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Masquerade. por nezalxuchitl

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Notas del capitulo: Ojala lo disfruten, aunque lo he subido especialmente por Julxen.
 

Masquerade

 

 

Crimson masquerade where I merely played my part...

 

 

     El viento azotaba las ventanas abiertas del palacio y el ruido era ensordecedor. Cómo no se rompen los cristales, pensaba el poeta, apoyado en el alfeizar de la suya, en lo mas alto de la torre septentrional del castillo, mirando al sol ocultarse en tonos rosados y melocotones mas allá de los negros nubarrones que emborronaban el cielo. En el horizonte, en la curva que negaba que la tierra fuera plana se vislumbraba un mundo mas allá de este que olía  a tierra y a humedad, con gordos goterones cayendo como piedras, como artillería desde un cielo cansado de tolerar al hombre.

 

El viento azotaba las ventanas y giraba en remolinos una y otra vez, revolviendo los cabellos negros del poeta. El poeta estaba solo en la torre más alta de aquel castillo abandonado en lo alto de una peña, no circundado por un lago sino adyacente al mar que bufaba embravecido por el ala occidental. Hacia donde el sol se pone la peña en la que estaba construido el castillo, la dura piedra lucia como partida a hachazos en un acantilado de rocas brillantes en la humedad, filosas como cuchillos, en las que mas de un desventurado había encontrado la muerte.

 

El cabello del poeta estaba mojado y pegado en largos mechones por su rostro, y este miraba con tristeza los cuchillos de piedra siempre listos para recibir el sacrificio. Ahí estaba ella, al alcanze de un salto desde el alfeizar de su ventana, pero solo era una pantalla. Una falsa salida. Llegar más pronto a ninguna parte. La oscuridad se cernía sobre el poeta y las ventanas seguían batiéndose en el vendaval, oscuras, con cristales increíblemente resistentes que no se hacían trizas con los golpes con que se azotaban una y otra vez.

 

La oscuridad era absoluta y los ojos del poeta solo brillaban al reflejar los rayos que desgarraban el vientre de las nubes antes de caer en el océano furioso, las olas golpeando las piedras del acantilado una y otra vez. El agua, fría, corría desde su empapada cabeza al cuello y las hombros humedeciendo sus costosos vestidos de seda, manto brocado en plata y túnica hasta medio muslo, de mangas largas, con un extraño corte en el cuello, un escote de seis centímetros de anchura y dieciocho de profundidad, abertura a través de la cual el poeta metía sus dedos para sentir su pulso.

 

La oscuridad lo había absorbido todo, los colores, las formas. Solo restaban ahí el sonido, el concierto de la tempestad cayendo sobre mar y tierra, el canto de las gotas de lluvia y los poderosos sonidos de los truenos. Aquello daba paz al poeta, perderse en un mundo en que no importaban las formas ni las apariencias, donde bastaba existir tranquilamente sin ver nada. Un mundo así imaginaba antes del Génesis, antes de que el aguafiestas de Dios dijera: hágase la luz.

 

Y la luz se hizo y el poeta emitió un suspiro, largo, cansado. Ya estaban ahí, ya habían llegado, puntuales a su cita para representar su macabra puesta en escena de la Pasión, repitiéndola una y otra vez hasta que todo dejaba de tener sentido. Las ventanas habían dejado de azotarse y ahora estaban cerradas por diligentes manos que procuraban crear un mundo a su gusto en el interior del castillo. Las ventanas estaban cerradas y la luz que se filtraba por ellas, coloreada por sus cristales era alegre y hermosa, un deleite para los ojos así como las risas de mujer y el sonido de pasos y los primeros compases, de afinamiento, de las violas, los laudes y las flautas.

