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Rocío del Bosque por heldrad

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Notas del fanfic:

Una historia corta que escribí para un concurso en mi ciudad.

Notas del capitulo: César tocando los cabellos de YurúeOjalá que lo disfruten. Agredecería de todo corazón sus reviews :)
Rocío del Bosque
Por: Heldrad


Yo era un joven de 14 años cuando lo conocí. Era el año de 1929, un febrero. Un mes después del accidente en el que perdí la vista. Recuerdo muy bien ese accidente, una simple caída. En ese entonces me gustaba subir a la azotea para observar el panorama, y desde mi casa, ubicada cerca del templo de La Cruz, podía observar en todo su esplendor los majestuosos arcos de la ciudad de Querétaro.

El día en que caí me encontraba preocupado por simples problemas concernientes al colegio. Había subido a la azotea para despejar mi mente, pero un inesperado llamado de mi madre me hizo reaccionar bruscamente, y al bajar presuroso la escalera de hierro, di una pisada en falso y resbalé. No supe qué sucedió hasta que, al abrir los ojos, no pude ver más que oscuridad.

El doctor me dijo que el golpe que me había dado en la cabeza, al caer, era la causa de mi ceguera. Pude haber muerto, sin embargo, tenía que agradecer a Dios que tan sólo hubiese perdido la vista. ¡Tan sólo! Sin poder ver, ¿qué esperanzas tenía de terminar mis estudios? De trabajar, de mantenerme solo… Era inconcebible para mí. Me resistía a creerlo, pero hallé consuelo en las palabras que el doctor dijo enseguida, justo antes de que lanzara un grito de angustia: “Es sólo temporal. Si Dios te da licencia, en menos de 6 meses podrás recuperar la vista.” Menos mal. Me sentí más tranquilo y recuperé la serenidad. El doctor hizo algunas recomendaciones y me asignó una serie de ejercicios para agudizar mis sentidos restantes en lo que recuperaba la vista.

Fue así como llegué al campo. Al bosque de Pinal de Amoles. Un ambiente más tranquilo y natural me ayudaría a tener una pronta recuperación. Y también, fue en ese mismo bosque donde me encontré con él. Con Yurúe.
El día que lo conocí llevaba una semana viviendo en una cabaña alquilada, justo en las faldas de una colina tapizada de árboles y pinos. Ese día mis padres no estaban conmigo. Mi padre, por cuestiones laborales, no podía quedarse en el campo con nosotros; y mi madre, aunque era quien me acompañaba, no se encontraba en la cabaña, pues había ido al pueblo para comprar carne y leguminosas. Nos acompañaba también una amable señora llamada Milagros, que era el ama de llaves de esa cabaña que alquilamos. Le encantaba la repostería, y en ese momento, se hallaba ocupada horneando un pan de elote que le quedaba exquisito.

Yo, a pesar de mi ceguera, me encontraba inquieto y aburrido, y tenía deseos de hacer algo emocionante. Sabía que no debía salir al bosque en esas circunstancias, pero quizás fuese obra del destino el que me impulsara a romper las reglas, porque fue así como salí con ese bastón, al que todavía no me acostumbraba, hacia el interior del bosque.
Mi corazón latía. Estaba solo, no conocía el exterior. Sabía que en cualquier momento podría caerme o toparme con algún tronco caído y golpearme nuevamente en la cabeza, pero no podía detener mis piernas. Me sentía libre. El hecho de sentir cómo el camino se abría a mis pies me llenaba de valor, me impulsaba a seguir adelante, y cada paso que daba me brindaba esperanzas y me volvía más seguro de mí mismo.

No pude saber con certeza cuánto había recorrido hasta entonces. Sólo comenzaba a notar que el suelo se elevaba cada vez más y mi respiración se agitaba. El aire me era insuficiente, y a pesar del clima tan fresco mi cara sentía un creciente calor que se expandía por dentro. Entonces pensé que si pudiera verme a mí mismo desde fuera, seguramente notaría el rubor en mis mejillas. En mis años de pubertad el color de mi piel era pálido y me sonrojaba con frecuencia, por lo que era blanco fácil de las burlas de mis compañeros de clase. Mi constitución era más bien frágil y enfermaba con facilidad, sin que por ello hiciese a un lado mi ávido gusto por la aventura. Quizás fuese éste otro de los motivos que me impulsaran a salir de casa aún cuando mi vista estuviese impedida por una impenetrable oscuridad.

