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El camino al Cielo por Lizzy_TF

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Notas del fanfic:

Inspirado en varios videojuegos que me gustan muchos, entre ellos Darksiders, Diablo, Elden Ring, etc.

Notas del capitulo:

La historia irá un poco lenta, pero tendrá mucho romance, acción y aventura :)

“Ignórame.


Lo has hecho siempre.


Gracias a eso, te arrastraré hasta tus deseos.”


 


1


Sin pistas


 


La lluvia caía encarecidamente y acompañaba los lamentos de la pequeña niña que sollozaba. Sus ojos, de un tono azul con destellos anómalos verdosos, estaban fijos en la figura encapuchada de su padre.


—No llores más, cariño —dijo este último, cuidando que su rostro no se mostrara. Sus cabellos castaños y largos eran visibles a los costados, y sus ojos resplandecían del mismo tono que el cielo claro, como si algo mágico los hiciera brillar—. Estarás bien. Volveré. Es una promesa.


—¿Por qué tienes que irte, papá? —preguntó y limpió su rostro con las mangas de la capa vieja y manchada que traía.


—Todo lo que hago es para protegerte. A ti y a tus hermanos —insistió el hombre y se inclinó. Le acarició el rostro y le limpió las lágrimas que salían sin cesar—. Todo lo hago por ustedes. Por eso, debes esconderte aquí.


—¿Aquí?


—Sí.


—Pero aquí no hay nada —balbuceó ella a punto de explotar en un berrinche.


—Aquí estarás bien. Estarás bien —repitió en un susurró y abrió los brazos para envolverle en un abrazo.


El calor de su papá le causó una tranquilidad momentánea. Detectó el latido del corazón acelerado, también la fragancia a menta que lo caracterizaba y la sensación de confortabilidad que le transmitía.


—Volveré. Te lo prometo —dijo el padre cálidamente y le besó la frente—. Lo sabrás. Tú y tus hermanos lo sabrán, cuando vean las señales de que Él ha despertado.


—¿Él? —dudó y se separó unos centímetros para arrojarle una mirada de confusión.


El hombre le regaló una sonrisa apenas visible, asintió y repitió:


—Sí. Él.


Antes que la interacción pudiera continuar, el sonido comenzó a distorsionarse por ruidos provenientes del exterior y de otra realidad. Entonces, la jovencita cerró los ojos y sintió que caía por un pozo infinito y húmedo, lleno de un olor a tierra empapada y una mezcla de hierbas frescas. Abrió los ojos y encontró el panorama boscoso, donde había decido descansar durante la noche. Soltó un respiro pesado y se acomodó en el tronco del árbol detrás suyo.


En las cercanías, se escucharon voces y pisadas de algún animal grande. Era aquello que interrumpió su sueño.


Miró a la izquierda y revisó la fogata que utilizó durante la madrugada, pero estaba apagada. Sería difícil que otros localizaran el sitio, pues ni humo salía de esta.


—Vaya promesa —pronunció en voz baja, recordando la imagen de su padre en el sueño—. No tuviste las agallas de decirme la verdad. Nunca volverás.


Aunque había una turbulencia en su interior, como si estuviera en un remolino de arena, tenía algo claro: nunca perdonaría a su padre.


“Lo único que me dejaste fue un trono lleno de enemigos”, recordó, con el pecho apretujado entre la rabia y el dolor.


 


 


 


***


 


 


El cantar de los pajaritos matutinos se percibía por las ventanas. Xenia se acercó a las cortinas de tela clara, las abrió, apreció un poco el firmamento despejado y se giró hacia la cama donde yacía su madre.


—Buenos días, mamá —dijo sonriente y, junto a unas velas en el buró, puso unas bolsas de suero—. Hoy tendré que salir a recolectar más plantas. El señor Richard quiere que le venda el tratamiento para su hija por adelantado. ¿Crees que sea buena idea? —preguntó, como si la mujer pudiera responderle.


Le pesaba bastante verla como un cuerpo sin vida. Lydia parecía dormir profundamente. Sus ojos estaban cerrados, pero sin movimiento alguno. Su respiración parecía casi inexistente, aunque su pulso era detectable gracias a la revisión que la chica hacía de forma constante. La enfermedad la consumía sin reparo; ya no hablaba, ni podía expresarse con ademanes simples, como en el pasado.


Xenia se inclinó y le besó la frente. La contempló, por unos segundos, y mostró una sonrisa triste, una que usaba para mentirse de que todo mejoraría y que algún día mamá despertaría. Pero no era así. Lo presentía. La enfermedad era sumamente extraña, pues provenía del contacto con los monstruos que atacaron la aldea casi 12 años atrás, cuando ella tenía apenas 6 años.


