y mira hacia afuera risueña.

—Cualquiera aceptaría —contesta Marzia—, eres guapísima. Solo te falta confianza.

—Todos me dicen lo mismo —responde Chiara con cara de decepción—, y al final de cuentas siempre termino sola. —Enarca una ceja. Marzia y yo nos reímos.

Al rato vuelvo a mirar a Oliver, y decido hacerlo con atención, porque intento descubrir qué es eso que despierta tanto misterio. ¿Será su contextura física, su altura, su cabello rubio, su bronceado…? Luce muy diferente a los italianos, y quizás sea ese distintivo lo que lo hace tan único a ojos de Chiara, o de cualquiera que lo aprecie.

Las gotas de sudor resbalan por su espalda. Chiara empieza a decir groserías. Marzia se ríe mientras yo me pongo serio… extremadamente serio, porque noto el cambio repentino en mi cuerpo y eso me paraliza. Mi entrepierna palpita y lo único que se me viene a la cabeza antes de que una de mis amigas se de cuenta de mi excitación es salir corriendo.

—Elio, ¿qué tienes? —me pregunta Marzia, un tanto asustada por mi apuro.

—¡Me estoy meando! —grito, y me encierro en el baño. Me siento sobre la tapa del inodoro y abro la canilla del lavabo para que no sospechen. Respiro profundamente mientras cuento hasta diez.

Uno… intento tranquilizarme.

Dos… sigue igual.

Tres… firme como piedra.

Cuatro… empieza a funcionar.

Cinco… me obligo a imaginar la cara de mis padres y con eso el deseo queda aniquilado.

Seis… va bajando.

Siete… ya ni rastros.

Ocho… ¿qué mierda me acaba de pasar?


Me paro frente al espejo de mi habitación a observarme. Me gusta cómo me queda el traje, creo que nunca me vi tan sofisticado. Miro a mamá de reojo y la encuentro sonriendo. Hay un brillo emotivo en su mirada.

—¿Nervioso? —me pregunta, sentada a los pies de mi cama.

—Nervioso, ansioso, entusiasmado e impaciente —respondo. Ella suelta una carcajada y siento que todo ese cúmulo de sensaciones se apodera de mi cuerpo. Escucho los latidos acelerados de mi corazón mientras chequeo una y otra vez mi reloj de muñeca.

Falta una hora para las ocho, hora exacta en que el telón del teatro se abre al público y todos los miembros de la orquesta deben estar arriba del escenario, listos para dar el show.

—¿Vamos yendo? —me dice mamá, después de escuchar los bocinazos de papá en el jardín.

Bajamos a toda prisa y cerramos la casa bajo llave. Mafalda y papá están esperándonos en el auto. Mamá ocupa el asiento del acompañante delantero mientras yo me siento atrás junto a Mafalda. Le echo un vistazo.

—Te ves hermosa —le digo. Ella me mira con los ojos aguados y me abraza fuerte. Yo también lo hago—. Estoy muy contento de que hayas aceptado venir.

—No me lo perdería por nada del mundo —me dice al oído, y luego me besa la frente.

Mafalda es la persona que ha soportado todos mis berrinches de niño sin quejarse ni una sola vez. Me ha tenido más paciencia de la que me tuvieron mis padres, y ese es uno de los motivos por el cual la quiero tanto. Y otro de los motivos es porque es simplemente genial.

—¿Listo? —me pregunta papá, encendiendo el motor. Me mira por el espejo retrovisor y me sonríe. Yo asiento y emprendemos camino hacia el teatro.

Admito que lo bueno de ser pianista es que, a diferencia de Marzia o Chiara, que deben llevar sus propios instrumentos a los shows, corro con la suerte de no andar cargando con el piano. Sonrío con ese pensamiento mientras observo el paisaje que ofrece la noche del otro lado de la ventanilla. Las imágenes se difuminan como una acuarela multicolor.

Papá me hace bajar al entrar al estacionamiento.

—Nosotros vamos directo a las butacas —me dice, alegre—. Tú tranquilo. Lo harás genial.

Salgo del auto y me acerco al resto del equipo mientras mi familia ingresa al teatro por la entrada principal. Mis compañeros, que ya forman parte de mi grupo íntimo de amigos, me miran entusiasmados al verme llegar.

