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La danza del tritón por Candy002

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I
Bajo el mar se aburre uno mucho más

Al primer brillo dorado sobre el horizonte, Dial surgió de entre las aguas y barrió los alrededores con su mirada ambarina. Era un pequeño tritón de 100 años, precoz como todos los tritones hoy en día, y le gustaba buscar marineros por las mañanas. Lo que hacía con ellos variaba según el día. Una vez jugó a los pases con dos delfines usando la cabeza de uno, pero cuando los dientes del sujeto dejaron una línea marcada en su frente Dial ya no le encontró ninguna gracia. Lo devolvió al resto del cuerpo que se pudría al sol en la orilla del mar, ignorando el quejido de sus amigos, pensando, al ver la entrañas grisáceas, que los humanos se buscaban cosas así cuando se les ocurría desafiar a la naturaleza.

El joven había sido un pretendiente de una de sus ocho hermanas y, en calidad de enamorado tozudo, la siguió hasta las aguas infestadas de tiburones y en un intento de tomar en sus brazos el esbelto cuerpo recibió un centenar de poderosos colmillos que se plantaron en su carne. La balsa se volcó fácilmente. Se podría decir que tuvo suerte de que el tiburón ya hubiera comido antes porque sólo se comió un brazo, una pierna y unas pocas vísceras. Su hermana, que lo planeó más o menos así, recompensó al tiburón con un beso y éste lo aceptó sumisamente, si bien es sabido que los tiburones son seres poco dados a la efusividad.

Esa mañana no había mucho por donde escoger. Sólo dos barcos pesqueros de tamaños diminutos, cada uno pacientemente detenidos en determinada zona en espera de que los peces llenaran sus redes para sustentar si bien sus bolsillos o sus bocas ya repletas de maldiciones. Dial nadó en círculos manteniéndose bajo el agua, repitiendo para sí los curiosos insultos y preguntándose en qué podría entretenerse. Ayudar a sus hermanas a decorar los arrecifes para los peces estaba fuera de toda discusión, aunque no ignoraba que esa era una de sus obligaciones dado el presunto calentamiento global que atacaba a la tierra. Nadie tenía una idea clara de lo que esto era pero se oyó el término de un grupo de protesta haciendo una marcha por la playa, y aunque hubo mucha alegría por el hecho de que las aguas podrían crecer, la cantidad inaudita de agua salada estaba acabando con los preciosos recursos del agua dulce y el gran rey Neptuno dictaminó que todos debían poner un poco de su parte para evitar una verdadera tragedia. Siendo así, sabiendo que todo el mundo estaba poniendo sus aletas en acción, Dial se creía con todo el derecho de jugar por ahí y perturbar a los humanos.

Era divertido verlos atontarse por su belleza andrógina y contemplar con qué gracia eran capaces de caminar hacia un destino fatal, como si el borde del barco sólo fuera una corriente más de agua y ellos peces que la necesitaban para volver a respirar. Otras veces se dejaba atrapar por ellos y les prometía cosas ridículas a cambio de su liberación. “Te daré tres deseos”, “te llevaré ante mi rey”, “te entregaré a una de mis hermanas”, “te revelaré secretos que no puedes imaginar”. ¡Y los muy brutos se lo creían! Se rió recordando la única vez que casi falló; el investigador -que no dejaba de referirse a sí mismo como tal- aseguraba que finalmente tenía las pruebas por las que tanto había esperado, que ahora no tendrían más opción que creerle, y al final no pudo hacer nada ante el hechizo de su canto. Lo obligó a atarse un cajón grande lleno de hielo y peces ya muertos al cuello para a continuación lanzarse al mar. Fue su manera de vengarse por la media hora de arenga insufrible.

La mayoría de los marineros eran jóvenes nervudos que aparentaban mayor edad y viejos que parecían aun más viejos. A la mayoría los conocía de lejos y sabía que sus apariciones nunca eran tomadas en serio. Una vez les oyó decir que lo consideraban sólo un chaval, además de maricón, bromista de quinta y aunque no entendió muy bien estas palabras, no le gustó que se la dirigieran a él y decidió que ya no iba a honrarlos con su presencia. La verdad es que algunos le asustaban, con sus ganchos en mano, sus gestos hoscos y la manera en que destripaban los peces. Tan fácil como acomodar una cama de algas, mecánica e inexpresivamente. Los humanos que se ahogaban en el mar no le preocupaban, pero ver las tripas de seres con los que había estado compartiendo espacio unos segundos antes le disgustaba y a veces se imaginaba en esas mesas o sobre sus regazos, igual de pequeño que un pez, y el cuchillo grácil abriéndolo en canal. La imagen resultaba curiosa y asquerosa a un mismo tiempo, pero lo más preocupante era lo que pasaría después. Significaría un adiós al agua, a las risas bajo su manto cuando desconcertara a los incrédulos al agitar su cola, a elevar su voz con esa cadencia mágica que todos los de su especie poseían y sentir la excitación en su pecho al descubrir las miradas huecas, fascinadas, como rocas esperando su cincel.