Durante el ataque, su padre y su hermano mayor participaron en la brigada de defensa como de costumbre. Desgraciadamente, ellos perecieron, mientras que ellas se ocultaron en los túneles que tenían rieles de trenes antiguos. No obstante, las horribles creaturas apodadas ‘monstruos’ encontraron a los sobrevivientes y los atacaron, lanzando ácido de sus bocas, mordiendo con sus colmillos gigantes y rasguñando con sus garras filosas. Uno estuvo a punto de asesinar a la chica, pero su madre se interpuso justo a tiempo y cuando algo más ocurrió. Xenia podía recapitularlo como un filme dañado, como si careciera de color y fuera demasiado antiguo. Un sonido extraño interrumpió el momento, de modo que la baba de la bestia tocó la piel herida de la mujer. A partir de ese día, Lydia quedó infectada por algo desconocido, que la consumía lentamente y le arrebataba su vitalidad.


Xenia se incorporó y cambió las bolsas de suero conectadas a los catéteres en las venas de su mamá. Era una de las tareas más importantes, antes de salir a recolectar hierbas. Por suerte, Lydia le enseñó muchas cosas y dejó suficientes apuntes para comprender el uso de las plantas medicinales. Gracias a eso, podía subsistir y trabajar por su cuenta.


Cuando terminó de conectar las soluciones, se sujetó el cabello castaño en una coleta alta, tomó una canasta, que estaba en el mueble junto a la puerta, y salió. Caminó por las callejas semi empedradas y les deseó los buenos días a los pasantes. La mayoría la conocía por los ungüentos y pócimas que vendía.


Llegó a los mercados y compró unos frascos de vidrio para los bálsamos. Saludó a uno de los mercaderes que fue amigo de su padre.


—¿Cómo sigue la señora Lydia? —preguntó el vendedor.


—Bien —mintió ella lo mejor que pudo.


—Ya verás que se recuperará —contestó en forma de consuelo.


Xenia asintió, pero no dijo más. Terminó la compra y se dirigió hacia las afueras del poblado. Cruzó los edificios destrozados, que alguna vez se alzaron como grandes rascacielos, y llegó a una zona boscosa. Buscó entre las plantas y se perdió en el color de las flores, que variaba desde los tonos azules, rojos, rosas y púrpuras.


—¡Xenia! —Una voz cercana la asustó.


—¡Ah! —gritó espantada y dio un brinco. Miró al frente y encontró a un muchacho de su generación, de cabello claro y ojos cafés—. ¡No hagas eso, Martín! ¡Casi me da un paro!


—Ay, no seas exagerada —se burló Martín juguetón—. ¿Vas a recolectar?


—Sí —habló más tranquila y regresó el interés a las plantas.


—¿Has escuchado lo que dijo el Líder del poblado?


—No. ¿Qué dijo? —dudó y recogió unas flores con delicadeza. Procuraba arrancarlas desde el tallo bajo, para conservarlas intactas.


—Se han visto monstruos en las proximidades. Será mejor que termines la recolección temprano. Pueden aparecer en cualquier momento, más en la noche —insistió el chico preocupado.


—Gracias por avisarme.


Le sonrió y continuó su actividad. Martín se cruzó de brazos y la siguió de cerca. A él le gustaba observarla, cada que buscaba hierbas, ya que le parecía enigmática y bondadosa. Era como si Xenia se perdiera en la belleza de la naturaleza, como si sus ojos, de un color café claro, arrojaran una gentileza y agradecimiento sin igual. Por su cuenta, ella no tenía mucho interés en las actividades del chico. Sabía que era un cazador habilidoso, como sus padres lo fueron, y que solía vender ardillas y pavos en los mercados locales para ganarse la vida.


—¿Qué harás hoy en la tarde? —preguntó Martín casual.


—Tengo que entregarle al señor Richard dosis para una semana. Quiere tener suficiente, por si las dudas, o eso me dijo.


—¿Por si las dudas?


—No sé a qué se refería —contestó ella y se detuvo cerca de un lago que colindaba con una montaña formada de rocas y escombros de un edificio desgastado—. Quizá se irá del pueblo.


—¿Y a dónde irá? —insistió él levemente desesperado—. Ningún lugar en el planeta es seguro. Los monstruos están en todas partes, ¿no? Las noticias que nos llegan del sur así lo aseguran.


—Yo qué sé.


Xenia avanzó más hacia el lago y notó el botón de una flor solitaria. Estuvo a punto de inclinarse, pero escuchó el crujir de alguna madera en los escombros. Miró al frente y esperó atenta. El viento sopló tersamente y movió el follaje de los árboles densos. Luego, hubo otro sonido, pero ahora de una roca que caía del edificio.


—¿Qué es eso? —preguntó Martín en voz baja.


La chica buscó con la mirada entre las aperturas de la construcción, pero no vio nada. Dio una vuelta y tocó el brazo de su amigo.