—¡Elio! —exclama Marzia sobresaltada, no espera a que me le acerque, viene hacia mí y me da un fuerte abrazo—. Llegaste justo a tiempo, debemos entrar—. Me rodea con un brazo mientras me jala hacia adentro.

Caminamos por un pasillo apenas iluminado y me tomo el atrevimiento de desviarme del resto unos segundos para ir a husmear detrás del telón; ¡está lleno de gente! El murmullo de sus voces mientras hablan y ríen retumba en cada esquina.

Ubico a mis padres con la mirada. Mamá y papá están sentados juntos, y a un lado de mamá está Mafalda. Desvío la atención hacia papá y noto que está hablando animadamente con un hombre. Siento que el pecho se me estruja cuando lo veo. ¡Es Oliver! ¿Qué hace ahí?

Me sorprende su presencia, porque de todas las personas que creí que vendrían a verme, jamás lo esperé a él. No le gusta la música clásica o, al menos, eso tengo entendido.

Me alejo del telón y voy con mis amigos. Cris y Mario están calentando las gargantas para tocar las trompetas, como es debido en los instrumentos de viento. Mientras, Marzia y Chiara, concentradas, afinan las cuerdas del violín y del violonchelo.

—Vengan acá —nos dice el profesor, y me uno a la ronda que se forma entre los músicos. Lo escucho decir unas palabras de aliento antes del show, nos habla de lo orgulloso que está de nosotros y de lo bien que, seguramente, tocaremos esta noche. No hace mención alguna del tiempo que perdí con las prácticas la semana pasada, y ¡gracias a Dios!, porque ya estoy demasiado ansioso como para, encima, tolerar una presión extra. Unimos las manos y gritamos entre todos un gran "¡hurra!"—. A sus posiciones —ordena, y nosotros obedecemos a rajatabla.

Nos ponemos en fila, de cara al público, mientras el personal técnico aparta el telón y una horda de aplausos inunda cada rincón del teatro.

Me siento en el banquillo frente al piano y espero a que mi profesor me de el puntapié para comenzar. Las luces se encienden y me iluminan cuando presiono Do, y luego un Re sostenido que suena espectacularmente bien.

Continúo. Cierro los párpados y saboreo cada nota. A los pocos segundos, Marzia empieza a acompañarme con el violín, y luego se suman todos los instrumentos. El piano ahora es tan solo un sonido más que aporta a esa hermosa sonata. Y yo me siento cada vez más relajado porque el solo de piano ya ha pasado…


Finalizado el show, y ya aliviados y emocionados después de ese momento, nos pusimos de acuerdo con mi grupo de amigos en ir a festejar la velada a casa de Chiara. Me dijo que sus padres organizaron una cena para todos los músicos al aire libre, en el jardín. Sus padres se irán con mis padres y los padres de Marzia a festejar junto con otros adultos a la estancia del señor Pujol, el tío de Lucas, el clarinetista del grupo.

—Elio —me llama mi madre, parada debajo de la luminaria del estacionamiento del teatro—. ¿Por qué no invitas a Oliver a que vaya con ustedes? —me propone. Le echo un vistazo al americano, que conversa entretenido con papá. Pienso detenidamente—. Nosotros nos vamos a las afueras de Verona —continúa—. Sería buena idea que Oliver pase tiempo con personas de su edad en vez de con nosotros. El pobre se la pasa al lado nuestro y no nos dice nada, pero yo noto que a veces se aburre.

Admito que Oliver se ha portado muy bien conmigo esta semana. Haberme devuelto mi habitación fue un gran acto de consideración. Tal vez mamá tenga razón y, después de todo, deba darle una oportunidad.

—Está bien —le respondo. Me doy la vuelta y me dirijo hacia Oliver. Le toco el hombro para llamar su atención. Él me mira.

—Mi pianista favorito —susurra, y esboza una sonrisa que muestra sus perfectos dientes perlados.

Esa sonrisa sumada con su mirada gris hacen que mi pulso se acelere. No tengo idea de por qué estoy repentinamente nervioso, ni por qué siento calor.

