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Wind of Gold por Camui Alexa

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En la casa del Shogun, Tetsu observaba a la distancia a las jóvenes damas samurai, delicadas como las finas flores de sakura que caían arrancadas por el viento durante los últimos días de su breve temporada ese año. Seguramente, su padre querría que tomara a una de ellas por esposa, con una marcada preferencia por la hija menor de Awaji san.

La chica era hermosa, pero no podía compararse con la maiko que le había servido su compañía algunos días antes. Simplemente, su rostro era demasiado hermoso, su cuerpo delicado bajo el apretujamiento de seda, sus enormes ojos muy parecidos al firmamento nocturno.

La noche del día en que le había conocido, había elegido un hermoso pañuelo de seda bordada para presentárselo en su próxima reunión. Desde entonces, lo había llevado consigo en una pequeña caja de madera roja.

Respiró hondo. Esperaba con ansias que los invitados de su padre se marcharan pronto a su casa, dejándole con la suficiente libertad para escabullirse a la ciudad en busca de aquella maiko.

La oportunidad se presentó algunos días después. Ken estaba, como siempre, un paso más adelante, así que se dedicaba a picarle con su supuesto desprecio de las artes y su repentina afición por la compañía culta y refinada de las geishas.

– ¡No odio el arte! – se defendió, sonrojado como un niño pequeño e intentando ocultar su incomodidad tras una copa de sake, para diversión de Rina y Hideko.

– Eso dice desde que ha visto a esta jovencita – señaló con la vista a Hideko –. Pero la verdad es que prefiere un caballo al galope que a una geisha ejecutando una danza.

– La guerra es también un arte. Uno que los tontos parecen olvidar cuando la paz se los permite.

Sintiendo el ambiente ponerse un poco tenso, Rina se apresuró a intervenir.

– Quizá Hideko pueda mostrarle una danza que sea de su gusto, pese a no conllevar espadas o caballos.

– Claro – de inmediato, su vista se fijó en la joven maiko, que empezó a moverse al ritmo que marcaba el oboe, flexible como un junco y delicada como un lirio.

En cuanto acabó la danza, Ken lanzó un comentario mordaz.

– Si no cierra la boca, Ogawa sama, temo que una libélula podría hacer ahí su nido.

– Muy gracioso, Kitamura san.

El joven samurai se alzó de hombros, francamente divertido.

– Iré a tomar algo de aire fresco.

– Douzo – observó a su amigo retirarse en compañía de su amante, y pronto su corazón comenzó a latir con fuerza. Se volvió hacia la maiko, que se ocupaba en preparar un poco más de té –. Hideko...

– ¿Sí, señor?

Tetsu se sintió atravesado por aquellos enormes y oscuros ojos, que parecían encerrar en su profundidad todo aquello que su dueña no dejaba salir en forma de palabras.

– Te he traído un regalo – dijo con una torpeza inusitada mientras sacaba la cajita roja con dedos tan temblorosos como las hojas de un árbol azotado por el viento.

– Se lo agradezco mucho – una profunda reverencia. Después, con movimientos tan delicados que le daban un aspecto aún más frágil, abrió la cajita y sacó el pañuelo –. Es hermoso.

– Es bueno que te guste, aunque no rivaliza con tu belleza.

Agradeció el cumplido con una reverencia y una dulce sonrisa.

Tetsu devolvió la sonrisa, y aquella fue la primera de muchas reuniones, en las cuales ambos encontraban un consuelo para continuar con sus medias vidas.


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