De modo tal que solía concentrarse en extranjeros. Exploradores en busca de tesoros, pescadores novatos en esas aguas, humanos con sus cascos, sus botas y los largos tubos que le servían de respirar. Dial descubrió un placer especial al tomar uno de ellos y retorcerlo en sus manos mientras veía al intruso de las aguas ahogarse dentro del traje. En el último año había acabado con dos, y a un tercero lo dejó desmayado, aunque no supo que así fuera si no hasta después de verlo caminando por la orilla. Entonces le arrojó una concha porque se suponía que había muerto y a Dial no le gustaba que le tomaran el pelo.

Sin embargo, esa tarde no parecía augurarle nada especial. Había oído rumores de que cada vez más jóvenes realizaban lo que se llamaba surfear, y aunque no tenía idea de lo que fuera, sólo que tenía que ver con el agua, lo cierto es que los únicos jóvenes que veía eran de los que disponían a nada. Dial encontraba un atractivo extraño en sus pieles bronceadas y sus cabellos húmedos brillando al sol, incluso a sus voces de barítono. A ellos no los tocaba porque -y esto no se lo había dicho a nadie- le cohibían esa franca seguridad suya de ir tras sus amigos y ahogarlos en broma, para después reírse cuando llegaba la venganza. …l era el tritón más joven de toda Atlántida y sus hermanas le parecían demasiado sosas para ser compañeras de juegos. Esencialmente se entendía con los peces, pero del mismo modo que los hombres con sus perros, y a veces él también deseaba tener alguien con quien hablar. Cuando los veía solía regresar a casa más pronto.

Sin adolescentes, pescadores nuevos ni, en resumen, nada que llamara la atención, se vio resignado a volver cuando todavía no llegaba el mediodía. Como el niño que no dejaba de ser, Dial se aburría fácilmente.

¿A qué describir su regreso hasta la ciudad de Neptuno, el reencuentro con las ruinas devastadas y las estatuas de seres con dos piernas? El camino tan familiar había sido motivo del más vivo sentimiento de independencia en otros tiempos, porque podía ir y salir a su antojo, no obstante, ahora sólo mover la cola hasta llegar a sus calles de piedra, que ya conocía al dedillo. El imponente castillo de su padre se elevaba sobre una colina, como si en el gran derrumbamiento éste buscara destacarse siempre sobre la ciudad yaciente a sus pies. Dial buscó la habitación en el tercer piso y se arrebujó entre las sábanas de algas que tejiera su hermana. Anoche se entretuvo afilando su voz para ver cuánto alboroto podía causar en el mundo animal en la superficie. Hubo tanto ladrido de perro que incluso una bota fue arrojada al agua, en un obvio intento de dar al animal sobre el puente y que le ladraba como en un desafía a ver quién tenía la voz más molesta. Después de eso Dial dio con la bota y la tiró al perro, percibiendo la nota aguda del gemido lastimero con igual deleite que si fuera otro sonido de la naturaleza. Los tritones y las sirenas, aunque no tenían oportunidad de escucharla mucho, apreciaban la buena música. De modo que el sueño no demoró en posarse sobre sus párpados ya pesados, mientras el resto de la población estaba en plena actividad. No soñó nada. Nunca lo había hecho.



El sueño era casi como tomar agua para los seres del mar, después de poco tiempo abandonada ésta. Un minúsculo alivio que bien podría interpretarse como signo de pereza si se era muy severo, o el medio perfecto para matar el rato, si uno es lo que se llama perezoso. Para Dial era no jugar ni trabajar. Cerraba los ojos, y sin ningún esfuerzo, el tiempo ya había transcurrido lo suficiente para que el mundo adquiriera colores más llamativos. Lo que no fue en su caso, al menos no esa tarde, porque una garra blanca como perla le zarandeó el hombro, privándolo de la calma de la nada y asentando en él, por un momento, la vaga duda sobre quién era.

-¡Eres un maldito irresponsable, caprichoso y desconsiderado!

Janife no era conocida por su paciencia. Dial reparó en que los cabellos azules flotaban salvajemente alrededor del rostro de su hermana, y pensó que tanta belleza no tenía por qué contener tanta rabia. Lamentó una vez más que sintiera la necesidad de alterarse tan fácilmente por cada cosa. Con lo sencillo que era dejar que las cosas pasaran, simplemente, como agua por sus escamas.

-Hola -dijo sentándose en el lecho, que en realidad apenas contenía su peso.

Observó por la ventana pero la débil luz que iluminaba la ciudad no le dio una pista sobre en qué momento del día estaban. Janife ya chillaba de pura indignación.

-¿Cómo te atreves? ¡Hemos estado buscándote durante mucho tiempo, mientras tú, el señor príncipe, estaba cómodamente dormido! ¡Estábamos preocupadas, chiquillo malcriado! ¿Y tienes el descaro de decirme solamente hola?

-Tienes razón, soy un desconsiderado -dijo Dial con una sonrisa-. ¿Cómo te ha ido, querida hermana?