—Vámonos —le pidió, sintiendo los poros de su piel hinchados por el miedo. Creía que algo los asechaba.


Iniciaron el andar cautelosos, luego intentaron correr, pero un animal los embistió contra un árbol. La bestia había salido de entre los desechos cercanos, y otra más se le unió. Xenia giró por el suelo y soltó la canasta con las hierbas, así como los frascos recién comprados. Intentó levantarse, pero no pudo. Por su cuenta, Martín tomó una vara metálica de los vestigios y la arrojó al frente. Se incorporó y ayudó a su amiga.


Frente a ellos, había unos seres horripilantes. Tenían la cabeza antropomorfa, con ojos en forma de manchas blancas a los costados. Sus bocas estaba tan abiertas que sus colmillos sobresalían en demasía. En sus lomos, tenían púas hasta lo que era una cola pequeña, delgada y puntiaguda. Sus patas delanteras eran más alargadas que las traseras y podían doblarse gracias a unos codos con picos en cada articulación. Debido al tamaño de sus garras, su movilidad no era muy precisa. Sus cuerpos parecían una mezcla entre lo humano y lo bestial, con las costillas marcadas en la piel gris, que les daban un aspecto de ultratumba.


—¡Corre! —Martín gritó y arrojó otro pedazo de escombro al frente.


Xenia se precipitó hacia el camino al pueblo, pero uno de los monstruos la interceptó. Dio unos pasos atrás y topó con la pared de una construcción ladeada. La bestia abrió la boca más, sacó la lengua y comenzó a babear incesantemente. Estaba a punto de saltar y matarla. Por otro lado, Martín había intentado escapar, pero tropezó con una roca y quedó acorralado entre más piedras y árboles.


Entonces, el que estaba frente a la chica, saltó para atacarla, pero algo lo golpeó en la cabeza y lo hizo retroceder. Xenia notó que alguien había lanzado un trozo de madera contra el animal, y miró hacia el lugar de su amigo. Sin embargo, Martín seguía indefenso. El segundo engendro gritó enojado y estuvo a punto de saltar, pero fue golpeado por una roca en la cabeza, justo como el primero.


La chica aprovechó el momento y corrió hacia la posición de Martín. Le ayudó a ponerse de pie, y se movieron a toda prisa. Se adentraron al edificio más cercano y se ocultaron detrás de más escombros. Miraron por una apertura y vieron que los animales chillaban e intentaban matar a una persona.


—¿Qué carajos está pasando? —Martín preguntó asustado, con la respiración agitada.


Xenia no dijo nada. Sus ojos viajaron entre los movimientos de los enemigos y un desconocido, quien parecía un muchacho, tal vez de su generación, de cabello muy corto y castaño-rojizo.


El misterioso se movió tranquilamente, esquivando los ataques torpes de los engendros.  Traía un garrote viejo en la mano, y lo usaba para empujarlos. Casi lucía como un juego para él, como si se divirtiera con las reacciones tardías de las creaturas.


Por unos instantes, el extraño miró hacia el escondite de los otros dos. Xenia soltó un pequeño suspiro y sintió que eran observados. Una sensación extraña la invadió. No sabía cómo explicarlo, pero era algo totalmente nuevo, agradable y también aterrador. Era como aquellas situaciones que las personas llamaban ‘déjà vu’. ¿Por qué sentía que ya había vivido algo así?


El chillido de un monstruo la sacó del trance, y prestó atención en la escena exterior. El muchacho cubrió un ataque directo y dejó que el animal mordiera su brazo, luego le enterró el garrote en el pecho y lo pateó contra un árbol. Detectó al otro que corría hacia él y saltó con facilidad sobre una pared cubierta por moho. El engendro no lo alcanzó y se golpeó en la cabeza, por lo que causó una avalancha de rocas. El chico evitó caer y vio que el monstruo quedó noqueado. Entonces, bajó y sacó una espada de la funda de su espalda. Se acercó al primero y lo perforó sin titubear. Después, le cortó la cabeza al otro.


—Increíble —susurró Xenia y sonrió sin darse cuenta.


—¿Cómo mierda lo hizo? —agregó Martín inquieto.


—No lo sé, pero es increíble. ¿No lo crees? —dijo ella y le tomó del brazo.


—¿Qué haces? —reclamó Martín.


—Él podría ayudarnos. Vamos.


—Xenia, espera… —intentó detenerla, pero no funcionó, así que la siguió.


Salieron y se quedaron frente al desconocido. La chica lo miró y se percató de su figura atlética y delgada. Tenía los ojos de un tono azul con destellos verdosos, usaba una gabardina larga y negra, y traía una funda gruesa de la espada grande que sostenía en su mano derecha.


—Gracias —Xenia inició la conversación—. Nunca había visto a alguien que pudiera pelear contra un monstruo.


