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La noche del esclavo por Gadya

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Notas del fanfic:

Creado para cierto fictosoón hace mucho, muuuuuucho tiempo, el cual me demostró que Milo definitivamente merece todo el odio que pueda yo profesarle, y mucho más >_< ODIO A MILOOOO!!!!!

El personaje de Samfrey, el discípulo de Escorpio, no me pertenece. No recuerdo qué usuario lo había creado, pero fue para un Saint Seiya la Nueva orden, un juego de RPG que iba a empezar a jugarse en Pikaflash y que nunca comenzó.

 

Notas del capitulo: Nada que comentar. Saint Seiya es propiedad intelectual de Masami Kurumada y Toei Animation. Yo no gano dinero haciendo esto, ni lo haré nunca, por desgracia u_u

                  La oscuridad engullía el cuarto, hambrienta de angustia; la luna, cómplice de su juego macabro, se ocultaba tras las negras nubes recortadas en el cielo perforado de estrellas; el silencio enfermo dominaba el Templo, y Milo, acostado en su cama fría, recordaba. Por su mente desfilaron 40 años de aventura, 40 años de tortura, 40 años de servicio a la diosa virgen, eterna fidelidad a Atenea embebida en traiciones a su propio corazón maltrecho. En su mente sus memorias danzaron burlonas, impacientes por ser revividas inmisericordemente en su cabeza durante el reinado de la luna, la hora en que las penas se ríen de sus hijos con sádica satisfacción. Una a una se fueron deshojando como rosas, víctimas fatales del viento inclemente de la ausencia, y su vida, despuntada en su boca entre suspiros, se tornó una vívida proyección frente a sus ojos turquesas, 40 años en una película sombría y dolorosa que le calaba los huesos hasta transformar sus penas en miles de lágrimas que, insistentes, buscaban su almohada.

 

                  Y allí, como repetido infinitamente en un hechizante caleidoscopio, se hallaba él, el hombre que con su magnética sonrisa y su risa clara, le había arrebatado el corazón sin siquiera proponérselo, el muchacho que, una y otra vez, lo había encandilado con sus pupilas cristalinas, aquel que, cada noche, lo atormentaba en aquella eterna aparición que no podía desvanecer por más que lo intentara, su amo, la única persona que había podido esclavizar su indómito corazón, que lo había atado con cadenas invisibles de las que no podía, ni quería, zafarse; un recuerdo agridulce que aún lo torturaba a la luz de la luna con el único instante en que, por fin, creyó que el destino le sonreía complaciente.

 

                  Aioria, su fantasma, su locura, sus heridas, viejas y nuevas, mezclándose en su cuerpo y en su alma por culpa de aquel nombre, aquel hombre, aquel mantra sagrado de sus ojos, aquella canción divina de su voz... Aioria... su dios, su condena, su salvación, un nombre que purificaba sus pecados y lo ataba a la eterna agonía de recordarlo sin esperanza, de llorarlo sin consuelo, de penarlo sin poder olvidarlo jamás...  Aioria, un eterno estigma en su alma cansada de tristeza, y un gemido ahogado que se perdió en el antiguo templo agotado de tiempo.

 

                  Los sollozos florecieron en su garganta como los rosales en la primavera, con aquella imagen aferrada a sus recuerdos, aquella voz fantasmal susurrándole al oído su pasado manchado de dolor. Cerró los ojos, intentando detener aquellas lágrimas rebeldes que desobedecían a su juramento de cada noche de no volver a llorar por él, de no volver a penar por su ausencia, y tras sus párpados apretados con furia, su imagen se tatuó plena, luminosa, tan semejante a un dios, exactamente como odiaba recordarlo. El cabello castaño cayendo sobre su frente, su cuerpo esbelto cubierto de sudor a causa del entrenamiento, su ropa empapada, pintada en cada músculo acariciado por el sol mediterráneo. Tan real se veía que casi podía tocarlo, oler su melena, y su cercanía le hacía cosquillas en el espacio vacío entre ambos, pero nuevamente la realidad vino a golpearlo, a demostrarle que ya no estaba.

