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Revuelta en Castro por GirlOfSummer

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Notas del fanfic:

Nada, tenía otros planes para esta historia pero por no tenerla a tiempo pues ya ni modo, de todos modos la publico aquí y espero la disfruten :P

Notas del capitulo: Amablemente corregida por mi buen amigo Christian

Revuelta en Castro

San Francisco, 1975

Se levantó esa mañana de verano, calurosa y llena de luz; estaba cansado de la noche anterior, la boca aún le sabía a cerveza y ceniza, tenía dolor de cabeza y al respirar profundamente captó los olores de la noche que pasó fuera de su casa y los aromas de un despertar también lejano. Miró el colchón que le había servido de refugio nocturno, y miró al jovencito encima de él, apacible como ángel recargado sobre sus brazos, como postal de niño bueno al que un guardián le vela el sueño. Sonrió ante la visión, el chico era delgado, blanco y de rostro fino, rubio y de ojos azules, los recordaba bien ahora que no podía verlos. Suspiró y se puso de pie, buscó por el suelo su ropa, se vistió con celeridad y odió la idea de irse. Aquella noche el joven le había dicho que se quedara y él falsamente lo prometió. No podía: durante las noches de fin de semana era otro, y fue ese otro quien se lo había prometido. La máscara que lo ayudaba a navegar volvía; era eso o perderlo todo. Parsimonioso, se puso el reloj, se abotonó los puños de la camisa, se miró al espejo para aplacarse el cabello, y besó al chico en la frente: «Gracias, Syd», le dijo al oído; recordaba su nombre, y lo recordaría para siempre. Dio un último vistazo al apartamento y salió a la calle donde el bullicio lo dejó sordo y el sol lo encegueció. Se cuidó de no ser visto, no podía ser descubierto saliendo de un apartamento de la calle Castro, podría perder su empleo, su casa, su familia, todo. Prendió un cigarrillo mientras caminaba cuesta abajo, donde se encontraba su casa en los suburbios de San Francisco, lejos de hippies y homosexuales.

Llegó a su casa y al cruzar el jardín, notó la mirada suspicaz de su vecino. Con torpeza lo saludó con un «buenos días» tieso y ni siquiera lo miró. Finalmente estuvo frente a la puerta, después de lo que le pareció un viaje excesivamente largo bajo el abrazante sol. Tragó saliva antes de introducir la llave en la cerradura de la puerta principal; de sólo pensar en lo que había del otro lado, le daban cada vez más ganas de correr de ahí inmediatamente: ese que vivía al otro lado de la puerta era un disfraz; aquel que amó al joven de nombre Syd la noche anterior era el verdadero. Su otredad era cansada, casi imposible de sobrellevar, pero sabía de lo fuerte que se había hecho con los años, todos ellos fingidos, todos ellos falsos, todos ellos una prueba.

Entró y un pequeño de no más de seis años, todavía con la piyama puesta, corrió a sus brazos gritando «papá»; él lo levantó mientras el niño reía y le preguntó: «¿No es muy temprano para que estés despierto, campeón?». El niño se limitó a negar efusivamente acurrucado en los seguros brazos de su padre. Caminó a lo largo del pasillo para doblar a la derecha y entrar a la cocina, donde una mujer joven se encontraba haciendo el desayuno. Al escucharlo llegar, ella giró con una media sonrisa, se acercó a él y lo besó en los labios fugazmente.

—¿Otra vez el trabajo?

—Otra vez —mintió mientras tomaba asiento en la pequeña mesa de la cocina y sentaba a su hijo en sus piernas. Miró la espalda de su esposa y se sintió terrible: ella no merecía lo que le estaba haciendo, pero ¿qué se suponía que debía hacer? tenía un importante cargo en una transnacional, había sido educado bajo la acérrima fe católica irlandesa y tanto ella como su hijo lo necesitaban como proveedor; no podía abandonarlos. Salir del clóset significaría perder su empleo, podría divorciarse pero sin trabajo no cubriría la pensión que por ley les correspondía a ellos. La mentira resultaba un camino seguro para vivir, aunque ello implicara brincar de un amante varón a otro, jamás poder amar a uno realmente, jamás poder estar a su lado, jamás poder morir juntos.

