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EL LAZO por Camila mku

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Caminaba por la extensa y estrecha avenida del callejón Diagon a paso agitado. Se había cubierto con la capa negra hasta la cabeza y la bufanda de Gryffindor ocultaba por completo su cara, desde la nariz hasta el mentón. No quería que nadie supiera que era… un Dumbledor.

Se detuvo de repente entre todo el bullicio de la gente que pasaba a su lado, enfrente de la tienda de tinteros y plumas llamada Amanuensis Quills. Lo hizo después de reparar en que su tintero ya estaba seco y le urgía escribirle una carta a su mejor amiga Rosé, para contarle... que ese año no iría a Hogwarts. Respiró profundo y tragó con dificultad el sentimiento de desesperanza que le provocaba saber que el resto de sus amigos se graduaría ese año y que él se quedaría anclado en Mould on the Wold, ese pueblo pequeño repleto de personas que lo miraban feo cuando se enteraban de que, en efecto, era un Dumbledor.

—¡Albus! —exclamó la señora Poltrey con entusiasmo cuando lo vio del otro lado del ventanal. La señora Poltrey era la dueña de Amanuensis y era mejor conocida por ser la mujer más entrometida de todo el mundo mágico; y tal como le había dicho Rosé una vez: tener una tienda en el callejón Diagon era la excusa perfecta para andar metiéndose en las vidas ajenas. No tenía que hacer mucho, solo ponerse a conversar con los clientes y ya. A Albus no le caía del todo mal, ella se mostraba preocupada por su hermana Ariana después de aquel incidente que la había dejado desequilibrada tanto mental como físicamente y también solía preguntarle cómo le iba en el colegio a él y a Aberforth. Pero más allá de eso, siempre acababa metiendo el dedo en la llaga. Apenas llegó a poner un pie en la tienda que la señora Poltrey ya le estaba prácticamente encima—. Albus, querido, ¡hace cuánto no te veo! —exclamó.

Albus sonrió con nerviosismo.

—Yo… tam… también, señora Poltrey —tartamudeó. Ella intentó acariciarle la cabeza como cuando era niño, pero no podía con la capucha de la capa estorbando.

—¡Quítate eso! ¿Por qué estás vestido así? —preguntó con cara enojada, y acompañó el gesto con las manos en jarra—. ¿Es que acaso no quieres que te vean? —De pronto, sus ojos se abrieron con sorpresa—. Ahhh… ¡Era eso! No quieres que la gente te reconozca, ¿eh? —Albus enrojeció tanto como un tomate—. No me extraña… con la maldición que ha recaído sobre tu familia, dudo que tapándote con una simple capa vayas a resolver tus problemas.

—No es eso —dijo Albus enseguida. "No quería que usted me viera", pensó pero no lo dijo. Y muy en el fondo admitía que posiblemente la chusma de madame Poltrey tuviera razón: tampoco tenía ganas de que la gente que transitaba por la avenida se detuviera a preguntarle acerca de su familia.

—No me extraña que te avergüences… Creo que nadie en el mundo mágico quisiera estar en tu lugar. Ahora resulta que eres el único cuerdo en una familia de locos—. Albus sintió que esas palabras lo atravesaron como espadas—. ¿Tu hermana ya puede bañarse sola, por lo menos? ¿Y qué hay de tu madre…? ¿Ha podido salir de esa depresión?

Albus suspiró. Inmediatamente se lamentó de haber entrado. Se lamentó de que aquellos muggles atacaran a Ariana, y también de que ella haya lanzado ese hechizo que acabó destruyéndola por dentro, incapacitándola para generar magia. Se lamentó de que su padre planeara vengarse de aquellos muggles y terminara asesinándolos; y de que el ministerio de magia condenara a su padre a cadena perpetua en Azkaban. Se lamentó de la depresión que empezó a consumir a su madre después de todos esos sucesos, y de que ahora estuviese en boca de todos y que la gente se creyera con el poder para señalarlos con el índice y burlarse de ellos.