—¿Monstruo? —preguntó el misterioso casi con un tono de mofa. Tenía una voz un poco aguda, por lo que parecía un adolescente menor que ellos. Además, su rostro tenía facciones levemente aniñadas y femeninas.


—Nuestras armas de fuego no funcionan mucho —agregó Martín renuente, guardando la distancia. A diferencia de su amiga, sospechaba del extraño—. Quemarlos ayuda, incluso con hielo, pero no tenemos suficientes municiones para contrarrestarlos. Durante muchos años, se usaron los restos de bombas que quedaron, pero terminamos destruyendo lo último que quedó de las civilizaciones.


—Las pistolas convencionales no son muy efectivas —aseguró el desconocido—. ¿Qué hacen en una zona peligrosa?


—Misma pregunta —dijo el otro y le arrojó una mirada de reclamo.


Por unos instantes, hubo un silencio ominoso, así que Xenia respondió apenada:


—Estábamos buscando hierbas medicinales.


Dicho esto, caminó hacia la canasta aplastada y se inclinó. Tocó las plantas machacadas y tomó uno de los frascos que había comprado esa mañana. Soltó un respiro de decepción y negó.


El misterioso la miró unos momentos y regresó el interés al otro muchacho.


—Lamento lo de las plantas, pero será mejor que regresen a su pueblo. Los… —titubeó y recordó la palabra que usaron—, los ‘monstruos’ pueden regresar.


—¿Y tú? ¿De dónde eres? ¿Acaso no estarás en peligro si te quedas aquí? —indagó Martín y se cruzó de brazos.


—Puedo protegerme por mi cuenta.


Al término de su frase, el desconocido guardó el arma, dio una media vuelta y caminó un par de pasos.


—¡Espera! ¡¿A dónde vas?! ¡Estás herido! —Xenia reaccionó de inmediato. Se le acercó y le tomó del hombro, para señalar el rasguño que sangraba un poco en su brazo—. Puedo ayudarte —insistió.


Él levantó el brazo y lo miró, como si fuera algo ajeno a sí. Sonrió y soltó una risita de burla.


—¿Esto? No es nada grave. He tenido peores días.


—Nos salvaste la vida. Por favor, déjame ayudarte.


—Xenia, no sabemos cuáles son sus intenciones —interrumpió Martín y la tocó del hombro, para alejarla del otro—. Ninguna persona ha sido capaz de enfrentar a los monstruos como él lo hizo. Sin contar que usó una espada común.


—No es un arma cualquiera —reveló el chico y asintió—. Tienes razón. No deberían aceptar la ayuda de un desconocido.


—Por favor, Martín, no vamos a pelear con la única persona que ha sido capaz de matar a esas creaturas —contrapuso Xenia y le regaló una sonrisa al extraño—. Mi nombre es Xenia, y él es Martín, mi mejor amigo. ¿Cómo te llamas?


—Liam —dijo secamente.


—Liam, la saliva de los monstruos es muy tóxica —explicó, con el corazón apretujado ante el recuerdo de su madre—. Si no actuamos rápido, podrías morir.


Liam aguardó unos segundos, hasta que bajó la guardia y miró los alrededores.


—Estaré bien —les aseguró.


—No le insistas, Xenia. Es peligroso quedarnos aquí con él —expuso Martín entre los celos y el enojo—. No sabemos qué planea.


—No voy a hacerles daño. Tampoco necesito de sus medicinas.


—No estoy bromeando sobre lo que la saliva puede hacer —dijo Xenia con desespero—. Déjame ayudarte, por favor. Por lo menos, acepta algún pago. Nos salvaste la vida —repitió.


—Si tanto insistes, está bien —finalmente, Liam aceptó.


Martín negó y reprochó entre dientes, pero no discutió más. Xenia sonrió tranquila y se sintió menos preocupada.


—Vamos a mi casa —dijo y lo guió.


Durante el camino, ella y Liam conversaron sobre cosas simples, principalmente de las plantas medicinales, mientras que Martín se mantuvo en silencio. No podía creer que una persona ordinaria pudiera asesinar a los monstruos como si carecieran de fuerza bruta. Los grupos militares tenían muchos problemas, incluso si utilizaban pistolas de alto calibre, pues esos animales eran demasiado agresivos y poderosos. Sin embargo, había otra razón por la que estaba molesto, y eso era que su amiga sonreía con una emotividad que nunca había mostrado ante él. Aunque sentía desconfianza, de alguna manera la comprendía. Debido a la pérdida de sus padres, su vida había sido un calvario, por lo que conocer a alguien capaz de brindarle una pizca de esperanza era algo increíble y aterrador. Se había convencido de que nunca podría abandonar el poblado y que Xenia sería su motivante principal para seguir viviendo. Y, ahora, no sabía qué pensar.