—Vamos a una fiesta con los chicos de la banda, ¿quieres venir? —Meto mis manos en los bolsillos delanteros de mi jean mientras él medita—. Es eso o ir con mis padres a casa del señor Pujol —continúo, y suelto una risa.

Él desvía la mirada.

—Me encanta pasar tiempo con tus padres, no me malinterpretes —me dice—, pero tal vez necesite algo más… movido. —Me guiña un ojo y sonríe.

Mi pulso vuelve a acelerarse; los recuerdos de lo que me pasó después de haberlo visto sin camisa, aquella vez en casa durante el ensayo con Chiara y Marzia, me tienen en estado de alerta.


La preparación se nota bastante, porque la decoración está hermosa; los padres de Chiara acomodaron una mesa en el centro del jardín y armaron una "bailanta" en el quincho. Las luces multicolores le dan un toque especial.

Estamos solos, sin adultos de por medio. Únicamente el equipo de músicos, y Oliver. Con lo cual Chiara ve su oportunidad. Lo primero que hace es ir a la pista de baile. Sujeta a Oliver de la mano y lo lleva con ella a bailar Lady, Lady, de Joe Espósito. La melodía es embelesante y transportadora. Bailan entretenidos, a un ritmo frenético. Se susurran en las orejas y se rozan las narices. Yo enciendo un cigarrillo de los nervios y me sirvo más licor en el vaso.

Alguien apoya una mano sobre mi hombro y me giro para ver quién es.

—¡Mierda! —me dice Marzia al oído—. ¡Chiara está decidida a conquistar a ese americano! —exclama.

Cuando giro a verlos otra vez, se están besando. Siento una punzada visceral en el estómago. Ella le sujeta el cabello a Oliver con pasión mientras él la agarra de la cintura para acercarla más.

—Creo que ya es hora de irme a casa —exclamo de la nada y me pongo de pie con apuro.

—¡Pero si nomás llevamos dos horas! —me dice Marzia y me mira sorprendida.

—Sí, pero ya quiero irme —insisto, impaciente. Intenta sujetarme de la mano, pero yo deshago el agarre—. Le diré a Oliver. —Camino hacia la pista y me detengo frente a ellos. Ambos parecen demasiado ocupados para notar mi presencia aún—. Oliver —susurro, y solo entonces se gira para mirarme—. Me voy a casa.

Noto que mi comentario hace que se sorprenda, aunque no hay desilusión en su expresión. Pero sí en la de Chiara, que se ve súbitamente triste.

—De acuerdo. Voy contigo —me dice. Besa a Chiara en los labios y vuelvo a sentir dolor de estómago. Deshace el abrazo y me acompaña a saludar al resto del grupo.


—Hace un poco de frío —le digo a Oliver mientras caminamos de regreso a la estancia. Es madrugada y el rocío nos está helando la piel. Él no me responde, parece ido en sus pensamientos. Nos mantenemos envueltos en un silencio incómodo un buen rato—. Te noto preocupado. —Es la primera vez desde que lo conozco que el presionado por empezar la conversación soy yo.

—Lo estoy, de hecho —confiesa—. Debo terminar un ensayo y entregárselo a tu padre. —Saca una caja de cigarrillos del bolsillo de sus shorts—. Y la verdad es que lo que escribí hasta ahora me parece todo basura. —Fuma una pitada—. ¿Quieres uno?

Suelto una carcajada mientras agarro un cigarrillo.

—¡Vamos! No creo que esté tan mal —respondo. Él se encoge de hombros—. Tal vez tenía sentido cuando lo escribiste—. Miro hacia adelante. Todavía nos queda un sendero lleno de árboles un tanto tenebroso con la oscuridad que nos rodea—. Además, dudo que mi padre se moleste contigo por algo. Le caes súper.

—Creo que, más bien, simplemente me soporta —me dice.

Me volteo rápidamente hacia él. Su comentario acaba de dejarme perplejo.

—¡No es cierto! Le caes mejor que yo —exclamo, y sigo caminando. A los pocos segundos me doy cuenta de que él se ha quedado parado detrás de mí. Me giro y lo veo, está algo consternado.

