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Wind of Gold por Camui Alexa

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Esa mañana, el Ama de la casa de geishas había recibido a un cliente, sobrino de un poderoso Shogun de tierras del norte.
– Sakurazawa Yasunori – se presentó él con una reverencia.
– Dígame cómo puedo ayudarle, Sakurazawa san.
– Estoy interesado en una de sus damas. Hideko...
– Una maiko adorable. Estaré encantada de apartarle una fecha, si fuera tan amable de decirme...
– No es su compañía lo que me interesa – interrumpió –. Al menos no la variedad que aquí me ofrece.
El Ama se tensó.
– Esta no es una casa de placer, mi señor.
– Creo que no me entiende – sacó de entre los pliegues de su ropa una tira de tela blanca bordada con flores de ciruelo que el Ama reconoció enseguida: uno de los cinturones que sujetaban el primer kimono, el bordado definitivamente pertenecía a su casa –. Sé un pequeño secreto acerca de esta... chica – remarcó con malicia la última palabra –. No creo que sea de su agrado que todos se enteren de que su casa no aloja sólo a damas, ¿ o sí?
No respondió, pero en sus ojos ardía la indignación.
– Si me concede este... favor, no sólo guardaré silencio, sino que además le pagaré una suma nada despreciable. Porque, verá usted, lo que para muchos sería motivo de escándalo, para otros hombres es algo sumamente conveniente.

~

Hideko regresó a casa tarde, cuando casi despuntaba el alba. El cuerpo le dolía horriblemente por el abuso físico, y sólo el temor era superior al dolor. Esperaba con toda su alma que Madre estuviera dormida, o le reprocharía la tela arrugada de su kimono.
Tragó saliva. Madre estaba despierta y, aparentemente, esperándole. Saludó con una profunda reverencia, mordiéndose la lengua para no lanzar un grito a causa del dolor que atravesó su cadera.
– ¿Cómo fue? – preguntó secamente el Ama.
– Bien. Gracias, Madre.
La recia mujer se levantó y se acercó a él, observándolo detenidamente. Hideko esperó una bofetada que nunca llegó. En lugar de eso, vio materializada ante sí una copa grande de sake tibio.
– Bebe esto. Estás temblando, criatura – el joven se preguntó por un momento si acaso había compasión en su voz –. Debes estar exhausto. Ve a dormir.
– Hai – con una nueva reverencia, se retiró a su pequeña habitación. Se desvistió, sintiendo los lugares donde las bruscas caricias dejarían marca. Se quitó la ropa, y un escalofrío recorrió su espalda al tocar la humedad que había en la tela más cercana a su cuerpo. Miró la prenda a la luz de la lámpara, confirmando su temor de una gran mancha de un rojo ocre en ella. Hizo un apretado bulto con ella y la lanzó a un rincón, manoteando algo de ropa limpia que ponerse antes de derrumbarse sobre el futón.

En el salón, la Madre miraba las sombras sin ver nada en realidad. Tal vez no se caracterizaba por ser una tutora dulce y comprensiva, pero lo de ese día había ido demasiado lejos. Si había algo que no podía tolerar era que se faltara al respeto a sus artistas, y más aún si era de una manera tan horrible y fuera de sus propias reglas.


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