Al cabo de un rato, mi bastón no presenció una hendidura en la superficie rocosa, y sin poder evitarlo, caí de bruces al resbalar. Pensé que sería muy vergonzoso que alguien más se percatara de mi patética caída, y no pude evitar sonrojarme mientras permanecía sentado en el suelo, sobándome la rodilla izquierda.
Enseguida me puse de pie y me senté en una roca que encontré con mi bastón. Suspiré. Me di cuenta de que seguramente estaría perdido, y que si llegaba mi madre, pronto se armaría un alboroto. También sentí hambre y me acordé del delicioso pan de elote que para entonces estaría listo. Me sentí deprimido, pero pronto dejé de pensar en ello y me dediqué a escuchar el gorjeo de las aves que, seguramente, jugueteaban entre las copas de los árboles.
Me pareció escuchar un chasquido pesado entre las ramas de un árbol, y sentí cómo algo se acercaba a mí. Me estremecí. Pensé que podría tratarse de un hombre, o de un animal.

“¿Hay alguien ahí?” pregunté con voz temblorosa. Alcé mi brazo izquierdo, y a tientas busqué a esa presencia que me inquietaba. Entonces, sentí cabellos, y retiré la mano con brusquedad para tomar rápidamente mi bastón con las dos manos. “¿Quién está ahí?” Me di cuenta de la situación en la que me encontraba y tuve miedo. En las profundidades del bosque, y a solas, un muchacho desprotegido como yo corría muchos peligros. Escuché entonces una risa cuyo timbre pertenecía a un adolescente de mi edad, pero no supe si era motivo para tranquilizarme o no.

“No tengas miedo”, dijo el muchacho con voz risueña.

“¿Quién eres?”, pregunté con recelo.

“¿Quién eres tú?” Me sentí ofendido. Se había burlado de mí, me había asustado, y encima, se atrevía a hacerme otra pregunta sin haber respondido a la mía. No me resistí, sin embargo, a contestar, pues mi educación estaba basada en el respeto y era mi deber responder a una pregunta.

“Soy César. César Mariano Sanjuan García. Vengo de la ciudad de Querétaro, ¿y tú?”

“Qué nombre tan raro y tan largo”, me dijo. “Yo me llamo Yurúe.”

“¿Yurúe? ¿No crees que es tu nombre el que está raro?… ¿De dónde eres?”

“Yo soy de aquí.”

“Y ¿qué significa tu nombre?”

“No sé. Yo lo inventé.”

“¿Cómo puedes inventar tu propio nombre? Tus padres no te bautizaron, ¿o qué?”

“No tengo padres. Vivo con el viejo Eleazar, y él no me puso nombre. Siempre me dice muchacho.” No supe qué decir. Nunca había conocido a alguien que no tuviera padres y que no se encontrara en un orfanato. Sentí pena por él y opté por guardar silencio.

“César”, me llamó. “No puedes ver, ¿verdad?”

“No… Soy ciego. Pero antes podía ver y si tengo suerte recuperaré la vista en varios meses.”

“El viejo Eleazar es ciego también, pero conoce el bosque mejor que nadie.”

“Pero, ¿cómo le hizo para hacerse cargo de ti, si es ciego?”

“Él siempre ha sido ciego, pero es muy sabio y sabe hacer muchas cosas. Aunque ya es muy viejo y no tiene tanta fuerza como antes. Por eso quiso criarme, para tener a alguien que le haga mandados cuando no pueda levantarse, y que lo acompañe cuando se sienta solo.”

“Eso es bueno. Es recíproco. Se ayudan y se procuran mutuamente.” Yurúe rió, y cuando le pregunté el motivo de gracia me contestó: “Es que hablas raro. En los pueblos la gente no habla así.”

“No hablo raro. En la escuela te enseñan a hablar correctamente,” le dije.