—¿Eso es lo que te estuvo afectando todo este tiempo? —me pregunta. No respondo. En vez de eso agacho la mirada—. Elio, yo jamás robaría tu lugar ni intentaría sacarte algo que te pertenece. Y tu padre no me prefiere antes que a ti. No vuelvas a decir esa tontería.

—Está bien, yo… —balbuceo. No creo tener la sobriedad necesaria para un tema delicado como este, y temo abrir la boca y soltar una necedad—. Sé que no lo harías —le digo, me giro y sigo caminando. Él viene trotando a mi lado—. Y tal vez debas dejarme leer tu ensayo para definir si creo que tiene sentido o no.

—¿A esta hora y luego de todo lo que bebimos? —me pregunta sonriendo.

—Todo es posible —le digo. También sonrío, esta vez de veras. Los nervios del principio empiezan a disiparse.

—De acuerdo —me dice—. Pero te advierto que ese lugar es un lío. No he terminado de ordenarlo.

Caminamos un par de metros más hasta que vemos los faroles de la estancia encendidos. No vamos allá, en cambio pasamos a un lado del establo y entramos directamente a la pequeña casita construida detrás.

—¡Wow! —exclamo—. ¡Veo que no me mentiste! —le digo, apreciando el desorden de ropa, zapatillas y libros arriba de la cama—. Hasta me dan ganas de ayudarte, te juro.

—Nada de eso. —Ríe y me da una silla para que me siente, pero yo no lo hago. Decido, en cambio, pararme frente a la pila de libros que hay encima de la mesa de luz y empiezo a inspeccionarlos uno por uno mientras Oliver va a la cocina—. ¿Quieres algo de beber? ¿Más licor…? —pregunta mientras revisa la heladera.

—Agua está bien —le digo. Vuelvo la mirada a un libro que llama mi atención. Lo agarro y siento que el pecho me palpita tan fuerte que hasta temo que Oliver lo escuche—. ¿Te gusta Hamlet? —pregunto sorprendido y me doy vuelta para agarrar el vaso con agua.

—Claro que sí —contesta, sentándose en la cama y buscando algo entre el desorden.

—¿Cuál es tu frase favorita? —Me encanta saber que alguien disfruta de la literatura barroca tanto como yo. Estoy tan emocionado que hasta creo que sueno como un niño en una juguetería.

—Hay demasiadas como para elegir una… —me dice pensativo—. Pero la primera que siempre viene a mi mente es «donde los pequeños miedos crecen, el gran amor también». —Lo dice con tanta profundidad que los vellos de mis antebrazos se erizan.

—Es buena. ¿Qué tal esta? —sugiero—: «La muerte, el país inexplorado del que ningún viajero regresa».

—Hermosa y triste al mismo tiempo —aprecia—. «Sobre todo, sé fiel a ti mismo» —susurra.

—«La valentía es el alma del ingenio» —digo con voz alta y clara, cada vez más emocionado por la idea de que Oliver debe haber leído Hamlet muchas veces, porque recuerda las frases con tanta exactitud como yo.

—«Ella es tan conjuntiva a mi vida y mi alma» —dice.

—«Tuyo eternamente, mientras este cuerpo exista» —digo, y me doy cuenta de que la frase desencaja con el momento. Siento calor repentino en las mejillas. Me volteo rápido y dejo el libro donde estaba.

—Este es el ensayo del que te hablaba —dice él, que parece no haber notado mi incomodidad. Me siento a su lado, en los pies de la cama, y sostengo el papel—. No es Hamlet, te lo advierto. Y estoy seguro de que va a ser lo más aburrido que leas este día.

Lanzo una carcajada y empiezo a leer. No es un texto largo, apenas me toma cinco minutos acabarlo y, cuando llego al final, siento que no entendí el tema principal.

—¿Cuál es la necesidad de hablar de ríos en arqueología? —le pregunto.

Él me mira y levanta una ceja.

—Bueno… como decía Heráclito «nadie se baña dos veces en el mismo río», porque ni tú ni el río serán los mismos la segunda vez que se encuentren —explica, recostándose sobre la montaña de ropa que hay en la cama—. Lo que quise decir es que una cerámica, un trozo de madera, un hueso, una piedra… no serán los mismos pasados los siglos. Por más que el equipo de arqueólogos y yo desenterremos un objeto que perteneció a culturas milenarias, podemos imaginar el uso que se le daba en esa comunidad, pero jamás sabremos del todo su verdadero significado.