Llegaron al pueblo y se dirigieron hasta la casa de Xenia. Entraron, y ella inició la preparación de un ungüento medicinal. Por su cuenta, Martín se sentó frente a la mesita pequeña que separaba la cocina y, como un centinela, observó a Liam, quien husmeó en los estantes. El chico leyó los títulos de los libros y prestó atención en una cortina corrediza que cubría otra zona de la casa. Avanzó unos pasos, pero se detuvo en seco. Se percató de la energía decadente de la persona que estaba del otro lado; era obvio que su cuerpo no resistiría más que un par de meses, agonizando sin parar, pero nadie más podía darse cuenta de ello. Entonces, estuvo a punto de jalar la cortina, pero Martín se puso de pie y lo encaró.


—¿Qué hacías en la zona de los bosques del lago? —preguntó duramente.


Liam no dijo nada. Se acercó a Xenia y observó atento lo que hacía con las plantas, agua y otros materiales.


—¿La persona detrás de la cortina es tu madre? —dudó y señaló la colgadura.


—Sí. Tiene muchos años enferma —respondió ella decadente—. El contacto con los monstruos le hizo eso. Estoy segura que fue la baba; he visto que puede quemar las rocas como si fuera ácido. No obstante, la piel de mi madre no se quemó. Primero dejó de ver, luego de hablar, hasta que un día no despertó más. Todavía respira, pero ya no puedo alimentarla como antes.


—Desea morir.


—¿Qué? —Martín y Xenia cuestionaron alarmados al mismo tiempo.


Ambos se le acercaron más. Xenia le arrojó una mirada de duda, y Martín de molestia.


—¿Por qué lo dices? —indagó la primera.


—Está agonizando. Susurra, como el viento nocturno, que apenas se escucha a través del leve movimiento del follaje de los árboles, o al rozar la roca. ‘No más’ —musitó la última frase, imitando dolor—. ‘No más. Por favor’.


—¡Basta! —Xenia reaccionó aprisa y le estrujó del brazo—. ¡¿Qué rayos estás sugiriendo?! ¿Acaso crees que debo dejarla morir?


—Xenia… —Martín intentó calmarla.


—¿Te gustaría quedar postrada en una cama, sin poder hablar ni expresar nada? Eso no es vida —opinó Liam secamente y reiteró su tacto. Se alejó y se sentó en un banco junto al librero—. Si tanto la quieres, deberías permitirle irse, antes de que se convierta en un cuerpo sin voluntad.


—¿Como un zombi? —inquirieron los otros dos.


Xenia soltó un suspiro pesado, dejó el platito con el ungüento y agachó la mirada. Martín se le acercó y le ofreció una caricia de consuelo.


—Tendría sentido —dijo la chica y analizó—. Después del ataque de hace 12 años, muchas personas han visto muertos vivientes. Dicen que son los cuerpos de los fallecidos que no fueron sepultados propiamente.


Liam escuchó atento. Sabía que no era la razón por la que los zombis se movían, a pesar de que, normalmente, provenían de los cementerios y mausoleos olvidados. No obstante, no deseaba revelar información que podría alterarlos.


—No soy capaz de hacerlo —reveló Xenia, abrió la cortina y se quedó junto a la cama. Sonrió, como de costumbre, con el rostro empapado, y observó la figura moribunda de su madre—. Perdóname.


La casa quedó en silencio. Liam se puso de pie y notó que Martín se movió un poco, como un reflejo para obstruirle el paso, pero no se interpuso. Se acercó a la cama y se quedó junto a la chica. Luego, sacó un prendedor de su gabardina y lo colocó sobre la mano de ella, quien observó el objeto.


—¿Qué es esto? —preguntó Xenia, sin dejar de admirar la joya.


—Ofrécele una oración. Dile todo lo que tengas que decirle. Despídete de ella. Y, cuando te sientas lista, ponlo en su corazón —explicó, con un tono calmo.


Sus miradas se encontraron. Ella denotaba miedo, confusión, pero también esperanza. Por su cuenta, él se mostró muy serio. Giró y se dirigió hasta la puerta.


—¿Te vas? —dudó Martín impresionado y sin comprender qué ocurría.


—Estoy en busca de algo que se esconde en los vestigios del este, hacia la antigua estación del tren subterráneo.


—¿Y la herida? Todavía tengo que… —Xenia dijo y se levantó apresurada. Dio unos pasos hacia él, pero no siguió. Abrió los ojos de par en par, al ver que Liam levantó el brazo.


No había ningún rasguño o tan siquiera una cicatriz.


—¿Cómo rayos sucedió? ¿Cómo carajos se cerró tu herida tan rápido? —preguntó Martín frenéticamente.


—No fue nada grave —insistió Liam y bajó la mano—. La próxima vez, tengan más cuidado cuando recolecten plantas. Dudo mucho que aquí haya gente capaz de asesinar demoni… —acalló deprisa.


