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Requiém por Alchemie

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Notas del fanfic:

BUSCO BETA....

Notas del capitulo:

Bueno, pues este es el primer fanfic de esta estupenda serie que hago. Lo hice basandome en un sueño bastante extraño que tuve, que a pesar de ser rematadamente macabro y absurdo, terminó gustandome muchísimo.

Perdonen si es tan raro que no pueden comprenderlo... todas las críticas y comentarios son bienvenidos. Deseo fervientemente mejorar mi forma de escribir, razón por la cual acepto todas las sugerencias.

Ademas, estoy buscando un beta... si hay alguien que quiera serlo, que por favor me avise.

Réquiem

 

Un fuerte viento arrastró sus garras invisibles sobre la tierra apisonada del camino, levantando una densa nube de polvo marrón que sobrevoló la superficie y permaneció ingrávida, suspendida durante unos segundos antes de comenzar un vertiginoso descenso devuelta al suelo salpicado de rocas. El muchacho se cubrió el rostro con el antebrazo derecho para evitar que el polvo le lastimara los ojos y que las finas partículas se escurrieran entre sus labios, y terminaran por adherirse a la suave seda de su lengua, dejando una desagradable película pastosa en su boca.

 

Cuando el viento amainó, dejó caer lentamente el brazo a un costado y siguió andando a grandes zancadas, sin apartar su mirada de oro bruñido del sendero bordeado de la hierba verde y demasiado alta que inundaba toda aquella zona de su pueblo natal, Rizembol.

 

El muchacho se llamaba Edward Elric. Tenía quince años, una mente despierta que le había llevado a ser considerado un genio y una mirada penetrante manchada por el olor de la soledad que lo seguía de cerca, pisando su sombra por más rápido que avanzara para alejarse de ella.

 

Mientras caminaba, Edward se fijaba en cada detalle del paisaje tratando de adivinar  cuánto habrían cambiado tras casi tres años de ausencia. No pudo evitar preguntarse si aquella hierba verde y demasiado alta seguiría siendo tan esponjosa como la recordaba. Quiso enterrar sus dedos en ella y dejar que se hundieran en sus entrañas, profundo, muy profundo, quizás hasta que sus uñas se clavaran en la tierra y los insectos confundieran sus dedos con delicadas arañas albinas que venían de visita. O si sería áspera al tacto y le arañaría la piel con los bordes de sus estilizadas hojas llenas de nervios, que las recorrían de arriba abajo, exactamente igual que las pinceladas azules de sus venas bajo la piel recorrían su cuerpo bombeando vida.

 

Edward resistió la tentación de agacharse y comprobarlo. Apretó con delicadeza el par de flores blancas que llevaba en la mano izquierda y se recordó que aún le quedaba un buen trecho de camino antes de llegar a su destino, la tumba de su madre, Trisha. Aquel pensamiento se balanceó en su cabeza una vez más, entrechocando con sus neuronas hasta dejarlo aturdido.

 

La tumba de Trisha. La tumba de tu mamá.

 

Esas palabras seguían sin adquirir un sentido completo. Sonaban tan lejanas e irreales, y sin embargo eran lo más real de su mundo. Más real incluso que la hierba acariciando sus tobillos y el viento enredando sobre su frente mechones de cabello dorado. De repente se sintió solo, como si estuviese contemplando el mundo desde fuera, sin participar en él y éste lo dejara a un lado con desdén cuando estiraba su brazo para aferrarse a su creciente bullicio y así evitar caer de lleno en  el agujero negro que amenazaba con absorber su cerebro, y por cuyo borde avanzaba su cordura al ritmo de un vals antiguo, meciéndose a un lado y a otro, en vilo, siempre a punto de dar un mal paso y perderse en lo desconocido.

 

Sus neuronas aturdidas decidieron comenzar a girar sin control, sin detenerse, sin apiadarse de él. La sensación de soledad se extendió por todo su cuerpo, ascendió por su columna enroscándose con una serpiente de malignos ojos y le mordió el cuello inyectando su ponzoña, el fuego rojo que lame el alma y la consume.

 

¿Me extrañabas?