Cuando solía llegar tarde, como ese día, su pretexto usual era que tenía que supervisar cosas en el trabajo y que era mejor quedarse en la oficina, o en casa de algún compañero que viviera más cerca. «Sabes que tengo que atravesar Castro, y esos maricones podrían hacerme algo», solía decir a menudo y cada vez que aquella venenosa frase brotaba de su boca sentía náuseas sobre sí mismo. Era peor que ser simplemente un mentiroso. Era un traidor, sucio y cobarde.

Inevitablemente recordó a Syd y sonrió: durante la noche, mientras se besaban, le había dicho que se volverían a ver, aunque no lo sabía con certeza. Procuraba no frecuentar los mismos bares o los espaciaba por largos meses para que la concurrencia se olvidara del hombre de traje y cabello negro que iba temeroso, pero que siempre terminaba yendo al apartamento de alguien.

Dejó a su hijo en la cocina y se dirigió a su habitación para dormir, no lo había hecho bien durante la noche. Al tirarse en la cama se preguntó si su esposa no sospechaba nada, la conocía y era una mujer inteligente, tal vez prefería ignorar el hecho; no tener marido era igual a no tener dinero. Luego de unos minutos pudo quedarse dormido, con la ropa puesta y sin haberse bañado, oliendo aún al chico de ojos azules.

* * *

El resto de la semana transcurrió rutinariamente: llevar al niño a la escuela donde cursaba su primer año, para luego tomar el transporte público al trabajo. La escena se repetía de la misma forma en que su esposa le insistía en que ya era hora de comprarse un automóvil; él se negaba alegando el costo que ello implicaría, pero sobre todo, porque de ese modo su coartada para llegar tarde a casa se derrumbaría.

El viernes entró al edificio alto de oficinas. En el hall la recepcionista lo saludó con una sonrisa coqueta: sabía que, aunque no era despampanantemente guapo, tenía cierto encanto. Él contestó el saludo con amabilidad y subió a su oficina donde se encerraría, pediría no ser molestado y ser interrumpido sólo si era de vida o muerte. Se dispuso a leer unos contratos, a renovar algunas licencias de proveedores y algunos otros pendientes. La verdad no se pudo concentrar: el rubio del fin de semana no se apartaba de su mente, el sabor de su boca y el dulce sonido de sus gemidos seguían ahí, junto al ardiente calor de su cuerpo. Sacudió la cabeza. «Fue mi amante de esa noche y nada más, ya vendrá otro», se repitió antes de que su secretaría se comunicara con él: por el interfón le anunció que el jefe de recursos humanos le quería presentar al nuevo mensajero. Odiaba ese tipo de formalidades, pero no tenía mucha opción, salió de su oficina con su mejor sonrisa fingida y procuraría que el asunto no se prolongara por mucho tiempo.

Alzó la mirada y quien estaba frente a él lo dejó sin habla, sus ojos azules y su cabello rubio, su figura delgada esta vez cubierta por pantalón negro y camisa blanca, su sonrisa sincera, llena de vida y esperanza, su sola presencia era luz. El joven se precipitó hacia él con una mirada y expresión radiantes: «¡Hola!», exclamó emocionado.

—¿Se conocen? —preguntó el hombre de recursos humanos.

—No —Thurston respondió tajante antes de que el otro terminara siquiera su pregunta.

Odió la forma en cómo Syd lo miró, odió el modo en cómo todo centello se esfumó de su rostro, se odió por la máscara que se obligaba a vestir.

—Bueno —se encogió de hombros el tercero—, tú eras el último, a trabajar... —y se marchó.

Thurston lo miró alejarse por el largo pasillo y luego revisó a la secretaría, inmiscuida en sus asuntos, hablando por teléfono y escribiendo con rapidez taquigráfica. Luego giró la cabeza para encontrarse de frente con los ojos azules destilando furia, le hizo una señal para que se callara y lo hizo pasar a su oficina. Apenas había cerrado la puerta cuando el joven habló:

—Me das asco.