Se lamentó de que la vida fuera tan dura.

—Tal vez —dijo tajante, y no agregó más. Esperó que su silencio fuese lo suficientemente obvio para que madame Poltrey comprendiera que ya no quería hablar de eso, pero tratándose de ella era poco probable—. Yo me estoy encargando de mi madre y de mi hermana por ahora. Van a estar bien.

—¿Y qué pasará cuando comiencen las clases y regreses a Hogwarts?

Albus pestañeó lentamente. "Es que eso no va a pasar" pensó, pero se lo guardó para sí. No quería que nadie supiera al respecto, prefería hablarlo con Rosé antes de andar divulgándolo por el callejón Diagón.

—Ya me las arreglaré —murmuró, y no fue necesario que siguiera hablando, su falta de ganas resultó obvia esta vez. La señora Poltrey miró a Albus por encima de sus lentes y fue a pararse detrás del mostrador.

—La misma marca de tinta de siempre, ¿verdad, muchacho? —Le preguntó mientras hurgaba en las cajas llenas de polvo de la estantería.

—Sí —dijo Albus—, pero si no encuentra ese, puede darme otro. —A pesar de estar con una compañía poco grata y de ya querer regresar a casa, decidió quedarse a revisar tintero por tintero hasta encontrar el que mejor cumpliera con su capricho de una escritura limpia y alineada.


Luego de salir de Amanuensis con el tintero nuevo, Albus empezó a caminar por la calle principal con dirección al andén donde tomaría el tren de regreso al pequeño y tranquilo pueblo muggle donde residía él con su familia. Aunque, luego de los acontecimientos, mucho de tranquilo no le quedaba. La gente se fijaba en él en todo momento. No había forma de que pasara desapercibido.

Si de algo podía estar seguro Albus era de que el mundo mágico era inmenso, pero los chismes lo atravesaban en cuestión de segundos. Nada viajaba más rápido que un chisme, y si era uno jugoso la gente parecía regodearse durante meses hablando acerca de él.

Esta vez el foco estaba puesto en su familia. Todos estaban ya enterados de que su padre había sido condenado a Azkaban, y la represalia social que empezaba a sentir Albus era cada vez peor. La gente lo miraba raro, hasta sus vecinos muggles, se sentía un bicho ajeno a la sociedad, un estigmatizado. Y los periódicos, amarillistas y escandalosos, alimentaban con fervor ese estigma.

Albus levantó la vista. Se fijó en un mago que estaba en la estación de tren leyendo un periódico; en la primera plana estaba su padre en el instante que fue condenado por el ministerio, y el titular de la noticia era macabro: «Percival Dumbledore fue hallado culpable por asesinato a sangre fría de tres muggles». Sonrió amargamente al recordar los titulares de otros periódicos que había leído ese mismo día: «Percival Dumbledore, asesino». «Desgracia sobre los Dumbledore», «¿Qué será ahora de Ariana Dumbledore?». Él todavía no podía creer que esa cantidad inmensa de encabezados hablaran de su padre, ni podía creer que él hubiese sido capaz de matar…

En minutos llegó su tren. Se subió y fue a sentarse a un compartimiento, del lado de la ventana, para apreciar mejor el paisaje de colores que le regalaba la puesta de sol. No hizo caso a las cabezas que lo miraban por encima del hombro ni al cuchicheo que venía del pasillo. Ya comenzaba a acostumbrarse a esa marginalidad. Cerró los ojos y cuando los abrió, ya se encontraba a dos estaciones de donde debía bajar.

—Ese es el hijo del asesino. —Oyó decir a un sujeto sentado en el compartimiento frente al suyo, cuando pasó a su lado para ir hacia la puerta. Albus lo miró, pero este y su esposa se hicieron los desentendidos y empezaron a hablar de cualquier otra cosa al notar que el intento de susurro había salido mal. La mujer empezó a abanicarse, en tanto que el abanico le servía para cubrir su rostro de la mirada penetrante de Albus.