 

Desde abajo le llegaba el barullo al poeta, escuchaba a docenas de personas moverse por el castillo, aprestándolo todo para la fiesta del príncipe, su mecenas. La luz de los capullos de cristal que reemplazaban a las velas se encendió hasta su habitación y con su claridad dio forma y color a los objetos que ahí habían. La piedra grisácea trazando curvas geométricamente perfectas, diseñadas por un arquitecto para sostener el peso de la bóveda que coronaba la torre septentrional del castillo. Las cinco líneas curvas de piedra hacían vértice en centro de la estancia, muchos metros por arriba de la cabeza del poeta, y allá en la altura, las sombras danzarinas parecían cuchichear, evitando la luz artificial que venia de abajo a destronarlas de su reino.

 

"¿Porque venís ahora, oh infame claridad, a arrebatarnos lo que es nuestro? En la creación el cielo decreto que en nuestros brazos la dulce muerte moraría. La noche es nuestra, bendecida con la profundidad, con el silencio."

 

Así se quejaba el mar de terciopelo negro, y la luz usurpadora reía cantarina y con sus manos etéreas acariciaba la superficie de la materia, y esta, veleidosa, se dejaba seducir como una doncella que al verse cubierta de joyas, adornada como una reina olvidaba que toda esa belleza de brillos y colores no era suya sino prestada y que su verdadero valor y su verdadera hermosura solo la noche, el oscuro manto de las tinieblas que nada daban a nadie sino cobijo, lo conocía.

 

Debía de aderezarse para la fiesta, debía de realizar su  parte en aquella mascarada. El poeta escurrió sus cabellos y los peinó, negros y largos, con un peine de marfil. Después se puso un abrigo con serpientes bordadas en el ruedo y contestó:

 

-Ya voy.

 

A los toques que se dejaron escuchar en su puerta. Sus ojos eran negros y su nariz recta y fina; una apostura noble, un rostro atormentado que reflejaba las turbaciones de su alma. Avanzó con paso digno, tratando de olvidar que se vendía, que se prostituía como una ramera del puerto al príncipe. Comerciaba con su talento y con su poesía y a cambio recibía halagos y admiración. Su manera de venderse le parecía detestable: dar la belleza que era capaz de crear por el aplauso de un público veleidoso.

 

El baile ya había comenzado en el gran salón y al compas de la música los focos atornillados a los candelabros subían y bajaban de intensidad, cambiaban de tonalidad. Las parejas bailaban entre risas y alegría, el amor flotaba en el aire y detrás de su abanico alguna coqueta dama daba un beso a su galán. Los vestidos de las mujeres eran de un lujo decadente: miriñaques anchísimos sostenían capas y capas de tela bordada, colas de metros de largo arrastraban por el suelo, cinturones cuajados de joyas adornaban las caderas de las que llevaban vestidos medievales, con mangas que terminaban en pico sobre su dedo corazón. Había peinetas que sostenían mantillas, había tiaras y diademas y había enormes peinados de pelucas empolvadas, pero en todos los estilos, en todas la diferentes clases de moda las mujeres coincidían en llevar esplendidas joyas, piedras duras, frías y de colores a las que el capricho humano había concedido un ridículo valor.

 

El oro amarilleaba en el candelabro y en su cadena, en los marcos de los ventanales y en los sillones tronos y divanes. De oro era el servicio de las mesas que estaban puestas y las flores más bellas expelían su perfume desde los cientos de ramos que decoraban el salón.

 

Todos, hombres y mujeres, igualmente engalanados, bailaban y reían, felices, plenos. Y el mas cortesano de todos eran el príncipe, quien, por no tener princesa pasaba entre los concurrentes tomando a una dama y a otra para dar unos pasos con la elegida de su capricho antes de pasar a la siguiente, y todas las damas se desvivían por lograr la atención del príncipe e incluso los caballeros tomaban a bien que el príncipe los cogiera de la mano y los hiciera bailar a su antojo.