Los otros dos lo observaron confundidos. Aguardaron por una explicación más, pero no llegó.


—¿Demoni? —cuestionó Martín—. ¿Demoni-qué? Estabas a punto de llamarlos de otra forma, ¿no? ¿Qué son? ¿Qué es lo que sabes de esos monstruos?


—Debo irme —contestó Liam y señaló el broche en la mano de Xenia—. Úsalo. No lo necesito. Con eso podrás darle el descanso que se merece.


Y, sin otra palabra más, se marchó.


Martín se acercó a su amiga y retiró el prendedor de su mano.


—¿Le crees? —dudó con molestia.


Ella agachó el rostro, devolvió la mirada hacia su madre y sintió una pesadez en su pecho. Las lágrimas comenzaron a salir y se acercó a la cama. Se inclinó y le ofreció la misma sonrisa cargada de la mentira que se repetía para no abandonar el poblado humano en busca de una mejor vida.


—Ten mucho cuidado, Xenia. No deberías confiar en cualquier extraño. Menos en alguien que fue capaz de hacer lo que él hizo. Asesinó a los monstruos con una simple espada, cuando nosotros necesitamos usar todo tipo de armas potentes para enfrentarlos —expuso Martín y le regresó la joya—. Nos vemos mañana.


—Gracias —aceptó y se despidió con un ademán.


—No vayas a cometer una estupidez —dijo y se dirigió a la salida—. Descansa.


Martín cerró la puerta al salir, y Xenia apretó el broche cerca de su corazón. Prendió las velas del buró, con un encendedor portátil, y comenzó a llorar y a rezar. Le ofreció una plegaria de amor y perdón a su madre. La extrañaba, justo como a su padre y hermano, pero estaba cansada. La vida era más difícil de lo que deseaba aceptar. Aunque tenía a su amigo, no podía ignorar el dolor que le causaba ver a su mamá así todos los días.


—Te extraño, mamá —musitó dolida—. Pero también deseo que descanses.


Puso la joya en el torso de Lydia y lloriqueó como una chiquilla. El objeto, que tenía la forma de un rombo con una esmeralda en el centro, se iluminó extrañamente. Las luces de las velas se apagaron y sólo se percibieron sus lamentos.


—No llores más, mi niña —se escuchó la voz de una mujer, como un eco profundo y cercano.


—¿Mamá? —dijo aterrada y esperanzada.


—Estoy orgullosa de ti, Xenia —siguió la voz—. No te ates más a un recuerdo. Busca tu camino. Rodéate de quienes te hacen feliz y sobrevive. Gracias. Te amo, hija.


 


 


***


 


 


Unos gritos perturbadores interrumpieron el cantar de los insectos nocturnos. Xenia abrió los ojos y comprendió que se había quedado dormida frente a la cama de su madre. Se talló los párpados y miró con esmero, para buscar la figura de la mujer, pero no encontró más que la joya que Liam le regaló. Todavía resplandecía, pero en menor intensidad. La tomó y sintió una calidez en todo su cuerpo. Sonrió, pero no como en el pasado, sino como si fuera libre.


Los estruendos externos la alertaron, sin darle tiempo de analizar lo que había sucedido momentos atrás, así que se puso de pie, miró por la ventana y descubrió que la mayoría de los edificios estaban en llamas. Las personas corrían y gritaban desesperadamente, pues eran perseguidas por monstruos.


—Mierda —susurró con terror y comenzó a guardar lo esencial en un morral.


—¡Xenia! —la voz de Martín sonó detrás de la puerta, acompañada de unos golpes impacientes—. ¡Debemos buscar refugio! ¡Sal ya!


Abrió y encontró a su amigo con el rostro cargado de miedo. Corrieron hacia la entrada del este, justo como el resto de las personas. Esquivaron el ataque de unos engendros, que saltaron de los edificios quemados, y llegaron hasta los bosques.


—¡Rápido! ¡A los túneles! —indicó uno de los miembros de la milicia civil.


La gente bajó las escaleras de la vieja estación de los trenes, llegaron al túnel principal y buscaron refugio en los vagones de las máquinas que alguna vez viajaron por los rieles oxidados.


—¿En qué momento inició el ataque? —dudó Xenia, al agacharse detrás de una ventana junto a Martín.


—Hace unos minutos. Entraron por las ruinas del norte, por lo que no vienen de los bosques —respondió el chico.


La tierra retumbó un poco, y las personas dieron un grito ahogado. La oscuridad impedía detectar movimientos con facilidad, pero las vibraciones continuaron y mecieron levemente los vagones.


—¿Qué está pasando? —dijo Xenia en voz baja.


