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Caballo Negro por Ayesha

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Notas del fanfic:

Esta historia está basada en el mito del Auriga, inspirada en la novela del mismo nombre, de Mary Renault.
Dedico la historia a Sam, que tan gentilmente me envió el libro, y a las chicas de Slashperu.

Caballo Negro

¿Qué es la vida sino la elección del rumbo y la constante lucha por mantenerlo?

Mi verdadera vida, aquella que tiene real significado, comenzó el 15 de marzo de 1825. Todos los acontecimientos anteriores aparecen borrosos, como observados en medio de la niebla: lejanos e irreales, preludio del camino que decidí seguir.

Me uní, como muchos otros patriotas, a la Expedición Libertadora del General San Martín en Pisco, en 1821, llevado por ese íntimo anhelo de libertad, ese deseo de cambiar el mundo, de hacerlo mucho mejor y de encontrar mi lugar en él. En mi calidad de médico, me otorgaron el grado de teniente de reserva y seguí al Ejército de la Unión en su ingreso triunfal a Lima.

Pero mi sueño de libertad y de cambiar el mundo no se concretó con la proclamación de la independencia; allí sufrí mi primera decepción. Había una encarnizada lucha por el poder que me hizo pensar si todo el esfuerzo y el derramamiento de sangre habrían servido sólo para ver a nuestros caudillos militares despedazándose por tener un lugar en la historia.

La situación se complicaba más cada día, con el gobierno de los patriotas instalado en Lima y el gobierno realista instalado en el Cusco. Había enfrentamientos en los que el virrey La Serna buscaba reconquistar el territorio perdido y a pesar de nuestros esfuerzos, lo estaba consiguiendo. Entonces el Congreso pidió la intervención de Simón Bolívar y su Ejército de la Gran Colombia, y cuando llegó, en 1823, nos unimos a él y estuve un año más en esa lucha que parecía no tener fin.

Los días pasaban, en agotadoras campañas, jornadas grises e iguales y trabajo desde que salía el sol hasta el ocaso, pues los soldados colombianos enfermaban en las largas marchas y se veían afectados por el soroche.

Con frecuencia mis compañeros y yo pasábamos las noches de las largas campañas hablando del futuro y de nuestro lugar en él. Muchos, como yo, querían ejercer sus profesiones para servir a nuestra joven nación; también hablaban de casarse y formar una familia, pero yo no me sentía preparado para eso. Quizá los largos meses en campaña me habían hecho habituar mejor a la compañía masculina, aunque sentía que me faltaba algo y el no saber qué era me ponía taciturno en ocasiones.

En junio de 1824 partimos a la sierra central. Nos acompañaba la Guardia de Honor de Bolívar: el Batallón de Rifles, un grupo de legionarios británicos, mercenarios que vendían sus servicios al mejor postor. Destacaban por sus impecables uniformes y su gran disciplina. Había de todo: obreros, filántropos, profesionales y aventureros.

El 6 de agosto luchamos en la pampa de Junín y tuvimos una aplastante victoria que elevó la moral de las tropas. Yo trabajaba sin descanso atendiendo a los heridos en el campamento provisional cuando trajeron a un oficial británico herido e inconsciente. Lo despojé rápidamente de su uniforme de capitán y entre sus ropas hallé un libro manchado de sangre. Estaba en inglés y lo dejé a un lado, ocupándome luego de la herida de lanza. Era superficial, el libro la había amortiguado, y la curé lo mejor que pude, pensando en lo afortunado que había sido ese hombre. Luego fui a ocuparme de los demás heridos.

Por la noche, cuando hacía mi última ronda, pasé junto al británico y lo encontré despierto.

—¡Mi libro! ¿Dónde está? —exigió.

—Lo siento, capitán, está arruinado. Probablemente ese libro le salvó la vida y…

—¿Dónde está? —me interrumpió sin más.

—Lo buscaré, pero antes déjeme examinarlo. Creo que tiene fiebre.

Estaba en lo cierto. Tenía fiebre y le di de beber, le coloqué algunas cataplasmas y me armé de paciencia, pues no dejaba de insistir con el libro.

Entonces fui a buscárselo. Fue una suerte que no lo hubieran quemado con los despojos de la batalla. Lo examiné un momento. «Plato's Dialogues», los Diálogos de Platón. Estaba perforado por una lanza y manchado de sangre. Lo abrí para comprobar el daño y descubrí varias anotaciones al margen y párrafos subrayados que no entendí, pero era obvio que ese libro significaba mucho para su propietario y se lo llevé.