“Yo no voy a la escuela”, dijo, con seriedad. Le pregunté el porqué. “¿Para qué? En este pueblo casi no hay escuelas, y los niños que van y terminan de estudiar se van a la ciudad a buscar trabajos donde los explotan y no les pagan. Yo no puedo hacer eso. Sólo quiero vivir como yo quiero y ser feliz. El dinero no es tan importante para mí, y con que pueda seguir viviendo en este bosque, no necesito nada más.” Sus palabras, aunque sonaban infantiles, causaron un gran efecto sobre mí. Tenía razón. ¿Por qué vivir atados a las normas de la sociedad? ¿No era la vida un regalo que debíamos amar en lugar de aceptar con tedio?

No supe si Yurúe, con esas palabras, tenía la intención de transformar mi modo de ver las cosas, sin embargo, gracias a ello supe tomar las decisiones correctas que en un futuro me traerían grandes beneficios.

En esos momentos, la vida de Yurúe era un gran misterio para mí. Un misterio que me atraía y despertaba una llama dentro de mi ser. Acababa de conocerlo, pero presentí, que a partir de entonces, se crearía un lazo muy fuerte entre nosotros dos.

“César”, volvió a llamarme. “Estás perdido en este bosque, ¿verdad?” Asentí con la cabeza, avergonzado. “¿Quieres que te lleve a tu casa?”

A decir verdad no quería volver. Tenía deseos de charlar con él sobre muchas otras cosas. Sin embargo, me di cuenta de lo grave que se tornarían las cosas si no volvía pronto a la cabaña. Por esa única razón, dije que sí, con una sonrisa pesarosa.

“¿Vas a vivir aquí por mucho tiempo?”, me preguntó.

“Sólo hasta que recupere la vista… ¿Por qué lo preguntas?”

“Porque quiero que seas mi amigo, en lo que eso pasa.”

“Claro”, dije, con una sonrisa honesta, pues la idea me causaba emoción. Yurúe era, después de todo, un muchacho del que podía aprender muchas cosas.

Durante el retorno no necesité de mi bastón, pues Yurúe osó tomarme de la mano mientras me instruía en la forma de familiarizarme con el recorrido.

“Qué valiente fuiste de subir todo el camino desde acá abajo. Y sin poder mirar”, me dijo, una vez que llegamos a las faldas de la colina más cercana a la cabaña.

“Tuve miedo. Pero cada paso que daba me impulsaba a seguir adelante. Quizás, si hubiera visto lo peligroso que era, no me hubiera atrevido a seguir.”

“Sí es cierto, ¿verdad?”, comentó.

“Si mañana vuelvo, ¿estarás aquí?”

“Aquí te voy a esperar. Mañana quiero llevarte a que conozcas al viejo, y también al río, porque el agua es muy fresca y creo que te va a hacer bien.” Accedí, con muchos ánimos, y después de despedirnos, caminé con cuidado hasta la cabaña procurando no hacer ruido.

No tiene importancia relatar lo que ocurrió de vuelta a mi realidad. Como era de esperarse, mi madre estaba asustada, y por tanto, molesta. Porque es cosa de adultos disfrazar el miedo con enojo para nunca demostrar que también son vulnerables.

Mi madre, por obvias razones me prohibió salir de nuevo. Sin embargo, mi impetuoso deseo de volver a encontrarme con Yurúe me hizo desafiar las órdenes de mi madre, y para ello tuve que hacerme de aliados. Fue así como dediqué toda la mañana del día siguiente para conversar con la amable señora sobre mi nueva amistad con Yurúe. Pensé que quizás sabría algo acerca de él que pudiese ayudarme a comprender mejor su situación.

“¿Será el muchacho que se aparece en el bosque?”, preguntó.

“Que… ¿se aparece?”

“Muchos cuentan por ahí que en el bosque siempre se aparece un muchacho que ayuda a los perdidos. Les encuentra el camino de vuelta, y cuando voltean a darle las gracias se dan cuenta de que ya no hay nadie con ellos.”

“¿Como si desapareciera?”

“Eso dicen…”

“Y…¿alguien ha dicho cómo es, físicamente?” Mi curiosidad crecía cada vez más.

“Dicen que es un muchacho de ojos bonitos, claritos. Que no parece de por acá.”