 

Instintivamente, Edward cerró su mano derecha, la mano que le daba a su hermanito Alphonse  cuando salían a la excursión que solían hacer todos los días hacia el final de la tarde desde que habían regresado, y que irremediablemente los conducía hasta la colina donde estaba enclavado el campo santo, como si sus pies solo fueran capaces de encontrar ese sendero y pudieran vislumbrar en aquella acción, del todo innecesaria y dolorosa para ellos, la forma más eficaz de drenar las culpas por sus pecados del pasado. Y aún seguían saber por qué, después de tantos años, sentían de nuevo aquel enfermizo afán de reunirse con Trisha, el mismo que había precipitado los acontecimientos antaño y que ahora los empujaba frente a su lápida a través de aquel sendero. El único que podía llevarlos hasta lo poco que quedaba de Trisha, una triste lápida con su nombre languideciendo entre la hierba y un par de rosas frescas en la cima de una montaña de flores viejas, resecas y marchitas ya, que había ido acumulándose desde el día en que comenzaron dichas excursiones.

 

Le sorprendió un poco encontrar su mano vacía y sola, como un amante abandonado en San Valentín, y tardó en comprender a qué se debía, porque Alphonse nunca, jamás le dejaría solo. No. Ninguno podía vivir sin el otro, no al menos una vida completa. Imposible, ellos habían nacido juntos, del mismo vientre, el mismo día, apenas separados por un par de segundos. Se amaban. Se necesitaban. Habían construido su propio mundo, uno donde sólo cabían ellos dos y al cual el resto de personas tenía vetada la entrada; porque los demás no los entendían, no podían usar ese canal privado y metafísico con el que los gemelos Elric se comunicaban.

 

Alphonse estaba en casa con Hohenheim. Ese señor-“Tu padre. Mi padre.”-probablemente estuviera en esos instantes sentado en un taburete junto a la cama de Al, con un cazo lleno de agua fría en las rodillas, cubriendo la frente de su hermanito con pañuelos húmedos para que bajara la fiebre, mirando su rostro sonrojado y vigilando su respiración dificultosa con esa expresión de eterno cansancio y melancolía tan típica en él desde que su madre hubiera decidido irse a un mundo más bonito, porque el lugar donde se encontraba ahora era un mundo más bonito ¿No?

 

Edward trató de imaginarse cómo sería aquel lugar.

 

Quizás fuera tan verde como las praderas de su pueblo, con un cielo de acuarelas azules y nubes como motas de algodón blanquísimo. Allí podría estar todo el día tumbada bajo la sombra de un gran árbol, esperando que Alphonse y él fueran a verla como cada tarde. Tendría que explicarle que ambos habían encontrado a Hohenheim vagando por los rincones olvidados de Central tras finalizar una infructuosa búsqueda de algo que pudiera salvarlos. Lo habían visto con los labios pegados a una botella de whiskey barato mientras canturreaba viejas melodías y apretaba contra el corazón la fotografía que guardaba de su esposa, escondida entre los pliegues de su chaqueta para protegerla de miradas curiosas, manos indeseadas que pudieran pecar contra su último recuerdo y las lágrimas que se le escapaban en los breves resquicios de sobriedad que se permitía. Se había sentido asqueado al comprobar que conservaba esa mirada de perpetua suplica, de sufrimiento eterno e inquebrantable del que debía hacerse cargo porque alguna especie de retorcido designio divino lo señalaban como dueño de un cruel destino. Habían terminado por acogerlo por culpa de  la excesiva bondad de su hermano, y eso era algo de lo que ella podía sentirse orgullosa aunque a él le costara más de un dolor de cabeza, que había terminado por contagiársele hasta el punto de hacer un cese de su unilateral hostilidad.

 

Sin embargo sus buenas acciones voluntarias o la fuerza no eran tenidas en cuenta. La enfermedad de Al había empeorado por culpa de Hohenheim, quien, cuando se enteró de que sufría el mismo mal que su madre, cargó con él de regreso a la capital para ver a aquellos amigos suyos. Esos que paseaban a la media noche sus rostros atemporales de infinita hermosura y palidez entre los adolescentes esbeltos y hermosos vestidos de negro, que usaban rímel y tenían las orejas perforadas por trocitos de metal brillante. Esos que parecían vivir para la noche y sus voluptuosas promesas. Duda poder olvidarlos, a ellos y sus miradas cargadas de secretos, de años, de deseos infantiles y soledades. A ellos, miembros de la hermandad de la Noche, dueños de voces susurrantes, de lenguas suaves, calientes y húmedas, de bocas adictivas e impúdicas. Dueños de voces, lenguas y bocas que lo habían profanado mientras se debatía entre la sensación de vértigo provocada por la sugestiva mirada de su líder, Envy, y las cálidas caricias de sus labios apretados contra su propia boca.