—Gracias, doctor. —Fue todo lo que dijo y lo oprimió contra su pecho, cerrando los ojos. Al poco rato se había quedado dormido.

Lo observé largo rato, preguntándome qué importancia podría tener un libro así para un soldado. Era joven, su cabello rubio muy corto tenía el color de la miel y aunque su tez estaba pálida por la pérdida de sangre, de pronto pensé que era un hombre muy bien parecido y rápidamente volví a mi ronda.

Al día siguiente lo encontré mucho mejor, bromeando con los otros heridos.

—Disculpe mi rudeza de anoche, doctor. —Sus ojos azules pidieron indulgencia y le sonreí—. Estaba alterado y ese libro es una de las cosas que más aprecio.

—Lo entiendo, ¿capitán…?

—Sean Miller, por favor.

Me tendió la mano y se la estreché.

—Roberto Castilla.

El ejército se comenzó a mover a la mañana siguiente. Bolívar volvió a Lima y nosotros nos dirigimos hacia Abancay. En un descanso, encontré a Miller con mejor aspecto, leyendo lo que quedaba de su libro.

—Oiga —me interesé—, no creo que haya mucho que leer. Puedo tratar de conseguirle una copia en Lima.

—¿También se va usted?

—No de momento, pero puedo encargarla.

—Es muy amable.

—No es nada. Debe ser un libro muy valioso para usted.

—No sabe lo acertado que está. Este libro salvó mi vida dos veces.

—Es extraordinario, entonces.

Me dedicó una esplendorosa sonrisa.

—Lo es.

Ese fue el inicio de una amistad. Pronto Miller se recuperó y solía caminar a mi lado. Hablábamos de la guerra, de su vida, de la mía. Había ido a Oxford y deduje que su familia era acomodada. Me pareció increíble que un hombre lo hubiera dejado todo por una causa que no era la suya, ya que era obvio que no lo hacía por dinero.

—Estoy dominando a mis caballos —confesó y a continuación me explicó el mito del auriga, que señala que el alma es como el conjunto formado por carro, un par de caballos alados, uno blanco y uno negro, y su auriga. El caballo blanco representa la capacidad de juicio y el negro representa el deseo innato del placer—. Si el auriga se deja llevar por el caballo negro, el carro caerá. Si logra dominarlo, podrá seguir su rumbo.

La idea me pareció atrayente; yo, que había estudiado para curar el cuerpo, había aprendido en esos años que muchas veces había que curar también el alma.

—¿Eso está en su libro, capitán?

—Así es.

Nuestras noches de campaña las pasábamos hablando de ese libro extraordinario que lo había acompañado muchos años. Miller me traducía algunos pasajes alumbrándose con una lámpara de querosene y su compañía llenaba mis noches. Para mí era un misterio cómo podía leer las páginas manchadas y luego comprendí que se las sabía de memoria.

No sé en qué momento comenzamos a hablar del amor, leyendo algunos pasajes de Fedro. Las palabras amor y amistad se confundían en mi mente, tratando de comprender a los filósofos que expresaban lo que muchas veces había sentido: esa camaradería y compañerismo que sólo podía experimentarse con una compañía masculina, con alguien que buscara lo mismo que yo; aunque en ese momento yo mismo no supiera qué buscaba. Recordé al mayor Escalante, el mejor amigo de mis primeros años en el ejército. Escalante se había quedado en Lima y nuestra separación me tuvo melancólico algunas semanas, pero jamás logré sentir en su compañía lo que sentía junto a Miller.

—El amor «malo» es aquél donde el amante sólo busca el placer y perjudica el alma del amado haciéndolo dependiente, dejando que el caballo negro guíe sus actos —explicó Miller una noche—. Pero hay otro amor, el racional, en que el amante controla ese deseo y cumple su impulso sexual por elección consciente. Por último, existe el amor más elevado, aquél donde el amante ha superado el deseo sexual y sólo busca compartir el conocimiento. Amigo mío, yo no busco un amor tan elevado. El amor racional, Castilla, es lo que quiero para mí —finalizó, haciendo eco de mis pensamientos más íntimos.

Creo que en ese instante, en medio de esa fría noche en Chincheros, supe que me había enamorado de él, de un hombre.

Sí, me había enamorado con ese amor malo, ese amor desenfrenado del que hablaban los filósofos. El mío era el amor que anhelaba el placer de la carne, una pasión prohibida que conduciría a un pecado tan abominable que se condena con la horca: la sodomía.