—Suena coherente ahora que lo dices —reflexiono.

—No sé —contesta, abatido—. El hecho de que no hayas entendido me hace pensar que está mal escrito. —Me arrebata la hoja de papel de la mano, la abolla y la tira al suelo—. Voy a escribir otra cosa en la mañana, cuando tenga más claridad mental. Ahora no puedo pensar. No soy como tú, que el genio creativo te viene a la noche.

—¿El genio creativo…? —pregunto, extrañado.

—Sí —responde con seguridad—. No te diste cuenta porque estabas demasiado concentrado durante el show, pero tocaste espectacularmente. Tus compañeros no dejaban de observarte con admiración. —Sonríe—. Tocas mejor por las noches, en cambio por las mañanas te distraes.

Lo escudriño con la mirada.

—¿Cómo te diste cuenta de eso? —Me sorprende, porque ni yo lo había notado, pero ahora que lo pienso y hago cuenta de las veces que descifré las notas más difíciles, recuerdo que efectivamente era de noche.

—Te observo mucho más de lo que crees, Elio —me dice. Nuestras miradas se cruzan y el calor vuelve a subírseme a la cara, mientras un silencio delator empieza a invadirnos. Oliver parece entrar en cuenta de ello y desvía la mirada con inmediatez—. Ve a dormir. Tuviste un día muy largo hoy y no quiero seguir aburriéndote con mis ensayos fallidos. —Ríe.

Me pongo de pie y camino hacia el umbral de la puerta.

—Hasta mañana —le digo y salgo. Cierro la puerta y me tomo varios segundos para contemplar la redondez extasiante de la luna llena. Pocas veces la vi tan plateada como ahora. El canto de los grillos ayuda a crear un ambiente que me reconforta.

De repente escucho la lluvia de una ducha y me doy cuenta de que Oliver se está bañando; imagino que intenta quitarse la borrachera. Mi corazón palpita fuerte. Me esmero en reprimir mis instintos, pero se apoderan de mí con mayor fuerza que antes. No puedo pelear contra ellos, siento que estoy en un estado de embriaguez que me vuelve débil.

Camino en reversa y me acerco al baño desde afuera para espiar por la ventana. Lo veo desnudo debajo de la lluvia de la regadera. Miro sus piernas, su estómago, su pecho, su dorso, sus brazos, su cabello y hasta aprecio la forma tan poética con la que las gotas de agua resbalan por su nariz hasta llegar a su mentón.

Los vellos en sus pectorales me llenan de deseo. Entrecierro los ojos y empiezo a imaginar que estoy oliendo su perfume, que es fuerte, ácido y embriagador. Entro en razón cuando noto que los cristales se están empañando a tal punto que ya no me dejan ver con claridad, así que no me queda más opción que caminar hacia la estancia.


—¿Alguien vio el libro que estaba leyendo? —pregunta mamá entrando a la sala de té. Me encuentra tocando Claro de luna, una nueva sonata que mi profesor me propuso practicar para el próximo show, y que yo no me había atrevido a tocar hasta hoy.

—¿Cuál libro? —pregunta papá, parado en el umbral de la puerta. Me giro de inmediato al escuchar su voz.

—¿Estuviste todo el tiempo ahí, papá? —le pregunto. Había creído que estaba solo. Él se ríe y se encoge de hombros.

—No quería interrumpirte mientras tocabas —me dice—. Por cierto, sonó hermoso.

Mamá continúa buscando el libro en los muebles de forma insistente y no me queda más remedio que dejar el piano y ayudarla a buscarlo.

—¿Es el que está en alemán? —pregunta papá.

—Sí, ese mismo —responde ella—. Voy por la mitad y quiero aprovechar que hoy tengo tiempo… ¡ahí está! —dice, apuntando con el dedo índice. Va hacia él y lo sujeta—. Tal vez Mafalda lo cambió de lugar. —Camina hacia el sofá, al igual que papá y me indica con una mano que me siente junto con ellos—. Te va a gustar este cuento, Elio —susurra, mientras yo me acomodo plácidamente sobre los cojines y sonrío.