Albus hubiese querido decirle algo, atreverse de una vez a hacerles frente a todas esas parvadas de chusmas, pero como siempre no pasaba más allá de ser un anhelo. Ponerse a gritar como un loco para defender a su familia sería lo mismo que batallar uno contra cien; todos opinaban lo mismo de su padre. Guardó las manos en los bolsillos, se tragó los insultos y bajó del tren.


—Buenas tardes —dijo Albus al momento que abrió la puerta y se metió adentro de la casa.

No vio a nadie en el comedor, estaba completamente vacío… ¡y sucio! El aspecto de la casa era deplorable. Había telarañas tan grandes que si no tenía cuidado podría quedarse atrapado en una de ellas.

Desde que el ministerio dio la sentencia final, su madre no salía de la habitación, lloraba todo el día y apenas comía. De más estaba decir que el aseo de la casa había quedado en sus manos, al igual que la cocina y el cuidado de sus hermanos menores. Y tampoco era como si tuviera las veinticuatro horas del día para dedicarse a ello, el empleo muggle que había conseguido en la granja del señor Doltry para ayudar a traer dinero a la casa le consumía la mayor parte del día.

Albus estaba realmente preocupado por Kendra, intentaba ayudarla en tanto el tiempo se lo permitiera, pero tampoco era como si le sobrara.

Se acercó a la mesa. Vio hojas de periódicos desparramadas en la superficie y se detuvo a leer algunos artículos. El rostro de su padre estaba en todas las noticias y su nombre ocupaba la mayoría de los titulares.

Escuchó un ruido que provenía de la cocina y fue hasta allá. Aberforth estaba de espaldas buscando algo en el bajo mesadas. No había notado su presencia, y parecía estar poniéndose nervioso de no encontrar lo que esperaba.

Albus se acercó lentamente, con una sonrisa de oreja a oreja, y lo sorprendió por detrás. Eso hizo que Aberforth gritara del susto.

—¡Ahhhh! —Dio un brinco y se golpeó la cabeza con el mango de una sartén—. ¡Ouch, bobo! —exclamó Aberforth, frotándose la cabeza con una mano—. ¿Quieres que muera del susto o qué?

—Si llegaras a morirte, eso sería el colmo para que esta familia termine de irse al garete —dijo Albus medio en chiste, medio en serio. A esa altura, perder a su hermano Aberforth sería el declive del desastre para él.

Aberforth rodó los ojos al mismo tiempo que su hermano se acercaba y le tendía una mano para ayudarlo a incorporarse.

—Me va a salir un chichón.

Albus soltó una risa estrepitosa que se apagó de repente cuando vio una cuchilla de gran tamaño, la favorita de su madre para cortar carne de res. Estaba sobre una tabla de madera, acompañada por muchas gotitas de sangre que dibujaban un camino hacia la mano de Aberforth. Ahora entendía Albus por qué Aberforth tenía urgencia de buscar en el bajo mesadas.

—Déjame adivinar… —dijo Albus—, el ingrediente especial de esa sopa iba a ser sangre y por eso te rebanaste el dedo.

Aberforth rodó los ojos.

—Ja ja ja —dijo con tono burlesco—, ¡no es gracioso!, casi me quedo sin el pulgar. —Presionaba la herida con un repasador para detener la hemorragia, pero al parecer no estaba funcionando porque la tela empezaba a embeberse de un intenso rojo escarlata. De repente, un brillo en la mirada azabache de su hermano hizo que Albus advirtiera lo que se venía. Aberforth sonrió.

—No, no lo haré —dijo Albus de inmediato.

—¡Anda! —rogó Aberforth. A Albus le hacía mucha gracia cuando su hermano ponía los brazos en jarra de esa manera y lo miraba como cuando era pequeño. Esa actitud siempre podía con él, y tal vez por eso acostumbraba usarla muy seguido cuando se le antojaba algo—. Cúrame la herida.

—No, Aberforth…

—¡Vamos! —insistió.