En cuanto tomé conciencia de la ansiedad con la que esperaba sus visitas, de la forma en la que me excitaba al oírlo leer al gran filósofo disertar sobre el amor masculino, del deseo de explorar esa pasión prohibida, me aterré. Lo que pensaba y deseaba era un pecado nefando, y yo, un pecador.

De pronto todo lo que rodeaba a Miller se me antojó siniestro y comencé a evitarlo. …l jamás dijo nada, pero nuestras veladas filosóficas se terminaron y mi vida quiso volver a ser lo que había sido antes de conocerlo.

Así llegó el 8 de diciembre. Llevábamos varias semanas persiguiendo al enemigo. Hubo una ligera escaramuza en Matará donde fuimos vencidos, y el general Sucre decidió atacar en la pampa de la Quinua, pese a que los realistas tenían una posición ventajosa.

La batalla parecía perdida al inicio y sentí pánico cuando la división de Lara se lanzó a la lucha. Miller estaba allí y temí por su vida. Temí tanto que me aventuré en la batalla y una bala pasó silbando junto a mi rostro. Fueron cuatro horas de lucha que culminaron con nuestra victoria cuando el virrey La Serna fue hecho prisionero.

Nuestra algarabía era indescriptible, el sentimiento de que era la liberación final y verdadera se apoderó de todos nosotros, pero mis ojos buscaban desesperadamente a Miller entre los caídos y cuando vi un cuerpo vestido con el uniforme de los legionarios y una mata de cabello rubio asomando bajo el pañuelo con el que le habían cubierto el rostro, mi corazón se paralizó. Temblando, retiré el pañuelo para encontrarme con los ojos sin vida de un hombre que me era completamente desconocido. Me sentí renacer y entonces me di cuenta de que no podía negarme a mí mismo que amaba a Miller, aunque tuviera que resignarme a un amor platónico como el del más puro de los filósofos. Eso era mejor que perderlo.

—Fue una buena batalla —dijo una voz a mi espalda y enrojecí como no lo hacía desde adolescente.

Allí estaba Miller, con el uniforme desgarrado, pero ileso, y fue como si nuestro alejamiento hubiera sido un paréntesis y todo volviera a su curso normal.

Me ayudó con los heridos y los muertos. Trabajamos hasta el anochecer y cuando me retiré, agotado, a mi tienda de campaña, me siguió. Al despedirnos nos quedamos mirándonos a los ojos y el tiempo pareció hacerse eterno en esa mirada azul hasta que sus labios rozaron los míos. Un roce apenas, pero bastó para encender en mí el deseo que trataba de reprimir. Lo aferré con fuerza, besándolo con un abandono que de pronto me espantó, y lo aparté de un empujón.

—Váyase, capitán —ordené pero parecía más una súplica—. Está agotado, ambos lo estamos. Váyase…

—Tienes razón, Roberto —dijo pasando al tuteo, algo tan íntimo que me hizo estremecer—. No has dominado tu caballo negro. Cuando lo hagas, sabrás cuál es tu camino.

Se fue dejándome con dudas y temores, pero también con la gran incertidumbre de saber lo que habría pasado si hubiéramos entrado juntos a mi tienda. Arrepentido por mi rechazo, pensé una y otra vez en el mito del auriga: el caballo negro va hacia el amado y no obedece al cochero, como acababa de sucederme. Pero al final es amansado y entonces el alma del amante puede acercarse a su amado con seguridad, con una decisión consciente.

¿Eso quería? Era vivir al margen de la ley, por una pasión malsana que sólo buscaba el sexo prohibido y degenerado que podía encontrar en los brazos de Miller. ¿Era sólo eso? Me dije que sí, que era solo sexo, que debía dominarlo, que debía olvidarlo.

Al día siguiente el ejército siguió su marcha al Alto Perú y yo decidí volver a Lima con una pequeña escolta que partía llevando noticias. Me despedí brevemente de Miller, por pura educación.

—Suerte, doctor —me dijo—. Quizá no nos volvamos a ver. Mi servicio termina a fin de año.

No supe qué decir, solamente logré estrechar su mano. …l pareció vacilar, pero finalmente sacó de su bolsillo una carta y me la tendió.

—Aquí le ofrezco un intento de explicación. Léala en recuerdo de nuestra amistad. —Y sin más, dio media vuelta y se fue.