—Yo también me doy asco —y se miraron por largos minutos. Syd, lleno de desprecio; y Thurston, de vergüenza.

—Odio a los que son como tú —soltó el rubio—, que no tienen el valor...

—¡Cállate! —ordenó—, tú no sabes lo que estás diciendo, si salgo del clóset me corren de aquí, y lo mismo va para ti, así que mejor mantén la discreción.

Aquello había sido como un consejo. Tras la discusión, el nuevo mensajero salió de la oficina deseando no toparse a menudo con el pobre prisionero de cuello blanco. Lo aborreció, no sólo por no tener la suficiente osadía para ser abiertamente gay, sino por haberle mentido, por haberle dicho lo hermoso que era cuando ahora negaba conocerlo.

Pasaron los días y ambos evitaron encontrarse tras el exabrupto. Era lo mejor: así no habría más momentos incómodos, ni miradas, ni nada, hasta que una tarde Thurston descubrió que había olvidado mandar un paquete la semana anterior y que quizá podría ser ya muy tarde, así que buscó a un mensajero, procurando que no fuera Syd. Le informaron que todos estaban ocupados o ya se habían retirado. Salió de su oficina a buscar un mensajero: «él no está», le contestaron cuando preguntó por uno específico, «pero hace rato vi a uno entrar a esa bodega», y le señalaron una puerta.

Con el paquete en las manos entró al cuarto de techo alto y ambiente frío, lo vio por la espalda, estaba agachado y lucía como todos los demás mensajeros, con su característico pantalón negro y camisa blanca. Entró porque la puerta estaba entreabierta y extendió la pequeña caja que era necesario enviar. Llamó su atención con una disculpa y el mensajero se puso de pie. Era Syd, quien lo miró con ojos fatuos, esperando la orden y nada más. Fue en ese instante en que el paquete ya no era urgente: al verse, ambos borraron todo lo demás. Todo era irrelevante, excepto la visión celestial de sus ojos. El instinto más básico y animal los llevó a abrazarse como amantes, besarse sin resistencias, con vehemencia, a riesgo de que perdieran su trabajo si alguien los encontrara así.

—Perdóname —Thurston le susurró al oído. Syd enredaba entre sus dedos su cabello negro y se envolvía en su cuerpo.

—No importa —gimió.

* * *

Las ausencias del ejecutivo se volvieron más frecuentes: pasaba más noches en el apartamento del joven mensajero que en su casa. Durante las horas de oficina, el acuerdo fue frecuentarse lo menos posible y limitar todo al plano profesional; el trato de las noches también era simple: amarse libremente bajo el amparo del techo y las paredes que el hogar de Syd les brindaba.

—¿Sabes? va a haber una marcha, sé que no querrás ir, pero yo sí...

—¡No! —Thurston ordenó— siempre que hay esas marchas la policía termina golpeando y arrestando a muchos, además no pueden verte... te correrían... y...

Syd rió con algo de descaro, conmovido de los intentos vanos del otro por protegerlo.

—A diferencia tuya, a mí no me importa perder mi empleo.

Thurston lo miró por unos segundos, lo envidió realmente, la libertad de la que su joven amante gozaba era un tesoro, de verdad lo era, algo invaluable que él era incapaz de tener. Luego lo besó y lo condujo por enésima vez esa noche a la cama.

Pese al velo del secreto, ambos parecían estar felices con la relación que llevaban. Pasaban tiempo juntos y aunque siempre era al interior del apartamento, lo gozaban, reían y se amaban.

Esa semana previa a la marcha a la que Syd ansiaba ir, Thurston había estado ocupado y distante, el joven no sabía por qué y aunque se lo preguntó, éste se negó a responder alegando asuntos personales. El mensajero se cansó después de un rato y dejó de cuestionarlo, estuvo conforme hasta que le aclaró que no tenía nada que ver con la marcha que se llevaría a cabo el sábado.

El día laboral había transcurrido con calma, Syd había acudido a la oficina de Thurston a entregarle un paquete. Hubo un jugueteo inevitable con manos y miradas, sentían que aquello prohibido era excitante y aunque no lo hacían a menudo se sabían solos.