—Tenemos prohibido hacer magia fuera del colegio. Conoces las reglas...

—Por favor —rogó aquel, unió las manos en forma de plegaria.

Albus rodó los ojos y exhaló hondo. La verdad creía que sería una injusticia atenerse a esa norma justamente en un momento como ese.

—Ya, de acuerdo. —Albus se dio cuenta de que, en general, su corazón fiel a las leyes, muy típico de Gryffindor, se ablandaba cuando se trataba de sus hermanos.

Dio un paso indeciso hacia Aberforth, quitó el repasador de su dedo, lo sujetó y lo miró por varios segundos. Se concentró en la herida.

«Sánate, sánate, sánate». Debía repetir esa palabra y acompañarla con un fuerte deseo de que se curara. Siempre que lo hacía, al cabo de unos segundos, la hemorragia se detenía y la piel empezaba a cicatrizarse; ni siquiera tenía que pronunciar el hechizo, lo cual era significativamente extraño. Tendría que hablar con madame Charlotte, la enfermera de Hogwarts, al respecto para saber si, al igual que él, ella consideraba que era extraño tener la habilidad de ni siquiera estar usando la varita para lograrlo.

La cortadura se cerró del todo; había sido bastante profunda. Tergeo, pronunció y la sangre que había emanado se fue deshaciendo hasta erosionarse por completo.

—¡Perfecto! Ya podré seguir cocinando… —dijo Aberforth con una sonrisa de oreja a oreja—. El problema, hermano, es que he estropeado la última batata sana. Tiene manchas de sangre encima. —Se encogió de hombros—. Pero basta con que pronuncies otro Tergeo y ya.

Albus rodó los ojos.

—Vas a meterme en problemas —le dijo, y lo miró con desaprobación—. Y dadas las condiciones económicas en las que nos encontramos no hay motivos para reír. —Esa tarde le había alcanzado para comprar apenas un tintero y ya le estaba dando culpa haber gastado el dinero en eso en vez de comida—. ¿Ya no hay más hortalizas en la huerta? —preguntó Albus con desesperanza. Aberforth negó, y eso sí era una mala noticia, porque la paga de ese día en la granja había sido mínima—. Ve a fijarte cómo está Ariana… —ordenó—, yo me encargaré de la comida.

Aberforth salió de la cocina y subió las escaleras, mientras Albus salía de la casa hacia la huerta que estaba en el jardín. Una expresión amargada se apoderó de él al ver las plantas tristes y marchitas.

Sujetó una hoja de tomillo, otra de laurel y un poco de albahaca. Eran las únicas tres que parecían conservar algo de vida, las demás plantas estaban marchitas. Aunque dudaba que pudiera preparar la cena con tan poca cosa.

"No, Albus, no lo hagas", le dijo la voz de su conciencia. Pero no la escuchó. Se le vino a la cabeza el hechizo Herbivicus, no creía que fuera grave usarlo o que el ministerio se enojara por hacer que las plantas crecieran un poquito de más. Así que miró el brote de calabaza fijamente y, exonerándose de toda culpa por creer que era su hambre la que estaba dominando la situación, fue testigo del tamaño que empezaron a tomar las hortalizas, hasta parecerse a un balón.

Sin embargo, no había logrado hacerlas madurar, continuaban verdes.

—¡Maldición! —murmuró Albus. Rodó los ojos y, con resignación, cortó el zapallo y lo llevó a la cocina.

Procuró tener más cuidado que su hermano a la hora de cortar los vegetales para así evitar tener que hacer magia otra vez. Su madre podría llegar a tener un ataque de ira si lo viera. Eran órdenes de ella que estuviese terminantemente prohibido el uso de magia dentro y fuera de la casa, tanto si estaban en presencia de muggles como si no.

Albus comenzó a pelar el zapallo mientras pensaba lo fácil que le resultaría esa misma tarea si usara un encantamiento, así como echarle un Incendio al fuego para hervir la comida más rápido.

Suspiró.

