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Los Ojos de la Araña Blanca por Riwanon

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INTRODUCCI”N

La Luna llena brillaba pálida en el cielo, su gran ojo en cielo estaba abierto de par en par. Alerta, expectante, miraba como una mujer envuelta en una túnica blanca corría por las sombrías callejuelas de la ciudad. “No debería estar aquí” se repetía constantemente la mujer “no debería haber dejado que me convenciera…”. Aun así continuó corriendo calle abajo. No muy lejos, una sombra corría de esquina en esquina, silenciosa, como sólo las sombras pueden ser. Pero la mujer no podía darse cuenta pues parecía concentrada en contar las calles que iba pasando. Al llegar a una especialmente estrecha y oscura se paró. La sombra sonrió. La Luna apartó unas pocas nubes que habían osado tapar su vista y miró directamente al callejón, esperando ansiosa lo que habría de suceder. La mujer entró despacio en el callejón y se recostó en una pared a esperar. Sintió que algo se movía detrás suya y, apenas un segundo después, una dulce voz acarició su oído a la vez que sentía el filo de una daga muy próximo a su cuello.

-Nadie debería andar solo por estas calles a estas horas, y menos una sacerdotisa -la voz pertenecía a un hombre, aunque era una voz muy suave y dulce.

-¿Qué quieres? –consiguió apenas susurrar la sacerdotisa. Estaba aterrada, pero sabía que gritar no le serviría de nada. Gritar no sirve de nada si con quién estas es alguien de La Cofradía, y no cabía la menor duda de que este hombre pertenecía a ella. La Cofradía era el mejor gremio de ladrones y asesinos a este lado del Suleh, y probablemente lo sería también al otro lado si hubiesen querido cruzarlo. Estaban por todo el reino, y se decía que tenían si base allí, en Necketh, la gran ciudad. Allí estaban los mejores.

-Chica lista. No es algo que tú tienes, sino algo que tú sabes y que ahora yo también quiero saber. Pero no eres la única que lo sabe –sentía su cálido aliento en la nuca y, aunque su voz era cálida, dejaba muy claro que si no colaboraba no dudaría en matarla.

-¿Qué quieres saber?

-Sólo es un cántico. Creo que lo llamáis los Ojos de la Araña Blanca –los ojos de la sacerdotisa se abrieron tanto que parecía que fueran a salirse de sus órbitas. Los Ojos…sólo las mejores sacerdotisas la sabían, según les decían, por el bien del mundo. Nunca le habían dicho para que servía, sólo que debía de protegerla con su vida.

-No…no puedo decírtela –consiguió farfullar.

-Eso ya lo veremos- apoyó la daga en el suave cuello de la sacerdotisa. Un hilillo de sangre brotó y empezó a descender hasta manchar el cuello de la túnica. “Voy a morir” pensó. “No tienes porque” le dijo una voz en su cabeza. Por alguna razón le daba la sensación de que era la Luna quien le estaba hablando. ”Tan sólo tienes que decirle ese cántico, tu vida vale más. Además, ¿qué mal puede hacerle al mundo una estúpida canción?”

-Kathey, me ikte –empezó a recitar de memoria. Inmediatamente sintió que la daga desaparecía –o, nekar indenehts… -de repente su voz enmudeció. El muchacho sintió que todo el peso de la sacerdotisa caía ahora en sus brazos. “¿Se habrá desmayado?”. La depositó con cuidado en el suelo. La luz de la Luna caía directamente en su rostro pálido, mostrando sus ojos blancos abiertos de par en par, su boca abierta y dispuesta a decir la siguiente palabra. No respiraba. No tenía pulso. La sacerdotisa estaba muerta.

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