 

Todo esto lo veía el poeta desde lo alto de la escalera, con un gesto de infinito hastío. Harto estaba del príncipe y de sus bailes cortesanos, harto estaba de departir todas las noches con gente refinada mientras bebían champan y los mas deliciosos bocadillos perdían sabor en sus lenguas acostumbradas a lo mas fino. El poeta comenzó a bajar y todos se detuvieron, incluso la música dejo de tocar y la luz se mantuvo firme. El poeta sentía todas las miradas sobre si y se sentía expuesto y vulnerable.

 

Había caído en la trampa mortal mordiendo el anzuelo del reconocimiento pero ahora quería escapar. Quería escapar pero no podía, pues generar poesía se había vuelto una necesidad, una actividad imprescindible que hacia por puro amor al arte pero que ya situado en el candelero atraía mas y mas sobre el la atención, en un circulo vicioso en el que el ni podía dejar de generar poesía ni podía dejar de recibir el homenaje que esta le merecía.

 

El poeta terminó de bajar por la escalera alfombrada en rojo y el príncipe, solícito, fue a su encuentro. Le tomó ambas manos entre las suyas y le dio el beso de la paz.

 

-¿Con que hermosa hija de tu intelecto vas a obsequiarnos esta velada mi amigo?

 

El poeta esquivo la mirada burlona de los ojos grises de su mecenas y declamo un lay para la noche, y cada palabra vibraba impregnada de su deseo nocturno.

 

El príncipe, impresionado, aplaudió y todos los cortesanos batieron palmas, y las felicitaciones llovieron sobre el sonrojado poeta que deseaba estar en cualquier lugar menos en ése. El momento cúspide paso y el poeta declinó la invitación del príncipe a bailar, como cada noche, y se fue a sentar a su trono, el único apartado y solitario, cerca de un ventanal, amplia silla techada con armazón de madera y decorada con telas negras y sobrias.

 

El baile continuo y el poeta contemplaba como una y otra vez las parejas pasaban frente a el, danzando en círculos en torno a la sala y en círculos sobre si mismas, y tanto movimiento, tanta coordinación eran escalofriantes de lo fríos y matemáticos que eran. La cadencia de la danza aumentaba de acuerdo a los deseos del príncipe, el mas entusiasta bailarín y la música dejo de ser el conocido rasgueo de arpas y laudes y notas de instrumentos desconocidos hacían ondear el aire al trasportarse. A través del cristal trasparente de su ventanal el poeta contemplaba la oscuridad y la lluvia allá afuera, deseando estar ahí.

 

Tomaba vino en una copa y una copa sucedía a otra como las vueltas de los bailarines, que danzaban frenéticos entre carcajadas y sus mascaras adornadas de joyas, con brillantes satenes arrancaban destellos multicolor a la luz de los candiles. Y en medio de todos ellos el príncipe se reía mostrando sus blancos dientes, y sus cabellos negros y largos flotaban en torno y cada que podía dirigía su mirada acerada al poeta y lo invitaba a unirse, a lo que el poeta, melancólico, negaba con la cabeza y se servía una nueva copa de vino.

El vino y el soñador, un poeta que quizá ya había gastado todos sus versos y quizá su ultimo, perfecto, verso no era mas que la misma vieja cantaleta. ¿Cómo saberlo, maldita fuera, si el público no dejaba de aplaudirlo?! El poeta arrojó su copa y parándose gritó:

 

-¡Oh, Dios, como odio en lo que me he convertido! ¡Llévame a casa!

 

Mas los miembros de la mascarada, enloquecidos en su baile no parecieron oírlo, y el príncipe lo cogió entre sus brazos y lo obligó a bailar con el, y el poeta se vio arrastrado por la multitud de frenéticos danzantes y de pronto aquello parecía mas que un baile un aquelarre, y las paredes del castillo se habían vuelto sucias y cubiertas de telarañas y viejos y apolillados lucían los cortinajes en torno a los ventanales que no mas eran de colores y por alguno que otro cristal roto la lluvia y el viento se adentraban silbando, acariciando con sus dedos fríos a los invitados que se obstinaban en ignorarlos girando una y otra vez.