 

                  Milo se arrebujó en las sábanas que cubrían su cuerpo desnudo, y el contacto con la seda fría le hizo recordar la primera caricia que Aioria le había dedicado. A pesar de haber sido hacía 20 años, aquella cálida sensación nunca se había ido de su piel, se había quedado a atormentarlo en la evocación de su vida negra.

 

                  Con furia arrojó las sábanas lejos de él, y escapó de aquella cama que atraía a su memoria sus pasadas glorias, con pasos erráticos se dirigió hacia la nada, y acabó contemplando la habitación desordenada de su pupilo. Samfrey dormía plácidamente, su cabellera castaña desparramada en la almohada, y las turquesas del escorpión rieron por primera vez en la noche. Se acercó a su cama, y en un paternal gesto lo cubrió con las mantas tiradas en el piso. El pequeño escocés le recordaba tanto a él... tan libre, tan chispeante y lleno de vida... y de nuevo la asfixiante imagen de Leo usurpando su mente con cínico deleite, agobiándolo, destruyéndolo lentamente. Milo depositó un fugaz beso en la frente del muchacho, un beso tibio, tímido, en extremo dulce, deseando y rogando al destino, que su discípulo no tuviera que pasar por nada semejante... no, su niño no se merecía el dolor que él había sufrido, él, que había sido sin saberlo, su sustento en sus horas de desolación, no merecía nada mas que lo mejor que esta vida pudiera ofrecerle.

 

                  Todos aquellos pensamientos se mezclaron en su mente, confundiéndolo, mareando sus sentidos... y Aioria emergiendo de aquella maraña caótica, como único gobernante, como su único amo. Volvió sobre sus pasos a su propio dormitorio, su cama, su cárcel, otra noche más de esclavitud de sus recuerdos, de su vida pasada que ya no regresaría. Se tumbó sobre su cama, decidido a no dejarse vencer en aquella batalla, mas sin embargo no pudo evitar la avalancha de momentos evocados que hizo presa su cabeza... y recordó...

 

                   Todo había comenzado de una manera sencilla, casi banal... un cuerpo esbelto que se detuvo, y una mirada turquesa se alzó al cielo metálico. Milo regresaba del Coliseo, de su eterna rutina de entrenamiento, cuando divisó un simple guardia a la entrada, tendiéndole una invitación. Una fiesta como esas que solían dar cada tanto en honor a la diosa... otra elegante, tediosa, pomposa fiesta, en la que todos estarían muriéndose de aburrimiento... todos... la palabra se colgó de los labios de Escorpio, y bailoteó en su sonrisa, emocionada. Todos incluía también a él, el hombre al que por tantos meses había observado en silencio, embelesado por su espléndida figura, su mirada atrayente, su sonrisa luminosa. Durante semanas inagotables lo había espiado, oculto tras las columnas del Coliseo, a la espera de una sola risa salvadora que declarara que lo había descubierto, que lo había atrapado en su propio juego, pero nunca había sucedido. Y entonces, en sus manos se hallaba la oportunidad perfecta de verlo, de descubrirse, de hacerle notar al León que estaba vivo y perdidamente enamorado de él. Aferró aquel pedazo de cartón sobre su pecho, y entró corriendo a su Templo, escapando del calor agobiante del sol de mediodía, a prepararse mientras reía, a reír mientras soñaba.

 

                  La noche cubrió el Santuario, presurosa, con sus negras vestiduras tachonadas de diamantes, y uno a uno, los Santos fueron llegando, envestidos en sus mejores galas, presintiendo la poca trascendentalidad del evento. La música, cadenciosa, engullía el Templo del Patriarca con mágica gula, y apoyado contra una columna en un rincón del salón, Milo observaba absorto, los movimientos de cierto León, quien entonces se hallaba discutiendo con Shaka. Los candorosos movimientos de su boca hechizaban al escorpión, los ademanes de sus manos atravesaban la sala para perderse en aquella cabellera azulada que los esperaba anhelante, todo él desprendía un místico halo semejante al milagro, que esclavizaba los deseos de Milo, y los encausaba, egoístas, a su sola persona. Tanto le dolía su indiferencia... y a la vez tanto lo amaba, que aquella tortura era realmente placentera. Mil pensamientos giraron en su cabeza al compás de la música, danzando alegremente,  inspiradas por tan sublime cuadro que conformaba el objeto de sus deseos bajo la penumbra, en airada discusión, que teñía sus mejillas de imperceptible rubor.