 

Edward estaba seguro de que ellos eran la causa de la enfermedad de Alphonse. Cuando le había preguntado a Hohenheim por lo sucedido, éste había esbozado una triste sonrisa.

 

-Solo quería recuperar a Trisha, ellos no podían hacerlo porque ya era demasiado tarde-Le dijo-. Pero me dieron la fórmula para no perderos a ti y Al, y poder teneros para siempre conmigo.

 

Edward había odiado profundamente esa preocupación tardía por su madre y el hecho de que sintiera que de algún modo los tres volvían a estar condenados. En eso momentos había querido gritarle que a su mundo solo era bienvenido Al. Pero en su lugar, apretó los labios, atragantándose las palabras por no pisotear las patéticas esperanzas de su hermanito.

 

Prefirió averiguar que le había hecho, maldiciéndose por haber consentido que experimentaran con él, con su dulce Al.

 

Quizás le habrían dado a su hermanito alguno de sus extraños brebajes con un fuerte olor a pimienta que hacia escocer la nariz o le habrían hecho masticar alguna de las hierbas que guardaban en frasquitos de cristal. Sin importar que hubieran hecho, lo único que habían conseguido era enfermar a Al con un nuevo virus que el doctor  y sus medicinas de laboratorio no podían curar. Esa era la causa de que ese día su hermanito no hubiera podido ir al cementerio, pero lo enviaba a él para hacerle compañía a Trisha y también enviaba una flor blanca, porque a ella le gustaban mucho.

 

Si pudiera llegar hasta el lugar donde estaba su madre, sin duda estaría muy triste cuando le contara todo, pero trataría de no parecerlo, recibiría la flor y lo besaría en la frente con sus labios húmedos y suaves parecidos a un capullo de rosa roja, y lo dejaría descansar en su regazo hasta que llegara la noche y tuviera que partir de regreso a casa sin ella, con la promesa de que cuidaría de su hermano y juntos volverían al día siguiente.

 

Pero Edward ya no era un niño y sabía que cuando alcanzara el final de la colina su madre no estaría allí, tampoco habría una puerta que condujera hacia donde estuviera. Y lo sabía porque los hacía mucho tiempo  había dejado de empeñarse en creer en lo imposible y dejado que la magia propia del mundo de un niño pequeño se escape de su vida con cada aleteo vaporoso de sus pestañas. Edward alzó su mirada de oro bruñido para contemplar los escasos metros que lo separaban de las lápidas, las pequeñas cruces de obsidiana y el ángel de ojos tristes-Tan tristes como los de Hohenheim- que coronaba la tumba de su madre.

 

A Edward le causa escalofríos aquel ángel melancólico que nunca dejaba de observar el cielo, como si allá arriba estuvieran escritas todas las respuestas. A veces tenía la sensación de que la pequeña figurita abriría sus alas y echaría a volar dejando tras de sí un reguero de plumas doradas.

 

Al llegar, Edward empujó hacia fuera la desvencijada cerca de madera que delimitaba el terreno del campo santo, cruzó silenciosamente entre los mausoleos, inclinando la cabeza a modo de saludo ante cada nombre que leía-Buenas tardes señora, ¿Se encuentra cómodo en su ataúd señor?-y se sentó frente al ángel. Tras unos segundos, cuando se dispuso a ofrecer los obsequios que llevaba, descubrió que el viento había arrastrado en todas direcciones los cadáveres marchitos y quebradizos que un día fueron flores con los pétalos teñidos de colores vivos y perfumados con exóticas fragancias.

 

Suspiró. Al cabo arrancó uno a uno los pétalos blancos de las flores que tenía en la mano e hizo una pila con ellos, que no tardó en ser llevada por el viento.