 

La alfombra sobre la que deslizaban sus pies incansables estaba rota y cansada y el poeta, en brazos de su mecenas se preguntaba cuento llevaría que duraba aquel baile, si terminaría alguna vez, si alguna vez había empezado.

 

El príncipe ya no reía mas pero jadeaba y bailaba, y era el único hermoso entre esa multitud de esqueletos descarnados que lucían desveidas galas viejas y deshilachadas. Las joyas en las manos huesudas no brillaban más pero los concurrentes no parecían darse cuenta de ello, ni de que la luz iba y venia a por largos periodos, una y otra vez, a veces rápidos, a veces lentos que los dejaban sumidos en la oscuridad que se habían obstinado en mantener afuera. Pero aun así cada vez que los focos de tugsteno los bañaban con su luz el poeta seguía observando sonrisas en las bocas que eran puros dientes y adivinaba los guiños de las damas desde las cuencas vacías de sus calaveras, con sus peinados de pelucas empolvadas imposiblemente sujetos a sus cabezas, girando con gracia sobre si mismas una y otra vez.

 

El poeta creía estar en un sueño, y la irrealidad de esqueletos bailando una música dura y metalera parecían desmentir su razón. Solo el príncipe mantenía carne y piel sobre sus huesos, piel alabastrina, sonrojada por el exfuerzo de bailar horas y horas, con los cabellos negros flotándole en torno. Y cuando el poeta miró sobre su hombro se dio cuenta de que todas las ventanas estaban rotas y que el agua y el granizo entraban según el capricho del viento, que movía solo unos cuantos jirones que aun se mantenían colgando al lado de las ventanas.

 

El oro y la madera quedaban, podrida y opaco, manteniendo las formas de lo que otrora fueran lujosos muebles y escalera, y el suelo lleno de polvo aun se podía identificar uno que otro hueso, uno que otro roído encaje.

 

Habían bailado hasta la muerte y después de ella, y seguirían bailando si el tiempo no los hubiera deshecho. El poeta vio todo aquello y tuvo miedo, pero al estrecharse contra el único hombro que seguía en pie tuvo más.

 

-¿Quién eres?

 

Le pregunto el poeta al príncipe y este bello y misterioso le sonrió, mirándole con dulce reproche por haber olvidado la travesura que habían compartido cuando el tiempo aun no existía y que los ligaba con un lazo mas fuerte que el amor o la muerte.

 

El príncipe lo llevó girando hasta el centro de la habitación, sin mas música que el sonido de la tormenta y sin mas luz que la sucia y fría del alba, que se colaba incluso a través de los gruesos nubarrones. El príncipe lo llevó hasta el centro de la habitación y el poeta tenia miedo y deseo. Miro a lo alto a través de la derruida bóveda implorando a un cielo que los dos añoraban pero que no estaba dispuesto a recibirlos a menos que se arrepintieran de sus pecados, y ellos eran demasiado orgullosos para hacerlo. Sus pecados los arrastraban en esa interminable mascarada, y el mayor del príncipe, del seductor, era haber obsequiado a los hombres con la helada lucidez que impedía al poeta, un alma pura, de arrepentirse de los pecados que no cometía.

 

-Llevame a casa.- susurró el poeta entrecerrando sus ojos negros.

 

Y el príncipe se detuvo y estrechándolo muy fuerte le susurro al oído su nombre, y el poeta desorbito los ojos aterrado. El príncipe sabía su nombre, y por ello él le pertenecía. El príncipe lo conocía, había mirado a través de los velos de su carne y se había enamorado de la llama pura, claridad ígnea y fulgor deslumbrante abandonada por su propio placer en las tinieblas de la noche.

 

 

Nezal, 2009

 

Notas finales:

¿Averiguaron quien era el principe? ¿Que creen, el poeta realmente existia en una corte medieval y lo demas eran sus sueños? ¿O eran los sueños los que existian y lo demas era lo irreal?

Interpretenlo a su antojo, que lo yo he querido decir ahi esta.


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