“Me dijo que no tenía padres y que vivía con un anciano. Me pregunto si no se sentirá solo…”

“¿A poco has platicado con él?”, preguntó, incrédula.

“Sí… Nos hicimos amigos. Prometimos volver a pasar el rato juntos, pero mamá no me deja salir ni un ratito…”

“Fíjate. Eres el primero que dice que le ha platicado. Muchos dicen que es un ánima. Hace 15 años se ahogó un niño en el río. Muy chiquito, como de unos 2 años, y no era hijo de nadie en el pueblo. Unos piensan que venía con una de las familias ricas que alquilaban fincas. Pero el pobrecito niño, se me hace que nunca lo bautizaron, y que por eso su alma ora anda penando en el bosque, buscando a sus apás.”

Todo eso me pareció muy extraño. ¿Un fantasma? No me pareció que lo fuera. Sabía que la gente en los pueblos era muy supersticiosa, pero tampoco podía decir que no hubiera nada de verdad en ello. Tenía que averiguarlo por mí mismo, y convencí a la señora que me dejara salir un momento en lo que mi madre regresaba del correo.

Me ayudó a encontrar el camino correcto, y una vez que se hubo retirado no tardé mucho en oír la voz de Yurúe.
Después de saludarnos nos pusimos en marcha y comenzamos a conversar. Quería aclarar todas las interrogantes que habían surgido esa mañana sobre él, pero no hallaba la manera de preguntárselo directamente. Pensé que sería rudo preguntar ese tipo de cosas al día siguiente de habernos conocido. Por eso quise familiarizarme un poco más con él, para que hubiese confianza entre nosotros.
Fue así como le hablé sobre la ciudad, sobre mi accidente, sobre mis padres, sobre la escuela. Él me hacía preguntas y yo le respondía. En ocasiones reíamos, y por ese medio me di cuenta de que Yurúe era un muchacho de risa fácil. También me di cuenta de que era muy ingenuo. Como un niño. Entonces, recordé lo que la señora Milagros me había dicho. Esperé un momento. Nos sentamos a descansar en un sitio muy fresco, y cuando hubo un silencio oportuno, aproveché la ocasión y le dije:

“En el pueblo dicen que eres un fantasma, ¿eso es cierto?”

“La gente dice muchas cosas. ¿Tú les crees?”

“No puedo verte, ¿cómo podría estar seguro?”, dije, en broma.

“Tócame”, propuso, y enseguida tomó una de mis manos y la puso sobre su mejilla. “¿Soy un fantasma?”. Su piel era lisa y tenía las mejillas frías. Quise conocer su rostro, y ayudándome de ambas manos deslicé mis dedos sobre su cara. Pude notar cabellos sobre su rostro, una frente amplia, cejas un tanto espesas y curveadas, largas pestañas, una nariz delgada y recta, de poros pequeños; sus labios estaban algo resecos, pero por la forma, me imaginé que tendría una sonrisa amigable y atractiva; la forma de su cara era ovalada y tenía una quijada discreta, pero masculina; su mentón era delgado y resaltaba en su perfil. No noté barba ni bigote, por lo que pensé que probablemente era un muchacho lampiño. Me percaté de que llevaba varios minutos sintiendo su rostro y me avergoncé. Me había gustado su cara y sentí deseos de verlo con mis propios ojos.

“No lo creo”, respondí al final.

“Entonces no soy”, dijo, con humor.

Al cabo de un rato comenzamos a escalar elevadas rocas y tuve que asirme de su gabán para no caerme. Por fortuna Yurúe era muy cuidadoso conmigo y cada vez que subíamos por los sitios más escarpados me ayudaba con ambas manos y me indicaba dónde debía apoyar mis pies. No tenía miedo. Confiaba plenamente en él, como si lo conociera de toda la vida.

Al final llegamos a un claro donde sentía hojas secas y tierra húmeda bajo mis pies. El aire se sentía más fresco y el cantar de las aves se hacía más sonoro. A cierta distancia se escuchaba la corriente del río y pensé que, seguramente, tendría frente a mí un paisaje extraordinario.