Su madre había caído gravemente enferma en el último tiempo y, a pesar de que ella era una gran herbóloga, luego de los sucesos recientes, ya casi ni iba al jardín. Se la pasaba adentro de la casa encerrada en su habitación, acostada en la cama. Ni se levantaba para comer.

Albus era quien se encargaba de cocinar todos los días, tuviera ganas o no, y ya era costumbre que le llevara la comida a Kendra al cuarto, la dejaba sobre la mesa de luz y ella prometía comerla, pero cuando Albus regresaba por la mañana para llevarle el desayuno se encontraba con que no había probado bocado. Y así todos los días.

Empezó a preparar un caldo; picó los vegetales y los metió en la olla. Casi se golpea la frente cuando recordó que había dejado la ropa de Aberforth y Ariana en remojo esa misma mañana, así que soltó todo lo que estaba haciendo y corrió hacia el lavadero. Pensó en usar magia para escurrir prenda por prenda y que se secaran más rápido, porque hacer las tareas domésticas al estilo muggle era lo más cansador del mundo, pero ya sería tentar demasiado a su suerte.

Estrujó la ropa para escurrirla, lo que le llevó alrededor de media hora. Luego salió al jardín y la tendió para que al día siguiente se secara con el calor del sol. Cuando entró en la cocina, apagó el fuego de la caldera y sirvió una ración de sopa en cada tazón.

Sintió un escozor en el pecho al ver cuatro raciones y no cinco. Sabía que la ausencia de su padre sería algo difícil a lo que acostumbrarse porque, a pesar de que estaba vivo, ya no volvería a verlo nunca más.

Dejó de pensar en ello y fue hacia la habitación de su madre con un tazón. Entró despacio y lo apoyó sobre la mesa de luz. La luz de una vela que se había olvidado encendida le permitió a Albus echarle un vistazo al lugar. No se parecía en nada al aspecto que solía tener cuando aún estaba su padre en casa. Ahora estaba demasiado sucio como para siquiera pensar que se trataba de una alcoba y no de un galpón; había montañas de ropa desparramada por todo el suelo. Las arañas se habían alojado en cada hueco del techo; las ventanas estaban todo el día cerradas. El aire se sentía denso y corroído.

Albus inhaló profundamente, se sentó a un lado de la cama y le acarició un brazo a su madre.

—Despierta —le dijo suave al oído—. Te traje sopa. —Escuchó que ella se quejaba—. Anda, mamá. No has comido en todo el día.

Kendra se giró tan lentamente que a Albus le dio la sensación de que no quería ni hacer esfuerzo en sentarse. Se miraron a los ojos. Por el aspecto enrojecido en su mirada, Albus adivinó que había estado llorando.

—Cariño… me siento muy cansada —murmuró ella con voz quebradiza. Se esforzaba por mantener los ojos abiertos—. Deja la sopa ahí. Cuando tenga hambre la beberé, te lo prometo.

Albus rodó los ojos.

—Mamá… tienes que ingerir algo. No puedes seguir así. —Apoyó su mano sobre la de ella—. Estás muy delgada.

—Cariño, tranquilo —le respondió con suavidad—. Ve con tu hermana y llévale la comida. Dale un baño, por favor. Ella te necesita; yo puedo encargarme de mí misma sola.

Albus no estaba tan seguro de eso. Negó con la cabeza en silencio y, al cabo de un rato, murmuró:

—Creo que de verdad debes ir al médico, mamá. —Su voz había sonado temblorosa.

Ella sonrió levemente. Había paz en su mirada.

—Estaré bien —musitó y entrecerró los ojos. Apenas tenía fuerzas para mantenerse despierta—. Ve con Ariana.

Albus asintió, aunque a regañadientes. Se puso de pie y salió del cuarto cerrando la puerta despacio. Su madre había vuelto a cubrirse hasta la cabeza con las sábanas. Sin embargo, antes de que él se fuera del todo, la escuchó decir:

—Si alguien te para en la calle para preguntarte por tu padre o tu hermana, no quiero que te detengas a hablar, ¿has comprendido?