—Tradúcelo en voz alta, mamá —le pido, y ella empieza:

Un caballero guapo está muy enamorado de una princesa —dice, y con tanta paz en su voz que logra captar por completo mi atención—. Y ella también está enamorada de él, aunque parece no estar muy consciente. A pesar de la amistad que florece entre ellos, o quizás debido a esa mismísima amistad, el joven caballero se encuentra tan intimidado y sin palabras que es totalmente incapaz de sacar a colación su amor. Hasta que un día le pregunta la princesa directamente: ¿es mejor hablar o morir? —Mamá detiene el relato y me mira a los ojos.

—Me pregunto si algún día yo tendré la valentía suficiente para decir todo lo que pienso. —Enarco una ceja y agacho la mirada. Papá me acaricia la espalda.

—Estoy segura de que sí, cariño —me dice mamá en un susurro, y continúa leyendo.


Pasado el mediodía me encuentro con una de las tardes más calurosas que me han tocado hasta ahora. No agarro Hamlet esta vez, no creo poder concentrarme en la lectura con este calor agobiante. Me pongo anteojos de sol al mejor "estilo Oliver" y sujeto una canasta para recolectar damascos de los árboles en el jardín.

—Hola —saludo al americano, que también lleva puestos anteojos de sol. Está con los pies sumergidos en la piscina y demasiado concentrado observando el agua. Al parecer mi saludo lo saca de sus cavilaciones.

—Hola —me dice, se pone de pie de un brinco y camina hacia el mismo árbol de damascos que yo. Empieza a recolectar los frutos y a ponerlos en la canasta.

—No te pedí que me ayudaras —me precipito, extrañado por su amabilidad tan repentina.

—No hace falta —me dice, y demasiado serio como para creer que se trata de una de sus bromas—. Es mi propia voluntad, ¿sabes?

Asiento. Mamá está a pocos metros de nosotros, tendiendo la ropa al sol. Cuando se aleja para entrar en la casa, Oliver se acerca a mí de manera desafiante y se levanta los anteojos. Me mira de manera extraña, no hay docilidad en sus ojos grises esta vez. Parece cabreado, y su tono de voz se oye mucho más grave de lo normal.

—Dijiste una vez que los americanos éramos unos maleducados. —Me mira con dureza—, pero los europeos tienen lo suyo. Espiar a alguien mientras se está bañando es mucho peor, Elio.

Siento que la sangre me baja a los pies. Lo único que puedo escuchar son los latidos ensordecedores de mi corazón. Suenan tan fuertes que hasta Oliver debe estar oyéndolos ahora.

No sé qué decir, así que elijo no decir nada, porque estoy seguro de que cualquier cosa que diga ahora va a sonar ridícula y poco creíble. Y, para colmo, él no deja de mirarme con dureza.

—Di algo, Elio. —Estoy sufriendo. Quisiera estar en mi habitación—. O de verdad tendré motivos para pensar que estás buscándome.

Se me entrecorta la respiración. Miro a cualquier lugar que no sean sus ojos interrogadores. De repente, un recuerdo atraviesa mi mente como un flechazo; las palabras que salieron de mi boca después de que mamá me leyera el cuento del caballero esta mañana van y vienen en mi cabeza: «me pregunto si algún día yo tendré la valentía suficiente para decir todo lo que pienso». Me golpean como baldazo de agua helada. ¿Es mejor hablar o morir?

Oliver sigue mirándome expectante.

—Es cierto —susurro débilmente. Todavía no lo enfrento mirándolo a los ojos—. Y no lo siento. —A esta altura no puedo creer que esas palabras estén saliendo de mi boca—, porque lo volveré a hacer.

Se toma unos segundos para analizarme, como si quisiera ver mis pensamientos. Y, al mismo tiempo, me doy cuenta de que él también está descolocado con lo que acaba de oír, noto en sus ojos que sus pensamientos se arman y desarman en su cabeza.

—No estoy enojado por tu comportamiento, Elio —me dice en forma de ultimátum—, y no voy a contárselo a nadie —continúa—, pero no es una buena idea. —Se da vuelta y me da la espalda.