“¡Don! ¡Ya llegamos!” Yurúe me haló de una manga y me pareció que entramos a su vivienda. Con mis manos sentí varillas, por lo que supe que se trataba de una choza.

“Mucho gusto, señor. Mi nombre es César”, me presenté.

“El muchacho se pasó la tarde entera hablándome sobre ti”, dijo el anciano en tono amigable. En su voz se notaba una edad muy avanzada. Le calculé unos 80 años y me imaginé al viejo Moisés de las ilustraciones de los libros que se usaban en el catecismo. Me sentí algo intimidado, pues me pareció estar en la morada de un gran sabio que conoce las verdades del mundo.

“Ven, muchacho. Déjame verte”, me ordenó. Yurúe me había dicho que era ciego también. ¿Cómo podría verme? Fue entonces, cuando al acercarme a él sentí una gran palma rugosa y huesuda sobre mi cara. Sentí escalofríos, pero no quise ser descortés y traté de mantener inmóviles los músculos de mi cara. Escuché un “Mm...” de aprobación. “Como una mujercita”, dijo, y me sentí realmente ofendido, sin embargo no tuve tiempo de decir nada en mi defensa porque antes de hablar fui interrumpido por él: “Un muchacho muy fino, pero también muy débil e indefenso. Ten cuidado de los hombres, porque algunos son rapaces como los buitres. Merodeando, dando vueltas alrededor en busca de presas fáciles que no se sepan defender. Tuviste suerte de que el muchacho te encontrara primero. Porque afuera también se esconden hombres malos, hombres con armas, muy peligrosos.”

“Tendré cuidado, señor”, dije, pues sus palabras eran ciertas.

“Muchacho, ve por leña, hijo. Haremos unos frijolitos y un café de olla sabrosito.” Yurúe obedeció y se apresuró al bosque. Hubo un momento de silencio, y el viejo habló: “Él es un muchacho muy bueno. Muy honesto y trabajador. Yo le enseñé que uno debe ganarse las cosas, pues nada en esta vida se da gratis. Yo soy ciego porque di mis ojos a cambio de una vida. Y tú también. Aunque vuelvas a ver, por un tiempo darás tus ojos para obtener algo, que de otro modo, no encontrarías.”

“Ese algo… debe ser Yurúe”, dije, porque así lo sentí.

“Si es así, muchacho, aprovéchalo. Porque algún día volverás a ver y ya no podrá estar contigo.

“¿Por qué no?”, pregunté. Aunque la respuesta era obvia.

“En realidad… no todos pueden verlo”, dijo, con algo de esfuerzo. Su respuesta era algo que no esperaba oír. Le pregunté porqué. “Cuando Yurúe va al pueblo muy pocos se enteran de su presencia. Los niños lo ven y los ancianos lo escuchan, pero no lo ven. Los hombres de buen corazón sólo pueden verlo una vez, y enseguida lo pierden de vista. Los ciegos, como tú y como yo podemos escucharlo y podemos verlo con nuestras manos, pero no con los ojos. Por eso, cuando recuperes la vista sólo lo verás una vez y lo perderás para siempre.” No lograba comprender el porqué de lo que me decía, pero sus últimas palabras habían producido un hueco en mi corazón. De pronto, deseé permanecer ciego para siempre pero pensé en mi futuro y me entristecí. No podía renunciar a mi futuro, pero por lo menos podía hacer de varios meses toda una existencia a su lado si aprovechaba cada momento que compartiríamos juntos.

“Y él… ¿lo sabe?”

“Él sólo sabe lo que quiere saber. No tengo el derecho de decirle una verdad que no desea escuchar.” El anciano tenía razón. Yo tampoco tenía el derecho de decírselo, y no quería hacerlo sufrir. Comprendí que Yurúe era un gran misterio que era mejor dejar intacto para que permaneciera siendo el mismo. Ya no me importaban sus orígenes ni su naturaleza. Sólo sabía que quería pasar a su lado el resto del tiempo que me quedaba, antes de volver a mi vida rutinaria y aburrida.