 

Aquel día no le apetecía demasiado hablarle al aire, fingiendo que este transportaría sus palabras hasta lo oídos de Trisha, así que se tendió cuan largo era sobre la hierba esponjosa que antes había querido tocar, se estiró perezosamente y apoyó la cabeza en los brazos a modo de almohada. El ángel de obsidiana ignoró su presencia, demasiado ocupado en seguir oteando el cielo en busca de algún indicio milagroso.

 

Edward rodó sobre sí mismo hacia un costado, su pecho aplastó la hierba, sus dedos escarbaron un hoyo en la tierra, junto a un negrísimo ciempiés con el cuerpo enroscado en espiral y las graciosas patitas sacudiéndose en el aire como las pestañas de una muñeca de porcelana.

 

-Alphonse te envía saludos-Mintió. Cuando había salido, su hermanito se encontraba gimiendo de dolor en la habitación sumida en una penumbra azulada. Hohenheim no le había dejado subir las persianas para que entrara algo de luz. Se dijo que no importaba decir una pequeña mentira para hacer feliz a alguien. De todas formas, si llegaba a escucharlo, Trisha no podía saber que no decía la verdad-¿Te sientes sola? ¿Morir duele?-Le preguntó, imaginándosela inmóvil en el cajón de madera, atrapada bajo tres metros cúbicos de tierra, que  seguramente devorarían sus palabras antes de que pudieran rozarla-. Me gustaría estar contigo.

 

Reprimió un bostezo y parpadeó varias veces, molesto porque sus parpados parecían tan pesados de repente y porque sus pensamientos de nuevo giraban sobre el mismo eje: la muerte ¿Qué sentiría estando muerto?  Fue cerrando sus ojos poco a poco. Lo último que vio antes de someterse al sueño, fue un cúmulo de nubes oscuras que se acercaban rugiendo como tigres brotados de las volutas de humo grisáceo de cien mil cigarrillos. Luego, una densa niebla lo absorbió todo.

 

Edward dejó que su mente deambulara sin rumbo en los mares de la inconsciencia. Se deslizó lentamente a través de la negrura que lo envolvía todo con su tacto de seda. Sintió que sus dedos comenzaban a penetrar en la tierra húmeda y fría, como las raíces de un árbol, alargándose hacia el centro del planeta hasta tocar en medio de la oscuridad unas manos muy blancas de dedos largos y finos, con la piel apergaminada y reseca envolviendo unos frágiles huesos que parecían esculpidos en marfil.

 

Había alguien allí abajo, alguien que buscaba su compañía. Edward pensó que se trataba de Trisha, así que no opuso resistencia cuando aquellas manos se enredaron entre las suyas y tiraron de él hacia un pecho inmóvil en cuyo centro no podían oírse los rítmicos latidos de un corazón. Solo había allí un eco cavernoso. Las manos guiaron la cabeza del rubio a uno de los hombros huesudos cubiertos con un vaporoso vestido de terciopelo blanco que olía a humedad y carne sin vida.

 

El terciopelo le acarició las mejillas, sacándolo de su sopor. El olor a muerte le invadió los sentidos con violencia. Edward sintió que su estomago se encogía hasta alcanzar el tamaño de un garbanzo. Gimió al notar un sabor amargo abrasándole la garganta. Quiso apartarse de aquel cuerpo rígido y helado, pero estaba atrapado entre unos brazos desprovistos de carne y cuatro tablones de madera que se negaban a ceder a sus desesperados empujones.

 

Sus ojos rodaron en todas direcciones tratando de ubicar alguna luz, pero no había ninguna, solamente  el cuerpo reseco y vacío sobre el que estaba recostado era visible en medio de la penumbra. Se preguntó dónde estaba, y el inconfundible olor de la putrefacción fue el encargado de responderle.

 

Estaba en un ataúd.

 

La idea le erizó los vellos de la nuca.

 

Mientras intentaba escapar, unos labios desecados le rozaron el lóbulo de la oreja, dejando escapar en un siseo el aliento fétido de aquella criatura que invadía sus sueños. Sus uñas rasgaron la madera y sus pies se agitaron frenéticamente en el poco espacio disponible. Tiró del vestido y trató de impulsarse hacia arriba, para regresar a la realidad, pero solo consiguió ser retenido con mayor fuerza.