Los movimientos se acrecentaron, y la pared contraria a las escaleras explotó. El sonido de un aleteo, como un mosquito gigante, aturdió a la gente. El caos reinició, y todos comenzaron a salir despavoridos, para salvarse de lo que fuera que atacaba. Xenia y Martín abandonaron el vagón y se adentraron por el túnel. Escalaron los escombros y usaron las piedras como escondite. No obstante, no pudieron evadir a los enemigos; uno de estos tomó a Xenia y la elevó. Otro embistió a Martín y lo hizo rodar hasta capturarlo también.


—¡¿Qué carajos es esto?! —gritó el chico desesperado.


Ambos intentaron liberarse, pero fue inútil. Los monstruos nuevos volaban y tenían patas de insectos, con pinzas capaces de apretarlos e impedirles el movimiento. Tenían una parte resplandeciente en su tórax, como una luz rojiza que palpitaba simulando un corazón. Eran una mezcla entre luciérnagas gigantes y mantis religiosas.


—¡Vamos a chocar! —vociferó Xenia, al notar que iban directo a una pared con un viejo escaparate. Se cubrió el rostro como pudo—. ¡Ah!


Los insectos grotescos atravesaron la pared con sus cabezas, ya que tenían un casco natural de cartílago endurecido. Volaron más alto, cuando llegaron a una sala enorme, donde había un montón de trenes abandonados. Era una estación de control especial. Había muchas varillas en la parte superior, que servían para mantener la estructura en pie y maniobrar las garras de las grúas aéreas. Hacia el extremo derecho, se hallaba un nido lleno de un líquido espeso color verde. Ahí se encontraban huevos brillantes, como luces navideñas. Parecían listos para eclosionar.


Xenia y Martín cayeron sobre el líquido y quedaron casi inmóviles. Era como un pegamento tan denso que apenas podían levantar los brazos. Los insectos siguieron el vuelo y rodearon el nido, hasta que apareció uno más grande y horrible. Los chicos lo miraron aterrados, pues medía más de 8 metros de alto y tenía pinzas gruesas y alargadas en las patas delanteras. Sus cuatro patas traseras lo mantenían de pie y estaban llenas de pequeños pelos verdes que servían para recibir vibraciones cercanas. Su pecho y cola resplandecían a un ritmo constante, por lo que era capaz de iluminar los alrededores como un faro rojo. Su boca estaba llena del mismo fluido que el del nido, y sus ojos parecían dos esferas hinchadas a los costados de la cabeza.


—¿Qué mierda es eso? —musitó Martín sin aliento.


El insecto gritó y los aturdió. El sonido era como una sirena aguda, extraña y acompañada de decibeles graves que retumbaban como tambores en los tímpanos de los chicos.


Dio unos pasos adelante y agachó la cabeza, para mirarlos mejor. Su pupila era de un solo color, con divisiones hexagonales como las de una mosca, y quedó cerca de ellos.


—Tenemos que salir de aquí ya —dijo Xenia, intentando retirar la acuosidad y poniéndose de pie.


—¡Es imposible! —se quejó Martín exasperado.


El monstruo gritó otra vez y abrió las alas, que se despegaron de su espalda. Parecía que estaba a punto de volar, pero algo lo empujó hacia atrás. Ellos miraron confundidos y encontraron una garra desgastada y oxidada de una grúa aérea. El insecto sacudió la cabeza y apuntó hacia el frente con su pinza. Sus crías reanudaron el vuelo y atacaron a alguien en las proximidades.


—¡Martín! ¡Nada hacia la parte contraria del nido! —indicó Xenia.


Se movieron como en las olas marinas y consiguieron salir del líquido. Se desprendieron con dificultad y se apartaron lo más rápido posible. Se quedaron detrás de un vagón, en una plataforma circular, y miraron los alrededores.


Nuevamente, el insecto chocó con la grúa del aire. Abrió la boca y escupió baba  pegajosa, con la intención de dañar la estructura superior.


—¿Es Liam? —preguntó Martín, al reconocer al chico en la plataforma elevada.


—¿Qué hace aquí? —inquirió Xenia y también lo observó.


Liam esquivó el ataque y se subió a la garra de la grúa, para llegar hasta el enemigo. Sacó la espada y le cortó una parte del cuello. Se apoyó en los puentes metálicos y bajó ágilmente. Activó la maquinaria antigua de los rieles móviles, que eran discos especiales para cambiar el rumbo de los trenes, pero casi todos los reactores de energía de reserva explotaron. Intentó de nuevo y consiguió que uno de los discos girara, de modo que un vagón viejo quedó frente al insecto. Esquivó una acometida directa y cortó a unas crías por la mitad. Elevó la plataforma con el botón indicado, y el vagón se movió por el riel hacia el nido y aplastó los huevos.