No abrí la carta. Procuré no pensar más en él, y casi tuve éxito. En Lima me licenciaron y comencé a ejercer en la casa que había heredado de mis padres, cerca de la Plaza de la Constitución. Con el pasar de los meses, la paz volvió al Perú pero no a mi vida. El recuerdo de esos labios me hacía despertar por las noches, arrepentido de mi rechazo, recriminándome porque Miller ya se encontraría lejos. No volvería a verlo y quería pensar que eso era lo mejor.

Me dije que había vencido. Que no cedería a la última tentación que era la carta, pero no la rompí. La guardaba celosamente entre mis cosas y un día, llevado por la nostalgia, la abrí.

Traía una especie de confesión, la razón por la que Miller había dejado Oxford y se había embarcado en la aventura libertadora, como él la llamaba en su carta. Y me tuteaba de un modo tan íntimo que me parecía verlo a mi lado y oír su voz.

«Sé que vas a decepcionarte de mí, pero debo decírtelo. Tengo que decirte la verdad. Había luchado con ese deseo incontrolado del que habla Platón, durante años. Pero en mi caso, a diferencia de mis amigos, me atraían los hombres. Tenía que probarme a mí mismo que era normal, y una noche fui a una casa de citas en Londres y busqué una prostituta, pero no pude consumar el acto. Le dejé un puñado de billetes y salí huyendo en un coche de alquiler. Esa misma noche fui a otra casa, un lugar que los hombres respetables nunca frecuentarían. Allí busqué a un muchacho; era guapo, aunque no tanto como tú. Le pagué para llevar a cabo ciertos actos… Tuvimos sexo pero no hubo el afecto que sentí hacia ti cuando me besaste. Para él fue un modo de ganarse la vida, mientras que yo simplemente me dejé llevar por el deseo.

Me sentí pésimo durante varios días. Pensé en confesar mi crimen e incluso en quitarme la vida. Entonces encontré ese libro y pude comprender un poco de lo que me ocurría.

Comprendí también que no quería más ese deseo desenfrenado, pero que sí quería el amor. Ese amor que acepta su naturaleza y la controla, que domina a ese caballo negro que es el deseo, que se entrega plenamente consciente.

El libro me salvó la vida, pero debía alejarme de mi patria y de mi vergüenza. Me alisté en el ejército y serví en él varios años, hasta que te conocí y creí haber encontrado en ti a ese compañero del alma del que hablan los filósofos. Quizá me precipité y te pido perdón. Te arrastré a algo de lo que poco conoces y que obviamente rechazas.

Por favor perdóname, en nombre de esa amistad que un día compartimos.»

Lloré conmovido con cada palabra, deseando retroceder el tiempo, sabiendo que era en vano. La releí mil veces, sintiéndome parte de él y odiándome por sentirlo. Pude entender entonces mi pasión y supe que lo que sentía por Miller, por Sean, como lo llamaba íntimamente, era más que el deseo desenfrenado. Era el verdadero amor. Triste consuelo el descubrirlo cuando era demasiado tarde.

Estuve melancólico durante varios días y entonces una noche encontré a unos amigos y fuimos a beber. Allí me enteré de que Miller se hallaba en Lima desde hacía una semana y conseguí sus señas.

Pasé tres días antes de decidirme a buscarlo, temiendo no poder dominar el caballo negro de mi deseo, pero el miedo a perderlo definitivamente pudo más y fui a visitarlo una noche. Vivía en una casa al final de la calle Barranqueta y llamé a la puerta. Me abrió él mismo. Sus ojos me miraron, incrédulos.

—¿Roberto? —dijo con la voz ronca y un amago de sonrisa se dibujó en sus labios.

—Sean —dije su nombre por primera vez en voz alta.

—Pasa —invitó—. ¿Qué te trae por aquí?

—Tú —dije, cerrando la puerta—. He dominado a mi caballo negro. Ya no me guía un impulso, sé lo que quiero.

Me besó. No fue un roce, fue un beso de verdad, de esos que roban el aliento, que queman, que perduran. Me llevó a su habitación y nos desnudamos con prisa, iluminados por la luz de un candil. Me marcó con besos y la intimidad del acto me sacudió: humedad, ternura, tibieza, manos que acariciaban los lugares más prohibidos y que eran bienvenidas. Me hizo suyo con orgasmos y suspiros que se prolongaron hasta el amanecer y cuando abrí los ojos entre sus brazos a la mañana siguiente, supe que había comenzado mi verdadera vida, aquella que vale la pena.


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