Después de una merienda ligera Yurúe me llevó al río. Podía escucharlo, sentirlo. El agua estaba helada. No me atrevía a entrar. Sólo sumergí mis pies y me senté en una gran piedra lisa, mientras sentía el suave viento del bosque. Le pedí que me describiera el lugar, y sus palabras dibujaron en mi mente a un río muy ancho y de agua muy clara. Con piedras grandes que salían del agua y otras muy pequeñas que hacían cosquillas a los pies. En las orillas del río se alzaban grandes y anchos sauces, y del otro lado, los rayos del sol acariciaban una gran roca blanca, con flores y pequeños tréboles a sus pies.

“¿Hay tréboles de cuatro hojas?”, pregunté.

“¿Te traigo uno?”, contestó, y yo se lo pedí de favor. Escuché cómo se precipitó al río, y me di cuenta de que mi petición había sido egoísta, pues el agua estaba tan fría como el hielo y, en realidad, no era necesario que lo hiciera por mí. Sin embargo, en menos de cinco minutos estaba de vuelta, con una respiración agitada. “Toma”, me dijo, mientras colocaba el trébol entre mis manos. Sentí cada una de las hojas. Eran cuatro.

“¿Cómo pudiste encontrarlo tan rápido?”

“En este bosque crecen tréboles de cuatro hojas sólo en esta parte. Es una parte mágica.”

“¿Y hay hadas?”

“Muchas.”
“Pero, ¿por qué nadie habla de ellas?”

“Porque los hombres que no creen en ellas no las pueden ver. Pero aunque nadie las vea, no quiere decir que no existan.”

“Es verdad. Seguramente hay muchas cosas en este mundo que no podemos ver.”

“A veces los hombres que ven con los ojos son más ciegos que los que no pueden ver con ellos.”

“Tienes razón. Y debe ser porque se resisten a ver las maravillas que hay en este mundo.”, agregué. “Cuando recupere la vista, quiero ver el mundo de un modo distinto, apreciando cada detalle, las cosas más simples. No quiero ser un ciego que pueda ver. Quiero poder verlo todo.”

“Pero no sólo veas con los ojos. Ve también con tus manos, con los oídos. Usa todos los sentidos. Y lo más importante, usa lo que tienes aquí…”, y puso su mano sobre mi pecho.

“El corazón…”

No todos los días tenía la oportunidad de reunirme con Yurúe, pero cada día que pasaba a su lado, una parte de mí se transformaba. Las lecciones que aprendí de él son algo que hasta la fecha no he podido olvidar.

Durante aquel tiempo Yurúe se convirtió en lo más importante para mí. No supe si era admiración, alegría, ilusión o incluso amor, pero cada vez que me reunía con él sentía cómo mi corazón latía con más fuerza. Llegué a pensar que quizás fuese obra de de la emoción que sentía por aprender cosas nuevas, pero hasta ahora me di cuenta de que, en realidad, eran todas esas cosas juntas.

El día en que hablé de esto con el viejo, me dijo que era algo que tenía que preguntarme a mí mismo, pero que también debía recordar que algún día tendría que renunciar a una cosa para obtener otra, y que no siempre era correcto tomar las decisiones con el corazón, sino también con la cabeza.

El tiempo pasó, y a los cuatro meses de habernos conocido, Yurúe me dijo: “César… Cualquier cosa que decidas en la vida está bien, porque es algo que ya está escrito en un gran libro llamado ‘destino’, y no tienes que arrepentirte de nada porque es algo que de todos modos tenía que pasar… para bien o para mal…. Y aunque sea algo malo debes saber aceptarlo, porque de eso puedes aprender muchas cosas para saber tomar una mejor decisión en el futuro… Yo creo que los hombres vienen a este mundo para aprender de la vida; pero tú, César, si quieres aprender tienes que vivir…”. Con estas palabras comprendí lo que quería decirme. Y tenía razón. Por mucho que lo amara no podía permanecer por siempre a su lado. Él no era un muchacho como yo. Él no tenía las mismas necesidades que yo, ni tampoco las mismas obligaciones. Después de todo, yo tenía un futuro que debía seguir, y aunque me doliera, era parte de un destino que no podía cambiar.

“Lo sé…”, dije, en una voz casi inaudible.