El insecto detuvo el ataque y miró el vagón. Se enervó tanto que lo tomó y lo aventó hacia Liam, quien giró y apenas logró cubrirse. El monstruo estaba enfurecido y retumbó con su aletear.


—¡Muévete! —indicó Xenia y jaló a Martín.


Corrieron hacia las escaleras más alejadas y se ocultaron detrás de los escombros.


Las crías comenzaron a circular alrededor de Liam y lo embistieron. Él, por su cuenta, evitó los pedazos metálicos de los trenes que eran arrojados por la mantis colosal. Se confió demasiado y una lámina alcanzó a herirlo en el costado derecho. Gimió un poco, pero no se detuvo, hasta que se colocó detrás de uno de los vagones intactos, en la plataforma giratoria de la derecha. Levantó el brazo y lanzó un puñetazo. Su brazo se cubrió por un guante metálico y muy grueso, con la cara de un demonio tallado en el relieve de arriba. Brilló y permitió que el vagón saliera disparado con una fuerza sobrehumana y se estampara contra el insecto. Liam se colocó nuevamente frente al furgón y lo hizo rebotar sobre el estómago del monstruo una y otra vez. Le perforó la piel por completo y le sacó el corazón. Luego, en un parpadear, lo desapareció junto al guante metálico. El lamento aturdió toda la sala y las crías intentaron proteger a su madre.


—¡Liam! —Xenia tuvo una idea, al ver la posición de los insectos. Abandonó el escondite, buscó en su morral y sacó su encendedor—. ¡Atrápalo! —gritó y lo lanzó.


El chico obedeció y guardó la espada. La estrategia de la chica era mejor que la suya, así que retiró el seguro del encendedor y quemó todo el nido. La baba se incendió aprisa y causó que las flamas se elevaran demasiado, achicharrando el cuerpo de la madre y a las crías que no pudieron escapar a tiempo. Después, maniobró su espada, como si fuera una lanza gigante, y usó su propio peso como impulsor. Cortó a cada uno de los monstruos bebés y terminó el ataque en unos minutos. Se acercó a uno de los vagones en buen estado y se sentó con pesadez. Su respiración estaba muy agitada y la sangre de la herida había empapado una parte de su ropa. Los otros dos se le acercaron y lo ayudaron a salir de la sala.


Caminaron por un túnel lleno de plantas y agua estancada, llegaron a otra estación abandonada y se instalaron en uno de los trenes. Martín se quejó de la baba, pero no pudo retirarla de su piel hasta que se secó. Xenia observó a Liam, pero no dijo nada, únicamente mostró un rostro preocupado.


—¿Estás bien? —Martín fue el primero en iniciar la conversación, al dirigirse al otro chico.


—Sí, no es nada —mintió este.


—¿No es nada? ¡Por dios, Liam! —recriminó Xenia e intentó revisarle la herida.


—¡No! —negó y, de forma estrepitosa, se hizo para atrás. Topó con la pared metálica y les arrojó una mirada molesta—. Estoy bien —insistió, con un respiro pesado—. Sólo necesito descansar.


Por unos instantes, Xenia y Martín se miraron entre ellos. El segundo dio unos pasos y lo ayudó a sentarse.


—Está bien. No te molestaremos, pero es obvio que no eres ordinario —dijo receloso.


La chica, por su parte, observó por la ventana y escuchó atenta el exterior. No había más sonidos perceptibles, además de las gotas que caían de las tuberías de la estación.


—Necesitamos alimentos. Esperaremos a que tu herida cierre —expresó y caminó hacia la entrada—. Buscaré en las máquinas dispensadoras. ¿Puedes quedarte con él, Martín?


—¡¿Estás loca?! —renegó el aludido y la encaró—. Los monstruos podrían regresar.


—No… —Liam interpuso—. Mortábiss protegía la mayoría de este territorio, desde que escapó del Abismo. Su muerte los alejará por un tiempo.


—¿Abismo? ¿Mortábiss? —repitió Martín perplejo y lo fulminó con la mirada—. ¿De qué carajos estás hablando?


—Los demoni… —detuvo sus frases y recordó que estaba frente a humanos. Pasó saliva y cerró los ojos—. Sólo necesito descansar unas horas.


—¡Oye! ¡No evadas el tema! —Martín se le acercó y le movió del hombro, pero el otro parecía exhausto—. ¡Joder! ¿Y ahora qué mierda vamos a hacer?


—Quédate con él, por favor. Buscaré comida —dijo Xenia serena y le ofreció una mueca sonriente.


—Está bien. No tardes.


Ella se despidió con un ademán y salió del tren. Martín se sentó a un lado del asiento que Liam usaba y lo observó por unos minutos. Por más que deseaba reclamarle, estaba agradecido por lo que había hecho contra el insecto gigante. Otra vez, los había rescatado.


—¿Quién rayos eres y por qué eres tan fuerte? —susurró inquieto.


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