Albus agachó la mirada. Era consciente de que sería casi imposible que alguien no lo detuviera para preguntarle.

—Sí, mamá —respondió. Cerró la puerta con lentitud y caminó a paso de plomo por el pasillo, hasta el cuarto de Ariana.

La puerta estaba entreabierta. Se detuvo a observar del otro lado.

Y, de repente, el conejo Theo entró en su guarida y, ¡sorpresa!, toda su familia, vecinos y amigos habían preparado una gran fiesta para festejar su cumpleaños. Theo se puso tan feliz al verlos que sus bigotes bailaron al compás de los cantos de sus vecinos, los pájaros. —Albus vio que Aberforth se esforzaba por leer el cuento, pero apenas podía mantener los ojos abiertos. Se estaba durmiendo sentado.

Siempre que llegaba la noche se turnaban para determinar quién se quedaría hasta tarde cuidando a Ariana, aunque con la cantidad estrafalaria de cosas que debía hacer Albus en la casa, era casi obligatorio para Aberforth quedarse con ella.

Entró lentamente, tanto que ninguno de los dos notó su presencia. Aberforth dio un brinco en la silla cuando sintió la mano de Albus en su hombro.

—Ve abajo a beber tu sopa —le dijo con suavidad—. Estás muy cansado. Yo terminaré de leerle el cuento.

Aberforth se puso de pie.

—No hice tiempo a bañarla —murmuró con deje de culpa—, lo siento.

—No te preocupes —dijo de inmediato, sonriéndole—. Yo lo haré. Ve a descansar.

Aberforth asintió. Caminó hacia la puerta y la cerró. Entonces Albus tomó asiento en la silla, a un lado de la cama de Ariana.

—Te traje sopa —le dijo con dulzura, y apoyó el tazón sobre la mesa de luz.

Ella sonrió, y su expresión aniñada obligó a Albus a contener una lágrima. Abrió el libro y ubicó la página donde había quedado su hermano para continuar leyendo:

Llegó un momento de la fiesta en que la liebre Émides, el primo del conejo Theo, fue por el pastel de cumpleañosTodos se reunieron alrededor de Theo para cantarle, y cuando fue el momento de apagar las velas, Theo se tomó unos segundos para pedir un único deseo, un deseo que él esperaba con todas las fuerzas de su corazón que se cumpliera….

—Que no vayas a Hogwarts y te quedes aquí, con mamá, Aberforth y yo —dijo Ariana de repente. Lo miró con un brillo resplandeciente en los ojos.

Albus levantó la mirada, sorprendido. Esa declaración había sido un baldazo de agua helada.

—¿Eso es lo que quieres? —preguntó, y ella asintió.

Inhaló profundamente. Ir a Hogwarts era todo lo que había estado anhelando desde que condenaron a su padre a Azkaban, y no porque no quisiera quedarse en casa a cuidar de su hermana y su madre, sino porque sentía la necesidad de desconectarse de todas esas obligaciones de adulto, de meterse en los libros y recorrer los pasillos del colegio, que siempre le transmitían paz y una sensación de bienestar muy difícil de encontrar en otro sitio.

Quería estudiar y quedarse junto a Rosé, Eleonor y Flinch en la sala común de Gryffindor hasta pasada la medianoche, contándose historias y haciéndose bromas. Quería volver a sentirse como un adolescente sin problemas ni responsabilidades, disfrutar de sus dieciséis años…

Lo necesitaba.

Sin embargo, reconocía que estaban atravesando una situación económica complicada y que esa tarde no le había alcanzado para comprar otra cosa que no fuera un tintero, y para ir a Hogwarts era necesario tener más útiles que solo eso. Necesitaba, por lo menos, un libro nuevo para cada asignatura.

—Aberforth va a quedarse —murmuró Ariana sonriendo.