—Hey... —alguien interrumpió asomándose por la puerta— sólo vengo a entregarte esto —dijo el compañero quien ingresó sin invitación; llevaba entre las manos un molde de plástico:

—Tu esposa se lo prestó a la mía en el cumpleaños de tu hijo...

Sin saberlo, aquel compañero había develado un secreto que Thurston aún no confesaba a Syd, quien creyó haber escuchado mal, pero, ¿cómo podía escuchar tantas palabras equivocadamente? miró a su amante con los ojos bien abiertos, cuando la otra persona ya había salido de la oficina.

—¿Es---esposa? ¿hijo?

—Syd, espera —Thurston trató de evitar un escándalo—, te lo voy a explicar, pero no aquí.

—No quiero volver a verte —el joven estaba herido y no temía demostrarlo, salió corriendo para llorar, porque no quería que él lo viera.

Maldiciendo entre dientes, el ejecutivo lo siguió después de unos minutos para evitar cualquier obviedad. Fue su instinto el que le dijo hacia dónde debía caminar y dónde podría estar él: en aquella bodega donde se besaron. Lo encontró sentado en el suelo con la cabeza clavada entre las rodillas, llorando con rabia. Temeroso, se acercó y se puso en cuclillas, posó una mano sobre la espalda del joven.

—Sé que me la paso pidiendo disculpas, pero perdóname, esto era precisamente lo que quería evitar...

Syd levantó la cara y el cielo en sus ojos estaba enrojecido por sangre.

—¿Me lo pensabas decir algún día?

—Por supuesto, pero sabes que soy un miedoso... aún no me sentía preparado —confesó, y con un pulgar limpió las lágrimas del rostro de Syd.

—Tengo esa vida falsa hecha, y ni ella ni mi hijo tienen la culpa.

—¿Algo más que deba saber? —bromeó.

—Creo que es todo.

Lo abrazó con intensidad y lo urgió a que se decidiera:

—No pienso esperarte toda la vida, no quiero ser la otra.

Thurston prometió hacerlo, y aunque una vez ya le había hecho una promesa desleal, esta vez parecía sincero.

* * *

Aquel sábado no podrían verse, pues Syd estaba entusiasmado con la marcha y Thurston le dijo que vería el evento por televisión («a ver si te veo», le dijo), así que ese fin de semana estuvo en casa, lo cual era bueno: de verdad creía que su esposa no era ninguna estúpida, pero debía tapar el sol con un dedo tanto como pudiera.

Se sentó en el sofá individual frente al televisor y ahí estaba la cobertura de la marcha por los derechos de los gays, deseó poder estar ahí, pero luego giró la cabeza para ver a su hijo jugando en el suelo y esa fue su respuesta. Suspiró mientras destapaba una cerveza de lata. La cobertura fue total; ya fuera por relevancia o mero morbo, los medios estaban interesados. Se llevó a cabo en paz y sonrió fugazmente cuando la cámara enfocó al chico rubio junto a un grupo de jóvenes que conocía por fotografías, todos amigos de Syd.

La noche vino y en la televisión ya no estaba el desfile, sino una película vieja. Thurston, medio dormido en el sillón, permanecía con tres latas de cerveza vacías sobre la mesa de centro. Su esposa llegó a la sala para limpiar. El ruido lo despertó y la miró afanosa. La película seguía en televisión y estuvo a punto de apagarla cuando la programación fue interrumpida: «Lo que fuera una marcha pacífica, al parecer se está convirtiendo en otro de los disturbios protagonizados por la comunidad gay, quienes se encontraban celebrando cuando un grupo de policías arremetió contra ellos en la calle Castro, donde había culminado el exitoso desfile de la mañana; las autoridades han asegurado que estaban causando problemas, consumiendo drogas y alcohol en la vía pública y...»

Thurston ya no escuchó más, miró las imágenes, negocios que él conocía muy bien estaban en llamas, la policía golpeaba a cuanto hombre se le ponía en frente, la comunidad se defendía como podía: vio cómo un travesti era despojado de su peluca y así seguía luchando, en tacones y vestido. El corazón le dio un vuelco, en su cabeza sólo cabía el pensamiento de Syd.