—¿Por qué no? —le pregunto con la voz quebrada. Él se detiene tras escucharme—. ¿Te avergüenza?

—No es eso —responde, y al cabo de unos segundos dice—: eres muy chico.

—¡No es cierto! Chiara tiene casi la misma edad que yo y estoy seguro de que no le dijiste eso.

—Ella tiene tres años más que tú.

—¡Qué diferencia! —digo, rodando los ojos.

Lo escucho suspirar y, al rato, sin siquiera decirme adiós, se va caminando.


Llego al lago a eso de las cuatro; el sol ya no pica tanto como al mediodía, así que me siento en libertad de quitarme la remera sin temer quedar como un tomate. Me siento sobre las rocas desgastadas por el agua y sumerjo los pies. A veces juego a dejarlos ahí un rato largo sin moverlos, para ver si los peces se acercan. Les tiro migajas de pan que le saqué a Mafalda de las compras. Espero que no se de cuenta o va a regañarme cuando llegue.

—Aquí estabas. —Escucho su voz grave muy cerca de mí. Me giro a ver y, en efecto, se trata de él. Deja la bicicleta encimada sobre el mismo árbol en el cual yo dejé la mía. Se acerca y se sienta a mi lado.

No nos decimos nada. Ni una palabra, porque el silencio habla por sí mismo. Yo ya dije todo lo que pensaba, y estoy complacido conmigo por eso. Le voy a pedir a mamá que me lea cuentos con moralejas más seguido.

En cambio, Oliver parece estar en otro planeta. Suspira a cada rato, lo noto serio, pensativo… Acerco mi mano a la suya y lo acaricio lentamente.

—Vas a seguir insistiendo, ¿no es así? —me pregunta, sin mirarme a los ojos. Está contemplando el vaivén del agua al compás del viento.

—Sí —contesto con un atrevimiento impropio de mí, que me brota de no sé dónde. Acerco mi mano a su pierna y voy subiendo de a poco.

—Elio, no —me dice, pero no se mueve ni un centímetro—. Elio… —Mi mano ahora está tocando su entrepierna.

—¿Te ofendo? —le pregunto, y noto que su erección sube cada vez más. Sujeta mi mano y, con extremada suavidad, la hace a un lado.

—Ya te dije que no es buena idea —me responde. Me mira a los ojos, desafiante—. Sabía que estarías acá. Solo vine para aconsejarte que te detengas, porque no va a pasar… —Agacha la mirada y quedamos en silencio.

Reflexiono mientras miro las aguas del lago que fluyen con total libertad.

—¿No te gusto? —Me da la impresión de que acabo de ponerlo en jaque. Pestañea con pesadez y redirige la mirada hacia mí.

—No te conozco, Elio —me advierte—, pero sí me conozco a mí. Por eso te pido que pares. —Se pone de pie y se aleja montando la bicicleta.

Ese día no volví a verlo otra vez; estuvo toda la tarde encerrado en el cuarto del establo. Yo, por mi parte, repensé mil veces lo que hice, y en todas esas veces no me arrepentí ni una de mi confesión. Prefiero hablar que morir.

Pasaron los días después de dejarle saber a Oliver que me gustaba, y con cada nuevo amanecer siento que el sentimiento se agiganta a pasos desmedidos. Parece mentira que hasta hace poco no quería nada con él. No podía verlo, ni escuchar su voz ruidosa haciendo eco en la casa. No lo soportaba… Y ahora, como una jugada sucia del destino socarrón, soy yo quien lo busca. Soy yo quien lo desea, soy yo el desesperado por pasar tiempo a su lado y el que sostiene la mirada durante segundos en las comidas, buscando desesperado encontrarme con sus ojos grises.

Él, en cambio, ahora es el que me esquiva, el que se escuda en silencios interminables cuando estamos juntos, el que se esconde días enteros en el cuarto del establo y el que me pasa por alto de manera salvaje y cruel…

Notas finales:

¡Hurra! ¡Finalmente terminé con este reto One-Shot. Ojalá les haya gustado :) La película está basada en el libro Call me by your name de Andre Aciman. Es una historia que vale la pena, ¡a mí me encantó!


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