 

La criatura pasó sus dedos entre las hebras del cabello de Edward. La piel comenzó a quebrarse y desprenderse del hueso como los trozos de un libro antiquísimo que se deshacían al ser manipulados. Vio como los jirones de piel translucida y reseca se depositaban en su frente, besaban sus mejillas y le decían hola a las sedosas mechas doradas que coronaban su cabeza. Apretó los parpados procurando ignorarlo todo.

 

-¿Quién eres?-Preguntó aún sin abrir los ojos.

 

-¿Quién eres?-Insistió, con un leve temblor rasgando la valentía que pretendía imprimirle a su voz. Se obligó a levantar la mirada y encarar esa pesadilla desagradablemente vívida, repitiéndose una y otra vez que los sueños solo eran parte de la mística de su cerebro, una recreación de su mente que no podría hacerle un daño físico, que todo se difuminaría y caería en el abismo de la no existencia cuando la realidad se impusiera.

 

Sin embargo, hasta que eso ocurriese él compartiría el lecho mortuorio de aquel espectro que le devolvió una mirada vacía, de cuencas despojadas de ojos.

 

-Oh, no tengas miedo, no te inquietes. Morir no duele, pero es muy solitario.

 

Edward contuvo el aliento al reconocer la voz de su madre. Palpó el pecho del espectro, sus dedos tropezaron con algo helado. Un trozo redondo de metal. De inmediato lo reconoció. Se trataba del colgante de Trisha. Ese que ella usaba siempre, escondido entre los encajes de su ropa, y que al abrirse mostraba una foto de los gemelos abrazados el uno al otro, con sus bellos rostros redondos y andróginos sonrientes. Edward la había visto una vez. Era en blanco y negro, por lo que sus cabellos parecían una cascada de rízos níveos, y tan diminuta que no se alcanzaban a adivinar la fugaz diferencia de colores entre sus pupilas.

 

Edward estuvo seguro de que era su madre.

 

Pobrecilla, tan sola.

 

-Entonces, yo te haré compañía-Dijo.

 

Las manos del espectro aflojaron su presa. El rubio se abandonó al amparo de aquel cadáver marchito con el firme convencimiento de que era el de su madre. No le  importaba morir. Solamente lamentaba que Alphonse no estuviera con él. Deseaba que los labios carnosos de su hermano fueran lo último que recordaba de éste mundo, poder llevarse el olor que tuvieran sus cabellos en el instante en que se acercara a su lecho para besarle los parpados, la frente, las mejillas, lavándole el rostro con el aliento salado de sus lágrimas. Qué hermoso se vería con el traje negro que se compraría para su funeral. Caminaría junto a su féretro y lanzaría manojos de florecillas silvestres cuando lo estuvieran cubriendo con tierra.

 

Pensar en su hermano le consoló. Él se quedaría junto a Trisha para aliviar su desgarradora soledad, pero seguiría viviendo en su hermano. Alphonse crecería y se transformaría en un joven hermoso, gallardo, de elegantes modales acompañados de una voz susurrante, llena de recovecos y matices. Un joven con los ojos más maravillosos, y a través de ellos, de sus ojos-Oh, esos ojos-Edward podría observar el mundo.

 

 

 

 

 

Su cuerpo comenzó a emerger de nuevo, sin que él pudiera percatarse de ello, alejándose antes de que los insectos mordieran la tierna carne de sus muslos lampiños; de que su corazón se convenciera de que la muerte era lo único que le aguardaba y dejara de latir; de que la vida viscosa, caliente y roja que circulaba por sus venas detuviera su tránsito.

 

Edward no supo que unas manos pequeñas de huesos diminutos y delicados lo agarraron de los hombros y lo arrastraron fuera del ataúd, de su pesadilla, mientras esos labios carnosos que tanto amaba, que tanto se parecían a los suyos, pronunciaban mil veces su nombre para regresarle la vida que estuvo a punto de escurrírsele entre los dedos y se apretaban contra su boca con el afán de insuflarle su propia vida si era necesario.

 

De tanto pensar en la muerte, ésta había decidido venir a buscarlo.