El rubor no era algo usual en las sirenas dada su natural sensualidad, pero a Janife acudieron dos manchas de un rosa pálido bajo su mirada enfurecida. Sin embargo, se había suavizado al oírle. Esa conversación había sucedido las suficientes veces para que supiera que no iba a tener gran efecto sobre el otro.

-Creíamos que te habían pescado de nuevo, Dial. Incluso llegué a pensar que me alegraría de que sucediera, a ver si aprendías a dejar un aviso antes de desaparecer por ahí -dijo con contundente reproche, recibiendo luego con una mueca despectiva el asentimiento sumiso de su hermano.

-Toda la razón, hermana. Toda la razón.

-Eres un imbécil -espetó Janife y lanzó un suspiro, expulsando pequeñas burbujas de aire que, elevándose veloces, quedaron atrapadas bajo el techo.

Dial pensó que las ayudaría a llegar a la superficie, donde se reunirían con sus hermanas bastardas, el aire no marino del exterior. No por primera vez se preguntó cómo se sentiría necesitar de esas burbujitas. Para ellos eran sólo desechos, energía que su cuerpo no requería y por tanto expulsaba.

-Vale -aceptó pese a sus pensamientos y, como le pareciera que estaba ensañándose sin razón con su hermana, agregó-: Me aburría trabajar en los arrecifes y me aburría estar en la superficie. No quería asustarlas.

Y era cierto. Y lo más cercano a una disculpa que podía aspirar Janife, así que lo aceptó sin más con un encogimiento desdeñoso de hombros, como si ni lo necesitara.

-Padre te está buscando.

Dial se quejó con un bufido, ocultando la inquietud que el aviso le produjo. No le gustaba enfrentarse a Padre.

-¿Por qué? -dijo lastimero.

Janife, sabiendo a qué se refería, montó de nuevo en cólera, ese caballo tan gritón. Sus manos a los costados se agitaron como si la potencia de éste fuera demasiada para contenerla.

-¡Porque nos tenías preocupadas, niño idiota!



La sala donde Padre solía recibirlos fue en otros tiempos una biblioteca y se hallaba al final de pasillo del segundo piso. Mientras Dial nadaba con deliberada languidez sobre los escalones de piedra, bajando, maldecía las bocas flojas de sus hermanas. No era, ni de lejos, la primera vez que huía de sus tareas para ir a la superficie y hacer de las suyas. ¿Por qué, entonces, el súbito interés por enterar a Neptuno? Generalmente todas se contentaban con dejar que la voz aguda de Janife le grabara en los tímpanos muy bien su parecer.

Deseaba darse la media vuelta y hacer de cuenta de que su hermana no le había dicho nada, pero no se atrevía a dar el aletazo necesario.

El problema con Padre no era la rigurosidad de sus reproches, si bien éstos no eran cosas que uno gustara de recibir con frecuencia. Si tan sólo eso fuera, Dial encajaría las palabras de la misma manera que hacía con las de Janife. Las oía, asentía y trataba de parecer reflexivo, para luego dejar que se las lleve al mar. Al final siempre sabía que su hermana lo quería, tal vez a pesar de ella misma. Pero cada vez que debía asistir ante él se sentía más pequeño que nunca, obligado a sentirse culpable, y temeroso de haberlo decepcionado; todo a un mismo tiempo, en una mezcolanza que lo desconcertaba y repelía a partes iguales. Arriba era un ser fantástico, un chaval loco, personaje de leyenda.

Con sus hermanas era el irreverente, irresponsable y, aunque les duela, simpático hermano. Con Padre era una cría de tritón, inseguro y sin el control de nada, un condenado a la espera de la sentencia. La mayor de las veces apreciaba a Padre, pero no cuando lo hacía sentir de ese modo. Casi se podía decir que le guardaba un poco de rencor porque nadie debería tener derecho de empequeñecerlo sin su permiso.

Ante las puertas de roble, Dial se detuvo unos momentos, la mirada baja y las manos cerradas. Pasaron unos segundos. Finalmente alzó la mirada, esbozó una sonrisa jovial y traspaso la entrada. La vasta habitación, donde sus estanterías todavía contenían libros inservibles bajo el agua, estaba iluminada por un recipiente de vidrio en el techo lleno de una luz verdosa, cuyo origen, cuando Dial preguntaba, sólo era “mágico”. Al final, frente a las altas ventanas, sobre una pila de libros hinchados, se alzaba el trono del soberano del mar. Dial nunca entendería por qué él era tan delgado, mientras su padre era puro músculo, brazos imponentes y barbilla partida. A pesar de la mata de cabellos rojos ondeando bajo la corona de oro, el delicado delineamiento de las cejas sobre los ojos de jade, no tenía nada de andrógino. Una vez le dijo que se vería igual si hiciera ejercicio. Dial afirmó que no valía la pena.

-Pasa, hijo -dijo con su voz profunda, retumbante y poderosa, que no admitía más que sumisión.

Dial obedeció, incapaz de mantener la sonrisa.
Notas finales: ¿Opiniones?

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