Albus tragó espeso y meditó sobre aquellas palabras por un instante. Lo llenaba de culpa saber que su hermano había tomado la decisión de no ir a Hogwarts para quedarse en casa, y lo hizo con determinación. Una determinación de la cual él carecía. Se sintió un mal hermano… ¡y un peor hijo por estar anhelando ir a pesar de todo!

Ayudó a enderezar a Ariana en la cama y sujetó la cuchara.

—Ten —le dijo, y fue dándole la sopa de a cucharadas. Cuando acabó, la ayudó a recostarse otra vez.

No pasó mucho para que se quedara profundamente dormida, y ya hacía frío como para despertarla para hacerla tomar un baño. Lo haría por la mañana.

Salió de la habitación haciendo el menor ruido posible, y trabó la puerta. La casa entera estaba a oscuras, así que supuso que Aberforth ya se había ido a dormir.

Entró en su habitación, y agradeció que por lo menos las noches eran enteramente para él. Le encantaba cuando llegaba ese momento porque podía estar a solas en su alcoba, donde nadie lo molestaba.

Se sentó a los pies de la cama y reflexionó sobre un hecho que venía dándole vueltas en la cabeza desde hacía días: se acercaba la fecha en que el tren zarparía del andén 9 ¾ y él seguía con el remordimiento a flor de piel.

Quizás una persona tuviese el consuelo perfecto para calmar su agonía.

Se incorporó y fue escaleras abajo por un pergamino y una pluma que siempre guardaba en un viejo mueble del comedor. Hurgó en la bandola que había usado esa tarde y extrajo de ahí el tintero nuevo. Luego, volvió a subir las escaleras y a encerrarse en su cuarto. Se sentó frente al escritorio y empezó a escribir:

Rosé:

Sé que no te he contestado a la última carta que me enviaste. Lo siento, este verano fue caótico. "Vacaciones" es una palabra que definitivamente he borrado de mi vida hasta nuevo aviso…

No puedo más. La sentencia de mi padre me dejó drenado. Y ahora que mi madre atraviesa esta profunda depresión que no le permite ni mantenerse parada, he debido hacerme cargo de todo en la casa.

Son las diez de la noche ahora y juro que me muero del sueño. Mañana tengo que levantarme a las cinco para ir a trabajar… ¡Sí! Conseguí un empleo muggle que me está ayudando a tener algo de dinero, porque mi madre ya no está en condiciones de salir de la casa para trabajar, y mi padre pues… Supongo que te habrás enterado de la sentencia que el ministro le dio; ya todo el mundo mágico está hablando de eso. La gente me detiene en la calle para hacerme preguntas, ¡es muy bochornoso! Hoy viví una situación muy incómoda en el callejón Diagon.

Quiero hablarte de algo: hasta hoy estaba muy contento de pensar que en un mes voy a ir a Hogwarts y podré descansar mi cabeza de todos estos sucesos, pero cuando veo el estado anímico de mi madre me arrepiento. No se ve nada bien y me preocupa. Creo que irme justo en este momento me convertiría en un mal hijo, y también en un mal hermano, porque Aberforth ha tomado la decisión de quedarse a cuidar de mamá y Ariana; y no quiero dejarlo solo con todo.

¿Debería hacer lo mismo que él? Mi moral me dice que lo correcto es permanecer aquí, pero mi corazón late con fuerza cuando pienso en Hogwarts y en reencontrarme contigo, Eleonor y Flinch. Por otra parte, la paga que he recibido en mi empleo me ha alcanzado solo para comprar un tintero. ¡Imagínate! Si fuera a Howarts lo haría sin prácticamente nada.

No iré. Lo siento, amiga. Y quiero que sepas que te extrañaré demasiado.

PD: diviértete, y cuando te egreses por favor enviame una carta y házmelo saber. Mi corazón explotará de alegría ese día. Dales mis mejores deseos a Eleonor y Flinch, estoy seguro de que están muy emocionados por empezar el último año.

Te quiero, Rosé. Nos mantenemos al tanto.

Atentamente,

Tu mejor amigo,

Albus Dumbledore

 


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