Al día siguiente, de forma completamente inesperada, cuando abrí los ojos vi la habitación. Mi vista había regresado. Primero, las formas y los colores eran casi imperceptibles, pero a cada parpadeo que daba, la imagen iba haciéndose más clara. No sabía cómo reaccionar. ¿Debía estar alegre o triste? Pensé en Yurúe, y enseguida brotaron lágrimas de mis ojos. No quería marcharme. No quería dejar de estar con él. Alguien abrió la puerta. Volteé a ver quién era y reconocí a mi madre. Inconscientemente la llamé, y enseguida se percató de que había recuperado la vista. Se lanzó a abrazarme y lloró junto conmigo, aunque sus lágrimas no eran de pesar, como las mías.

Esa mañana, las dos mujeres de la casa prepararon un banquete en mi honor. Todo era tan extraño… Casi me eran desconocidas. La señora Milagros no era como la imaginaba, y mi madre se veía más delgada y demacrada, lo cual tuvo que ser por mi culpa.

Me sentía inquieto. Deseaba ver a Yurúe, pero si lo hacía, pronto desaparecería de mi vista, y no podría volver a verlo jamás.

Esa tarde no salí de casa. Tenía miedo de perderlo.
Mi madre comenzó a preparar todo para partir. Estaba deseosa de volver a casa con papá y rehacer su vida, pues desde que llegamos no le había causado más que problemas. La señora Milagros también estaba apurada, pues sus familiares la esperaban para celebrar la boda de una de sus sobrinas, en un rancho ubicado lejos de Pinal. Todo parecía marchar en mi contra, haciendo nuestra separación cada vez más próxima.

Al día siguiente me decidí. Le dije a mi madre que tenía ganas de explorar el bosque, y con ese pretexto salí en busca de Yurúe para despedirme de él. Cerré los ojos y caminé, como si aún estuviera ciego. Mi andar era torpe y apresurado. Tropecé y me caí. Me senté en la roca más cercana y entonces me acordé del día en que lo conocí por primera vez. Sentí un nudo muy grande en la garganta, no pude evitar romper en llanto.

“¡César! ¿Qué tienes?”, Yurúe llegó.

“Me voy, Yurúe… Me voy…”, no podía hablar normalmente. Mi voz se ahogaba entre los sollozos. Me abrazó.

“Ya puedes verme, César… Está bien…”. Entonces volteé. Su rostro era tal como lo había imaginado, a excepción del lunar del que nunca me percaté, en la parte superior de su mejilla izquierda. Me lancé en sus brazos. No quería dejarlo ir.

“No pudiste cambiar tu destino, César… Pero yo puedo cambiar el mío”, me dijo en un susurro. “Ya no podrás verme ni oírme. Tampoco me podrás tocar, pero una parte de mí se irá contigo.” Levanté la vista. El rostro de Yurúe se volvía traslúcido y su cuerpo se desvanecía entre mis brazos.

“¡¡¡Yurúe!!!”, grité, pero él ya no estaba conmigo.

Lloré un largo rato, acostado sobre la hierba, pero cuando me puse de pie y vi a mi alrededor, me di cuenta de que todo lo veía de un modo distinto. Tenía ojos nuevos, los ojos de Yurúe. Había aprendido a ver las cosas con mis 5 sentidos y con el corazón, así como él.

Decidí buscar la choza del viejo, para despedirme de él y agradecerle por sus consejos. También quería pedirle de favor, si Yurúe todavía estaba con él, que le dijera que le agradecía el haberme encontrado en el bosque, y que jamás me olvidaría de él. Busqué por todas partes, siguiendo el recorrido del río, pero cuando encontré el claro donde el canto de las aves era más sonoro, y donde el aire se sentía más fresco, no estaba la choza. No había nada, como si nunca hubiera existido.

Cuando partimos, llevaba el trébol de cuatro hojas conmigo, y no dejaba de admirar el bosque desde la ventana del carro.

Continué con mi vida normal en Querétaro, pero ahora, cada vez que veo una flor, un árbol, una roca, veo a Yurúe; porque él era para mí más que un amigo, un hermano, mi amado, mi todo. Pero también se había convertido en mis ojos y en mi espíritu. En una parte de mi ser.

 

 

Notas finales: Espero que les haya gustado! Muchas gracias por leerlo.

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