—Se lo merecen, ahora con Milk de exhibicionista creen que tienen el derecho de hacer lo que quieran —fue sacado de su estupor por su esposa, la miró horrorizado ante lo que acababa de decir.

—¿O no? —remató cuando notó a su esposo abstraído.

Después de aquello, tuvo clara su decisión, era obvia y se sintió tonto de no verla antes. Siempre estuvo frente a sus narices, siempre estuvo ahí y hasta ahora la veía, hasta ahora tenía la mágica epifanía. Su pregunta tenía respuesta: Syd.

Salió corriendo de su casa, Castro no estaba tan lejos y rogó porque el joven estuviera a salvo. Lo conocía y sabía que amaba la fiesta y celebrar, pero ¡por todos los cielos! deseaba que esta vez, después de la marcha, se hubiera dirigido a su casa a descansar.

Unos policías le impidieron el paso a unas cuadras de la calle a la que iba:

—¡Usted no entiende! —le dijo desesperado— ¡mi hijo está ahí! —mintió porque era un experto en hacerlo, aunque sabía que después de decidirse por Syd, más le valía comenzar a buscar otro empleo.

—No señor, no puede pasar, si su hijo no es un maricón no corre peligro —contestó un policía.

Furioso estrelló su puño contra el rostro del gendarme, quien cayó al suelo. Thurston lo brincó y lo miró sangrando por la nariz.

—Preferimos el término gay —le dijo para correr directo al caos que ahora era la calle Castro.

Miró el lugar ardiendo, todo destruido, y sabía que aún así la comunidad gay se levantaría y lo reconstruiría y seguiría luchando. Evitó proyectiles, rodeó golpizas, ya fuera de policías a un homosexual, o de varios hombres gay a un policía. Lo que quería era llegar al apartamento de Syd a como diera lugar. El bar donde lo conoció tenía los vidrios rotos y un cerco de policías sacaba a los parroquianos peor que si fueran asesinos o violadores. Todos oponían resistencia y terminaban con la boca sangrando.

—¡Thurston! —se giró y al verlo en una pieza y sin manchas de sangre sintió un alivio indescriptible, su alma que era fuego se apaciguada. Se escucharon las sirenas de las ambulancias llegar, todo seguía siendo una revuelta y, sin embargo, ver a Syd sonriéndole en medio del pandemónium era lo único que necesitaba.

Se acercó para abrazarlo cuando el grito descarnado y enloquecido de «maricones» fue lo único que alcanzó a escuchar. Luego todo pasó muy rápido: un policía que fue más un fantasma efímero había golpeado al joven en la cabeza, corrió para sostenerlo y la sangre de su nuca manchó sus manos, sintió la humedad entre sus dedos y el olor a quemado de la calle se mezcló con el aroma a hierro del vital líquido.

Syd sintió que todo el aire se le iba y se prendó de la camisa de Thurston.

—Te amo —le dijo susurrando.

El dolor que lo paralizaba no le permitía ya ni siquiera ver, pero se quedaba con el hecho de que su última imagen sería la de su amante, y ante tal pensamiento comenzó a llorar.

—¡Quédate conmigo, no cierres los ojos! —le ordenó y lo abrazó para transmitirle de algún modo calor o vida y seguir sintiendo su corazón latir junto al suyo.

No pudo soportarlo, verlo llorar lo mató. No entendía cómo, ni cuándo, ni qué, no entendía nada. Miró a su alrededor y había tantas parejas como ellos, abrazados, rodeados del desconcierto y manchados de sangre

—Ya lo decidí —le dijo—... tú eres a quien elijo.

Syd sonrió.

      Y Thurston gritó por ayuda, pero a nadie pareció importarle: habiendo tantos heridos, ellos eran tan sólo dos víctimas más. Entre las sirenas, los gritos, el crepitar del fuego y el sonido de los golpes, ese grito fue insignificante.

Notas finales: No olviden dejar una review :)

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