 

 

 

 

 

Cuando despertó, dos gotas de un líquido desconocido, translucidas y muy frías, cayeron en su frente. Por un momento Edward creyó que se trataban de las lágrimas del ángel, que por fin se había convencido de que la señal que esperaba con tanto empeño nunca llegaría, y tuvo pena de él. Pensó que ambos se parecían mucho. Pero luego más y más gotas siguieron cayendo y entonces supo que no era el ángel quien lloraba, si no el cielo plomizo herido de muerte por un sol pegado al horizonte, que se negaba a esconderse mientras soportaba su propia agonía.

 

Esas manos que lo habían rescatado se cerraron entorno a la solapa de su camisa de algodón, estrujando la tela, sacudiendo sus hombros. El esbelto cuerpeco de su hermano le dio refugio. Edward noto la fuerza con que Alphonse  lo abrazaba, el calor que su piel devorada por la fiebre le transmitía y las cosquillas provocadas por las puntas de sus cabellos cuando hundió la cabeza rubia en el cuello pálido.

 

-No me dejes, no me dejes, no te vayas con ella, Edward-Sollozó el menor, apretando los labios contra el cuello del otro, echando su aliento tibio sobre el hueco que formaba la clavícula. Su pensamiento viajo hasta la mente de su hermano, rozándola con ternura, sosegando su agitación-. No quiero que me abandones tú también.

 

Edward enterró sus manos en el cabello de su hermano y busco esos ojos que tanto le gustaban.  Morir se tornó de pronto algo aterrador, oscuro. Cómo había podido creer que estaría bien lejos de Alphonse. Su sangre era la sangre de él. Su cuerpo era el cuerpo de él. Ni siquiera sus pensamientos y pesadillas le pertenecían en exclusiva, también eran los pensamientos y pesadillas de su hermano.

 

Edward abrió sus ojos y profirió un jadeo de animal herido al comprender que lo único que de verdad anhelaba era estar con aquel ser con quien había compartido por nueve meses el cálido útero materno.

 

Morir significaba separarse de Alphonse.

 

-¡NO QUIERO MORIR! ¡NO QUIERO!-Le gritó al aire que mordía furioso las copas de los árboles, a la cortina de lluvia golpeándole el rostro, al espectro solitario de su madre.

 

Su corazón empezó a aletear como un pájaro enloquecido. La sangre fustigada subió por las venas en una pletórica explosión que se fundió entre los labios de su gemelo. Edward oyó como murmuraba “Nunca moriremos” antes de que sus dientes perforaran la blanda carne de su cuello y desgarraran sus venas. El olor metálico de la sangre flotó en el aire. Unas cuentas rojas brotaron de su herida, impregnando los labios de su hermano. Confundiéndose con la saliva fluyeron por su garganta hasta llegar al estomago vacío. Mientras Alphonse se bebía todo el dolor de una infancia robada, otorgándole con ese gesto oscuro una nueva vida, que esta vez no tendría fin, Edward posó sus ojos en una silueta que los observaba inmóvil en la distancia, guarnecida bajo un paraguas negro. Era Hohenheim, y parecían pedir perdón con la expresión dolida de su rostro.

 

Así que esto fue lo que hiciste en la capital, pensó. Convertiste a mi hermano en un ladrón de vida… nos convertiste a los dos.

 

Edward cerró los ojos. Era consciente de que cuando los volviera a abrir ya no sería el mismo.

 

-¿Te duele mucho?-Se interesó Alphonse súbitamente, absorbiendo su atención. En su mirada podía leerse el miedo, el rechazo hacia aquella acción desesperada de la que él mismo era causante. Pero también era evidente el hambre desatada en sus dilatadas pupilas y en el gesto increíblemente obsceno con el que se lamía los labios.

 

Edward negó con la cabeza, se apretó mas contra a él, recreándose en la cálida respiración que caía suavemente los erizados vellos de la nuca. Se concentro en la sensación de succión sobre cuello, en ese contacto tan íntimo y el subrepticio roce de sus pieles empapadas, rodeó los hombros de Alphonse con ambos brazos y susurro bajito, casi con vergüenza, el secreto que escondía desde que tenía uso de menoría.

 

-Está bien, Al. Tú puedes hacer conmigo lo que quieras, porque yo te pertenezco.

Notas finales:

si has llegado hasta aquí sientete y te ha gustado, sientete obligado a dejar un comentario para hacerselo saber a esta humilde autora y darle un poco de felicidad :P


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