 

                  Decidió escapar de tan dulce congoja a su corazón, y suspirando, se sentó en los escalones del templo, a contemplar el brillo de las estrellas, que con su magnificencia, iluminaban el cielo nocturno. El tiempo se escabulló entre los pliegues de su túnica, minutos, horas, que morían sin sentido, hasta que sintió la presencia de un hombre a su lado, un hombre que se sentaba junto a él con una deslumbrante sonrisa adornando su rostro.

 

-¿Qué haces aquí?- La voz asesinó la poca paz que Milo había podido conseguir. Sus ojos voltearon a verlo, y se toparon con la más espléndida mirada que jamás hubieran concebido...

 

                  Aioria, junto a él, sonreía, y recortado en la espectacular vista nocturna, semejaba el más dulce regalo de los dioses.

 

-Nada, pero es más divertido que estar ahí adentro, te lo aseguro- respondió con total desenfado, y Leo rió, rió como nunca, y Milo amó aquella risa, aquel comentario, aquel momento.

 

                  Las estrellas fueron cómplices de aquella conversación, que entre temas banales, exponía en silencio sentimientos que ninguno de los dos podía ya ocultar. Aioria suspiró, echando su cabeza hacia atrás, y sin razón alguna, su boca formó palabras que Milo jamás hubiera imaginado escuchar.

 

-Gracias.- La mirada de Escorpio expresó sorpresa, pero su voz no alcanzó a preguntar el por qué. -Por la compañía estos meses. Gracias a ti me fue más fácil terminar con Shaka.-

 

-¿Cómo... ?- Las preguntas luchaban por salir, pero su mente, abrumada por tal descubrimiento, no acertaba a enviar las órdenes precisas.

 

-No lo sé con certeza, pero siempre supe que eras tú. Desde el primer día te sentí allí, pero nunca dije nada. Temí que si lo hacía te marcharas y ya no regresaras... Y a medida que pasaba el tiempo me di cuenta que esperaba con ansias tus visitas... hasta que aquel día no llegaste.-

 

-Enfermé- dijo Milo, sonrojado de haberse visto descubierto.

 

-Si, lo sé... ese día me dí cuenta de la verdad. Descubrí que ya no podía estar con Shaka... porque te amaba.-

 

                  El corazón de Milo se detuvo por un segundo... Aioria había dicho que lo amaba y todo le parecía un sueño. Podía sentir sus manos recorriendo su rostro, en un contacto casi etéreo, descorriendo el velo que descubría el paraíso, y ya no pudo evitarlo. Se arrojó a sus brazos, y capturó su boca en un beso imposible, anhelado, un beso por tantas noches soñado y que por fin se hacía realidad. Los brazos de Leo se enredaron en su cintura, en un abrazo lleno de pasión, y allí se desvanecieron, bajo el brillo de las estrellas... y todo se volvió borroso, y luego negro, y sólo quedó aquel beso.

 

                  Los ojos de Milo volvieron a deshacerse en lágrimas amargas. Otra vez había sucedido, a pesar de intentarlo un sin fin de veces, no podía evitar recordarlo... Aquella noche se había esclavizado por completo al León, al amor que le ofrecía, a la felicidad que le brindaba. Cuán dichoso había sido entonces, despertando cada mañana entre sus brazos, durmiendo cada noche cubierto por su calor. Pero la dicha se había evaporado, se marchó en su bolsillo la mañana en que Aioria se fue del Santuario sin dar explicaciones... simplemente desapareció, y Milo despertó esa mañana solo en su cama...

 

                  Aioria lo había dejado, y Milo no pudo evitar sucumbir a su recuerdo, vivir esclavizado de su imagen a la espera de un regreso que nunca ocurriría...

 

                  El sol asomó entristecido sobre el horizonte, compadeciéndose del turquesa de sus ojos que se marchaba en cada lágrima; la habitación poco a poco fue llenándose de luz, una luz que lo rodeaba pero no alcanzaba a tocarlo... encerrado en su prisión, tumbado sobre su cama fría, Milo, el esclavo, recordaba...

Notas finales: Sin comentarios, jojojo

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